Los juegos de poder

Los juegos de poder no se restringen al campo político, sino que se extienden a todos los campos sociales. Se puede decir que al ocurrir esto, este abarcamiento de los juegos de poder, pasa como si saturaran de las lógicas de poder todos los campos sociales. No decimos que se politizan los campos sociales, pues esto es otra cosa; se ha entendido como si la politización implicara la consciencia de las luchas emancipatorias, extendidas a todos los campos sociales. En el caso de los juegos de poder, deberíamos, mas bien, decir, que las formas de dominación se dan en todos los campos sociales.



Los juegos de poder
22.05.2017

Raúl Prada Alcoreza
http://dinamicas-moleculares.webnode.es/news/los-juegos-de-poder/

Los juegos de poder no se restringen al campo político, sino que se extienden a todos los campos sociales. Se puede decir que al ocurrir esto, este abarcamiento de los juegos de poder, pasa como si saturaran de las lógicas de poder todos los campos sociales. No decimos que se politizan los campos sociales, pues esto es otra cosa; se ha entendido como si la politización implicara la consciencia de las luchas emancipatorias, extendidas a todos los campos sociales. En el caso de los juegos de poder, deberíamos, mas bien, decir, que las formas de dominación se dan en todos los campos sociales.

Partiendo de lo anterior, es menester distinguir los juegos de poder en los distintos campos sociales, teniendo en cuenta sus particularidades. Se entiende que en el campo político estos juegos de poder se den de manera evidente; sin embargo, aquí, incluso en los que cuestionan las relaciones de poder, reaparecen estos juegos de poder. Un ejemplo, la pugna de las “vanguardias” por ser la de mayor jerarquía por su “radicalidad” y consecuencia. Lo que se llama comúnmente “izquierda” gasta mucha energía en lograr estas distinciones; acusando una de las “vanguardias” a las otras de conservadoras e inconsecuentes; encontrando en ellas montones de defectos que las comprometen. Esta actitud de señalamiento y esta conducta juzgadora nos recuerda, otra vez, a la guerra santa de los fieles contra los estigmatizados como infieles. Lo paradójico de este comportamiento anecdótico es que precisamente las “vanguardias” muestran en esta actitud, conducta y comportamiento, su recalcitrante conservadurismo inherente y cristalizado en los huesos.

Ahora bien, parece que este “izquierdismo” compulsivo, ansioso de ganar el mote de “radical” y la jerarquía política del título honorifico de la consecuencia, se ha extendido como esquema de comportamiento a otras expresiones ideológicas; por ejemplo a los fundamentalismos. Lo llamativo es que se repita, ciertamente con menos intensidad y extensidad, en los colectivos activistas anarquistas. Es curioso, pues el anarquismo interpela al pretendido “vanguardismo”. Bueno, en todo caso, esta actitud, conducta y comportamiento, merece de autocríticas. Estos “vanguardismos”, estas pugnas y concurrencias por el puesto de más “radical” no son otra cosa que juegos de poder.

¿Cómo funciona esta psicología del “vanguardismo”? Parece comenzar, lo vamos a exponer así para ordenar la descripción, con la autoproclamación en tanto “vanguardia”. Entonces, se coloca a la “vanguardia” auto-ungida en el centro imaginario del campo de fuerzas. Desde este centro simbólico y de valorización se evalúa, se califica, se juzga y se atribuyen papeles a los demás actores. La narrativa es montada sobre la base de esta referencia mapeada mentalmente. Es cuando emergen las preguntas y respuestas sobre las tareas de la “vanguardia”. Al ser el centro significante de este circuito significante, el de la narrativa “vanguardista”, este centro requiere de órbitas que lo circulen; sobre todo, de una historia que presente a la “vanguardia” como entrega y desprendimiento heroico. Se hace patente, ya desde el inicio, la manifestación de los signos de su decurso, el de la “vanguardia”; pues de su desempeño depende el desenlace de los eventos y sucesos venideros. Esta “vanguardia” es elogiada por su consecuencia demostrada en la historia construida por los intelectuales “vanguardistas” y la memoria militante.

Ahora, no todas las “vanguardias” culminan con el desenlace esperado, que casi generalmente es la toma del poder. Cuando no ocurre esto, el tiempo que queda es precisamente éste, el camino que conduce a la toma del cielo por las armas o por los votos. Entonces, según el imaginario en cuestión, son “vanguardias” que todavía están en curso, cumpliendo sus tareas históricas. La historia revolucionaria no ha llegado a su finalización; la revolución no se ha cumplido todavía. Cuando la “vanguardia” ha logrado el fin perseguido o el objetivo buscado, considera a las otras “vanguardias”, que no tuvieron la misma suerte, ya no como otras competencias en concurrencia con las que hay que debatir y pugnar, sino como “reaccionarias” y hasta “conspiradoras”, incluso “contra-revolucionarias”. Es decir, desde la asunción al poder, no hay más “vanguardia” que el “gobierno revolucionario”, que se convierte en el Estado de la “revolución”.

En estos juegos de poder de las “vanguardias”, llaman la atención los procedimientos interpuestos en la concurrencia, que se parecen mucho a los procedimiento de organizaciones políticas que nada tienen que ver con pretensiones de “vanguardia”; hablamos de los procedimientos conservadores, liberales, dictatoriales y neoliberales; casi todos represivos. Lo más elocuente de estos procedimientos es la descalificación del enemigo, incluso, si se quiere, del amigo, acompañante de ruta, pero no considerado como “vanguardia”. No solamente se señalan sus errores, sus limitaciones, sus inconsecuencias, sino hasta se busca estigmatizarlo al encontrar faltas graves como compromisos velados con la “derecha”; faltas graves como “traiciones” escondidas, pecados originales como orígenes de clase o asimilaciones de clase, como aburguesamientos, o, en su caso, atributos “monstruosos”, de acuerdo al imaginario desenvuelto, como la homosexualidad escondida o la familiaridad con la clase dominante. En otras palabras, se procede a la en-demonización, tal como lo hacía la inquisición, solo que con otros discursos.

Esta recurrencia compartida a los procedimientos de descalificación es sintomatología de la consciencia culpable, de la consciencia desdichada, que busca redimirse de su desdicha y de su culpa mediante la búsqueda desesperada de culpables, a quienes señalar y destruir, como lo hizo la inquisición. Quizás es lo más elocuente de la persistencia de los juegos de poder, aunque se den en distintos escenarios y contextos. Sobre todo, una muestra patente de no haber salido del círculo vicioso del poder.

Los juegos de poder en el campo académico son más sutiles. Supuestamente estamos en un campo donde se encuentran formaciones discursivas y enunciativas críticas del poder; por lo tanto, se espera, que en este lugar no se den juegos de poder. Sin embargo, estos juegos aparecen en forma de concurrencia de las críticas; se disputa la jerarquía de la crítica; cuál es la más crítica o la propiamente crítica, cuando las otras quedan opacadas o inconclusas. Ahora bien, no todas las críticas se mueven en el mismo terreno; por ejemplo, la crítica de la economía política; hay críticas que se mueven en otros terrenos; por ejemplo, la crítica de-colonial. Los terrenos en los que se mueven las críticas condicionan el debate y la misma concurrencia, que se da, sobre todo, de manera discursiva y enunciativa; es decir, teórica.

En lo que respecta al terreno de la crítica de la economía política, en principio, la crítica ha girado en dos ámbitos; para simplificar, diremos, uno, economicista; el otro, político e ideológico. En el primer caso, el debate se centra en la interpretación correcta de El capital de Karl Marx; en el segundo caso, el debate se abre a las interpretaciones históricas, políticas y culturales de la obra de Marx, además de considerar las interpretaciones económicas. En el primer ámbito, la concurrencia de las críticas tiende a ser exegética y ortodoxa; en el segundo ámbito, la concurrencia tiende a ser más erudita y filosófica. Volviendo a simplificar y esquematizar, por razones de ilustración, en el primer ámbito el ponderador de la discusión parece ser la función del determinismo económico; en cambio, en el segundo ámbito, el ponderador del debate parece ser el de las autonomías relativas políticas, ideológicas y culturales. Entonces, las críticas más próximas al referente del ponderador son las que mejor se colocan, devaluando a las críticas que más se alejan.

Sin embargo, las críticas no solamente se hallan en concurrencia en los terrenos en los que se mueven, sino, incluso, se colocan como en un epicentro respecto a los otros terrenos de las otras formas de crítica. Por ejemplo, las críticas de la economía política, en concurrencia, señalan a otras críticas, por ejemplo, culturales o, en su caso, ideológicas, así también sociológicas o antropológicas, como críticas que no tocan el problema o el núcleo del problema; serían críticas débiles. Pero, esto, este centrismo, no solamente pasa en el terreno de la crítica de la economía política, sino también en los terrenos y desde los terrenos correspondientes a las otras formas de crítica. Cada terreno es considerado como el epicentro; devaluando desde su propio terreno, considerado epicentro, a los demás terrenos, en la medida que se alejan.

Este epi-centrismo de las críticas muestra elocuentemente el mapa de las concurrencias y de las pretensiones; entre las pretensiones, la más evidente es la pretensión de verdad. En otras palabras, la crítica particular dice la verdad; pero, todas las críticas, cada una de ellas tiene esa pretensión; entonces, todas dicen la verdad. ¿Se trata de una concurrencia por la verdad? No parece ser así; mas bien, se parte o se supone que se tiene la verdad; desde esta verdad se critica la no verdad de la formación discursiva y enunciativa interpelada, así como también la no verdad de las otras críticas. La verdad no es lograda sino es de la que se parte, puesto que la formación discursiva criticada y las otras críticas en concurrencia no la tienen. Lo que está en cuestión ciertamente es la deconstrucción, por así decirlo, de la formación discursiva criticada; pero, también está en juego la jerarquía de la crítica. Se considera que la crítica, que se merece llamarse tal, es la crítica que va más lejos, en lo que respecta a la crítica como tal, la crítica que más deconstruye. Hasta ahí, se entiende que esa es la función de la crítica, que es poner en su lugar el debate, poner en el lugar de las condiciones de posibilidad del discurso y la enunciación en cuestión. Sin embargo, cuando se busca ejercer la crítica como juego de poder; es decir, ganar jerarquía en escenarios de espectáculos discursivos, donde lo que aparenta “radicalidad” aparece como la crítica más crítica, la crítica comienza a jugar otro papel, el del “vanguardismo” crítico.

Hay que recordar que la crítica en cuanto tal nace como crítica de la razón pura, como crítica trascendental, que coloca el análisis en el substrato de las condiciones de posibilidad de la experiencia y el conocimiento. Por lo tanto, no como verdad, sino como lo que cuestiona la pretensión de verdad, relativizando su fundamento racional. Se puede decir que la crítica es crítica de la ideología, tal como Marx la definió. Cuando la crítica vuelve a caer en la ideología, cuando pretende ser la portavoz de la verdad, deja, ciertamente de ser crítica en cuanto tal. La crítica se vuelve un máscara para encubrir la ideología en curso; la difusión de una nueva verdad. Es cuando las críticas concurren y compiten en aparecer como la más crítica, la más “radical”. En consecuencia, la crítica se banaliza, se vuelve un discurso más en la concurrencia respecto de las pretensiones de verdad. ¿Por qué pasa esto?

Por los juegos de poder. La crítica respecto a las otras formaciones discursivas y enunciativas adquiere prestigio, por así decirlo, por su labor trascendental; el colocar el debate y la reflexión en el lugar de las condiciones de posibilidad; contemporáneamente diríamos que efectúa la labor deconstructiva. Desde la perspectiva institucional de los saberes, las ciencias y las filosofías, la crítica adquiere jerarquía; entonces alcanza un lugar respetable en la jerarquía académica. Hablar desde la crítica tiene sus ventajas argumentativas, pues no se encuentra este ejercicio directamente vinculado con la pretensión directa de la verdad, sino que la verdad misma aparece, mas bien, como crítica. Entonces, es preferible decir la verdad desde el discurso crítico.

El problema es que este decir la verdad, desde el discurso crítico, adultera la función de la crítica. Vuelve a convertirse en aquello que la crítica desmonta, deconstruye, relativiza; es decir, en el discurso de la verdad. Al final, el discurso de la verdad exige lo que exige el discurso religioso, creer en la verdad, en la verdad del discurso emitido. Entonces, el discurso, por más crítico que se pretenda, llega a convocar a un conjunto apreciable de feligreses, creyentes de la verdad crítica. El análisis crítico desaparece; ya no se busca colocarse en las condiciones de posibilidad de la experiencia y del conocimiento, sino tan solo en la difusión de la verdad.

La epistemología, que forma parte de la arqueología de la crítica, que es crítica de la ciencia, de la filosofía y del saber, al colocarlas en el contexto de las condiciones de posibilidad de las mismas, padece también de esta adulteración de la crítica. Han aparecido y proliferado toda clase de “epistemologías”, de desplazamientos y de rupturas epistemológicas; es más, se proclama a los vientos “revoluciones epistemológicas”. Incluso se llega a hablar de epistemicidios; lo que implicaría la muerte o el asesinato de epistemes, es decir, de saberes, ciencias y filosofías propias, nativas. Esta connotación amplia y abierta del concepto de episteme se estira tanto que el concepto de saber, de ciencia, de conocimiento o, en su sentido más propio, de condiciones de posibilidad históricas, como substrato de los procesos formativos de saberes y conocimientos, termina difuminándose.

El abordar las relaciones culturales y sus composiciones narrativas, de las sociedades antiguas y ancestrales con sus entornos y el mundo efectivo, desde el concepto de episteme, que es un concepto racional, en sentido abstracto, es considerarlas desde los prejuicios o desde los esquematismos dualistas modernos. Lo que ya de por sí, desde el inicio, es una violencia para con estas formaciones sociales y culturales. Sin embargo, se lo hace y a nombre de la decolonialidad. De aquí se deduce que el colonialismo y la colonialidad producen el epistemicidio. Creyendo que se ha llegado al núcleo de la violencia colonial respecto a los saberes antiguos y ancestrales, indígenas, se usa el término con gran despliegue de elocuencia. Sin embargo, si podemos decirlo de ese modo, para que se nos entienda, epistemicidio es un barbarismo intelectual, que funciona como dispositivo discursivo en la formación discursiva decolonial, con declaradas pretensiones de verdad. Es decir, una ideología intelectual.

La descolonización requiere pasar por la crítica de la razón abstracta e instrumental de la modernidad. Esto implica poner en cuestión los conceptos usados para definir formaciones culturales y de relaciones sociales, que interpretan y narran sus circunstancias históricas de manera vinculante. No solamente en lo que respecta a episteme, saber y ciencia separada del Oikos, separación que supone, a la vez, razón separada del cuerpo, sino también en lo que respecta aquello que se llama saber y ciencia, concebidas como campos autonomizados. El saber en las sociedades ancestrales no parece estar separado del hacer, para decirlo en términos conocidos; el saber no está separado de las prácticas. En el imaginario cultural, no está separado de los vínculos con el mundo. El simbolismo precisamente expresa esta articulación indispensable. Mucho más el mito, que es el substrato de toda narrativa. El mito es el mundo mismo; se vive, por así decirlo, dentro del mito. Es una forma de pensar, que al mismo tiempo es una forma de actuar; si se quiere, forma de ser.

La irrupción de la colonización y la emergencia de la modernidad ocasionan una ruptura en la articulación de estas formaciones culturales y sociales; se da lugar a la economía política colonial, que separa cuerpo de espíritu, cuerpo de razón, saber de Oikos, convirtiendo a los saberes en representaciones, a la razón, que no puede sino estar conectada a la percepción, al cuerpo, en una razón fantasma, y al mundo en mera representación. Por lo tanto, no se produce un epistemicidio, que sería poco decir, además de la connotación abstracta, sino producen quiebres en las articulaciones y vinculaciones de la formación social y cultural, que vive en un mundo que es simbólico, alegórico, integrado. En pocas palabras, se destruye el mito, que no se puede reducir a representación, como lo ha hecho la antropología; sino que es el mundo mismo, vivido inmediatamente como interpretación y experiencia. Ciertamente, al destruir el mito, la modernidad ocasiona otros mitos sustitutos, los relativos a la modernidad; sin embargo, estos mitos modernos son meramente representativos; ya no son los mitos vividos, experimentados, ya no son el mundo gozado y padecido.

El “vanguardismo” decolonial es ideología, en el sentido de pretensión de verdad. Su decolonización es representativa, no efectiva, por no decir real. Acontece en el imaginario teórico, no en el mundo efectivo, donde las estructuras de dominación colonial siguen encadenando a los cuerpos. Se presenta como “anti-occidental”, incluso “anti-moderno”; pero, no es otra cosa que otra versión de los discursos “vanguardistas” de la modernidad. Su “anti-occidentalismo” forma parte de los procedimientos de ruptura a través de los cuales el “occidente” se ha reproducido en sus distintas formas. La modernidad se caracteriza por la vertiginosidad de sus rupturas constantes; lo más elocuente, además no solo discursivas, han sido las revoluciones modernas. Una revolución más, no hace otra cosa que ampliar el itinerario de la vertiginosidad moderna.

La descolonización requiere reinsertar a las sociedades al Oikos, a los ciclos vitales ecológicos del planeta. Esto no acontece mediante el discurso decolonial, con pretensión de verdad, que interpela desde los mismos códigos de la episteme moderna, desde el esquematismo dualista, desde la razón separada del cuerpo. Esto no es otra cosa que moverse en el mismo substrato epistemológico de la modernidad, aunque el discurso pretenda interpelar a la modernidad y al “occidente”. Por otra parte, la reinserción de las sociedades al Oikos, es decir, la descolonización, en pleno sentido de la palabra, implica recuperar los cuerpos, sus capacidades perceptivas e intuitivas; liberando la potencia social; liberándolos de las economías políticas, que se han inscrito en la carne, que han producido las separaciones de lo abstracto respecto a lo concreto. Esta emancipación es efectuada por los mismos cuerpos, por los mismos pueblos, por las mismas sociedades; no por las “vanguardias” iluministas, que guían a los y las subalternas, a los y las dominadas.

La tarea activista es la de activar la potencia social, de los cuerpos, de los pueblos y de las sociedades, no creerse “vanguardia” conductora de los desposeídos. La tarea activista es aprender conjuntamente con los pueblos y sociedades en lucha; aprendizaje que coadyuva a mejorar, ampliar, irradiar las acciones colectivas. En lo que respecta a las interpretaciones y narrativas, coadyuva a construir colectivamente formaciones culturales, cognitivas, sociales y de prácticas, que interpreten las complejidades integrales del mundo efectivo.