México: La batalla final es civilizatoria (IV)

más que un mundo que se pudre, es un mundo donde se fermenta, se engendra, se cocina, una transformación radical y profunda, no violenta, basada en la creación de nuevas maneras de vivir, convivir, concebir, producir y reproducir (biológica y culturalmente) en territorios concretos. El contagiante hervor de un cambio civilizatorio.



México: la batalla final es civilizatoria
Víctor M. Toledo /IV y última
La Jornada

“Estamos ante el espectáculo de miles y miles de pobres maestros, que vienen de un mundo que se extingue y que se pudre” (Roger Bartra, Reforma, 10 de septiembre de 2013, comentando los plantones de los maestros mayoritariamente indígenas de la CNTE). La frase es de una violencia fuera de serie, por la carga emotiva que llevan las palabras de quien se considera un antropólogo ilustrado a la francesa. Las palabras recuerdan de inmediato las de Justo Sierra O’Reilly (1814-1861) siglo medio atrás, cuando se dirigió a los mayas de Yucatán: “Yo quisiera hoy que desapareciera esa raza maldita”. Ambas frases encierran un racismo, tan rabioso como extremo, como si los ilustrados autores se vieran poseídos por un sentimiento largamente contenido en el imaginario colectivo de una fracción social.

Esta es la cuarta y última parte de una serie dedicada a revisar el choque de civilizaciones en México, y está dirigida a mostrar cómo los ciudadanos mexicanos que proceden de o pertenecen a la civilización mesoamericana no pertenecen a “…un mundo que se extingue y que se pudre”, sino que, muy por el contrario, forman parte de un conglomerado cultural que hoy por hoy encabeza dos procesos vitales: 1) son la principal resistencia frente a los proyectos de muerte implementados por el neoliberalismo, y 2) conforman la columna vertebral de los cientos de proyectos alternativos exitosos de carácter emancipador que hoy se multiplican por el territorio mexicano.

Desde el ojo neoliberal, la modernización del país implica poner en sintonía con el modelo dominante, que es globalizador, mercantil, tecnocrático y depredador, cada segmento o dimensión de la sociedad mexicana: sistema tributario o fiscal, educación, energía, aparato estatal y, por supuesto, recursos naturales: minerales, petróleo, gas, agua, biodiversidad, genes, suelos, selvas, bosques, bellezas escénicas. Hoy, las venas del país están abiertas. Cada vez más corporaciones (petroleras, hidráulicas, turísticas, biotecnológicas, genómicas, farmaceúticas, inmobiliarias) succionan o están por succionar esos recursos. Durante las últimas tres décadas, las iniciativas neoliberales han estado entrando como “cuchillo en mantequilla”, facilitadas por los gobiernos de todos los colores (azules, tricolores, amarillos y verdes) y en todas las escalas (municipal, estatal o federal). ¿Y las resistencias?

Hoy las dos puntas de lanza de la resistencia mesoamericana las encabezan los caracoles zapatistas en Chiapas (que abarcan la mitad del territorio de esa entidad) y los maestros de la CNTE de Oaxaca, Chiapas, Guerrero, Michoacán, Tabasco y Quintana Roo. La única “reforma estructural” realmente cuestionada ha sido la educativa, y esa oposición ha venido del magisterio mesoamericano, de los maestros rurales y urbanos de origen indígena. Similarmente los movimientos que han logrado el control social de sus territorios en Guerrero (policías comunitarias) y en Michoacán (autodefensas) han surgido en regiones indígenas (en Cherán, unas cien comunidades indígenas acaban de decidir constituir sus propios mecanismos de defensa y gobierno).

De 260 conflictos socioambientales inventariados, tipificados y cartografiados, 145 (casi 60 por ciento) corresponden a comunidades o municipios rurales, y de ese total 47 pertenecen a hablantes de lengua indígena (más de 20 culturas)*. Más allá de las cifras, hoy las mayores resistencias, que incluyen marchas, bloqueos carreteros, clausuras simbólicas, asambleas, campamentos y demandas legales, provienen de los pueblos originarios y sus asesores científicos, técnicos, jurídicos y de comunicación. La lista es larga. La autoorganización es cada vez más robusta y extendida. Desde yaquis por el agua, en Sonora, o nahuas en Guerrero, Colima, Michoacán y sobre todo en la Sierra Norte de Puebla (en unión con los pueblos totonacos), hasta mayas en Campeche, Yucatán y Quintana Roo, wixáricas en San Luis Potosí, y chontales en Tabasco. Las mayores batallas contra los parques eólicos han sido escenificadas por zapotecos y huaves en el Istmo, Oaxaca, y los triunfos jurídicos que han detenido la entrada de maíz y soya transgénicos han tenido como soporte las decenas de comunidades que se han declarado libres y en contra de esos cultivares biotecnológicos en Michoacán, Oaxaca, la península de Yucatán, Puebla, y sobre todo en Tlaxcala*. En el caso de la minería la colisión se da mayoritariamente entre comunidades, municipios y regiones mesoamericanas por un lado, y unas 60 empresas y corporaciones: 35 extranjeras (canadienses, estadunidenses, chinas y de otros países) y 23 nacionales encabezadas por Grupo México y Minera Frisco.

Pero la colisión civilizatoria no termina ahí. Como he mostrado en varios artículos* y en nuestro nuevo libro Regiones que caminan hacia la sustentabilidad*, las experiencias y proyectos más notables de ejemplos exitosos que existen en México con rasgos distintos a los del modelo neoliberal, es decir, emancipadores y alternativos, son los desarrollados por comunidades y cooperativas mesoamericanas. El recuento de esos proyectos exitosos sólo en cinco entidades del país (Oaxaca, Quintana Roo, Michoacán, Chiapas y Puebla) arroja un total de mil 44 casos*. Se trata de verdaderas experiencias de autogestión, autosuficiencia y autodefensa, con prácticas ecológicamente adecuadas, democracia participativa, equidad social, innovaciones tecnológicas, bancos del pueblo, medios de comunicación propios (radiodifusoras y canales locales de TV) e inserciones en los mercados orgánicos, justos y/o alternativos.

Concluyendo: más que un mundo que se pudre, es un mundo donde se fermenta, se engendra, se cocina, una transformación radical y profunda, no violenta, basada en la creación de nuevas maneras de vivir, convivir, concebir, producir y reproducir (biológica y culturalmente) en territorios concretos. El contagiante hervor de un cambio civilizatorio.