La simulación política

Figuras de la impostura



Figuras de la impostura
La simulación política

Raúl Prada Alcoreza

La simulación es un tema trabajado por Jean Baudrillard, se refiere a las estrategias de la apariencia, a las estrategias de la seducción, a la sustitución de la realidad por la hiper-realidad, es decir, por la virtualidad. Hablamos de los extremos de la experiencia vertiginosa de la modernidad, experiencia figurada como cuando todo lo sólido se desvanece en el aire[1]. Esta modernidad extrema radicaliza la experiencia estética, las experiencias del gusto y del placer, acompañadas por sus representaciones plásticas. No se olvide que la modernidad nace como concepto estético, concebido por los poetas malditos, que representa la experiencia del trastrocamiento urbano, la sensación de suspensión de valores, de transformación de instituciones, de demolición de estructuras[2]. Experiencia también expresada en la narrativa romántica del Fausto de Goethe. Según Baudrillard esta experiencia de dilución y evaporación se habría radicalizado y extendido convirtiendo a la sociedad en un sistema de simulaciones. La idea, el concepto, la configuración de simulación se convierte en una de las claves para comprender la experiencia extrema de la modernidad radicalizada, junto al concepto de ilusión y de realidad, convertida en virtualidad, en hiper-realidad.

Jean Baudrillard escribe en El crimen perfecto:

Esto es la historia de un crimen, del asesinato de la realidad. Y del exterminio de una ilusión, la ilusión vital, la ilusión radical del mundo. Lo real no desaparece en la ilusión, es la ilusión la que desaparecen la realidad integral[3].

Un poco más adelante, en al capítulo dedicado a la definición de El crimen perfecto, escribe:

Si no existieran las apariencias, el mundo sería un crimen perfecto, es decir, sin criminal, sin víctima y sin móvil. Un crimen cuya verdad habría desaparecido para siempre, y cuyo secreto no se desvelaría jamás por falta de huellas[4].

Cuando se refiere a la simulación dice:

En el horizonte de la simulación, no sólo ha desaparecido el mundo sino que ya ni siquiera puede ser planteada la pregunta de su existencia. Pero es posible que esto sea una treta del mundo[5].

Después de dar el ejemplo de los iconoclastas de Bizancio que hacen desaparecer a Dios cuando precisamente quieren darle más gloria a través de la profusión de sus imágenes, escribe:

Lo mismo hacemos con el problema de la verdad o de la realidad de este mundo: lo hemos resuelto con la simulación técnica y con la profusión de imágenes en las que no hay nada que ver[6].

A la simulación se opone la ilusión, empero también la posibilita, a través de una relación laberíntica. Baudrillard anota:

Existe algo más fuerte que la pasión: la ilusión. Existe algo más fuerte que el sexo o la felicidad: la pasión de ilusión[7].

En el capítulo sobre El fantasma de la voluntad, se refiere a la ilusión radical:

La ilusión radical es la del crimen original, por el cual el mundo es alterado desde el inicio, jamás idéntico a sí mismo, jamás real. El mundo sólo existe gracias a esta ilusión definitiva que es la del juego de las apariencias, el lugar mismo de la desaparición incesante de cualquier significación y de cualquier finalidad. No sólo metafísica: también en el orden físico, desde el origen, sea el que sea, el mundo aparece y desaparece perpetuamente[8].

Refiriéndose al mundo dice:

El exceso está en el mundo, no en nosotros. El mundo es lo excesivo, el mundo es lo soberano.

Esto nos previene de la ilusión de la voluntad, que también es la de la creencia y el deseo. La ilusión metafísica de existir para algo, y de hacer fracasar la continuación de la nada[9].

En cuanto a lo real, la definición es aplastante:

Lo real es el hijo natural de la desilusión. No es más que una ilusión secundaria. De todas las formas imaginarias, la creencia en la realidad es la más baja y trivial[10].

Cerrando estas citas, en el capítulo sobre la ilusión radical, escribe:

Así pues, el mundo es una ilusión radical. Es una hipótesis como otra cualquiera. De todos modos, es insoportable. Y para conjurarla hay que realizar el mundo, darle fuerza de realidad, hacerle existir y significar a cualquier precio, eliminar de él cualquier carácter secreto, arbitrario, accidental, expulsar sus apariencias y extraer su sentido, apartarlo de cualquier predestinación para devolverle a su fin y a su eficacia máxima, arrancarlo de su forma para devolverlo a su fórmula. La simulación es exactamente esta gigantesca empresa de desilusión – literalmente: de ejecución de la ilusión del mundo a favor de un mundo absolutamente real[11].

Cuando ocurre esto la realidad en tiempo real no sólo se vuelve virtual sino que desaparece. Hay como un origen ilusorio y como un fin de desaparición virtual, como producto de la simulación total. La simulación hace desaparecer la realidad al convertirla en una sombra de la simulación, una sobra de la sombra, de la virtualidad. La ilusión se opone a la realidad no sólo como el origen al fin, sino también como la indiferenciación afortunada se opone a la indiferenciación desafortunada. Baudrillard escribe:

Hay que devolver su fuerza y su sentido radical a la ilusión, tantas veces rebajada al nivel de una quimera que nos aleja de lo verdadero: de aquello con que se disfrazan las cosas para ocultar lo que son. Pero la ilusión del mundo es la manera que tienen las cosas de ofrecerse para lo que son, cuando no son en absoluto. En apariencia, las cosas son tal como se ofrecen. Aparecen y desaparecen sin dejar traslucir nada. Se despliegan sin preocuparse por su ser, y ni si quiera por su existencia. Hacen señales, pero no se dejan descifrar. En la simulación, por el contrario, en ese gigantesco dispositivo de sentido, de cálculo y de eficiencia que engloba todos nuestros artificios técnicos incluyendo la actual realidad virtual, se ha perdido la ilusión del signo a favor de su operación. La indiferenciación afortunada de lo verdadero y lo falso, de lo real y lo irreal, cede ante el simulacro, que, en cambio, consagra la indiferenciación desafortunada de lo verdadero y de lo falso, de lo real y sus signos, el destino desafortunado, necesariamente desafortunado, del sentido en nuestra cultura[12].

Como se puede ver, la simulación, la ilusión y la realidad conforman un triangulo prohibido o, si se quiere, usando otra metáfora, el Triángulo de las Bermudas. Ocurre que la simulación expresa elocuentemente la experiencia misma de la modernidad en su forma plástica de imitación; no exactamente a través del procedimiento de la metáfora, sino de la metonimia, de la sustitución de una cosa por otra. Empero, la modernidad no es solamente simulación, sino también el mito del origen y el desvanecimiento de la realidad.

Este es el contexto teórico que usamos para referirnos a la simulación política, simulación que contiene un tipo de sustitución, de suplantación, si se quiere, de metonimia, que calificamos de impostura, que no es otra cosa que una figura para representar un tipo de suplantación. Como se puede ver, con el uso de estos términos no pretendemos descalificar, ni juzgar, sino tan sólo describir un fenómeno político que forma parte, si se quiere, de la gran fenomenología de la modernidad. Esperamos acercarnos a esta intención descriptiva, en ayuda a la interpretación del acontecimiento político, sus singularidades y personajes.

Figuras de la impostura

¿Qué es un impostor? ¿Un embaucador? ¿Un charlatán, un mentiroso, un embustero, un tramposo, un defraudador, un simulador, un falaz, un fanfarrón, un estafador? Hemos mencionado una lista de sinónimos. ¿El impostor es uno de los sinónimos? ¿Es toda la lista, comprendiendo una curva de posicionamientos y de estilos? Todo depende de lo que queramos significar, lo que queramos decir, quizás lo que queramos describir, mediante aproximaciones figurativas. Empero, la pregunta más difícil es ¿quién es el impostor? ¿Qué clase de sujeto es el impostor? Además de preguntarnos ¿hay el impostor? ¿Es ese el problema o es otro? Fuera de añadir un problema nuevo u otra característica del problema enunciado, ¿si el que llamamos impostor no cree, no considera que lo sea, no es consciente de que actúa en función de una simulación, sino que efectúa su puesta en escena creyendo efectivamente en el guión, que en este caso no sería un libreto, sino un drama personal, historia de vida, el recorrido tortuoso de una subjetividad partida; es decir, una escisión de la personalidad, una actuación comprometida con su propia ilusión? No es fácil resolver estas tramas subjetivas. Pero, entonces, ¿podemos usar este término, impostor, impostura, para referirnos a alguien que actúa constantemente ante un supuesto público, auditorio convertido, en el imaginario del sujeto en cuestión, en masa de espectadores? Hagamos la pregunta directa: ¿es el político un impostor? ¿Actúa permanentemente ante el pueblo, población reducida, en su imaginario, a masa espectadora asombrada de sus actos osados?

Indudablemente el político es un personaje connotado de nuestro tiempo, de nuestra contemporaneidad, moderna, democrática, representativa, de campañas electorales y campañas publicitarias, dispuestas en escena colosales y concentraciones multitudinarias. El político no es el anti-héroe de la novela, sino algo más modesto, es el perfil de sujeto más desvaído de la experiencia de la modernidad, que expresa elocuentemente los dilemas y las tribulaciones del deseo de poder. Hay cierta mediocridad asociada a las atribuciones del político. No se requiere gran talento, aunque algunos lo presuman; no se requiere de una condición moral irreprochable, al contrario ésta puede convertirse en un obstáculo para la necesaria flexibilidad de la práctica política. No se requiere de sabiduría, aunque algunos ostenten tenerla; tampoco se requiere de compromiso, aunque en el pasado lo haya tenido, aunque entienda ahora que el compromiso es con el Estado, “sagrada” institución que se ha convertido en su causa; antes, en cambio, se trataba de una causa ideal, de la búsqueda de una utopía. Incluso pasa algo extraño con el político, el hombre convertido en político, ocurre una especie de pérdida de atributos en aras de un cambalache; si antes tenía cualidades, las pierde ante las exigentes condiciones de presión del ejercicio del poder. Al parecer, no parece haberse dado un género literario que se haya ufanado en descifrar la composición subjetiva de semejante personaje. Hay una que otra novela que se detiene en la historia de una persona especifica, como El señor presidente, de Miguel Ángel de Asturias, Yo El supremo, de Roa Bastos, también sobre La candidatura de Rojas, de Armando Chirveches, y otras más por el estilo; empero, esta narrativa no se dedica a la subjetividad del político, sino al itinerario subjetivo de una persona renombrada dedicada circunstancialmente a la política, o, en su caso, a la pretensión desolada de la dominación absoluta, refiriéndose a las características propias de una persona específica, el dictador, catapultada a la cumbre borrascosa del poder. Lo que falta es convertir a este sujeto político en personaje, comediante que tiene características repetitivas, con uno que otro matiz, con una y otra diferencia; empero manteniéndose el perfil compartido. Diríamos entonces tipo, no necesariamente individualizado, sin embargo, dosificado, donde la composición de las características generales parece repetirse. De todas maneras, ahora no estamos intentando hacer una novela ni proponer una, sino intentando analizar las analogías más sobresalientes y repetitivas del político, personaje característico de las ambivalencias de la modernidad y de las suplantaciones de la representación.

En el campo de la sociología Max Weber escribe sobre la diferencia del científico y el político[13], atribuyéndole al primero un comportamiento racional y obligado a la objetividad, en tanto que al segundo le atribuye un comportamiento emotivo e inclinado a la subjetividad, que comparte valores. Esta diferenciación y su tipología correspondiente incumben a modelos abstractos, a una distinción metodológica que lleva a exigir al científico a dejar sus valores en la puerta antes de comenzar una investigación, pues tiene que realizar un análisis objetivo y evitar dejarse llevar por sus valorizaciones. Esta distinción del sociólogo no es una clasificación de los tipos políticos, sino una distinción efectuada y demarcadora desde el campo científico respecto del campo político. Es como una especie de limpieza de lo que pueda haber en el sociólogo de inclinación política. Este género de escritura denotativa, la sociología, no ha efectuado una clasificación de los tipos políticos. Pierre Bourdieu en el análisis del campo político confecciona una descripción topográfica y estructural de la distribución de las fuerzas políticas; cuando analiza el habitus se refiere a la internalización del campo en el sujeto o en la subjetividad social. Ciertamente el concepto de habitus nos sirve para profundizar la constitución de lo político, de la institucionalidad política, de los imaginarios políticos, ayudándonos a comprender mejor la diferenciación vaporosa del detalle de los tipos políticos. Tomando en cuenta esta perspectiva de campo político, podemos ver que no es posible hacer una clasificación general, universal, apropiada a distintos contextos, periodos y coyuntura. Es indispensable tener en cuenta que cualquier clasificación es, en todo caso, provisional, una herramienta descriptiva para aproximarnos a la variedad de conductas y comportamientos de los que llamamos políticos de profesión.

En la filosofía antigua, la griega, Aristóteles escribe sobre la política y define al hombre como un ser político, es decir, un ser de la polis, inclinado a la organización, a la administración y a las formas de gobierno. Platón, su discípulo, continúa esta ruta, en El político define al político como pastor de rebaños, también como soberano tejedor. A propósito Cornelius Castoriadis en El político de Platón hace una sugerente anotación comparando al filósofo y al político en los escritos de Platón, usando un esquema estructural[14]. Dice que el verdadero saber se opone al falso saber, entonces el filósofo se opone al sofista; ahora bien, la verdadera praxis corresponde al político, en tanto que la falsa praxis corresponde al demagogo. Tomemos el escrito de Platón como una crítica a los políticos de su tiempo, griegos, sobre todo atenienses, particularmente contra Temístocles; crítica que distingue el ideal del político de lo que efectivamente se da como perfil subjetivo. Esta distinción de la antigüedad griega, ateniense, que hace Platón, puede servirnos para distinguir también la diferencia entre un ideal, lo que se espera, del político, de su efectiva práctica; también puede ayudarnos a situar la comprensión de la diferencia entre la Ley y su administración ilegal, acaecida en la práctica política. Podemos también hacer otras anotaciones sobre referencias al “político” en textos antiguos, forzando un poco los términos, pues se refieren al soberano y al guerrero, esta vez hechas en el texto sagrado veda de El Bhagavad-Gita, cuando Krisna enseña a Arjuna el conocimiento absoluto, hace la distinción entre lo espiritual y lo material, pero también la necesidad de que el guerrero se desempeñe en el campo de batalla, despreciando a la muerte y colocándose por encima de las sensaciones y contingencias temporales. Podríamos sugerir una interpretación de estas partes dedicadas al “político” en el Canto a la divinidad; la responsabilidad del “político” es mantener el equilibrio.

Podemos seguir ampliando nuestro recuento, lo que hace interesante este recorrido y esta reflexión; sin embargo, en estos textos no estamos ante una clasificación de tipos políticos, sino ante diálogos que nos llevan a la verdad de la filosofía y a la verdad de la “política”, así como ante enseñanzas que preparan al soberano tanto para el conocimiento de lo absoluto así como para cumplir con sus responsabilidades en la Tierra. Todo esto nos ayuda a comprender que los temas de gobierno y de ética, que podemos aproximarlos forzadamente a la cuestión política, eran de preocupación desde la antigüedad. Podemos incluso acercar el concepto de demagogia de Platón a lo que llamamos ahora la simulación política, también la calificación de El Bhagavad-Gita de pasiones perversas a las inclinaciones de los que usurpan el poder; pero, lo que nos interesa en este ensayo es dibujar un cuadro provisional de las conductas políticas en una modernidad heterogénea y abigarrada.

El problema o el desafío que nos plantea el perfil ilusionista del político nos recuerda que conocemos poco de los espesores y recovecos de la subjetividad humana. En el caso que nos ocupa, cuando la persona, cualquiera sea ésta, incluso más sencilla, sin mayores pretensiones, se ve sometida, puesta a prueba, en las atmósferas y climas del poder, parece que se desencadena algo en su cuerpo, experiencia que lo transforma, convirtiéndola en alguien que disfruta de ese deleite de poder, que satisface el deseo de dominio. Cuando se da lugar a la complacencia, al gusto por el disfrute del poder, la persona ha cambiado, es otra. La subjetividad política es una construcción representativa de este gusto, este deleite y deseo de poder. Entonces el sujeto de esta subjetividad, si se puede hablar así, entra como a un tren que lo encarrila a conservar este escenario, la repetición compulsiva de la escena, esta disposición estructural al poder y a la dominación, que lo ha alejado de los mortales y lo ha acercado a los dioses y los demonios.

Es aleccionador observar el comportamiento de los políticos, sobre todo cuando están en el poder. Las atmósferas y climas de poder, la ceremonialidad del poder, que forma parte de su suelo, de su territorio institucional, los llevan tan lejos que los desconectan de la “realidad”, por lo menos de aquella vivida cotidianamente por los ciudadanos, a quienes se dirige con sus discursos y para quienes actúa. Lo que dice es siempre legítimo, es siempre la verdad, aunque esta legitimidad devenga de la representación y de la estructura jurídica, aunque esta verdad sea producto del poder, de esa objetividad burocrática del poder que se construye con informes, descripciones oficiales, estadísticas estatales. Por otra parte, el político siempre encuentra argumentos convincentes, aunque cueste sostenerlos empíricamente. Puede convencer del beneficio de proyectos más dudosos o claramente destructivos. Siempre hay una verdad superior, si no es la razón del Estado, es la necesidad de desarrollo, es una estrategia histórica o una geopolítica elaborada para articular un espacio fragmentado.

A veces el político es cuidadoso, hasta cauteloso, otras veces es torpe y arronjado. Le gusta a veces mostrarse pensativo, reflexivo, mostrarse como sabio, como alguien que se detiene a meditar antes de decir alguna palabra; otras veces, en cambio, prefiere amenazar, mostrarse como un castigador, ser inflexible, manifestar su determinación implacable. El político en el poder llega hasta diferenciar los distintos escenarios con mucha sutileza, tiene para cada ocasión un discurso distinto; discierne a los interlocutores, busca agradar a todos con distintas respuestas, con diferentes disertaciones, aunque estas terminen siendo contradictorias. No importa que en un lugar diga una cosa y en otro lugar otra. Lo importante es convencer o, como dice algún analista político atribulado, acumular convencidos, someterlos a su telaraña, controlarlos, de tal forma que forme parte de sus “tejidos”. Se compara con un “tejedor”, aunque no se sepa qué “teje” exactamente o si su “tejido” termina siendo un embrollo. Lo que importa es su propio auto-convencimiento; se construye una imagen propia, satisfactoria, podríamos decir narcisa. La imagen que tiene de sí mismo la llega a comentar hasta en público, en alguna ocasión imprevista. Ahí aparece como el sabio político, el estratega, el que siempre hace algo con algún objetivo, todos sus actos tienen un sentido, se dirigen a algo. No hay nada improvisado. Los que no se dan cuenta lo que hace son los mortales, que no tienen el privilegio de sus perspectiva, de ver varios panoramas. Por eso dice, todo depende cómo se mire, de qué panorama se trata, local, nacional, regional, mundial. Cómo se puede ver, tenemos cartas para todo, escoja usted.

Haremos una digresión en relación a la metáfora del “tejido” como tarea del político. La hemos encontrado en una interpretación de un atribulado analista político contemporáneo, también la volvemos a encontrar en las exposiciones de Cornelius Castoriadis sobre El político de Platón, criticando la posición ambigua de Platón en El político, rescatando más bien su posición en Las leyes. Por último, encontramos la metáfora del “tejedor” en el mismo Platón, en su escrito citado. En los diálogos del joven Sócrates con el Extranjero sale a relucir esta segunda definición del político como “tejedor”. El político sería un “tejedor” porque su tarea es hilar las distintas artes de la sociedad y lograr un equilibrio, el “tejido” político sería el arte primordial que es capaz de articular las distintas artes logrando una armonía en la ciudad. Empero la tesis de Platón supone la presencia del soberano que abole las leyes y se dedica a “tejer”, a gobernar, hilando el tejido de la polis, la composición adecuada de las fuerzas de acuerdo a las circunstancias. Castoriadis dice que esto es dejar la política a la soberanía del soberano, suspendiendo las leyes y la democracia. Esto tiene que ver con la crítica desplegada por Platón a la forma de gobierno democrática. Extraña que, en este caso, en este diálogo, se aparte de lo planteado en Las leyes y en La República, donde relaciona gobierno con virtud. La metáfora del “tejedor” entonces sirve para justificar el papel excepcional del soberano. ¿Qué significa la metáfora del “tejedor” en el atribulado analista político contemporáneo? El soberano, en este caso, el presidente, también “teje”, pero no las artes de la ciudad, sino alianzas, suma fuerzas, articula territorios y organizaciones, compromete a dirigencias, las vincula y orienta de acuerdo a una perspectiva. Empero, este “tejido” se lo hace saltando las decisiones democráticas de las comunidades, de los sindicatos, de los municipios, de las regiones. No se respeta a sus candidatos elegidos, se impone otros, considerados más afines a la perspectiva del gobierno. Hay algo análogo a estos “tejidos”, el de la metáfora griega de Platón y el de la metáfora del atribulado analista político, ambos “tejidos” no son democráticos; son el arte del soberano para lograr equilibrios o para construir alianzas. El soberano es como un “hilandero” que “teje” destinos, se encuentra sobre las instituciones, las leyes, la democracia. El uso de esta metáfora, su desplazamiento metafórico, trastoca la figura inicial del tejedor, del sentido del tejedor y del tejido, para hacer prendas de vestir, para hacer textiles útiles, textiles ceremoniales, textiles de escritura geométrica. Se pierde el arte del tejedor para ser suplantado por el arte del político, que es más bien un “arte” para amarrar y hacer nudos. La trama que aparece es otra, la trama del poder. En el discurso del analista político se legitima los atributos excepcionales del soberano, el colocarse sobre las instituciones, las leyes y la democracia.

El político también se muestra como un hombre sacrificado, hace gala de su entrega, de su renuncia a la vida privada, del tiempo dedicado a las grandes tareas estatales por el bien público. No hay horario. Cuando se dedica a su vida privada sólo es para concederle breves lapsos, pequeños momentos, donde tampoco deja de actuar. Donde vaya, ante los allegados, ante la esposa, ante los familiares, ante los amigos, no deja de ser un actor. Siempre siente que está en un escenario, no puede dejar de desempeñar su función simbólica, es el centro en todas estas ocasiones. Está condenado a repetir el papel de elegido, incluso en la vida privada; las fronteras entre lo público y lo privado se han borrado, después de haberse borrado, hace tiempo, los perfiles de lo que alguna vez ha sido y el personaje que representa. Al respecto, en descuento del sujeto en cuestión, podríamos recordar que todos los políticos también nacen pequeños, parafraseando el título de la película Werner Herzog: También los enanos empezaron pequeños.

Hay por cierto toda clase de políticos, se puede hacer su taxonomía. Empero no podemos perder de vista ciertos rasgos generales que caracterizan un tipo de comportamiento ante la sociedad. La distribución de estas características generales varía, dependiendo de la individualización. Nos interesa definir un tipo, una composición más o menos manifiesta, no tanto como promedio, sino como conjunto de rasgos repetitivos, aunque esta repetición se efectúe de manera variada. Por otra parte, tampoco se trata de perder la variedad misma de políticos, la distribución dosificada de las características compartidas. Ciertamente, como en la base de esta clasificación, aparecen, en su distribución masiva, como una masa significativa de políticos de base, a quienes no les importa las apariencias, son como operadores, cumplen órdenes, optan más bien por satisfacer los caprichos de los “jefes”, compensando su sumisión con la obtención de beneficios colaterales, mas bien pedestres y vulgares, que los placeres del teatro político y la ilusión de prestigio de los jerarcas; prefieren la inclinación al enriquecimiento privado, instalándose en redes clientelares y circuitos de influencia, en mecanismos de extorsión y prácticas de corrupción. En todo caso, de lo que se trata es que todas estas redes sean invisibles o, en el mejor de los casos, opacas. Este sujeto de base, operador, es un político sin escrúpulos, que contrasta con el otro, que ya definimos en parte, el que actúa respondiendo a una trama donde aparece como predestinado. A este último, que es como la cima de una suerte de clasificación de los tipos de políticos, sí le interesan las apariencias; es más bien cuidadoso y evita, en lo posible, hallarse involucrado en actividades pedestres y con intereses vulgares, menos en actividades corrosivas como las relativas a la corrupción. Estos dos tipos, el tipo de político predestinado y el operador vulgar, dibujan no sólo un intervalo de variedades te tipos y perfiles políticos, sino que son como los polos opuestos, que, sin embargo, se complementan, se necesitan mutuamente. El “predestinado” requiere de quienes realicen la guerra sucia, las tareas indecorosas, pues él se encuentra tan alto, tan distante, ejerciendo su labor encomiable en la guerra limpia. El operador, en cambio, requiere del “predestinado” para que ampare y cubra sus propias acciones. Así como la idea de dios requiere la idea del demonio y la idea del demonio requiere de la idea de dios. En la trama celestial, ambas figuras se complementan en la economía política sagrada; en tanto que, en la trama terrenal, las otras figuras se complementan en la economía política del poder.

Siguiendo con la clasificación, como en el medio de esta polarización figurativa de los tipos políticos aparece, en el escalafón de la taxonomía, otra figura política de mando, las autoridades. Éstas cumplen, pero, también deciden; quizás están más cerca de la materialización de las decisiones que las altas jerarquías, los que “sintetizan” la representación, los que simbolizan al Estado. Las autoridades son designadas, son como una extensión del poder de los elegidos; no representan, pero, son como la irradiación de la representación; entonces utilizan esta proximidad y ejercen a su modo, como en una división del trabajo, la dominación. Las autoridades ejecutan, están directamente ligados a los mecanismos institucionales, de ejecución, administración y gestión. Estas autoridades son de la confianza del presidente, gobiernan como en una miniatura del país, que son sus ministerios. Se encuentran también en una cumbre, aunque no de las más altas de la cordillera del poder; por lo tanto también están dentro de escenarios, obligados a puestas en escena, aunque no tengan el alcance y el resplandor de los monumentales montajes y puestas en escena de los jerarcas del poder. Pero, esta experiencia es suficiente, como para padecer también una transformación psicológica. El uso mismo del lenguaje cambia, el tono; no sólo porque tienen que dar órdenes y garantizar la disciplina institucional, sino porque también ellos creen en su papel, siguen el guion, otro libreto. Hablan también a los mortales, quienes tienen que terminar de comprender la situación, las difíciles tareas que les toca emprender, las dificultades técnicas y administrativas de sus gestiones ejecutivas. Estos personajes se involucran directamente, diariamente, no solamente en lo relativo a sus tareas ejecutivas, sino en lo que concierne a su exposición ante la opinión pública. Hacen las declaraciones respectivas, justifican los actos del gobierno, hasta los actos y las frases del presidente. Son los que tienen que mostrar siempre el lado positivo, son los que tienen que darle la vuelta a la adversidad, los que tienen que mostrar que todo anda bien, que todo se hace convenientemente, aunque empíricamente no parezca que eso ocurre. Son los personajes más convencidos de la buena gestión, pero también los que terminan siendo los chivos expiatorios, como se dice popularmente, son los “fusibles”. Sus periodos de existencia son variados; pueden ser improbablemente prolongados, durar la gestión de gobierno, que es lo que menos ocurre; son pocos los privilegiados que gozan de esta perdurabilidad. Las más de las veces sus periodos de existencia son mas bien cortos; salen cada que hay una crisis. Por lo tanto, a diferencia de los “predestinados” tienden, en distintas circunstancias, a manifestar debilidades, a mostrarse a veces inseguros, a asumir su responsabilidad. De lo que se trata es de salvar a las altas jerarquías, a la cúspide del poder. Muchas veces sus reputaciones eventuales terminan rápidamente, se convierten con facilidad en personas odiadas por la población, pues, como hemos dichos, son las más expuestas al escarnio; terminan siendo los culpables. El pueblo que apoyó al gobierno tarda o le resulta difícil culpar a la jerarquía del poder, prefiere encontrar la culpabilidad y la responsabilidad en los ministros. Tiene que haber una crisis más profunda, que las periódicas, como para que pueda alcanzar la duda o la interpelación a las altas jerarquías. Las autoridades, estos personajes de mandos medios, cuando caen en desgracia son vilipendiados, incluso pueden serlo por el mismo gobierno; pueden llegar a ser defenestrados. Para ellos, sorprendentemente, los días de gloria terminaron precipitadamente; quedan en el recuerdo. Si bien saben lo que puede sucederles, por eso mismo, al parecer son los más extravagantemente leales, los más pronunciadamente fieles, lo más grotescamente aduladores. Este comportamiento es como una táctica para posibilitar la perduración en el poder. Sin embargo, este comportamiento adulador no sólo es una atribución de estas autoridades, sino parece expandida a la gran masa de los funcionarios públicos. Los subordinados de estas autoridades también optan por esta actitud de manifiesta sumisión al “jefe”. Con esto llegamos a una cuarta figura de los tipos políticos; la del funcionario adulador, en términos aymara popularizado, “llunku”. Este personaje pusilánime, que es de los perfiles más difundido en el campo burocrático, no es propiamente un político, no ocupa un cargo político, sino un cargo burocrático, empero está afectado por ser parte de las atmósferas y climas del poder, donde participa. Si bien no actúa ante un público, como lo hacen la jerarquía y las autoridades, como lo hacen los políticos profesionales, actúa, en cambio, para el “jefe”, para la autoridad a la que está subordinado; entonces también cae en esta conducta teatral de la simulación política, sólo que desde otro lugar.

Hay una quinta figura de la clasificación de los tipos político, ésta tiene que ver con la masa de los militantes. Ellos no están expuestos de la misma manera que las otras figuras de la simulación política, no tienen necesariamente que actuar ante públicos, no tienen imperiosamente que formar parte de puestas en escena, tampoco tienen que actuar ante un “jefe” de oficina; son de alguna manera también el “público”, pero, esta vez hablamos del “publico” restringido y circunscrito al partido, al “publico” convencido. De manera diferente, ocurre como si los militantes actuaran para sí mismos, compitiendo entre ellos, quién es más consecuente, quién es más “radical”, en relación a seguir la línea política del partido. En los “escenarios” donde se mueven los militantes, que son mas bien espacios de convocatoria, ellos, más que actuar, se esfuerzan por ser el ejemplo. Por lo tanto, el perfil del militante es una figura política, no tan ligada a la actuación, sino a la competencia y selección. Esta figura corresponde a la historia de la política, es como un sedimento geológico conservado, de tiempos cuando la política tenía que ver con la entrega y el riesgo, con la participación sin retorno, con el dar sin recibir, con el gasto heroico. Esto ha desaparecido prácticamente, lo que queda son reminiscencias, rudimentos de antiguas funciones fosilizadas. El militante de hoy no es más que una figura opaca y devaluada de lo que fueron los militantes en la época heroica.

De este perfil, de la figura del militante, estamos descartando al oportunista, que más se parece a las otras figuras del político, pues el oportunista también está obligado a actuar, a hacer creer a los demás que le interesa la línea, los objetivos, el programa del partido. Este personaje también monta sus pequeños escenarios, pone en escena sus pequeños dramas, tiende a exagerar en sus exhibiciones, para que no quepa duda que es un militante como los demás. Puede ser que el oportunista sea una sexta figura de la clasificación de los tipos políticos, aunque a él le interese otra cosa y no la política; lo que despliega es más un instinto de sobrevivencia. La política es más un medio para llegar a un fin; por lo tanto, el oportunista se parece más a una figura de los tipos económicos. Para el oportunista la única realidad que existe es la económica, lo demás es una ilusión de los idealistas o de los que confunden la realidad con el poder, los que creen que el poder mueve el mundo, cuando es la economía la que lo mueve; si hay que hablar de poder hay que hablar de economía. No hay más.

Pero, volvamos al militante; cuando llega a ser diputado, senador, parlamentario, alcalde, es decir, representante, entonces cruza la línea, no está tanto en competencia con otros militantes, sino que ya tiene que responder a un público local, tiene que responder a su circunscripción, a los que votaron por él, tiene que responder a su municipio. En este caso ya es un político en el poder, aunque los alcances y extensión de su dominio queden circunscritos. En este caso, la ceremonialidad del poder se repite en escala local, los montajes y puestas en escena son también locales; adquieren el esplendor que puede permitir las condiciones de posibilidad locales. Entonces las tribulaciones del político son las mismas, las presiones que sufre son equivalentes, la composición de las características generales se distribuye dosificadamente de acuerdo a las individualidades e historias de vida específicas y del lugar. Se vuelve a experimentar lo mismo, empero en territorios locales y de una manera distribuida en los sitios y lugares donde se efectúa la simulación política, como expresión teatral del convencimiento, que sustituye al arte de la argumentación, que es la retórica.

Estamos ante un universo proliferante de simulaciones políticas, con todos sus matices, variaciones, distribuciones, efectuadas en distintas escalas. Estamos ante uno de los fenómenos característicos de la modernidad, las puestas en escena, la simulación, la teatralización de las relaciones sociales. No se crea que la simulación política sea la única forma de simulación, al contrario, forma parte de distintas formas, maneras y modalidades de simulación. La modernidad ha hecho estallar en grande estos procedimientos plásticos, que ciertamente se encontraban también en otras épocas y sociedades, empero estaban situados y fijados a determinadas expresiones culturales o estrategias; en cambio en la modernidad estas expresiones, estas puestas en escena, desbordan, se han convertido en la forma de comunicación por excelencia; la sociedad misma se ha convertido en un gran teatro, no sólo político, sino de todas las formas de simulación posibles. La publicidad es un ejemplo de lo que ocurre; en el comercio contemporáneo es más importante la publicidad de la mercancía que la calidad de la misma. Se simula que se satisface necesidades, cuando lo que se hace es buscar la satisfacción de la única necesidad real del capitalismo, la acumulación ampliada incesante. La simulación política no es más que una de las formas de simulación de una modernidad teatral.

Vamos a hacer dos anotaciones más; una sobre lo que ocurre en el Congreso, que debería ser el escenario por excelencia de la retórica, de la locución espectacular, el auditorio de la concurrencia discursiva, por lo tanto donde la simulación política se explaye. Extrañamente, en la actualidad, ocurre lo contrario. Es el lugar donde menos se habla, no hay ningún esfuerzo por convencer, por argumentar para convencer, por esforzarse en los discursos para encandilar. Se ha convertido en el lugar donde es preferible callarse, guardar silencio, bajo perfil, pues lo que se quiere de uno es el voto, no la deliberación. Esto ciertamente es un contraste, una paradoja, pues siendo la política una puesta en escena, ocurre que el lugar privilegiado para hacerlo, el parlamento, no lo hace, por lo menos en su forma retórica y discursiva. El Congreso se ha convertido en un lugar opaco, una zona de silencio, un espacio mudo donde se ejecuta mecánicamente la votación, se impone la mayoría. Sólo algunos hablan a nombre de todos, son los elegidos por el presidente del Congreso; empero lo hacen no para convencer sino para significar el sentido de la votación de la mayoría, pues el acto de votar y la existencia de la mayoría tiene que tener un significado; este es el decidido en otro lugar, en el ejecutivo. El espacio de la deliberación se ha convertido en un espacio de ejecución, en la prolongación del aparato de ejecución. Hay que darle atención a esta paradoja, pues nos dice mucho sobre la estrategia y estructura de la simulación política. Si el lugar instituido para deliberar, el parlamento, es donde precisamente no se delibera, ¿dónde se ha trasladado la deliberación? ¿Ha desaparecido? No tanto así; pues los grandes montajes políticos, la ceremonialidad apabullantes del poder, las puestas en escena, las campañas publicitarias y propagandísticas, la concurrencia comunicacional, han sustituido a la práctica deliberativa, a la deliberación misma. Es en estos lugares donde se legitima la decisión política antelada.

La otra anotación que queremos hacer es sobre la mujer y la política; concretamente explicar por qué hablamos de el político y no la política también. Primero, porque no hay una política feminista, no hay una política de las mujeres; en todo caso, esta practica alterativa y alternativa iría más allá de la política, que es como un campo de dominio del hombre. Segundo, cuando las mujeres terminan haciendo política lo hacen prácticamente de manera masculina, como “machos”, sustituyen a los hombres en prácticas masculinas, basadas en la complicidad de la fraternidad. En el peor de los casos terminan siendo adornos o decorados, como se dice popularmente “floreros” en un dominio de los hombres. Esto merece una crítica radical de las mujeres a la política, a la simulación política; en este caso, a la simulación política o demagogia de que se le da lugar a la mujer, que se respeta sus derechos, abriendo espacios para su participación. Estas participaciones y porcentajes de participación, incluso en el cincuenta por ciento, no son otra cosa que la incorporación de las mujeres al mundo masculino, su conversión varonil, usada como legitimación de la dominación del varón.—-

[1] Frase de Shakespeare en La Tempestad, retomada por Marx en su representación de la modernidad.

[2] Baudelaire tiene un escrito sobre esta experiencia dedicado al lodo urbano de Paris. Revisar también de Marshall Berman Todo lo solido se desvanece en el aire; Siglo XXI; Buenos Aires.

[3] Jean Baudrillard: El crimen perfecto. Anagrama 1996; Barcelona. Pág. 9.

[4] Ibídem: Pág. 11.

[5] Ibídem: Pág. 16.

[6] Ibídem: Págs. 16-17.

[7] Ibídem: Pág. 18.

[8] Ibídem: Pág. 20.

[9] Ibídem: Pág. 23.

[10] Ibídem: Pág. 25.

[11] Ibídem: Pág.30.

[12] Ibídem: Pág. 31.

[13] Max Weber: El político y el científico. Alianza 1998; Madrid.

[14] Cornelius Castoriadis: El político de Platón. Ensayo y Error 2001; Bogotá.