¡A desordenar!

La construcción inicial de lazos de solidaridad, de asociaciones de todo tipo para encarar la necesidad común, no es de por sí una acción subversiva o transformadora, pero bien puede serlo… puede serlo en la medida en que en tales acciones, en y sobre esas construcciones, se levante la posibilidad de la acción humana soberana, de la práctica digna y autodeterminada.



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¡ A d e s o r d e n a r ! *

Raquel Gutiérrez Aguilar

Hoy, como ayer, confío en que su lectura pueda brindar elementos para discutir y para actuar; que la experiencia vivida pueda servir como referencia para otros y otras que no tengan que pasar por los mismos tropiezos y que pueda animar a muchos a construir en común un presente pleno y digno. Nos hacen, ambos, mucha falta.

(Del Prólogo a la segunda edición, Ciudad de México, 2006)

¡Ojalá queden lectores después de la exposición anterior! Como confío en ello, continúo con el argumento. Estamos en un momento excelente para volver a pensar la pregunta de siempre, el famoso ¿qué hacer? que se refiere a la revolución y a la vida. Y es un momento excelente porque es aplastante y sombrío. Las URSS se desintegró más por un acto de decencia que de heroísmo hace ya varios años. Cuba resiste combinando de manera curiosa dignidad con simulación, las guerrillas “pasaron de moda” y muchos guerrilleros “regresaron” al orden “democrático” formando parte de él con sus comportamientos y sus armas.

Frente al mundo se alza amenazador el poder pseudo-liberal del capital que a diario devora humanidad, fabrica pobres y mata marginales. Esta vez el capital se yergue con más brutalidad y arrogancia: no hay en apariencia enemigo peligroso al frente. Todas las voces que discrepan con él –eso imagina–, o las ha comprado como a muchas “izquierdas”, o las ha encerrado en reductos controlables –los zapatistas en la selva, por ejemplo–, o por lo pronto, las mantiene impotentes, separadas, dispersas, viendo como se dedican a responder como un ciego lanza bastonazos al aire –los sindicatos–; o, finalmente, les brinda estrechos senderos para que sus luchas sólo discurran por caminos circulares dentro de su propio vientre –el esfuerzo por cooptar los movimientos “emergentes” como el de las mujeres, el ecologismo, etcétera. El capital se solaza en su orden y lo sueña eterno. Por eso es éste un buen momento para preguntarse una vez más qué hacer.

En este marasmo social desconcertante donde el conservadurismo se pone de moda y la aspiración revolucionaria aparece como ridícula, quienes más han hablado han sido quienes, aceptando la impostura de la eternidad del orden del capital, ahora se dedican a sugerir caminos para perfeccionarlo. Todos ellos se vuelven apóstoles del “capitalismo con rostro humano”. Jorge Castañeda, por ejemplo, intelectual mexicano formado en universidades norteamericanas es, a mi modo de ver, quien encarna de modo más nítido la posición compartida por casi todos los que han elegido el reforzamiento pretendidamente humanizador del orden vigente. Su libro más reciente1 pretende ser un acta de defunción de la “utopía armada” y un llamado a, de una vez, adscribirnos al maquillaje del régimen prevaleciente. La reseña de las experiencias revolucionarias político-militares en toda América Latina, que nos brinda con la erudición del heredero que tiene acceso a todos los archivos y la asepsia de quien mira de palco, resulta enormemente interesante, aleccionadora… Desde los problemas del manejo del dinero en organizaciones clandestinas argentinas hasta las muertes en la dirección de las FPL de El Salvador, múltiples temas son abordados sin demasiados prejuicios moralizantes. Sin embargo, su libro se vuelve enormemente discutible hacia el final, cuando comienza a hablarnos de “democratizar la democracia” y de “crecimiento con equidad2” pidiendo a la izquierda que “aprenda la lección y se encauce por el buen sendero al cerrarse el siglo […]”.

Es sintomática su conclusión, porque parecería que es a esa misma idea a la que van llegando infinidad de fuerzas políticas y grupos que, de modo mucho menos consciente y razonado, sencillamente arrían viejas banderas que cada vez parecen menos atractivas -la de la hoz y el martillo en primer sitio-, y discurren con disimulo, entre avergonzados y tristes, hacia el manto protector del orden “perfectible” del capital. En Bolivia, por ejemplo, la trayectoria del ala más popular y radical del MIR, sigue más o menos este camino. Ya no se trata de destruir el Estado, de planificar acciones conspirativas y/o de luchar contra el capital y el Estado, sino de “consensuar” con sectores empresariales, de “influir en el diseño de la agenda pública”, de participar en el orden reinante ampliando su tolerancia democrática y haciéndolo menos insoportable3.

Mientras tanto, la lógica interna de este orden liberal –como nos muestran los verdaderos voceros del régimen, que alertan sobre los peligros que lo acechan y que van a reuniones como las cumbres mundiales–, empobrece cada vez más a más hombres y mujeres; relegando a la trágica muerte por hambre a más y más millones de personas, se vuelve más brutal en su aplastamiento de nuevas rebeliones de pobres, de marginales y “delincuentes”, diluye la democracia en fórmulas de alternancias familiares e inventa “participaciones” que aseguren mejor su control hasta abajo; en fin, la política liberal tapona, corrompe o aniquila la disidencia, y se vuelve así más insoportable para todos.

Quienes seguimos soñando con un presente pleno y un porvenir mejor, lo que vemos es, por un lado, que falta mucho en la tarea de seguir entendiendo el orden del capital, de la civilización del valor; y por otro, que a partir de lo que ya sabemos, tenemos que poner una vez más y de inmediato manos a la obra para desorganizarlo, para resistir su avance, pero sin postular simultáneamente la construcción de un otro orden que sería elaborado en algún nuevo laboratorio de ingeniería social. Si algo sabemos es que, por lo pronto, la urgencia de la resistencia puede tener como única guía la desorganización completa del orden fundante del sistema, comenzando por sus vigas maestras, de tal modo que en el desorden que pueda abrirse paso y a partir del aumento de la energía social que ello supone, podamos comenzar a construir paciente y firmemente un nuevo modo de estar y convivir en el mundo, una nueva socialidad. Esta construcción múltiple y desordenada, en cierta medida ya no sería un “orden” en el sentido escrito, pues ya no contendría el principio de invariancia y replicación que institucionaliza-osifica y a la larga enajena la energía humana viva, sino que sería esta energía humana autodeterminándose ininterrumpidamente.

De aquí surge una propuesta para entender la política de la transformación social de manera distinta: político-revolucionario es todo acto de autoafirmación íntimo e inmediatamente colectivo que transgrede, que impugna real y profundamente el orden social prevaleciente y, a veces, en germen, postula el embrión de una nueva socialidad. Y un camino posible: asociación de todas y todos los definidos exteriormente por la explotación y la opresión, con base esencialmente en el respeto y apoyo a sus actos individuales y comunes de autonegación de ese ser impuesto para construir autodeterminación común, para cada uno y para todos. El cemento de la “asociación” no es ni la disciplina, ni la norma, sino la voluntad y la solidaridad emancipativa.

Siguiendo con este nivel de generalidad, requerimos también un modo distinto de entender el movimiento social, sus avances y retrocesos. Recurramos nuevamente a la metáfora científica, acudiendo ahora a la física. El movimiento, entendido como la trayectoria de un objeto que queda definida como sucesión continua de puntos que dibujan una línea y la noción de colisión de objetos pensada como intersección de tales trayectorias, no nos resulta ya suficiente o, más aún, sólo logra ilustrarnos el modo tradicional de concebir las cosas: el modo como la materia choca contra la materia, la forma mecánica y lineal de construir explicaciones. Hay, sin embargo, otra forma de entender el movimiento y la transformación que consiste en pensarla como variación en los estados del sistema, esto es, analizar la modificación que surge al interior de la configuración de un sistema al ir pasando éste por todos sus estados posibles. Existe aquí un interesantísimo principio de la física-química4 que postula que a mayor desorden molecular en un sistema –con determinadas características– se incrementa el número de configuraciones posibles, es decir, de relaciones posibles entre los elementos del sistema.

¿No podríamos pensar “lo político” de esta manera? Lo político como un tipo de actos humanos individuales y/o colectivos, múltiples y variados que transgreden el orden imperante, que impugnan y alteran la “configuración cristalizada” –institucional– del sistema y que tienen, en el tiempo, dos posibilidades básicas, aunque no únicas: o bien el pequeño o gran desorden es reabsorbido por el propio sistema, quedando sólo como energía disipativa que a la larga refuerza el orden inicial; o bien se incrementa de tal modo la energía interna del sistema que el orden previo se trastoca alcanzando un punto de bifurcación pasado el cual, se abre la posibilidad de nuevos órdenes y vinculaciones posibles -no uno, numerosos, diversos- y el proceso, entonces, se hace irreversible. Viendo las cosas con estos ojos, lo político no necesita ser pensado como choque inminente o a mediano plazo, sino básicamente como aumento permanente de la energía desordenadora. La práctica humana transformadora, la disposición a negar el destino impuesto, es en este sentido, energía social que se despliega. Y la energía social es capacidad humana en estado de fluidez, no fosilizada.

Pensemos, por ejemplo, una lucha cualquiera, digamos, una huelga. Las huelgas se inician como un acto inicial de transgresión al orden: la producción que bajo la norma maquinal del régimen debe ser continua y regulada se detiene. Existe, por lo general, una demanda a partir del cumplimiento de la cual se podría “volver” al estado anterior: producción en marcha y disciplina laboral. La patronal iniciará de inmediato la búsqueda de modos de anular el desorden generado por la medida: chantajes, amenazas, uso de rompe-huelgas, etcétera. En la medida en que el “desorden” persista y se reafirme una y otra vez, la voluntad soberana de los trabajadores, y sobre todo si esto se expande, se generaliza y se acelera, la patronal buscará contener la demanda adecuando el estado general del “sistema” (en este caso, de las relaciones laborales) de modo tal que al “ceder” se pueda reconstruir un orden casi isomorfo al anterior, por ejemplo: aumento salarial sí, pero compromiso de elevación de la productividad general del trabajo5.

Imaginemos ahora lo que por lo general sucede al interior de un grupo obrero en lucha. El primer acto de transgresión e irreverencia: parar la fábrica, es vivido por todos con la confusa sensación de audacia cómplice que colorea los actos soberanos. Vendrá después la resistencia a las maniobras, los esfuerzos por mantener la cohesión, las iniciativas para anular la presión patronal, la olla común, la solidaridad, etcétera, todo esto configurando y reforzando la sensación de poder y libertad que da la acción autónoma. Esto, en sí mismo y sobre todo en su momento expansivo, es lo verdaderamente político, lo realmente revolucionario.

Habrá sucedido en esos momentos la ruptura de la serialidad, es decir, del modo de ser obrero impuesto por el capital y de la percepción que ello acarrea. Se habrá temporalmente pulverizado el ser-obrero-para-el-capital de cada uno y de todos en la acción práctica autounificatoria. A partir de esta negación del ser impuesto se comienza a esbozar una nueva identidad, o más bien, se inicia la construcción de una nueva identidad colectiva posible de los obreros en lucha, ahora por sí mismos, que abre infinitas posibilidades al curso de los acontecimientos y donde la acción humana puede ser soberana.

Ahora bien, viendo los mismos sucesos iluminados con las ideas que nos brinda la mecánica clásica de las trayectorias y las colisiones, lo más probable es que viéramos la acción política como algo meramente condensado en la demanda y en el posible choque de fuerzas en el que concluiría el conseguir imponerla o no. Sin embargo, esta mirada significaría una reducción, pues no nos habilitaría para apreciar las demás probabilidades contingentes que se despiertan en la acción humana. Dicha mirada nos impediría ver las otras posibles “configuraciones del sistema”, las relaciones de orden y desorden en tensión, los esbozos de nuevo “orden” generado, no osificado y no invariante, es decir, sin mecanismos de replicación cristalizados. El significado de los eventos sociales, por tanto, cambia a partir del modo como los comprendamos.

Pensemos por ejemplo, en la escisión tradicional entre lucha política y lucha reivindicativa. Lucha reivindicativa según la conocemos, alude a la lucha inmediata, a los esfuerzos por conseguir mejoras y derechos dentro de una situación general de opresión y explotación, sin llegar a poner en duda ese marco total de fuerzas desfavorables de dominio y control. La lucha política, por su parte, sería un tipo de esfuerzo más profundo, dirigido a cuestionar radicalmente el régimen de cosas imperante; la lucha política, según esta división, pasa por cuestionar lo dado en su generalidad, por imponer la decisión soberana de una clase o un grupo social determinado. Sin embargo, entendiendo las cosas así, la lucha política queda reducida a una condensación basada en una síntesis: unas demandas que han de imponerse, esto es el llamado programa que, además, será gestionado por un partido6.

Ahora bien, introduciendo otra perspectiva en la comprensión de los fenómenos sociales es posible afirmar que existe una sola lucha político-reivindicativa y que su vitalidad se basa no sólo en la radicalidad de la demanda –aunque en algún momento esto también será decisivo– sino ante todo en la cantidad y calidad de energía autodeterminativa y soberana que se despliega en la acción concreta para conseguirla. Lo reivindicativo inmediato es político en la medida en que, desde el momento en que se lucha por ello, se transgrede lo prescrito como norma, como disciplina, como orden, y en ese acto se reconfigura el modo de estar en relación con los hermanos –con los otros como yo, unificados en un propósito–, y con los representantes ocasionales del orden imperante -el patrón, el carcelero, el policía, el burócrata… Lo abiertamente político –en el sentido clásico– será asimismo reivindicativo si sucede que aún en su radicalidad, en tanto acción, no se asume a sí misma como ruptura efectiva con las jerarquías (el partido disciplinario, el “jefe”, el Estado, el marido, etcétera), con las normas, las mediaciones y los códigos prescritos por el orden público.

Si el objetivo que define la acción –en última instancia y como explicitación de todos, porque los “motivos” de la acción siempre son múltiples y enormemente complejos– continúa siendo la “presión” a otro ajeno para arrancar un derecho o imponer una demanda, y sobre todo si prevalece la obediencia a la normatividad establecida para conseguir el fin propuesto, entonces la lucha social permanecerá en el terreno de la reivindicación pese a que por momentos pueda alcanzar una enorme politización. Y es que lo político transformador está relacionado ante todo con la autodeterminación soberana desplegada en la acción, con la lucha desordenada que desordena el orden convencional, que derrite inercias y jerarquías y que no postula nuevos “modos” de administración normada de la vida, sino que se abre al florecimiento de todas las configuraciones posibles del sistema, más aún, que propugna a la práctica social en estado de fluidez permanente, a la acción libre y coordinada de las personas haciéndose a sí mismas, como única norma perdurable a acatar. Lo político en su aspecto revolucionario es, en este sentido, tan sólo la resurrección de la humanidad aplastada por el orden deshumanizado y deshumanizante impuesto por el capital.

De lo hasta aquí argumentado podemos delinear algunas nociones críticas. En primer lugar, la acción social autodeterminativa es algo que se labra pacientemente, un poco en el discurso crítico, pero ante todo en la práctica del compromiso y la solidaridad que, de hecho, son indisolubles. La acción social autodeterminativa puede ser tanto individual como colectiva. En lo individual es un compromiso existencial con el no-sometimiento, con la no-opresión, con la no-anulación de sí mismo y del otro, que para desplegarse tiene que vencer cotidiana e intransigentemente el apego a la seguridad conocida aunque insatisfactoria, protectora aunque humillante, que ofrece el orden de la sociedad industrial. Es pues, una apuesta permanente e íntima a la dignidad propia no constreñida ni pisoteada. En su aspecto colectivo, que sólo puede fundarse en el compromiso existencial de cada uno y cada una, significa también el despliegue de esfuerzos multiformes e igualmente plenos por no transigir ni con la explotación ni con la opresión y el castigo, por subvertir el orden impuesto una y otra vez; por resistir en comunidad la anulación que el orden del valor hace de cada uno y de todos. En comunidad, porque esa es la única manera social de resistir; y no sólo de resistir sino de revertir y subvertir lo dado.

Lo político en la acción común emancipativa es, entonces, el propio despliegue de la autodeterminación y su expansión; no la postulación de un orden nuevo sino la aproximación al umbral donde todo “desorden” es posible y donde se abrirá la opción –la posibilidad, no la necesidad– de que prevalezca un orden más satisfactorio para todos. Las luchas fundamentales, por tanto, tienen que darse contra el orden que impone la explotación del trabajo y la múltiple presencia de opresiones increíblemente crueles. Entonces, hay que volver a hablar de aquello que conspira contra la autodeterminación práctica y que sirve de soporte del orden insatisfactorio e injusto de la sociedad industrial y de la civilización del valor.

En mi situación actual, detecto el soporte más importante, el principal muro de contención a la autodeterminación individual y colectiva en la desposesión radical, en la imperiosidad de satisfacer las necesidades vitales de manera mediada y no directa, mediada por el valor que define y genera una sociedad cosificada, ajena. Vivo por ahora en medio de esta desposesión radical. Ahí está el humus para la sumisión y el dominio de otros, para la explotación y la opresión. Es necesario entonces recordar, con Marx, la exigencia de superar el abominable mundo de la necesidad para el advenimiento de la libertad.

¿Cómo se supera la necesidad? parece ser pues la pregunta decisiva. Alrededor de ella, de responderla, han girado las teorías económicas y políticas desde hace varios siglos. Esquematizando, la polémica ha girado en torno a cómo se genera riqueza y a cómo se distribuyen las oportunidades de su disfrute. La sociedad industrial ha organizado la producción de riqueza de determinado modo, sosteniéndose en la desposesión absoluta de los más y rigiendo sus pasos por la ganancia. El orden social, institucional, cultural, político…, que se levanta sobre esta forma de organizar la (in)satisfacción de necesidades así como de crearlas, inventarlas e imponerlas, se devela insoportable para más de 3000 millones de seres humanos: los que se definen no por los que son sino por lo que no son, o por lo que no tienen, los excluidos, los marginales, los miserables… Los que nacen para apenas sobrevivir y mueren con frecuencia silenciosa e inútilmente en el vacío de un desprecio sin límite.

De aquí que una pregunta urgente que debemos plantearnos todos y todas quienes apostamos a desorganizar el orden abrumador y opresivo de la civilización del valor es: ¿cómo hacemos para sobrevivir, para sobreponerse a la necesidad más aplastante y más vital de tener qué comer, con qué cubrirnos y dónde habitar –como mínimo–? ¿cómo hacemos aquí y ahora para encontrar una respuesta? Pues justamente el peso de la necesidad imposible de ser satisfecha es una lápida colocada sobre la potencialidad humana de autodeterminación.

Desde el siglo XIX y quizás hasta principios de los años ochenta del XX, podía pensarse –otra vez, de modo groseramente esquemático–, que lentamente con más o menos dificultades, la sociedad y el mundo fluían inexorablemente hacia la organización de la vida en base a relaciones sociales levantadas según el modelo industrial de la fábrica. El campo disminuiría en población a velocidades variables pero constantes y ese contingente humano vendría a las ciudades, donde los mayores se enrolarían en fábricas y los jóvenes en escuelas, para posteriormente ir a otras fábricas o a otros empleos necesarios del orden industrial. Abandonando la tierra, se conseguiría el sustento a través del salario… y la lucha básica de este ejército proletario en expansión se dirigiría al aumento de esa retribución, que permitiría ampliar de manera ascendente la satisfacción de sus necesidades. Este siempre creciente contingente proletario, desposeído de todo a no ser su fuerza de trabajo, pero con la posibilidad cierta de encontrar un sitio para ocupar sus brazos, abanderaría la transformación revolucionaria del orden industrial de explotación. El obrero dependía para subsistir del puesto en la mina o en la fábrica, pero el patrón –encarnación viva e inmediata del capital– también necesitaba de él, de ellos, de nosotros… inexorablemente, para sobrevivir enriqueciéndose que es el modo real de su existencia.

El campo y la producción agrícola por su parte, irían subordinándose cada vez más a las necesidades de reproducción del capital. En algunos lugares del planeta se culminaría su industrialización y en otros permanecería en una sobrevivencia agónica y restringida combinando de modo complejamente variado, formas de producción, vida y resistencia industriales –o sometidas al valor– y ancestrales. El destino de la población rural sería de todos modos, tortuosa o ágilmente, la incorporación al orden civilizatorio del valor.

¿Qué sucede si de repente comenzamos a observar y a comprender que todo esto, este modo de comprender el desarrollo histórico, y con base a ello imaginar caminos de construcción del porvenir, ya no es suficiente? Y más aún, si es tan poco suficiente que es casi mítico, imaginario… falso. ¿Qué sucede si los millones y millones de seres humanos expulsados del campo –que terminó de ser industrializado en algunos países y no acaba de “enganchar” al “desarrollo” en otros–, al llegar a las ciudades no logran convertirse en obreros sino que nomás alcanzan a sobrevivir mediante actividades consideradas como delincuencia? ¿Qué sucede si toda una generación menor de 30 años en los países ricos no puede aspirar a alcanzar un nivel de vida superior al de sus padres, y en la periferia sucia, pobre, llena de lodo e insatisfacción, sencillamente no tiene ocupación posible, más allá de un agotador trabajo temporal en alguna maquila? ¿Qué sucede si la única actividad posible para esos miles de millones de pobres es venderse entre sí alguna baratija en las innumerables calles convertidas en mercados de las ciudades capitales? ¿Cómo no entender en este mar de frustraste insatisfacción, el caldo donde florece una sub-cultura “de los infames” (Foucault), de los drogadictos y los ladrones, de los violentos y los suicidas desesperados? ¿Cómo no entender que los pertenecientes a una “formalidad” industrialmente organizada - quienes tienen la “suerte” de contar aún con un empleo aunque sea abrumador y miserable-, se refugien en un conservadurismo mezquino si ven por todos lados a millones de marginales más pobres y desesperados que ellos mismos, aspirando a desplazarlos de su única fuente de seguridad? ¿Cómo no comprender que en este ambiente muchos de los que conservan el privilegio de ocupar una “función”–aunque subordinada– en el orden del capital, prefieran ser cola de león y ya no cabeza de ratón?

Y así como no existieron ni existirán predestinados inmaculados a conducir la revolución, sino solamente hombres y mujeres concretos empeñados en autoafirmarse construyendo su propia auto-emacipación y la de todos, toda esta exclusión marginalizante que nos viene encima socialmente como violenta avalancha, no genera de manera inmediata ni rebeliones superadoras del vacío cotidiano, ni postula –todavía– formas humanas de socialidad.

Estamos, qué duda cabe, ante una situación convulsionada. Local y mundialmente lo estamos viviendo así. En uno y otro lado surgen intempestivamente irrupciones de excluidos de toda satisfacción presente y mejora futura. Los indios zapatistas de Chiapas son quizá quienes con mayor contundencia y cohesión han surgido. Su grito de guerra inicial, otra vez, nos devela su hasta ahora incontenible fuente de energía: en su ¡ya basta! grita su humanidad amenazada y se ilumina su decisión de morir viviendo, pues ¡ya basta! de vivir muriendo.

Pero no están solos, pues en el continente y en el mundo, cada día presenciamos gritos y actos construidos con el mismo material genético, distintos pero iguales al ¡ya basta! de Chiapas: desde las violentas rebeliones y saqueos de las favelas brasileñas que en tumultuosa multitud bajan como horda de termitas a depredar el orden urbano afirmando su derecho a robar cuando tienen hambre, que se repiten en Caracas, en Santiago del Estero, recientemente en el sur argentino, con la particularidad de adoptar un renaciente rostro obrero; hasta en Bolivia, mucho más cerca, en el también desordenadísimo motín civil, con gases, pedradas y combates callejeros en que acaban las manifestaciones y que no muestran, como antaño, el preludio de una ordenada interpelación al Estado, sino que expresan la desesperación de un descontento desbordante: un decir ¡basta! arrojando una piedra.

¿Cuál es la debilidad de esta forma de rebelión que se va postulando como forma de lucha futura, al menos en amplias regiones de la periferia del planeta? ¿Qué tiene que ver con la necesidad, que es sobre lo que veníamos reflexionando? La debilidad que yo veo, de manera inmediata, es que este tumulto de excluidos, esta humanidad marginada y nada despreciable en su número, no tiene, en la mayoría de los casos, una identidad positiva a la que asirse para la lucha, para la acción en común. Los inefables zapatistas son el contraejemplo y, de ahí, la fuerza de sus palabras y de sus acciones. Son tzeltales, tzotziles, choles… marginalizados por el liberalismo y su orden que al tiempo de sentenciarlos a muerte los ha obligado a la resistencia en comunidad. Ellos, con esa fuerza, puedan arrojar a la cara del mundo la realidad contundente de su dignidad no aplastada. Se la lanzan a los poderosos como un dardo envenenado pues desnudan la mentira y la miseria de su orden: ¡mátennos con bala, no poco a poco, pues eso ya no lo permitiremos! Al resto de los excluidos, le envían sus consignas como un grito de aliento: ¡no nos sigan, luchen junto a nosotros… desde lo que ustedes sean, necesiten y quieran!

En otros casos, sin embargo, no hay identidad positiva ni una comunidad generada en torno a ella, que sostenga la exigencia política, que sea palanca para reforzar la comunidad necesaria para la lucha, para la resistencia; son los sin-empleo, los sin-futuro, los sin-tierra, los sin-vivienda, los sin-comida, los sin-libertad… juntados por la carencia y también individualizados por ella, amontonándose en la miseria y atomizados en sus aspiraciones, en sus necesidades idénticas pero separadas, una al lado de la otra, iguales, aunque indiferentes entre sí7.

¿No será entonces cierto que preocuparse ahora por cómo podemos sobrevivir y más aún, formar comunidad y afirmar identidad para sobrevivir (algo aparentemente sólo reivindicativo) es ya el primer acto político de lucha, si se lleva adelante no como disputa por las migajas repartidas a través de los programas asistenciales del Estado y/o las ONG si no como búsqueda de autoconstrucción común, tendencialmente comunitaria, de un presente no definido por la muerte? Ya no podemos pensar que la lucha por parir el futuro será posible, y que todas las soluciones se encontrarán en él, si en el presente, en el hoy y el aquí, estamos sepultados por la lápida monstruosa de la necesidad atomizante. La lucha emancipativa no depende, pues, sólo de la radicalidad de los objetivos postulados hacia el futuro; ante todo depende de quiénes y cómo es que construyen inmediatamente la realidad de ese futuro, en cómo es que el futuro se ansía en la potencia práctica puesta en movimiento en el presente.

La construcción inicial de lazos de solidaridad, de asociaciones de todo tipo para encarar la necesidad común, no es de por sí una acción subversiva o transformadora, pero bien puede serlo… puede serlo en la medida en que en tales acciones, en y sobre esas construcciones, se levante la posibilidad de la acción humana soberana, de la práctica digna y autodeterminada.

La experiencia de los cocaleros del Chapare, por ejemplo, es significativa en esta dirección. La economía de la coca se expandió en un principio como refugio para quienes, a partir de 1985 empezaron a “sobrar” en los circuitos y estructuras del orden capitalista reconfigurado por el liberalismo. Los despedidos se fueron para allá y sembraron coca, nuevos despedidos se acercaron a transportarla y venderla, otros a satisfacer las necesidades de los anteriores y otros sobrantes del orden industrial, los más cercanos a la tierra, de Potosí y de Chuquisaca, llegaron a trabajar en los cocales… Todo este mundo de la coca fue tejiéndose en un entramado de relaciones mercantiles, prácticamente al margen del Estado, relacionado con este último apenas en sus orillas más amorfas: uno que otro funcionario policial o algún burócrata de Asuntos Campesinos. Ilegalizados los nuevos cultivos de coca a fines de los años ochenta con el endurecimiento de la “política antidrogas” y reorganizado el narcotráfico por su entrelazamiento más directo con la actividad industrial capitalista, el Chapare oscila entre dos posibilidades: ser nuevamente desalojados o permanecer como reducto y bastión de excluidos que resisten en comunidad la amenaza de ser nuevamente expropiados de lo inmediato, de lo logrado y construido en común, un modo de sobrevivir. La marcha cocalera de 1994 es la avanzada de la dignidad humana soberana en esta dirección, para evitar ser devorados por un tipo de orden capitalista peculiar, el de la corrupción, la brutalidad y el matonaje, que define a toda actividad capitalista sumergida en una ilegalidad decretada por el Estado que impone que “prósperos empresarios” se conviertan en “peligrosos mafiosos”: el ejemplo de Escobar en Colombia es elocuente.

Los cocaleros son entonces, al mismo tiempo, comunidades de resistencia y lucha que pueden darnos valiosísimas lecciones de acción autodeterminativa. Comunidad en resistencia situada en uno de los territorios más tensos y violentos, aquel que se disputan ordenes gemelos: el de la mafia y el del Estado. Ambos buscan imponerse anulando la voluntad humana y sometiéndola a los circuitos del enriquecimiento ajeno: el narcotráfico, en tanto rentable rama productiva agroindustrial y el Estado, en tanto organizador general de la reproducción del capital. Por su parte, siendo comunidad en resistencia, los cocaleros se afirman como lo que son, productores de hoja de coca que se autounifican para la defensa de lo que han encontrado como medio de no sucumbir bajo el peso de la necesidad, de la exclusión: el cultivo de hoja de coca. A partir de ahí pueden construir autodeterminación con sus acciones.

Otros contingentes humanos carecen incluso de este medio, de este vehículo de la autoafirmación que es el contar con la seguridad de la subsistencia. Y la necesidad exasperada, ya lo hemos dicho, no es un presupuesto necesario de la insubordinación; antes que ello, es el humus para la sumisión y el dominio. Estudiar y entender entonces, construir y emular, los cientos y miles de variadísimas estrategias de autounificación para superar la necesidad basada en la exclusión radical, es una de las urgencias impostergables del camino hacia la desorganización del orden del valor mercantil.

En este sentido, la “lucha contra la pobreza” es una entre las principales luchas que los y las revolucionarias, los movimientos y grupos debemos encarar. No la simulación de “lucha contra la pobreza” de la que se ocupan los “Ministerios de Pobres” –de “Desarrollo Humano” en Bolivia, el “Programa Solidaridad” en México, etcétera– que han aparecido en casi todos los países.

La pobreza, la exclusión, la marginalidad, no es un problema de prácticas asistenciales, de reparto de sobras para consolidar la sumisión; no puede continuar siendo el monigote del momento para solicitar más créditos internacionales que enriquezcan a expertos, a burócratas gubernamentales y a ONGistas. De algún modo, toda la lucha revolucionaria de masas, incluso la del proletariado formal, es una lucha radical “contra la pobreza”. Es la agresión y violencia de esta amenaza la que empuja a todos a defenderse individual y colectivamente (a los obreros “formales” más colectiva que individualmente; a los marginales y semiparias, por el momento más individual que colectivamente). La “lucha contra la pobreza” que en los marcos estatales e institucionales queda reducida a la adquisición inmediata de algunos medios de reproducción básicos, tiene sin embargo –o puede imprimírsele– un contenido social más amplío e integral que abarca la apropiación común de los medios de vida y trabajo, la reivindicación del uso del tiempo, del disfrute y goce de los recursos socialmente disponibles.

Un punto esencial de discusión del momento actual es cómo llevar adelante esta “lucha contra la pobreza” entendida justamente en este sentido amplio, creativo y gozoso de apropiación común de lo socialmente disponible. Una forma de lucha conocida y clásica del proletariado “formal”: la huelga reivindicativa más o menos combativa, donde mediante el paro de la producción se presionaba por mejores condiciones para la venta de la fuerza del trabajo, bajo las actuales condiciones de crisis del modo capitalista de reproducción económica globalizado, por lo general ya no alcanza los resultados anteriormente obtenidos. O bien los obreros son doblegados por la intransigencia capitalista que se niega a reducir sus márgenes de ganancia; o bien se impone sobre los luchadores proletarios, sobre su perseverancia y su esfuerzo combativo, la contrafinalidad del despido por cierre de la empresa; o en última instancia, se les arrebata lo conseguido vía medidas monetarias macro, como el aumento de la inflación o la devaluación, o fiscales como el aumento de impuestos.

Sucede entonces que la aspiración de conseguir un modo de vida satisfactorio, o al menos tolerable y previsible aún en lo relativo estrictamente a disposición de bienes materiales, no es ya posible para la gran mayoría de los seres humanos, en los marcos de la producción y reproducción capitalista globalizadas. La época del llamado “Estado del Bienestar”, del aumento sostenido en el consumo de mercancías para amplios contingentes humanos, y todo ello como palanca del crecimiento global –el patrón de consumo sostenido por el fordismo– ha llegado a su fin. Y entonces, o la “mejora del nivel de vida”, la “lucha contra la pobreza y la exclusión”, la construcción de socialidad satisfactoria se lleva a cabo de otra manera, “contraeconómica”, como esfuerzo asociado de hombres y mujeres voluntaria y autónomamente labrando su presente y tendiendo puentes hacia el futuro, o nos quedamos en la esterilidad de la añoranza conservadora de lo que el régimen del capital ya no ha de darnos nunca. La lucha contra la pobreza puede ser consigna de encuentro, donde la aspiración no sea cómo conseguir un poco de alimento, sino cómo asociándonos autónoma y dignamente, de modo soberano, al margen del Estado, de sus códigos y redes, conseguimos alimento y casa y vestido y lo que necesitemos… para cada pequeño grupo y para todos… cómo va construyéndose una socialidad distinta. Socialidad multiforme, expansiva, por fuera del Estado y de la abominable lógica del valor mercantil, de tal manera que todas las comunidades de disidencia antiestatal, que surgen en todos los sitios, en los procesos productivos en las fábricas y minas, en los barrios, en el campo, en las acciones culturales, en la festividad y la cotidianidad diaria, en la insurgencia y el gozo del tiempo libre, logren fusionarse libremente dando lugar a una socialidad práctica, ahora si susceptible de superar la infame civilización del capital, pues se tratará de una acción colectiva autónoma, del despliegue de las fuerzas de un poder plenamente social, socializado. Sólo así ya no será una nueva usurpación suplantadora como ha sucedido hasta hoy con todos los intentos y programas de revolucionarización social.

En todo esto existen experiencias muy importantes que sería urgente esforzarnos por conocer: la experiencia del movimiento de los Sin Tierra en Brasil, por ejemplo, que ocupan predios abandonados y defienden después su acción común soberana contra la fuerza del Estado que se vuelca contra ellos para aplastarlos. O aquel riquísimo conjunto de relaciones sociales nuevas que emergieron en algunas colonias urbanas del Distrito Federal en México en los años ochenta con los movimientos de “invasores” de predios urbanos; y que se repiten en Lima, en Caracas, y de otra manera en El Alto y en Ciudad Nezahualcóyotl. Formas de vida y convivencia que brotan en la ocupación comunitaria de tierras y en la resistencia a los violentos desalojos que les siguen, empujando a los desposeídos y desalojados a una nueva ocupación.

Es ahí donde la propiedad se devela como una relación social perversa: ¿cómo es posible que un ser humano no tenga, por el simple hecho de ser-humano, derecho a pararse sobre el planeta y construirse en algún sitio su vivienda y sembrar otro trozo de terreno para conseguir su alimento? Si hasta los animales, donde no les han destruido su hábitat, sólo por nacer tienen derecho a existir, a buscar su alimento, a protegerse de los depredadores, a reproducirse y a guarecerse. ¿Cómo es posible que cosas tan simples se le nieguen a más de la mitad de los humanos? ¿Cómo podemos, todos y todas quienes no usufructuamos del orden del sistema y del poder cristalizado, tolerar lo existente? ¿Cómo lo soportamos? Porque soportar algo injusto significa también tolerar pasivamente que la injusticia ocurra, y no sólo ser su sostén activo. La aberrante exclusión se sostiene, pues, en un soportarla entre todos. No ser cómplice ni pasivo observador, ni sumiso buscador de solución individual, sólo puede significar entonces compromiso: compromiso con la transgresión-transformación-superación de lo existente.

Reflexiono todo lo vivido y vuelvo a ver que el compromiso existencial con la transformación y la unificación con otros y otras que se comprometen es el único camino posible. Promover el compromiso radical que no descarta incluso el exponerse a la muerte, para así contribuir a labrar la unificación colectiva son, entonces, una vez más, las tareas del momento. Sobre el compromiso, he contado lo que he vivido. Creo que sirve, ojalá sirva. Sobre la unificación, sé que no sirve para nada la unidad exteriormente determinada, la aglomeración inerte, esa que en realidad no llega a ser unidad si no que se queda siendo mera agregación, amontonamiento… junt’ucha, como dicen los trabajadores bolivianos.

Necesitamos una unificación no mediada por las cosas ni por los aparatos; una unificación laxa, sin rigidez, no anuladora, respetuosa de la particularidad… pero al mismo tiempo más intensa y sólida. Una unificación basada en la libre asociación de movimientos, individuos, grupos… donde cada quien hable en primera persona y donde la cohesión interna se defina por la energía voluntariamente desplegada para mantenerse unificados y no por el aparato o la estructura, no por la institucionalización o la costumbre.

Una unificación donde no se pierda energía en “mantener” el estado de unificación alcanzado construyendo lazos inertes, que en la medida que se “consoliden” exigirán más energía para ser conservados y terminarán aplastando y constriñendo a todos. Una unificación más bien, que se base en la confianza recíproca y se levante sobre sucesivos alejamientos y acercamientos; el alejamiento temporal para reforzar identidades, para autoafirmarse de modo soberano individual o colectivamente sólo será preludio y cimiento de lazos más firmes, de nuevas fusiones.

Una unificación práctica para construir poder, entendido como capacidad de hacer, para levantar emancipación y autodeterminación desde todos los flancos. Una unificación que intente superar en común, la necesidad, que erosione la sumisión domesticadora con la fuerza de la solidaridad desplegada… una común-unidad desorganizadora del orden del valor mercantil, donde cada comunidad lograda en lo local se “sintonice” y vibre al unísono con todas las demás.

Para terminar esta reflexión que hago sobre lo vivido, resumo mis actuales certezas en un puñado de lineamientos generales, con los que espero guiarme desde la prisión, confiando en que será posible hacerlo también fuera de ella.

Es necesario, imprescindible y urgente asumir un compromiso íntimo e inmediatamente colectivo indeclinable con la transformación de lo existente, que es un orden violento, excluyente, opresivo y deshumanizador.

Con métodos y prácticas impositivas no se puede construir un mundo libre de imposición. Existe una diferencia abismal entre la violencia estatal y la rebelión de una comunidad. Lo primero es ejercicio de dominación utilizando fuerza militar, lo segundo es acción soberana y colectiva de desacato a toda norma que no sea la libremente acordada.

En la acción revolucionaria concebida primordialmente como enfrentamiento contra el Estado, con mucha facilidad se podrá reducir lo político a lo militar y se entrará al círculo de la violencia estatal.

La política revolucionaria antes que acción contra el Estado o desde el Estado, necesariamente tiene que ser acción positiva de autoafirmación colectiva soberana. La construcción, de manera solidaria y cooperativa de “entornos de autoafirmación” –territoriales, económicos, políticos, ideológicos, culturales… –es tarea inmediata de la política revolucionaria.

La única forma de enlace y unidad es convocar a otros y otras a actuar; jamás hacer por, a nombre de, o imponiéndose sobre los otros. Por ello la solidaridad y el compromiso, con lo propio y a través de ello con los otros, es la piedra fundamental de la acción común.

Cárcel de Mujeres de La Paz, Bolivia.

Agosto de 1995.

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* Con la autorización de su autora publicamos este segmento de la V sección “¿Y AHORA QUÉ?” de su libro ¡A desordenar! Por una historia abierta de la lucha social. (pp. 122-142) Reedición, México, 2006. Casa Juan Pablos, Centro Cultural, S.A. de C.V.; Centro de Estudios Andinos y Mesoamericanos (CEAM).