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Desandar los caminos del paternalismo y la vanguardia. Aceptar el desafío de ser parte de un proyecto sin programa

03.12.10

03-12-2010

Adentro y afuera de una construcción

Mercedes Ferrero
Rebelión

“Siempre vamos a ser de afuera” nos decía, hace aproximadamente un mes, un compañero. Esa frase de apariencia sencilla y terminante, ponía sobre la mesa uno de los grandes dilemas de la militancia barrial. En aquel momento, muchos discutimos esa posición desde algunos argumentos y muchos idealismos, pero ninguno sabía ni imaginaba que los hechos y movimientos de las semanas siguientes iban a revolcarnos cual remolino de respuestas y desafíos. A partir de ellos es que me animo a avanzar en esta reflexión, no buscando recetas sino con la humilde intención de aportar a un debate que nos permita problematizar y replantearnos esta cuestión.

¿De qué hablamos cuando enunciamos los adentros y los afueras? ¿Referimos meramente al lugar de residencia (entonces sólo sos “de adentro” si naciste o te mudaste para vivir en el barrio o la villa dónde militás)? ¿O complejizamos dicha dimensión con elementos como la educación a la que accedimos, las trayectorias laborales, los lugares que frecuentamos, el nivel de la atención de la salud recibida, las experiencias de participación social y política, los proyectos tanto individuales como comunitarios a futuro, las necesidades y sus niveles de satisfacción, las relaciones sociales de las que formamos parte?

En el primer caso, como lugar de residencia, el “adentro” y el “afuera” responderían a ideas chatas y lineales, donde los espacios del barrio o la villa aparecen sólo como suelo, como alambres, como viviendas, como puro material sin vida. Rápidamente salimos al cruce, porque el territorio de los lugares donde militamos significa para nosotros mucho más que un punto o un cartel del catastro municipal. El territorio para nosotros es vida, es historia, sentimientos compartidos, necesidades que nos quitan el sueño, deseos, conflictos, límites, fronteras.

Definir con ese criterio que “somos de afuera” es darnos una subjetividad política que entra en contradicción con nuestras concepciones y nuestro proyecto popular, es desconocernos a nosotros mismos y a las relaciones que vamos construyendo con vecinos y no vecinos, militantes y no militantes. Esa afirmación poco reflexionada nos pondría en un lugar similar al de cualquier otro “agente externo”: el Estado, las ONGs, los misioneros y ministros de las distintas iglesias. No. Nosotros, quienes militamos en la construcción de poder popular, no somos eso, no hacemos caridad, no somos asistencialistas, no queremos simplemente sentirnos bien, calmar nuestra tristeza existencialista ni nuestra culpa. Muy por el contrario, compartimos una visión donde la humanidad remite a lo autónomo, a lo digno, a un pueblo libre, sujeto colectivo de un poder emancipatorio. Nos ubicamos en la vereda opuesta a aquellos que ven a los sectores populares como objeto de asistencia, de manipulación, como simples votos, o bien como obedientes y acríticos seguidores/fieles.

¿Pero es que acaso podemos considerar dicha dimensión temporal-espacial como variable aislada, ni influenciada ni condicionante? Claramente no, ya que eso implicaría la necedad de no asumir la complejidad humana y social, de considerar unidimensionalmente a la realidad multidimensional de las sociedades en general, y de las formas particulares del capitalismo. Es en y a partir de ellas que se realizan las relaciones sociales concretas de las que trata el presente debate, siendo éstas efectuadas por la interrelación actuante de elementos económicos, políticos, culturales, ideológicos, históricos, materiales e inmateriales. Se sigue de allí que si nos decimos anticapitalistas no podemos esquivarle a esta discusión, pero -por la misma razón- tampoco debemos entender al sujeto revolucionario desde una visión reduccionista del sujeto y el sistema, de las formaciones sociales y las fuerzas de producción.

Cuando hablamos de clase social no referimos solamente a la desposesión de medios de producción y la venta de la fuerza de trabajo. La clase social refiere tanto a condiciones materiales de vida como a formas culturales, costumbres, historia, consciencia, expectativas y proyectos de vida. Además, cuando hablamos desde estas latitudes, desde América Latina, no podemos dejar de revisar el potencial del concepto de clase, y ampliar la mirada sobre los sujetos del cambio social. “Hay diez clases por debajo de la baja” nos decía un compañero de la villa el otro día, dando clara cuenta de esa reflexión acerca del sujeto de transformación.

Y es por eso que hablamos de Pueblo, de multisectorialidad, de inclusión, de diversidad. Apostamos a un proyecto político que sea abierto y al mismo tiempo contenga a trabajadores y trabajadoras, a desempleados, a estudiantes, al campesinado, a los distintos géneros. Y esa lista -que seguramente podría extenderse- no se constituye únicamente porque nos reconocemos oprimidos, sino porque de a poco vamos construyendo y compartiendo horizontes y deseos de transformación.

Pero simplemente llamarnos Pueblo no soluciona las cosas, no resuelve el dilema de los adentros y los afueras. El Pueblo como sujeto revolucionario es una construcción, que lleva momentos, lleva espacios, lleva aciertos y desaciertos. Constituirnos y realizarnos como tal es un proceso que requiere dar un salto, empezar a comprender que más allá del punto del mapa en el que nacimos y de las oportunidades que tuvimos, hay otras formas de repensar el dilema, que deben ir más allá de la mera disputa discursiva por el sentido con el que llenamos dicho significante.

Un movimiento popular se construye en el tiempo (el cotidiano y el de los años) y en territorios de los más variados. Un proyecto político auténticamente revolucionario requiere hoy desandar los caminos del paternalismo y la vanguardia, aceptar las formas contradictorias en las que el Pueblo se autoafirma (tan similares a las condiciones contradictorias de la persona humana y la realidad social misma), evitar y corregir los ánimos de omnipresencia y control de cada elemento, de cada variable del proceso.

Bajo ningún punto de vista esto significa negar las subjetividades, negar las diferencias, asimetrías, desniveles, sino verlos como partes integrantes de un mismo proyecto de cambio, comprenderlas como tales, avanzar en la erradicación de las desigualdades indignas pero al mismo tiempo aprender a convivir entre diferencias.

Sólo desde allí podemos hoy encontrarnos en el interior, solo en sabernos parte de un proyecto político común, es que podemos resignificar y entender el “adentro” y el “afuera” no con los criterios reduccionistas con los que comenzamos esta reflexión, sino como pertenencia a una historia de lucha, con fuerza revolucionaria, que se reinventa, que no niega pero va más allá del barrio, de la villa, de las condiciones habitacionales y laborales. Va incluso mucho más allá de este tiempo presente, de las generaciones actuales.

Convencernos de que pertenecemos al “adentro” de esta construcción de poder popular es aceptar el desafío de ser parte de un proyecto sin programa, que se presenta más bien como acuerdos construidos y siempre sujetos a revisión, como un horizonte compartido que define sus concepciones sobre lo justo y lo deseable. Un horizonte político que hoy se expresa en formas organizativas, en las distintas luchas, en los sueños.

Convencernos de que pertenecemos al “adentro” de esta construcción requiere de confianza política en la fuerza del Pueblo, en los avances colectivos, en la consciencia y la formación del movimiento. Esa es la mejor garantía de la autenticidad revolucionaria de nuestra construcción: somos nosotros mismos debatiendo política todos juntos, sin reservar discusiones para sectores intelectuales y sectores populares, recuperando nuestros espacios, las calles, las plazas, escuchando a los compañeros, proponiendo, confiando, arriesgando.

*La autora es militante del Movimiento Lucha y Dignidad en el Encuentro de Organizaciones de Córdoba. Integrante del Colectivo de Investigación El llano en llamas.


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