El patio de mi casa no es particular

Lo que sucede en el patio de una casa suele afectar al resto de una comunidad y viceversa: lo que afecta al común suele tener consecuencias sobre las vidas particulares



El patio de mi casa no es particular…
Por Fundación de los Comunes
Diagonal

…cuando llueve se moja, como los demás. Esto dice una canción infantil muy popular —al menos en mis tiempos— y sabia, recordando que en un pueblo, en un barrio, en una ciudad, lo que sucede en el patio de una casa suele afectar al resto de una comunidad y viceversa: lo que afecta al común suele tener consecuencias sobre las vidas particulares.

Lo que me lleva a compartir estas líneas de angustia, impotencia, denuncia y, finalmente —espero— ilusión, es un común mucho más feo que la lluvia. Lo siento, pero… ¡la cosa va de chinches! Esos diminutos vampiros cuya velocísima capacidad reproductiva se ha traducido en una plaga que infecta, de momento, un barrio de Madrid (Lavapiés) y que han tenido la deferencia de hospedarse también —por supuesto, sin permiso— ¡en mi propia casa!

Frente a estos indeseados e indeseables invitados, una podría pensar, simplemente, “me ha tocado la china” —o la chinche—, aceptar el revés de la fortuna con resignación y poner buena cara al mal tiempo de una mudanza atropellada, un exilio forzoso y un doloroso adiós a pertenencias indispensables (¡mi cama!). Todo ello sin entrar en el detalle del coste (deuda, en mi caso) ruinoso de toda la operación, fumigación del hogar mediante. Porque, en cualquier caso, ¿no queda esto a la altura de una insignificante incidencia comparado con la gravedad de un desahucio u otros enormes problemas que oscurecen e impiden muchas veces las vidas de decenas, cientos, miles de personas a mi alrededor?

En un primer momento, traté, por lo tanto, de afrontar la llegada de las chicnhes como un problema nimio y “particular” para, de esta forma, relativizarlo y sacar fuerzas y humor con los que tirar para delante. Pero, de repente, en medio de una casa embalada en bolsas de plástico negro y aún bajo los vapores tóxicos de la guerra química recién librada, me llega, vía radiofónica, la última idea iluminada de nuestras ilustres autoridades municipales: ¡la creación de barrios vip! Esto es, de barrios que “mejoren” los servicios municipales de limpieza, seguridad, etc. mediante el pago de unos impuestos más elevados. Omitiré la coprolalia que se apoderó de mi mente durante unos instantes, por respeto a los lectores y para poder continuar este escrito. Tampoco entraré —o no, al menos, ahora— en la evidente intención especulativa de dicho proyecto municipal, para centrarme exclusivamente en el eufemismo “mejorar”. Porque el pan nuestro de cada día es el abandono, por parte de las administraciones locales, de sus responsabilidades respecto al mantenimiento de unas condiciones de vida dignas para sus vecinos y vecinas. Por eso cuando se habla de “mejorar”, se habla, simple y llanamente, de “volver a proveer”, aunque solo en ciertas zonas bien delimitadas, exclusivas, unos servicios públicos de los que antes disfrutábamos todos y todas.

En mi barrio hace al menos una década que no riegan las calles —salvo aquellas donde se despliega el Rastro—. El barrendero me dijo ayer que ahora solo pasan a barrer cada tres días (¡tres días!), pues parte de la plantilla está de vacaciones y no se contrata a más gente para cubrir los turnos. No recuerdo la última vez que vi podar los árboles y nuestras anecdóticas “zonas verdes” (Parque de Casino de la Reina, Parque del Gasómetro) apenas sirven para pasear al perro —y con sumo cuidado—: yo dejé de llevar al mío hace tiempo, porque en dos ocasiones nuestros paseos terminaron en el veterinario debido a cortes de cristales en las patas.

Pero ¿de qué estoy hablando? ¿De limpieza y de problemas caninos, cuando la tasa de riesgo de pobreza en menores se sitúa, en España, en un 29,9% frente al 21,4% de la media europea?

Sí, es cierto, los asuntos públicos tienen prioridades y no pretendo poner la salubridad de plazas, calles y parques por delante de la necesidad básica de comer o de dormir bajo techo. Pero la plaga de chinches se ha convertido para mí en una suerte de metáfora —o de signo premonitorio — de la espiral que comienza con el abandono de las calles y termina con el de sus pobladores.

Cuando leí Ciudades muertas, un libro de Mike Davis, quedé impresionada y horrorizada de cómo el descuido de los centros urbanos por parte de los poderes locales tenía consecuencias inexorablemente letales para la vida: sin limpieza, sin bomberos, sin cuidado de que la calle sea un lugar seguro y accesible para todos y todas —y aquí el “todas” es particularmente imprescindible—, los barrios devienen insalubres, inhabitables y pasto potencial de las llamas más despiadadas. Los pobladores con posibles siempre quedarán a salvo de plagas y fuegos, atrincherados o bien en las típicas urbanizaciones cerradas estadounidenses —indispensable una relectura estival de Snow Crash—, o bien en los barrios VIP con vocación de extenderse en las urbes europeas. Pero el resto, la mayoría, tendremos que autoorganizarnos y luchar por otra forma de entender la ciudad, de vivirla y de hacerla.

Vuelvo a Madrid, a Lavapiés y a las chinches. La excusa: la crisis. El instrumento perverso de extorsión: el gobierno de la deuda. La solución de la gestión municipal actual: los recortes. La salida esperanzadora: la vuelta de la política.

La vuelta de los asuntos comunes a manos de la ciudadanía. Porque, por ejemplo, en este caso de la plaga de chinches, ¿qué cabría hacer en vez de abandonar a la gente a su suerte y terminar —porque si esto se extiende, no sé que harán con nosotras—, tal vez, acordonando la zona como lugar infectado y no recomendable para turistas? Se me ocurren algunas posibilidades. Para empezar, hacerse cargo de esto como del problema de salud pública que es. Enviar, en consecuencia, inspecciones de sanidad a los edificios y, una vez comprobado el problema, organizar fumigaciones a escala de las comunidades de vecinos, ofreciendo espacios donde alojarse durante el proceso. En Lavapiés existen tanto instalaciones municipales (como el Centro Cultural de la calle Olivar o el Casino de la Reina), como edificios de la EMV —prácticamente vacíos, por cierto— que podrían utilizarse para este menester. Dispensar, por último, ayudas a las personas con menos recursos para poder hacer frente tanto a la desinsectación como al perjuicio causado por la pérdida de colchones, muebles, ropa y otros enseres básicos.

En suma, un dispositivo que solo depende de la voluntad política, puesto que recursos, como ya dije, haberlos haylos. En vez de esto se nos abandona a nuestra suerte, porque no por casualidad somos un barrio de inmigrantes y, por ende, suficientemente interesante para vender multiculturalidad a los turistas pero insuficientemente pudiente para merecer un entorno salubre y agradable… ¡para ser un barrio VIP!

Ahora bien, las chinches no tienen fronteras ni hacen distingos de clase. Polizonas en vestidos y suelas pueden terminar navegando por toda la ciudad. Pueden, incluso —y abrigo personalmente esta esperanza— desembarcar en Monte Alina, la “urba” donde Ana Botella —vecina, por cierto, de Felipe González— trata de mantenerse a salvo de la basura que hierve bajo los 40ºC en Lavapiés y de sus malsanas consecuencias.

Mientras tanto, los vecinos y vecinas nos seguimos autoorganizando para mejorar el día a día, ya sea convirtiendo solares abandonados en parques reapropiados en los que sí es posible pasear tranquilamente —como en Esto no es una plaza o en la Plaza de la Cebada—, ya sea cooperando en nuestras propias comunidades para tratar de resolver los problemas de plagas ­—y desahucios— de forma colectiva.

Capacidad de organizarse de la gente que pronto, y esta es la ilusión a la que me refería en las primeras líneas, tendrá la oportunidad de incidir en muchos municipios, de ganar en muchos ayuntamientos.

También en el de Madrid.

Marisa Pérez Colina
Fundación de los Comunes