¿Educamos o domesticamos?

29.Nov.05    Universidad Libre

José Del Grosso

Nuestro sistema educativo tanto público como privado, laico como católico, sigue domesticando.

Educar es todo lo contrario a lo que, en general y por décadas, se viene haciendo en nuestro sistema educativo. El verbo educar (eduxere) expresa la acción de sacar de dentro hacia fuera y para nada significa: “inculcar, meter… hábitos, ideas, datos, instrucciones…”.

Educar expresa el proceso de orientar y guiar el proceso de expansión de la consciencia, del darnos cuenta, de verbalizar y exteriorizar lo que venimos conscientizando a través de la experiencia y de nuestras relaciones con los demás, mientras simultáneamente, se estimula el desarrollo de las potencialidades latentes en cada uno de nosotros para que se hagan manifiestas.

Sin embargo, en lugar de ello, en general, en la práctica, nuestro sistema educativo niega la consciencia porque no le parece un término científico, niega en la práctica la vida psíquica porque le parece algo esotérico; y se regodea en la vanagloria del discurso de la ideología científica, para justificar su proceso de domesticación y afirmar que la ciencia y la tecnología contribuyen a facilitar el que: “Los alumnos metan conocimientos en su cerebro voluntariamente, con el fin de que cultiven aquellas cualidades personales que mejor se cotizan en el mercado de trabajo”.

Toda esa ciencia y tecnología empleada en lo que supuestamente está al servicio del proceso educativo en esencia niega al SER, la consciencia, los estados de consciencia y la vida psíquica porque no son: “ni observables, ni controlables, ni medibles.

Nuestra educación no enseña a vivir, a convivir, a observar, a escuchar, a ver, a pensar, a cuidar nuestro cuerpo, a convertir en aprendizaje y conocimientos nuestra experiencia…, sino que nos enseña a re-accionar, a actuar de manera similar cada vez que nos hallamos frente a circunstancias parecidas.

En este sentido la educación quiere objetos pasivos que re-accionen, no que “accionen”. Quiere objetos que memoricen información y datos descontextualizados y sin referencia a la propia experiencia, sin preguntar, sin cuestionar, sin contrastarlos con lo que pasa en la vida, con los propios sentimientos…

No podemos seguir cerrando los ojos con el cuento de la ciencia y la tecnología que contribuye a la educación, porque esa ciencia piensa que el mundo es una máquina perfecta, que el ser humano es una máquina, a la cual hay que arreglarle unos detalles de personalidad poco convenientes para la producción, y darle instrucciones programadoras para que funcione bien en el ámbito de la producción y el mercado. Tampoco podemos aceptar, esa separación esquizofrénica de sujeto y objeto, donde el docente es sujeto: “el que sabe”; y el alumno es el objeto a modelar; en nombre de unos supuestos principios, de su propio bien y el de la sociedad.

Toda esa ciencia, toda esa tecnología que ayuda al proceso educativo, domestica, colabora en que el objeto, el alumno, se limite a re-accionar en los términos que descubrieron Pavlov y Skinner. Los dos grandes estímulos de la educación son la recompensa y el castigo. Si no hace esto y aquello “pre-establecido” será castigado, si lo hace recibirá elogios y será aceptado socialmente.

La educación deja de ser entonces un proceso que se aleja de las tendencias naturales del Hombre, que a través del juego, la curiosidad, la exploración, la duda, el usar la imaginación para plantearse hipótesis, es capaz de hacerse consciente, de aprender y elaborar conocimientos…; para convertirse en una rutina aburrida, que cansa, que no interesa a nadie y se hace lo que se puede para salir al paso.

El resultado de asistir a la escuela durante años semeja entonces más a un laborioso y costoso lavado de cerebro, de “meter en la mente”, que a un proceso de “sacar”.

En la práctica, lo que nuestro sistema educativo llama aprendizaje, no es más que la ejercitación de la capacidad de retención de datos, y lo que llamamos medición de los aprendizajes, no es otra cosa que una medida de la capacidad de recordar los datos impuestos o de seguir secuencias bajo estrés, lo que al fin y al cabo importa muy poco, porque en la práctica los educandos no van a la escuela a aprender, sino a cumplir voluntariamente con unos requisitos para sacar una licencia.

Lo que hemos llamado explícitamente proceso educativo, implícitamente no es más que un literal proceso de enajenación que tiene graves consecuencias para la salud mental del alumno, del docente y, por extensión, para la sociedad.

Enajenar significa sustituir el contacto emocional y mental consciente con la realidad, con la experiencia, con lo concreto…; con abstracciones, ideas, racionalidad…, con una supuesta objetividad…; y en nuestro sistema educativo, precisamente, durante décadas, hemos venido haciendo esta sustitución, hemos hecho que las palabras pierdan su concreción; siendo el resultado una negación a involucrarse, interesarse, relacionarse, tomar contacto consigo mismo, con los demás y con la naturaleza.

De esta manera, todos sentimos y mostramos desapego, apatía, indiferencia, porque nuestra educación nos vincula con el mundo a través de ideas que se nos han vuelto más reales que la realidad misma, que la sustituyen, que sugieren lo que debería ser, lo que es bueno y normal, que comparan y que son lejanas a la experiencia, a la vivencia auténtica del aquí y ahora.

Y todo ello es una desgracia porque más nos conmueve y nos hace lloriquear cualquier escena de una telenovela, de una película, que el saber que en este momento en el mundo cada segundo muere un niño de hambre, que en este momento un soldado estadounidense dispara al pecho de un niño y lo destroza… Ese es el resultado de nuestra educación, de una educación que aleja de la realidad, que impide amar, que vuelve impopular a quien muestra la realidad, porque se nos ha enseñado a sentir miedo de tocar la realidad de manera cercana.