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El hacinamiento es una marca del racismo de este siglo XXI

Daniel Tirso Fiorotto :: 04.05.16

El autor nada y bucea en el tema demostrando que lo conoce y lo siente, por lo que hay momentos que no sabemos si habla él o la tierra. Su trazado literario es cuidadoso y poético como la vida y la geografía, por lo que puede decirse que es parte de la generación de autores y analistas asentados en la geopoética y los flujos energéticos del newen, tratándose de una poderosa corriente interpretativa que expresa los nuevos tiempos de reconstrucción de lo humano sobre la base del común y la madre tierra.

El hacinamiento es una marca del racismo de este siglo XXI

Consideramos aquí causas y daños del amontonamiento en barrios
insufribles de familias extirpadas de la naturaleza; el riesgo de
muerte que depara ese sistema, y la necesidad de emanciparnos desde los recién nacidos.

Estamos escribiendo en el Día de los Trabajadores, de ahí nuestro
homenaje a ese símbolo del trabajo que han llamado “cabecita”, hoy
víctima de un tipo de racismo poco explorado como tal.
Tanto machacaron sobre los excluidos desde el Estado y las
corporaciones que a los sobrevivientes lograron extirparlos del
paisaje y encerrarlos sin necesidad ya de alambres de púa, de rejas.
Todos los documentos firmados por pueblos originarios de la región
dicen que el territorio es la vida para nuestras culturas, que sin
tierra no podemos desplegar las alas.
En nuestras formas de conocer y vivir (los modos de pueblos del Abya
yala, América) necesitamos un horizonte, un diálogo con los árboles,
somos fibras de una red en permanente intercambio.
Es fácil recorrer nuestra región litoral y observar los territorios
vaciados de humanos y talados al mismo tiempo. Y es fácil ver a los
desterrados en el hacinamiento de los barrios, cargados de problemas y
vedados de expectativas ciertas. Pocos lugares donde trabajar, para la
juventud; muchos donde ejercer la violencia o abandonarse a las
drogas.
La tierra para la especulación los marginó. Quedó concentrada en
pocos, arrendada por pooles, con el desembarco del capital para hacer
de los territorios sus canchas de negocios. La tierra quedó en manos
de cualquiera menos de los que saben trabajarla y respiran en ese
paisaje.

La colonialidad

Filósofos, políticos, escritores de Europa y de la Argentina solían
declamar ciencia, libertad, razón y valores morales, al tiempo que
repulsaban al negro africano, al indio de Abya yala, al mestizo
(criollo, gaucho, cabecita), y lo hacían en el momento en que el negro
y el indio eran secuestrados, torturados, esclavizados y masacrados.
La educación colonizada por categorías venidas de Europa (con
pretensiones de universalidad) que menospreciaba todo lo de acá, esa
“educación” ocultó los ataques o minimizó su importancia.
Destruían al negro, al indio, al gaucho, al mestizo, los tenían por
inferiores, brutos, incapaces, y se burlaban de ellos cuando la
Argentina contaba con mayoría de negros, indios y gauchos, mestizos.
Decían “negro imbécil” y nos señalaban con el dedo.
Hay que ponerse en el lugar. Si nosotros somos africanos, y viene un
Fulano y nos dice “estúpido, enano, no servís más que para esclavo,
nunca entrarás en la civilización porque no te da la cabeza” (que eso
decían), es muy probable que de allí no esperemos consejos. Sin
embargo, la colonialidad ha hecho que esos racistas sean próceres hoy,
todavía, con sus bronces en las calles, en el aula, en las
bibliotecas.

Qué es el racismo

La posición de aquellos llamados intelectuales queda mejor explicada
en el conocido chiste de un paisano que advirtió que tres tipos le
estaban dando una tunda a un joven. Y qué hago, me meto o no. Entonces
decidió intervenir: “¡Le dimos una paliza entre los cuatro!”
Puede ocurrir que el intelectual no conozca la situación. Pero algunos
de ellos daban cátedra sobre sociedad e historia… No dudaron en
colocarse del lado del poder esclavista y genocida, cuando ese poder
del blanco europeo llevaba ya 150 y hasta 300 años haciendo estragos.
Hay autores que para estudiar el racismo incluyen distintas marcas. La
religión, el color de piel, la estatura, pero también la clase social,
las costumbres, la región, lo que sea para colocar al otro en un
escalón inferior (o bajo la línea de lo humano) y explotarlo.
Ahora miremos el tiempo actual. ¿Cuáles son las marcas del racismo más
claras entre nosotros?
Una marca racista es hoy el hacinamiento que desarticula la familia,
la comunidad, reduce al humano y también es un estigma porque en
muchos casos los obreros preferirán no dar a conocer su domicilio, si
quieren conseguir un trabajo.
Hemos naturalizado el hacinamiento de nuestras familias como ayer se
naturalizaba la esclavitud.
La educación, los medios masivos, las religiones, las familias, los
Estados, coinciden en sostener su ceguera frente a este flagelo.
Tendemos a creer que una callecita estrecha con casas amontonadas
(casas en el mejor de los casos), o edificios que parecen cárceles,
son lugares. ¿Por lo menos tienen un techo, no? (Lugar, decimos,
hogar).
En el mismo instante en que negocian con terratenientes de 500.000 y
más hectáreas los funcionarios difunden con bombos y platillos que
hicieron cincuenta casas en una hectárea (y estamos hablando de
barrios abiertos, para lo que se acostumbra).
En otras villas, las casitas de varios pisos con pasadizos de dos
metros en los que no entra el sol, son fuente de miserias.

Los nadie

Es tal la propaganda que en algunos casos las mismas familias
hacinadas, encerradas, ignoran la magnitud del atropello del que son
víctimas. Porque ya sus padres y abuelos vivieron así.
La propaganda ha logrado una resignación colectiva. Arturo Jauretche
recuerda, entre las zonceras argentinas, esta frase de Varela: “si el
sombrero existe, sólo se trata de adecuar la cabeza al sombrero”.
Dicho de otra forma: esto es lo que hay. O te adaptás o morís.
La gran mayoría de la población argentina vive con cierto grado de
hacinamiento, pero las clases con recursos pueden zafar. El problema
del hacinamiento en grado de racismo se expresa entonces en los
excluidos, y es un círculo vicioso.
La confluencia de varios factores convierte esa situación en racismo.
Desarraigados, sus saberes son menospreciados, sus modos cambiados;
obligados a compartir espacios de prepo, con trabajos precarizados, o
desocupados, vedados de un lugar donde cultivar sus alimentos, y
vedados de ámbitos naturales para la serenidad del espíritu y el
diálogo fecundo con otros pares, con uno mismo o con las otras
especies.
No es difícil comprobar que entre ellos se encuentran muchos de los
tataranietos de aquellos negros, aborígenes y mestizos sometidos de
ayer. Los cabecitas negras.

Homo hacinado

El racismo del siglo XXI produce en la Argentina un humano que
podríamos llamar “homo hacinado”. En el invierno suele aparecer en las
portadas de los diarios cuando una familia entera muere calcinada por
el bracero, o asfixiada.
Son los sin tierra, los desheredados, los sin trabajo, a veces sin
techo; y en ciertos casos, los callados con planes sociales. El
racismo les ha hecho creer que están así porque no hay para todos, que
su destino es sobrevivir.
Los racistas ocuparon todos los espacios, entonces sobran humanos. Los
mantienen confinados en verdaderos campos de concentración, donde los
alambrados de púas no son necesarios porque permanecen como
anestesiados. Les trazaron una raya: aquello no es para ustedes.
Hay que decir que el hacinamiento está en las antípodas del ayllu
(organización social milenaria que involucra la familia, la cultura,
el trabajo comunitario, la vida social); está en las antípodas de la
vida en armonía en el paisaje, y en las antípodas de la soberanía
particular de los pueblos por la que bregaba la revolución federal de
José Artigas, porque esa autonomía requería de comunidades en
sintonía, con relaciones cultivadas por décadas, con cierta fisonomía
propia. También en las antípodas de las inquietudes de las asambleas
ambientales que procuran hoy un retorno a la armonía en el paisaje.

Nada que hacer

Decíamos que el “homo hacinado” no puede cultivar alimentos sanos,
compartir con las gallinas, cosechar huevos y frutas, dialogar con la
naturaleza; no puede generarse expectativas, no puede desplegar los
saberes de sus antepasados, no puede ejercer a pleno su necesaria
solidaridad, y se enferma.
Antiguamente daba sin esperar, recibía sin pagar. Jopói le llama el
guaraní a la actitud de manos abiertas mutuamente. Casi todo eso está
dificultado (no vedado) en el hacinamiento.
Así como señalamos las responsabilidades de los pensadores de ayer que
ejercían el más puro racismo en el momento en que imperaba el racismo
para cazar, someter y explotar al otro y robarle las riquezas, o
matarlo, ahora apuntamos nuestras responsabilidades en torno del
racismo de hoy. (El de “ayer” está intacto: las adhesiones a Donald
Trump en los Estados Unidos lo dicen bien).
En nuestro tiempo, los que intentamos meditar tenemos que declararnos
sin dudas contra el hacinamiento. Equivale a promover la destrucción
del latifundio, a reprobar la concentración de la propiedad y la
tenencia de la tierra y toda la economía de escala, porque allí está,
en nuestra región, la raíz principal del neo racismo que consiste en
apilarnos para facilitar su control.
Los negocios de unos pocos (capital financiero, pooles, políticos,
terratenientes, grandes industriales, multinacionales del comercio y
los insumos, etc), necesitan el campo libre de obstáculos, es decir,
libre de personas.
Esa es la razón por la cual muchas familias como las del litoral viven
en el destierro, hacinadas.

Libertad de vientres

Estamos hacinados. Mientras superamos este problema (sabemos todo lo
que significa ¿no?), debemos quitar del pantano a los gurisitos. Es
necesaria, en este siglo XXI, una libertad de vientres.
Los recién nacidos podrán interactuar en el paisaje, podrán acceder a
alimentos sanos en cercanía, podrán conocer el entorno y practicar el
vivir bien (sumak kawsay), en armonía, y la solidaridad, la
complementariedad (yanantin). Todos principios prohibidos hoy.
El estudioso Ramón Grosfoguel y otros hablan de “marcas” regionales de
racismo. Uno mismo puede detectarlas, digamos. Para Grosfoguel, al
racismo biológico (cultural) le siguió un racismo cultural propiamente
dicho, que funciona en dos direcciones: “para justificar la
reproducción de una mano de obra barata y para excluir poblaciones del
mercado de trabajo”.
Aquí el racismo está emparentado con la clase social, pero el
hacinamiento va más allá de un problema de clase. El neo racismo ha
anulado en las familias su propia condición. Les quitó la memoria,
para que no recuerden la relación humano/territorio. Para que no
molesten.

Paladear ese mundo

En columnas anteriores decíamos: “Para mirar el otro mundo ocultado
vamos por la libertad de vientres. ¿En qué consiste? A cada niño, un
espacio comunitario. Libertad. Un lugar donde desplegar aptitudes,
conocer, amar, con actitud no invasiva, respetuosa del entorno, y
donde el día de mañana cada cual hará su vida, sus alimentos en obra
colectiva”.
“No estaremos libres del hacinamiento de entrada, pero sí lo estarán
nuestros hijos, nuestros nietos y los hijos y nietos de nuestros
vecinos y los compañeros de ruta de otras especies. Y seremos libres
también con paladear ese mundo maravilloso, con el resplandor que
promete la libertad”.
“La libertad de vientres entronca a la perfección con la vida en
chacras comunitarias participativas, y ambos modos de recuperación de
nuestra condición se chocan con el régimen donde prevalece la ganancia
y la producción a escala para las exportaciones, con mínima presencia
de trabajadores. Los mismos sectores hoy privilegiados verán que, con
la libertad compartida y la vuelta a la naturaleza se empieza a
recuperar la dignidad perdida. El único que perderá será el señor
racismo. Y que se muera”.

Lo decía Barret

El pensador Rafael Barret decía en relación a la tierra, en la Primera
conferencia a los obreros paraguayos (está en El dolor paraguayo y lo
que son los yerbales, con estudio preliminar de Osvaldo Bayer): “no
toleremos que la tierra, en cuya faz venerable hemos esculpido nuestra
estupenda historia, sea de quien no la merece. Luchemos por conseguir
que cada hombre, al nacer, encuentre su parte de herencia natural, la
parte de tierra a que tiene derecho. Luchemos por conseguir que la
tierra sea de quien la trabaja y que no haya otra riqueza que la del
trabajo”.
Lo que nosotros llamábamos “libertad de vientres” ya lo había dicho
antes y mejor Barret. Hoy conscientes de que la tierra no es del
humano, sino el humano de la tierra.
En barrios sin tierra y sin cielo, el “homo hacinado” puede hallar las
grietas donde pasar al mundo sepultado, las hendijas por donde
emanciparse.
Veamos lo que decían los pueblos originarios. En las conclusiones de
las Jornadas de indianidad de 1984 en la Argentina sobresale esta
afirmación. “Los indios reclaman la tierra por cuanto su existencia
separada de ella no tiene sentido”.
“El indio” somos nosotros. Los pueblos perdemos el sentido de nuestra
existencia si somos extirpados de la tierra, es decir, de la
Pachamama.
De ahí que el “homo hacinado” es un humano desarraigado, desamparado,
inmunodeficiente, víctima de un racismo cultural de clase y de otra
discriminación que debe ser atendida: la del llamado “interior”.
En el extremo sur del Abya yala, los Selk’nam (Onas) eran pueblos
nómades obligados al sedentarismo. Cazadores recolectores obligados a
otra alimentación y a vestirse de otros modos. Pueblos separados en
grupos obligados a juntarse y hacinarse…
Entonces sobrevinieron la violencia interna, las enfermedades para las
que no tenían anticuerpos, la difusión de esas enfermedades por el
hacinamiento, los cambios alimentarios, los cambios de oficios, los
problemas de higiene originados en el cambio abrupto de la forma de
vida, además de la violencia y el saqueo externos, y todo se complotó
contra la vida y fueron desintegrados y exterminados.
Hacinados para robarles las riquezas y circunscribirlos a un
“problema” menor. ¿Qué diferencia existe, con los barrios hacinados de
Buenos Aires, Rosario, Paraná, Concordia, Resistencia, Santa Fe, por
ejemplo?
¿No hemos escuchado por ahí, cuando mueren dos jóvenes enfrentados en
un barrio, el terrible “se matan entre ellos”?
Antes molestaba el aborigen, luego molestaron los gauchos (hijos de
indios, negros y españoles o portugueses), y después molestaron
también los gringos. El profesor Manuel Almeida de Gualeguaychú decía
“hay una línea” de persecución y destierro, y las sobras van a parar
al basurero.
De ese tema no se hablará, porque los que pagan los medios de difusión
son los propietarios de grandes extensiones y los banqueros, y los
lineamientos de la escuela dependen de sus socios en la política. Es
decir: los racistas de hoy pagan para que hablemos del racismo de
ayer. Buen negocio.
Del ayllu al reglamento de tierras de José Artigas la conciencia por
el acceso a la tierra es tradicional aquí, pero lo que impera es el
encierro.
Nuestros pueblos antiguos no aceptan siquiera los rituales en las
zonas urbanas, porque no ven allí un verdadero lugar. Saben que el
hacinamiento enferma. Los guaraníes ven un lugar donde vivir en
armonía junto al monte, no lejos del árbol, del pájaro. A ese lugar le
llamamos tekohá, vida con los árboles, junto a las aves, en la
orilla.
Las ciudades pueden ser un lugar para quienes tienen modos de escape.
Los pensadores han debatido respecto del número ideal de habitantes de
una ciudad, pero, ¿son los barrios hacinados un lugar?
¿Se justifica ese hacinamiento en un país con cientos de kilómetros
deshabitados, de suelos feraces sólo visitados por máquinas dos veces
al año?

Las grietas

Este racismo se alcanza a ver bien desde principios tradicionales del
Abya yala, nuestro continente.
El racismo que padece el “homo hacinado” de hoy le impide la armonía,
le impide la belleza, le impide el dar, la solidaridad, la vida
serena, la rueda de mate en el silencio reparador y alumbrador; le
impide el diálogo con la Pachamama, le impide el trabajo comunitario
del ayllu, le impide mostrar un desenvolvimiento con conocimientos
ancestrales que sólo pueden aplicarse en un lugar adecuado. Ese mismo
desarraigo lo desnaturaliza, lo deprime, le muestra que es un ser
inútil, que sus conocimientos son inferiores, y el sistema sólo le
dará una mano a esa familia encerrada en el caso de que la incluya en
la lista de consumidores, para mover la máquina del consumo, es decir,
no como persona.

Humano amputado

El “homo hacinado” está desarmado, expuesto a todas las gripes,
desamparado. Le cuesta el “nosotros” porque su comunidad no fue
tejida serenamente, con las mil fibras de la relación comunitaria. Le
cuesta verse en el paisaje porque el río, el pájaro, la mariposa, los
murmullos del monte están del otro lado del muro. Y ni siquiera tiene
ámbitos donde cobijarse en sus símbolos a través de esa gestión
natural que dan los oficios, el encuentro casual, la colaboración
desinteresada, la gauchada.
Todos los valores afloran en las personas, en los grupos, pero en una
sociedad bajo control, eso decimos, y con todos los peligros al
asecho. El primero de ellos: creer que el ruido y el apuro dan un
“lugar”, y creer que salirse del monte es un “progreso”. La conciencia
es la primera víctima.

También mata

Ese neo racismo cultural desarraiga, rompe la cultura, destruye los
saberes y los menosprecia, expulsa, destierra, excluye y mata. Además,
ataca al ambiente con la economía de escala, los transgénicos, las
máquinas, los agrotóxicos. Y desintegra el paisaje, porque al paisaje
le faltan árboles, pájaros, mariposas, humanos, le faltan esas
relaciones sin fronteras donde todo se ilumina.

Daniel Tirso Fiorotto – Uno Entre Ríos – 2 de mayo 2016.-
tirsofiorotto@ciudad.com.ar


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