Nunca fuimos Norteamérica

Cuando Trump se monta en su macho de que somos violadores, asesinos y cua-cuá, es claro que miente. Su audiencia, que no tiene necesariamente esa percepción pero total, está ávida de chivos expiatorios, y medio Estados Unidos está por volverse Minutemen.



Nunca fuimos Norteamérica
Hermann Bellinghausen
La Jornada

La hostilidad manifiesta de Donald Trump contra el pueblo mexicano (no contra su gobierno ni sus magnates, que le parecen nice guys) se basa en una mentira monumental. Es lo que encabrona. Nadie niega que en San Diego, Pilsen o Queens operan pandillas de mexicanos maloras, ni que el brazo de los cárteles es largo en función del mercado estadunidense. Pero tales bandas nunca son tantas ni tan fuera de control como las compuestas por los propios ciudadanos estadunidenses. Sabido es el efecto corruptor de las ciudades de Estados Unidos para miles y miles de jóvenes centroamericanos y mexicanos. Un ejemplo: la temida Mara Salvatrucha fue producto combinado de la fórmula: miseria colonial en El Salvador-paramilitares y guerra-exilio a Los Ángeles y San Diego-contacto con la violencia yanqui-fácil acceso a los guns-alto valor de las drogas-expulsión ulterior de la Tierra de las Oportunidades.

Cualquiera que viva o frecuente localidades de Estados Unidos sabe que la grandísima mayoría de mexicanos legales, ilegales o ya nacidos allá son, en lo que toca a las preocupaciones de Trump, individuos ejemplares. Suelen ser trabajadores diligentes, eficaces. Hay la broma de que allá los mexicanos se portan mejor que acá, no se pasan los altos, no reciben mordidas, no roban. Prefieren no darse a notar ante la ley; invisibles jardineros e intendentes en universidades, empresas y almacenes, fantasmales limpiafrutas en las tiendas de coreanos o chinos, jornaleros al por mayor que surten a los supermercados. Entusiastas por quedarse, le echan ganas. Para la remesas. En la costa pacífica, los campos de Florida o Carolina del Norte, el trabajador mexicano es el migrante favorito de los patrones. Es sumiso, le conoce el modo al gringo bastante bien (siglos de vecindad algo enseñan). Nuestros paisanos huyen de un país que los expulsó con explotación, abandono, violencias y odio. El Estado los desposeyó brutalmente de educación, tierra, derechos. Y abiertamente los animó a emigrar. Quedamos bien colonizados.

Cuando Trump se monta en su macho de que somos violadores, asesinos y cua-cuá, es claro que miente. Su audiencia, que no tiene necesariamente esa percepción pero total, está ávida de chivos expiatorios, y medio Estados Unidos está por volverse Minutemen. (”La propaganda debe limitarse a un número pequeño de ideas y repetirlas incansablemente, una y otra vez desde distintas perspectivas pero siempre convergiendo sobre el mismo concepto. Sin fisuras ni dudas”. Aunque sean falsas: Doctor Goebbels, I presume?)

Si no le hubiese funcionado ese infundio electoral, lo habría abandonado por otro. Pero tiene el olfato del bully, ese falso valiente; ubica al inseguro del salón, chaparro y prieto, que se esconde y no se atreve como él a agarrarles el pussy a las güeritas. Pronto los demás bravucones de la escuela o el barrio le siguen la onda al grandulón hasta que echan a patadas al prieto y celebran con chelas y carcajadas. Saben Trump y sus huestes que a los mexicanos “ilegales” su propio gobierno no los podrá defender. Y se siguen: muro, redadas, impuestos como de Juan Sin Tierra, palizas. Un caso de abuso de manual. Dio tan buenos réditos electorales que, contra toda realidad social y económica, van tras ellos. No escatimemos las palabras: es una declaración de guerra.

Con el salinato floreció la idea de que México era Norteamérica. Mejor ser cola de gigante. Soñarse Puerto Rico. Intelectuales y funcionarios con nivel de doctorado, como Jaime Serra Puche, Jorge G. Castañeda y sus cuates, escupían sobre la palabra “Latinoamérica” y se esmeraban en quedar bien allá. Es la política del Estado desde 1989 jugar al colonizado ejemplar. Comenta Lorenzo Meyer, en reciente entrevista (Mario Casasús, Desinformémonos 12/1/2017): “El nacionalismo mexicano es defensivo, no es el alemán de la década de 1930, tampoco es el ofensivo nacionalismo norteamericano. Desde la cúpula desmantelaron el nacionalismo, parte central de la relativa soberanía de nuestro país. Los gobernantes decidieron que nuestra suerte era unirnos a Estados Unidos y disolvernos económicamente”. Con plausible sensatez, pregunta: “¿Quién demonios pensó que realmente nos dejarían ser parte de Norteamérica?”. No obstante, “el gobierno desmanteló lo poquito que construyó la Revolución: el nacionalismo defensivo, la autonomía relativa”. Traicionó a México, punto.