El país mapuche fue un país libre, autónomo y autodeterminado. Unido –entonces como ahora- en la diversidad. Con un territorio que abarcaba espacios en ambas cordillera; un idioma propio: el mapuzugun/idioma de la tierra; una historia propia (con conceptos propios de progreso y desarrollo, justicia y democracia). Las cuatro ramas fundamentales –nítidas y refulgentes- que tiene el árbol que los estudiosos definen como “la identidad”. La respuesta a los problemas de la humanidad, desde una perspectiva indígena, no podría encontrarse al margen de la conciencia interior que habita en lo profundo de cada ser y lo conecta con su naturaleza.
La apología de la lucha armada y su valor simbólico en los años ‘50, dio paso a la confrontación ideológica que dominó buena parte del imaginario colectivo de aquel entonces, condicionando los espacios de expresión cultural y la memoria popular de nuestras comunidades a una polarización conceptual de tipo economicista. De esta pugna, surge en la actualidad una lógica autodestructiva basada en la mercantilización de los bienes culturales, en la producción de subjetividades deshabitadas (vacías), en el desarraigo de la experiencia comunitaria, la atomización de lo propio o la cosificación de los Derechos fundamentales.
Estos elementos sustentan la articulación de un discurso mediático uniformizante, que en palabras de Félix Guattari es la empresa de infantilización regresiva de nuestro tiempo, al poner en juego la dignidad humana malogrando la riqueza patrimonial de su gente.
Sobre la dignidad humana, cabe sostener que en ella se afirma la incondicionalidad y autodeterminación de querer humano, no sometido a restricción ni servidumbre, aquella incondicionalidad que no admite en este mundo la existencia de ningún rango (en lo terrenal) superior ante el que doblegarse, la humanidad acepta por su parte la carnalidad humana, el cuerpo y sus limitaciones, la realidad inabrogable del sufrir, la trama del azar y la calidez de los sentimientos (estas ideas las reorienté en base al concepto de dignidad humana desarrollado por el filósofo español, Fernando Savater).
Si la dignidad marca la estatura del hombre, la humanidad fija su amplitud. Así pues, la riqueza patrimonial (en materia cultural) constituye una medida para dicha amplitud, una huella en la memoria histórica de la humanidad, que aún hoy, perdura (vive) en muchas comunidades que con dificultades, trabajan para rescatar, defender y transmitir sus tradiciones locales (algunas milenarias) a las generaciones futuras. Este es el caso del pueblo mapuche.
La gente de la tierra, todavía conserva lo íntegro, lo primitivo, lo originario. Debido a que su sistema de creencias y valores emana del orden que rige esencialmente las representaciones simbólicas y relaciones comunitarias que configuran el (su) mundo circundante (lo dado). Tal como escribe el profesor Ziley Mora Penroz, en su libro filosofía mapuche: lo aborigen primitivo, lo-que-viene-del-origen, lo puro: es la aceptación del todo reunido, no disociado y por eso mismo “sagrado”. Aquí radica la importancia de preservar el patrimonio cultural mapuche, protegiendo aquellos aspectos que por naturaleza facultan a cualquier comunidad para organizarse libremente (autodeterminación).
De este modo retrata el poeta Elicura Chihuailaf Nahuelpán, la historia y presente de su pueblo, el país mapuche fue un país libre, autónomo y autodeterminado. Unido –entonces como ahora- en la diversidad. Con un territorio que abarcaba espacios en ambas cordillera; un idioma propio: el mapuzugun/idioma de la tierra; una historia propia (con conceptos propios de progreso y desarrollo, justicia y democracia). Las cuatro ramas fundamentales –nítidas y refulgentes- que tiene el árbol que los estudiosos definen como “la identidad”. Este relato contrapone el carácter sagrado y ancestral de este pueblo (aspectos centrales para su conformación) con un presente en permanente disputa por reivindicar y defender lo propio frente al montaje político y mediático que amenaza la (re)construcción de un patrimonio comunitario profundamente lesionado, a propósito del proceso corporativo de comercialización y manejo sobre la circulación de bienes culturales.
En cierta forma esta disputa se arrastra desde la aparición del indigenismo liberal, perspectiva que redujo la cuestión indígena al marco de la equiparación de las libertades democráticas e igualdad de derecho ante la ley.
Este enfoque promueve una asimilación étnico-cultural que impulsa la incorporación de estas comunidades de origen, a la estructura administrativa de las sociedades de Estado. Lo que implica su afiliación al sistema de educación formal, el ejercicio militar y el acceso a sus redes asistenciales. Más tarde surge el indianismo como oposición dialéctica a este enfoque. Tal pensamiento pretende integrar las comunidades indígenas como entidades propias y autónomas. Ideología que, de acuerdo al antropólogo Bernardo Berdichewsky, corresponde a lo que podríamos llamar comunitaria, en cuanto no considera en el centro de su análisis al individuo –con relación a la naturaleza y la sociedad- como lo hace el liberalismo, ni tampoco a la clase social o la nación, como lo hace el marxismo, sino realmente a la comunidad. En otras palabras, el ser humano se relaciona con la naturaleza y/o con la sociedad a través de su comunidad. Es ésta la unidad social fundamental, lo fue en el pasado indígena, lo es en el presente de la situación real de los pueblos nativos americanos y lo será en el futuro, cualquiera sea la solución del problema indígena.
Asimismo, el indianismo presenta transformaciones a los programas políticos gubernamentales con el fin de encarar la cuestión indígena, precisamente, desde una perspectiva indígena, esto es, remontándose a su pasado inmemorial patrimonio cultural de los pueblos nativos. Tal vez por esta razón, Elicura señala: nuestra lucha es una lucha por ternura.
A pesar de ello, el conflicto patrimonial indígena permanece latente a lo largo de nuestra geografía. En el norte de Chile, por ejemplo, la cultura andina que agrupa tanto a comunidades de origen aymara, quechua, atacameño y colla, presenta insondables grietas generacionales especialmente en localidades cercanas a la ciudad de Iquique. El conflicto en esta zona enfrenta a jóvenes que valoran su cultural con jóvenes que sencillamente la han dejado de lado. Lo mismo ocurre en Isla de Pascua con el pueblo Rapa-Nui. Aquí, el problema generacional que afecta a todas las comunidades autóctonas del país, se suma a la creciente disensión por la venta ilegal de tierras que el estado chileno efectúo a particulares en desmedro de la comunidad pascuense.
La complejidad del asunto se intensifica, como resultado del abandono, manipulación (montaje) y complicidad (violencia simbólica) de los principales monopolios corporativos destinados a informar a la sociedad en su conjunto. Ello explica la falta de cobertura tanto en lo sucesivo a la huelga de hambre que emprendió un grupo de comuneros mapuches en contra de la aplicación de la ley antiterrorista. Como también en torno a las manifestaciones pacíficas realizadas en Isla de Pascua (por la reivindicación del pueblo Rapa-Nui), a propósito de la devolución de tierras. Para el antropólogo, Rosamel Millamán Reinao, la prensa chilena, en su gran mayoría, hace una representación de la realidad mapuche de pleno conflicto, promovido por fuerzas extranjeras.
El investigador, define esta representación como una “remilitarización del territorio mapuche”, sosteniendo que la prensa no ha trepidado en afirmar, el supuesto apoyo del EZLN (Ejercito Zapatista de Liberación Nacional) a las organizaciones mapuches, o de intervenciones efectuadas por la ETA (País Vasco y Libertad). A estas acusaciones debemos agregar, la reciente denuncia efectuada por empresarios y ganaderos chilenos, que vincula a miembros de la comunidad mapuche con integrantes de las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia).
Delación a la que además, adhiere la presidencia como puede concluirse al revisar una serie de declaraciones practicadas por el propio mandatario chileno.
Observa Millamán, que desde los aparatos del Estado y el poder económico se ha construido el estereotipo del “mapuche violento”, sobre la base del principio colonial vigente que distingue la existencia de dos clases de indios. En primer lugar, los “indios permitidos”, asimilados e integrados a la sociedad nacional y que obviamente no demandan derecho a su identidad. Por otro lado, el “indio incivilizado”, aquel que estaría aliado a grupos “extremistas”, que viven en las comunidades y que están asociados a conductas de “violencia indígena”.
Comparten este análisis algunos destacados investigadores en la materia, como el historiador chileno José Bengoa, para quien el terrorismo es y ha sido siempre una construcción del Estado. De igual forma, para el encargado de Relaciones Internacionales del Consejo de Todas las Tierras, Aucán Huilcamán, existe una tendencia a “colombianizar” la zona mapuche, discurso que se enmarca en el proceso de investigación que lleva a cabo el fiscal regional de la Araucanía, Francisco Lujbetic, con el fin de aclarar los supuestos nexos entre comuneros mapuches y el grupo guerrillero colombiano.
A pesar de los montajes políticos, los estereotipos discursivos y el reduccionismo mediático del que ha sido víctima el pueblo mapuche. Las comunidades originarias no están absolutamente aisladas, a diferencia de lo que pueda pretender el gobierno con el empresariado. Actualmente la sociedad civil, representada por una amplia gama de organizaciones y personas ligadas al mundo académico-intelectual, al movimiento estudiantil o a integrantes de comunidades locales o vecinales. Se erige como la antípoda al “modelo corporativo-industrial” que ha dado curso al proceso de usurpación y comercialización del patrimonio cultural, para librar una singular batalla por la recuperación, preservación y dignificación de lo propio.
Esta solidaridad surge como resultado de una fase de madurez y rearticulación del contra-discurso al modelo neoliberal. La reciente crisis financiera, la escasez de recursos, los conflictos ambientales, el deterioro de las condiciones laborales y del sistema de seguridad social, así como el apoyo unánime expresado por la comunidad internacional hacia los pueblos originarios. Le han dado un amplio margen de legitimidad y nuevos aires a este enfoque. Pese a que, como señala el escritor Patricio Manns, en este momento exista una inclinación a criminalizar la protesta social.
En este contexto resulta comprensible que diversos sectores sociales hayan manifestado su absoluto compromiso con la reivindicación de las demandas mapuches. Asociaciones como la asamblea nacional de Derechos Humanos; representantes del colectivo 119; alumnos de la Universidad de Chile; el Frente Amplio por la Defensa de la Salud; la Federación de Profesionales de la Salud (FENPRUS); la FENATS Metropolitana; la Dirección de Atención Primaria del Servicio de Salud Metropolitano Central; el Consejo de Desarrollo de Salud Sur; Integrantes del clero de la Iglesia Católica (en ayuno solidario por las justas demandas del pueblo mapuche); la agrupación Mapuche Kilapán; la agrupación de familiares de Ejecutados Políticos; la coordinación de organizaciones autónomas Mapuche de Santiago, COOAMS; la agrupación de familiares de Detenidos Desaparecidos. Así como el poeta Nicanor Parra, el escritor Pedro Lemebel, el dirigente de la CUT y presidente de la Comisión de Trabajadores del Cobre, Cristian Cuevas; el canta-autor Francisco Villa; el actor Daniel Alcaino; la presidenta de la agrupación de familiares de Detenidos Desaparecidos, Lorena Pizarro; o el lonco de la comunidad Huilli Lafkenche, Erick Vargas Quinchamán (por citar algunos casos), se sumaron a la huelga de hambre mapuche abogando por la desmilitarización del territorio mapuche y la no aplicación de la Ley antiterrorista.
Ahora bien, es imprescindible reconocer que la cuestión indígena ha sido frecuentemente instrumentalizada con fines políticos (sin distinción de partido). Cada caso ha servido para orientar el discurso popular o la propaganda electoral de turno, siendo por lo general, objeto de reapropiación y control mediático. Por ello no me sorprenden las declaraciones del diputado UDI, Enrique Estay, quien en el epílogo de las negociaciones entre el gobierno y los comuneros mapuches, sostuviera: “Nos encontramos frente a una compleja maniobra comunicacional, respaldada por organizaciones autodenominadas defensoras de los Derechos Humanos e incluso por parlamentarios opositores, que fomentan una imagen ante la opinión pública, cuando probablemente saben que en muchos casos la huelga de hambre de los comuneros es parcial”.
“No creo que ninguno de los comuneros en huelga esté dispuesto a inmolarse; tengo la impresión de que ellos también están siendo objeto de una enorme presión por mantener en el tiempo esta protesta, impulsados por personas y organizaciones que, incluso a riesgo de su integridad física, desean causar el mayor daño nacional e internacional a la imagen del Gobierno del Presidente Piñera”.
Al respecto, sobran argumentos históricos para afirmar que estas declaraciones carecen de sustento. En primer lugar, debido a que no es posible identificar de forma univoca al pueblo mapuche con algún pacto político, basta recordar que durante el gobierno de Salvador Allende la demanda central del movimiento indígena fue la recuperación territorial llevada a cabo a través de una política de usurpación de las reservas comunitarias (reservas legalmente constituidas por medio de los denominados “títulos de merced”), y que fue justamente en este período, donde se incrementó el número de protestas. Por lo demás, la cuestión indígena no sufrió cambios decisivos, luego del aparente retorno a la democracia y los gobiernos de la Concertación. Al margen de esto, muchas veces las demandas indígenas se fusionan y otras se confunden con el discurso de la nueva izquierda radical.
Del mismo modo, la negación dialéctica a la situación vivida por los comuneros mapuches constituye un atropello a su dignidad humana. Expresiones que resaltan la fragilidad y vacilación del movimiento (con objeto de fragmentarlo), simplemente polarizan el asunto y lo conducen a un plano desde el que no es posible impulsar ningún tipo de acuerdo.
Por cierto, no es mi intensión caricaturizar la emblemática resistencia de los huelguistas con analogías y eufemismos que no van al caso, pues resulta evidente que la condición actual de los comuneros no puede compararse con la figura ancestral de guerrero indómito que ronda, hasta nuestros días, el imaginario colectivo nacional (esto sin desmedro de que esta figura prevalezca en el corazón y memoria del pueblo mapuche). Un símbolo que identifica el presente del comunero y que marca una nueva etapa en la relación estado-chileno/pueblo-mapuche, es el destino trágico que une a muchas de las víctimas del terrorismo político y que acabó con la vida de jóvenes como Alex Lemún, Juan Collihuin, Matías Catrileo, Jhonny Cariqueo y Jaime Mendoza Collio. Hoy, la oposición milenaria se ejerce desde una nueva trinchera. Al frente, el rostro mancebo del combatiente y la mirada vetusta del sabio, elementos que configuran el aspecto lozano del comunero actual para quien su lucha va de lo territorial a lo patrimonial.
Ello explica el surgimiento de iniciativas comunitarias de recuperación, conservación y defensa del patrimonio cultural de los pueblos originarios. Como ocurre, por ejemplo, en el caso de la Aldea Intercultural-Museo Centro Cultural- Trawupeyüm, perteneciente a la comunidad mapuche Curarrehue, en la IX Región. Asimismo encontramos el caso de los museos de Sitio Aldea de Tulor y Puckara de Quitor, de la II Región de Antofagasta, ambos, auto-gestionados por grupos étnicos atacameños. En todas estas iniciativas, la experiencia comunitaria constituye un instrumento de inclusión social y quiebre hegemónico.
A pesar de que esta clase de defensa patrimonial se repite en otros ámbitos de la sociedad. El modelo neoliberal ha logrado instalar una lógica de supresión, basada en aquello que el profesor Jose Miguel Vera Lara ha denominado una pragmática letal. Así, por ejemplo, la creciente persecución a dirigentes vecinales que con mucho esfuerzo han logrado implementar radios comunitarias en distintas poblaciones de nuestra capital (y que carabineros termino por desmantelar, vulnerando cualquier derecho a libre expresión), es una muestra de cómo la difusión cultural en nuestro país se castiga con clandestinidad y represión.
De cualquier modo es difícil concertar, por un lado, una visión nostálgica del patrimonio cultural, como la que envuelve a comunidades rurales que preservan inmutables algunas de sus tradiciones locales, o comunidades indígenas que detentan una estructura de pensamiento atávica; y por otra parte, polos de desarrollo urbano que suelen modificar su sistema de creencias frecuentemente, gracias a la producción de subjetividades desarraigadas que facilitan la adopción e intercambio de costumbres o bienes culturales. Es por todo lo dicho que las propuestas de recuperación de lo propio en estas latitudes, tal como señala el filosofo, amigo y maestro Ricardo Salas Astraín, responden al reconocimiento de amplios sectores de población americana que han sido negadas de dicha historia de cambios; no es sólo el indígena y el africano, sino es el pobre, el campesino, el emigrante y todos los sectores subordinados por una lógica de exclusión.
En lo que respecta a la construcción de identidades locales, proceso que abraza las relaciones comunitarias y organización interna de los pueblos originarios. Conviene revisar la perspectiva psicológica del Dr. Ovidio D’Angelo Hernández, para quien la identidad es un concepto multidimensional que refiere múltiples aspectos de la realidad social material, estructural y espiritual, (…) el fenómeno de la identidad nos plantea la conformación de procesos que se caracterizan por la síntesis de elementos que provienen de un estado constitutivo de diversidad y hasta de posible contradicción. La identidad cultural comunitaria, por ejemplo, se va constituyendo desde las diversas fronteras de la organización en cuestión, en una dimensión temporal histórica y mediante son expresadas y conjugadas necesidades, aspiraciones, medios, ideas, trabajos, tareas y logros. También confluyen en este proceso los pensamientos, valores, creencias, condiciones (socio-económicas), aspectos propios de la personalidad de los sujetos, así como la diferencia de edad y genero entre sus miembros.
Como sostiene D’Angelo, esta síntesis de elementos puede provenir de un estado contradictorio, estado del que surge una conciencia crítica sentida, deseada y responsable. Esta clase de conciencia puede vincularse con dos momentos en la formación de Identidades. En primer lugar, es un estado de conciencia que pasa de permanecer en alerta (identidad de resistencia) a disponer y construir una nueva identidad (identidad de proyecto), a través de un proceso de concientización que redefine su lugar en la sociedad. Tal como explica el sociólogo español Manuel Castells. Las identidades de resistencia son generadas por aquellos actores que se encuentran en posiciones/condiciones devaluadas o estigmatizadas por la lógica de la dominación por lo que construyen trincheras de resistencia y supervivencia basándose en principios diferentes u opuestos a los que impregnan las instituciones de la sociedad.
Luego este tipo de identidad pasa a constituir una identidad de proyecto, esto es cuando los actores sociales, basándose en los materiales culturales de que disponen, construyen una nueva identidad que redefine su posición en la sociedad y, al hacerlo, buscan la transformación de toda la estructura social. En cualquier caso este tipo de identidad va reconociendo y validando la conformación de la organización comunitaria, mediante lo que para el Dr. Jorge Larraín, es un proceso de construcción en la que los individuos se van definiendo a sí mismos en estrecha relación simbólica con otras personas.
El profesor Pedro Morandé, en su ensayo “La pregunta acerca de la Identidad iberoamericana”, intenta ir un paso más allá, al tratar de hacer conmensurables la modernidad (…) y la identidad cultural. De esta manear el peligro que representa la modernidad para la identidad cultural es tal si siguen patrones de una modernidad que no es la nuestra, en caso contrario, es posible pensar en el desarrollo de nuestros países.
Paradójicamente, las comunidades locales van definiendo su presente identitario, al someter a juicio aspectos que ocupan un espacio preponderante en la construcción de discursos totalizantes. Este proceso cuestionador, representa un tipo de identidad cultural que reclama retornar epistemológicamente a sus raíces esenciales. Una identidad que actúa como un juicio vivo conectado a la memoria histórica de un pueblo en constante cambio. De esta forma hemos de considerar la construcción simbólica de pueblo mapuche, una de las culturas más ricas en materia de apropiación física y simbólica del territorio habitado, aquí la identidad fluye y encuentra su espacio propio, cuan presencia perturbante capaz de poner al desnudo y des-fragmentar las articulaciones más contradictorias del modelo neo-liberal.
A modo de síntesis. La dinamización de los procesos de integración regional en estas dos últimas décadas, no sólo se relaciona con la apertura financiera y el crecimiento del comercio internacional, sino más bien con una tendencia a democratizar desde el campo de la organización de la sociedad civil, aquellas demandas relacionadas con el manejo y defensa de los derechos humanos, la preservación del medio ambiente o la protección del patrimonio cultural. Aspectos que se vinculan de forma directa, con la oposición pacifica (resistencia) del pueblo mapuche.
Esta suerte de reconocimiento de la sociedad civil (expresión que comprende un sistema de asociaciones auto-reguladas, descentralizadas y voluntarias, organizadas en forma autónoma del Estado) configura una nueva clase de relación en el tejido comunitario. Una relación en que la comunidad se esfuerza por ofrecer, criterios útiles para resolver problemáticas que afectan la calidad de vida y autonomía de la persona, acentuando el compromiso y responsabilidad en la intervención de los gobiernos de turno sobre dichos asuntos.
Ahora bien, en la actualidad el reconocimiento viene a desplazar el término de justicia (desde una perspectiva filosófica/política). Este concepto, pese a nacer originalmente en el campo jurídico para equiparar el principio de igualdad, progresivamente ha contribuido a la formación de un nuevo tipo de discurso social, el de la lucha por el reconocimiento del otro. De este modo expone el filósofo alemán Axel Honneth: Reconocimiento en su origen es un concepto jurídico. En la sociedad burguesa llega a equiparar al principio de igualdad. Para Kant el derecho es la condición por la cual la libertad del uno es compatible con la libertad del otro, lo que implica un reconocimiento del otro como por principio igual a mí, equivalente y de la misma categoría. Así reconocimiento es para el filósofo alemán la base de la convivencia en la sociedad y fundamento de la moral. Con Hegel el concepto se dinamizó como lucha por el reconocimiento, una lucha a muerte, paradigmática en la relación entre amo y esclavo.
Esta construcción imaginaria, a propósito de la aparición y desarrollo del concepto de bioética (acuñado por el filósofo Fritz Jahr y elaborado por el Dr. V. R. Potter), no es más que una representación discursiva de las relaciones entre el sujeto y el poder (en las formas multidimensionales debidamente registradas por Michel Foucault). De esta forma, la hegemonía en el discurso mediático y político, es responsable directa del proceso de producción de subjetividades deshabitadas o que no tienen arraigo comunitario. Cuestión central para el manejo global de la circulación de bienes culturales.
A pesar de ello, la dimensión simbólica en que se sitúa la cosmovisión indígena no admite reduccionismos de ninguna especie. Su horizonte supera la esfera política contemporánea y cualquier tipo de asimilación ético-jurídica que tienda a dar garantía al principio de igualdad como núcleo del estado de derecho democrático (como sostuviese el filósofo alemán Jürgen Habermas).
Así pues, las reglas que aspiran universalizar los conceptos propicios para la generación de conocimiento lineal (como el que tiene lugar en la globalización mercantil) carecen de valor en el contexto de la resistencia identitaria de la comunidad indígena. En este sentido, la indianidad no rechaza los conflictos y contradicciones sociales y por lo tanto no es ajena ni está en contra de una dialéctica social; pero, debido a su raigambre comunitaria y a su pasado cultural y aún actual, en la sociedad tribal pre-clasista o no-clasista, no acepta la dialéctica en la naturaleza o, en el mejor de los casos, la ve como una dialéctica de contradicciones no antagónicas. La indianidad mira el cosmos como orgánicamente relacionado y ordenado, existe un “orden cósmico”. (Palabras del antropólogo Bernardo Berdichewsky). De tal modo que la respuesta a los problemas de la humanidad, desde una perspectiva indígena, no podría encontrarse al margen de la conciencia interior que habita en lo profundo de cada ser y lo conecta con su naturaleza.
Por esta razón, la modernidad como una respuesta que viene dada desde el exterior, es decir que precede a la experiencia propia, no resulta más que contradictoria e insignificante para estas comunidades. Así pues, el filosofo Rodolfo Kusch nos invita a sentirnos conectados con el estar, con nuestro entorno más intimo y ¿Por qué no?, con lo profundo de cada ser. Entender esta dimensión es familiarizarse con la experiencia y espacio del otro. Ese otro que constituye una identidad que trasciende la estética moderna para retorna al origen. www.ecoportal.net
Cristhián G. Palma Bobadilla, Noviembre de 2010, Chile