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Autonomías y emancipaciones. Colombia: militarismo y movimiento social

20.12.10

COLOMBIA: MILITARISMO Y MOVIMIENTO SOCIAL
Raul Zibechi

«La mitad del país está en manos de los paras», sentencia Paula a la luz
de la vela de un bar en La Candelaria, el céntrico casco antiguo de Bogotá
declarado Patrimonio de la Humanidad. «Allí donde establecen su domi-
nio, imponen reglas de convivencia estrictas y vigilan las costumbres: el
corte de pelo de los jóvenes, la hora de cierre de bares y discotecas, y
sobre todo controlan y acosan a las mujeres». Paula trabaja en una ONG
ambientalista, y no puede ocultar su angustia ante un país que, como sien-
ten tantos colombianos, se le escapa de las manos. Daniel, profesor uni-
versitario, más calmo, añade: «Aquí hubo una guerra y la ganaron los
paramilitares, que no son sólo auxiliares del Estado, sino que encarnan un
proyecto de sociedad que supone hacer tabla rasa con las conquistas y
avances sociales de más de un siglo».
Ambas afirmaciones parecen, en primera instancia, exageradas. El
viernes por la noche, La Candelaria está repleta de jóvenes estudiantes de
las muchas universidades privadas que abundan en esa zona, que recalan
en la gran cantidad de tabernas que salpican ese hermoso barrio de calles
estrechas empedradas y viejas casonas coloniales. La noche transcurre
en calma y nada hace suponer que se vive en un país en guerra y, según
mis anfitriones, militarizado. Al salir del bar, se ven patrullas de uniforma-
dos ingresando a los establecimientos nocturnos, pidiendo documentos o
simplemente observando a los parroquianos. Ya en el hotel, enciendo el
televisor y aparece un programa de las fuerzas armadas colombianas,
donde hermosas jóvenes explican las virtudes del trabajo social de los
uniformados.
Con los días desaparecen las dudas. Bogotá es una ciudad erizada de
uniformes verdeoliva. La presencia militar es parte ineludible de la vida
cotidiana. En la entrada principal de la Universidad Nacional, por ejemplo,
*
Este artículo fue publicado originalmente en: Programa de las Américas del Internatio-
nal Relations Center (www.ircamericas.org), el 17 de diciembre de 2004.
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AUTONOMÍAS Y EMANCIPACIONES. AMÉRICA LATINA EN MOVIMIENTO
varias tanquetas recuerdan a los estudiantes que en cualquier momento
los soldados pueden ingresar a restaurar el «orden». La vigilancia se torna
control sistemático en todos los poros de la vida social. Y con ella, el mie-
do, convertido según todos los informes e informantes, en una verdadera
forma de vida que supone no relajar nunca la vigilancia.
Si la presencia militar es asfixiante en la gran ciudad, en las zonas
rurales es aún mucho mayor y, sobre todo, más indiscriminada. La violen-
cia en Colombia, y la guerra, tienen un eje central: la tierra. El control
territorial es la razón de ser de un conflicto que se prolonga ya medio siglo,
desde que en 1948 fue asesinado el líder liberal Jorge Eliécer Gaitán, cau-
dillo popular detestado por la oligarquía colombiana, una de las más intran-
sigentes del mundo. Con el tiempo y los cambios globales, la lucha por la
tierra –como medio de producción– está siendo sustituida por la defensa
del territorio –como espacio que alberga identidades, historias de pueblos
y riquezas naturales. Con un añadido: Colombia se ha convertido en una
pieza esencial en el ajedrez geopolítico regional, por su doble salida al
Pacífico y el Caribe, su cercanía con Panamá y las rutas marítimas más
importantes del globo, y por tener una extensa frontera con Venezuela, el
país que está en la mira de la Casa Blanca.
Ganar la guerra
Álvaro Uribe fue elegido como el presidente de la guerra. Medio siglo de
violencias civiles (desde el Bogotazo de 1948, insurrección popular espon-
tánea ante el asesinato de Gaitán) y veinte años de procesos de paz fraca-
sados, generaron hondo escepticismo en una población cansada tanto de
los políticos y sus promesas electorales, como de los grupos armados de
cualquier signo.
La guerra destruye el tejido social del país: casi tres millones de des-
plazados, 8 mil homicidios anuales por razones político-sociales, 3.500 se-
cuestros por año y cientos de desapariciones forzadas, es el resultado
trágico de un conflicto que parece no tener fin. En paralelo, Colombia
ostenta una de las más elevadas tasas de criminalidad en el mundo, con
unos 27 mil homicidios al año (Zulueta, 2003). El Estado parece incapaz
de ofrecer seguridad y justicia, en una situación de creciente deterioro de
las instituciones. Este panorama explica las razones por las cuales la po-
blación siente temor y apostó por la seguridad, eligiendo en 2002 a Álvaro
Uribe, promovido por los sectores paramilitares, con un discurso de mano
dura para acabar con la guerra. La degradación de la situación viene de
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COLOMBIA: MILITARISMO Y MOVIMIENTO SOCIAL
lejos. En 1978 el entonces presidente Turbay Ayala (1978-1982) promulgó
el Estatuto de Seguridad que otorga a las fuerzas armadas funciones judi-
ciales, lo que abrió las puertas a la violación sistemática de los derechos
humanos. La Constitución de 1991 eliminó el estado de sitio, con el que
había sido gobernado el país durante un siglo, pero instaló el ‘Estado de
Conmoción’.
Colombia vive en la disyuntiva permanente de construir un orden de-
mocrático o autoritario, que la multiplicidad de violencias y la elección de
Uribe inclinan, por ahora, hacia la segunda opción. Para empeorar el pa-
norama, el modelo neoliberal, generador de exclusión y marginación so-
cial, y las políticas del gobierno de George W. Bush, entre ellas el Plan
Colombia, no hacen más que fortalecer el autoritarismo. La actual admi-
nistración decidió recortar los gastos sociales para financiar la guerra. Las
medidas adoptadas por Uribe muestran de forma nítida esta orientación:
creación de una red de informantes civiles, de hasta un millón de personas,
para apoyar a las fuerzas armadas, con frentes de seguridad en los barrios
y el comercio; vincular a esa red a taxistas y transportistas para asegurar
la seguridad en calles y carreteras; establecimiento del Día de la Recom-
pensa que paga a los ciudadanos que en la semana anterior hayan ayuda-
do a las fuerzas públicas a evitar un acto terrorista y capturar al responsa-
ble. Además, se aumenta el personal de las fuerzas armadas en 30 mil
efectivos y los de la Policía en 10 mil, y se crean l20 mil «soldados campe-
sinos. Se crearon las Zonas de Rehabilitación y Consolidación, bajo direc-
ción militar, en las que los derechos ciudadanos, como el de reunión y
movilización, quedan restringidos.
A la vez que promueve la «desinstitucionalización del aparato públi-
co», generando situaciones de «informalidad jurídica» que propician la
discrecionalidad en el uso de la fuerza, el modelo alienta la reorganización
de la sociedad tomando como modelo al ejército. La analista María Teresa
Uribe sostiene que se apuesta al modelo del «ciudadano soldado», que
pretende «modelar la sociedad bajo los parámetros de la milicia y para
convertir al ciudadano en un combatiente con compromisos y obligaciones
en los escenarios bélicos». Con ello, se estaría marchando hacia una «so-
ciedad vigilada», en la que «las confianzas entre vecinos, las viejas lealta-
des solidarias y las tramas de sociabilidad se fracturan, se disuelven, se
atomizan, y en este contexto de sospechas mutuas declinan las acciones
colectivas, la deliberación pública, la organización social, y termina impe-
rando el silencio y el retraimiento de los individuos hacia la esfera privada
y doméstica» (Uribe, 2004).
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AUTONOMÍAS Y EMANCIPACIONES. AMÉRICA LATINA EN MOVIMIENTO
Guerrilla, paramilitares y narcotráfico
La anterior descripción, con ser acertada, no agota la problemática. La
guerra sucede en escenarios determinados por geografías e historias par-
ticulares, que no admiten abstracciones ni generalizaciones. Colombia está
asentada en una geografía fragmentada: el territorio aparece dividido por
los tres ramales de la cordillera andina, atravesada por selvas y montañas,
bosques de nieblas permanentes, valles profundos y regiones inaccesibles.
El Estado colombiano –que fue integrando desde la Colonia de forma gra-
dual territorios, poblaciones y grupos sociales– nunca consiguió asentarse
en toda esta geografía. Por sobre todo, nunca fue un Estado moderno, y se
muestra tributario del principal problema económico y social del país: la
concentración de la tierra, que generó un problema agrario que nunca fue
resuelto. En suma, en Colombia nunca hubo un verdadero Estado, ni algo
que se pareciera a una reforma agraria o redistribución de la tierra, lo que
la diferencia de buena parte de los países sudamericanos.
El enorme poder de las élites nacionales y regionales, tejido sobre la
base de la estratificación social y la marginación de las mayorías campe-
sinas, produjo dos hechos complementarios: la fragmentación de la pre-
sencia estatal y la debilidad de los mecanismos de regulación social y, en
contrapartida, un amplio movimiento de colonización permanente, por la
expulsión del «excedente» de población campesina hacia los márgenes de
la frontera agrícola y, más recientemente, hacia la periferia de las grandes
ciudades. «En esas zonas la organización de la convivencia social queda
abandonada al libre juego de las personas y grupos sociales, por la ausen-
cia de regulación del Estado y la poca relación con la sociedad nacional»
(González, 2004).
En esos territorios nació la guerrilla. Que no es sino la continuación
–ampliada y sistematizada, por cierto– de una dualidad de poderes here-
dada de la colonia: los territorios aislados se fueron poblando de grupos
marginales, mestizos reacios al control de los curas, blancos sin tierra,
negros y mulatos cimarrones o fugados de las minas. Regiones que son la
perfecta contracara de las ciudades elitistas, gobernadas como feudos por
los grupos dominantes. Daniel Pécaut, uno de los más profundos conoce-
dores de Colombia, sostiene que el Estado conserva rasgos propios de los
Estados decimonónicos, de corte oligárquico y excluyente. Así es, por otro
lado, la cultura de las élites colombianas.
Las FARC, creadas en 1966, surgieron de grupos campesinos arma-
dos para defender a las comunidades liberales, surgidas durante la Vio-
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COLOMBIA: MILITARISMO Y MOVIMIENTO SOCIAL
lencia54. Más que continuidades ideológicas, casi imposibles, deben bus-
carse las continuidades territoriales. La guerrilla nace y se consolida en
las zonas de colonización, donde los campesinos necesitaban protegerse
del Estado y los hacendados, y donde la geografía ofrecía refugios casi
inexpugnables. Posteriormente, los cambios culturales de los 60, la
criminalización de la protesta campesina, el nacimiento de poderosos mo-
vimientos urbanos (obreros y estudiantiles) y la radicalización de las cla-
ses medias, contribuyeron al nacimiento de otros grupos guerrilleros (ELN,
EPL y M-19). Actualmente las FARC cuentan con unos 20 mil comba-
tientes, en tanto el ELN tendría unos 4 mil. Los otros grupos se desarma-
ron a lo largo de los años 90.
Los grupos paramilitares (entre 10 y 20 mil miembros), nacieron de los
grupos civiles de «autodefensa» creados legalmente por el ejército a fines
de los años 60, para que les sirvieran de auxiliares en las operaciones de
contrainsurgencia. Amnistía Internacional y America’s Watch han docu-
mentado profusamente la estrecha relación entre los paramilitares y las
fuerzas de seguridad del Estado, lo mismo que han hecho las Naciones
Unidas y la OEA. A los paramilitares se les atribuye la inmensa mayoría
de las violaciones de los derechos humanos en Colombia, y se han carac-
terizado por imponer el terror en las zonas que controlan.
Pero no quedan ahí las cosas. Los paramilitares están estrechamente
ligados a los grandes terratenientes (que son su «cuna social») y al narco-
tráfico, sectores cuyos límites son también difusos. Si bien el ejército en-
tregaba armas a las «autodefensas», quienes las organizaron fueron te-
rratenientes cafeteros y ganaderos, que optaron por enfrentar a las FARC
en su mismo terreno, armando partidas de campesinos adictos. Pero sus
objetivos no son sólo los guerrilleros, sino también líderes sindicales, pro-
fesores, periodistas, defensores de los derechos humanos y políticos de
izquierda. Con los años, el crecimiento del narcotráfico modificó esta si-
tuación. El informe de America’s Watch de 1990 señala: «Los
narcotraficantes se han convertido en grandes terratenientes y, como tal,
han comenzado a compartir la política de derecha de los terratenientes
tradicionales y a dirigir algunos de los más notorios grupos paramilitares»
(America’s Watch, 1991: 22).
5 4 Durante La Violencia –período de guerras entre liberales y conservadores– murieron
unas 200 mil personas. Liberales y comunistas, perseguidos ferozmente por el Estado, se
refugiaron en regiones remotas e inaccesibles y resistieron durante más de una década
hasta que, buena parte de ellos, se reagruparon en lo que posteriormente serían las FARC,
de orientación comunista.
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AUTONOMÍAS Y EMANCIPACIONES. AMÉRICA LATINA EN MOVIMIENTO
Los diversos «ejércitos privados» terminaron por fusionarse en las
Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), a lo largo de los años 90. Al
poderío económico y militar, desde 2002 suman porciones destacadas de
poder político, al haber contribuido a elegir a un presidente que, como
Álvaro Uribe, lo consideran un amigo leal, además de contar con numero-
sos legisladores que los respaldan. El 15 de julio de 2003 el gobierno y las
AUC firmaron un acuerdo para la desmovilización, pero aunque hace dos
años anunciaron un cese al fuego, en 2004 fueron responsables de la muerte
o desaparición de 1.300 personas, más del 70% de todos los homicidios del
país por motivos políticos no relacionados con los combates55. Actual-
mente, se suceden rondas de negociaciones en Santa Fe de Ralito. Mien-
tras el gobierno dice defender la desmovilización de las AUC y su some-
timiento a la justicia, los paramilitares rechazan esa posibilidad. Una de
las mayores dificultades estriba en que buena parte de los líderes
paramilitares pueden ser extraditados a Estados Unidos, donde serían
juzgados por narcotráfico.
Las tres fases del Plan Colombia
El Plan Colombia es funcional a la militarización del país, pero también,
y de forma destacada, a la consolidación del paramilitarismo como alter-
nativa social y política. Algunos analistas, basados en declaraciones de
los propios jefes paramilitares, distinguen tres fases en su proceso de
consolidación y expansión. La experiencia en el Magdalena Medio,
una de las zonas estratégicas del país donde la ultraderecha consiguió
desplazar enclaves de la guerrilla y del movimiento sindical (como lo
era la ciudad de Barrancabermeja, ciudad petrolera), es un referente
ineludible.
En la primera fase se trata de «liberar» mediante la guerra o el terror,
«amplias zonas de la subversión y de sus bases populares de apoyo impo-
niendo el proceso de concentración de la tierra, la modernización vial, de
servicios y de infraestructura, el desarrollo del capitalismo ganadero y la
nueva estructura jerárquica y autoritaria en la organización social y políti-
ca de la región». En la segunda fase se trata de «llevar riqueza a la
región», a través de la generación de empleo, entrega de tierras, proyec-
tos productivos de diverso tipo y asistencia técnica y crediticia. Pero
falta agregar un detalle: «Los nuevos pobladores que ocupan las anti-
55
162
Informe de Amnistía Internacional 2004.
COLOMBIA: MILITARISMO Y MOVIMIENTO SOCIAL
guas zonas liberadas no son aquellos que fueron desplazados con violen-
cia (pobres excluidos), son una nueva población (pobres marginados traí-
dos de otras regiones), leales al ‘patroncito’ que rápidamente se organi-
zan, conforman sus grupos de base, esto es, la autodefensa paramilitar».
La tercera fase es de consolidación, cuando están dadas las condiciones
para la expansión del capitalismo multinacional y el Estado modernizante
(Sarmiento, 1996: 33).
Los objetivos del Plan Colombia están presentes en cada una de las
tres etapas: aunque el 80 por ciento de los recursos aparecen dedicados a
la guerra y al fortalecimiento de los aparatos militares, existen importantes
partidas dedicadas a planes de mejoras de infraestructura, salud, educa-
ción y desarrollo alternativo (ver Plan Colombia). En este sentido es im-
portante concebir al Plan Colombia como un proyecto integral y de larga
duración para «abrir» toda una región al control de las multinacionales y
de los Estados Unidos. Por este motivo, suele apuntarse que el Plan Co-
lombia es una suerte de «preparación del terreno» para la imposición del
ALCA (Salgado, 2004).
De hecho, en algunas regiones como el Magdalena Medio, parte de
los recursos del Plan Colombia cayeron en manos de los paramilitares a
través de sus ONG que manejan los fondos sociales del Plan. En parale-
lo, al imponer un estricto control de la vida cotidiana, el proyecto de
dominación permite «revivir el paternalismo de los viejos caciques sin
las mínimas obligaciones sociales de antaño» (Loingsigh, 2002: 104). En
Barrancabermeja, laboratorio paramilitar, «prohibieron a los chicos lle-
var pelo largo, pendientes y pulseras. Cerraron los bares de ambiente
gay y las peluquerías que tenían hombres homosexuales fueron traspa-
sadas a mujeres. A un homosexual lo mataron y luego le cortaron el
pene y lo pusieron en la boca del cadáver». También establecieron un
horario para menores de edad y el estudio obligatorio hasta los 17 años.
Limitaron el horario para los establecimientos públicos e impusieron san-
ciones y castigos para quienes incumplan las normas. El informe de va-
rios organismos de derechos humanos sobre el Magdalena Medio apun-
ta: «En una caminata por cualquiera de los barrios de Barrancabermeja
y Puerto Wilches, se puede ver a los jóvenes con machete en mano
limpiando las zonas públicas como parte de su castigo. En otros casos
obligan a la gente a llevar rótulos donde señala que son ladrones, prosti-
tutas, etc.» (Loingsigh: 24). Al llegar al final del informe, encuentro que
la angustia de mis anfitriones en Bogotá, Paula y Daniel, está más que
justificada.
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AUTONOMÍAS Y EMANCIPACIONES. AMÉRICA LATINA EN MOVIMIENTO
La difícil tarea de los movimientos sociales
¿Cómo puede actuar el movimiento social en una sociedad militarizada, en
la que los espacios para la acción pública están cerrados y donde los acti-
vistas y dirigentes son asesinados o desaparecidos sistemáticamente? Y,
sobre todo, ¿cómo hacer para no reproducir, desde la sociedad civil, el
militarismo? Fuera de discusión, para quienes buscan la desmilitarización,
que todos los actores del conflicto violan los derechos humanos, incluyen-
do a la guerrilla. En Colombia, señala Pécaut, «la violencia no es solamen-
te una serie de acontecimientos; es la irrupción de una nueva modalidad
de lo político»; o sea, lo político quedó, desde 1948 o incluso antes, repre-
sentado como violencia (1987: 523). La profundidad de la violencia en
Colombia es tal que no sólo impregna todas las manifestaciones de lo
político y lo social, sino que las constituye.
Sin embargo, existen unas cuantas experiencias que buscan huir de la
lógica de la polarización, a través de la creación de espacios de paz, des-
militarizados, vedados a los diferentes actores del conflicto: guerrillas,
paramilitares, ejército. No es algo sencillo, ya que incluso en esos espacios
los violentos irrumpen, asesinan, secuestran y torturan. Más aún, esos
espacios han sido considerados en algún momento, por todos los actores
de la violencia, como «enemigos» reales o potenciales. De ahí que estas
experiencias se muevan entre la tentación de responder a la violencia con
la violencia o, algo más frecuente aún, con el abandono del terreno, cosa
que unos y otros a menudo desean. Luis Angel Saavedra, director de Inredh
(una ONG de derechos humanos en Quito), sostiene que «el Plan Colom-
bia es parte de una gran estrategia para controlar los movimientos sociales
de América Latina y los recursos de esta parte del mundo»56. Argumenta
que en todos los países de la región andina se pusieron en marcha planes
similares de control militar con el pretexto de la coca, ya que son los sitios
donde los movimientos están más activos. De ahí la urgente necesidad de
encontrar alternativas al militarismo, que siempre favorece a los
dominadores.
El segundo problema es que no existe un verdadero movimiento social
de alcance nacional que haya conseguido mostrarse como alternativa al
conflicto. Buena parte de las experiencias por la paz son iniciativas loca-
les, con la notable excepción del movimiento indígena, que de todos modos
representa apenas al dos por ciento de la población colombiana, aunque su
56
164
En: www.prensarural.org
COLOMBIA: MILITARISMO Y MOVIMIENTO SOCIAL
área geográfica de influencia es mucho mayor que su peso demográfico.
Por la importancia cualitativa de estos movimientos que van a contramano
de la guerra, vale la pena detenerse en algunas experiencias notables.
El Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC) forma parte de la
Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC), que reúne a todas
las etnias del país. Como consecuencia de su centenaria resistencia, los
indígenas consiguieron el reconocimiento de sus territorios, llamados «res-
guardos indígenas», que son 712 en todo el país y ocupan el 30% del
territorio colombiano. La Constitución de 1991 reconoce los derechos co-
lectivos y los territorios de los pueblos indios. Pero están siendo amenazados
por lo que ellos denominan una «nueva invasión». Para la implementación
del ALCA, se está presionando para eliminar el artículo 329 de la Constitu-
ción, que reconoce el carácter inalienable de sus territorios.
Los pueblos indígenas del Cauca están resistiendo a la guerra desde
su decisión de no participar en el conflicto. Lo hacen de forma colectiva y
comunitaria, basados en sus cosmovisiones y cosmogonías, de forma des-
armada y no violenta. Sostienen que están viviendo una nueva invasión
como consecuencia de la globalización. El primer y fundamental paso es
la defensa del territorio, tanto de las personas como del hábitat cultural,
social y económico. Se trata de mantener las diversas formas de produc-
ción, rescatando y fortaleciendo los modos tradicionales de cultivar la tie-
rra, conservando las semillas para prevenir la desaparición de los cultivos.
Todo lo contrario de lo que pretende el ALCA. Pero postulan la organiza-
ción territorial como «una forma perfectamente viable para el conjunto de
la población en su resistencia a la guerra» (Caldón, 2004).
Resisten el desplazamiento y se aferran a su tierra, rescatan sus pro-
pios idiomas como forma de resistir la homogeneización, fortalecen y va-
loran los saberes tradicionales para la curación y todo aquello que afecta
al territorio y a la población. Crearon sus «guardias indígenas», organiza-
das por las comunidades sobre la base de comuneros desarmados que
con sus bastones ancestrales o «chontas», vigilan las comunidades para
contribuir al control interno y externo y proteger a sus habitantes. La
guardia «depende exclusivamente del cabildo y de la comunidad, que en
grandes asambleas decidieron reorganizarla, estableciendo reglas de
control y estableciendo criterios y requisitos para quienes integren o pres-
ten el servicio de guardia» (Acosta, 2004). Las guardias no cumplen
funciones policiales, y todos los comuneros deben integrarlas de forma
rotativa. Han definido centros de concertación o asambleas permanentes
para que acudan todos los habitantes cuando se presentan enfrentamientos
165
AUTONOMÍAS Y EMANCIPACIONES. AMÉRICA LATINA EN MOVIMIENTO
armados entre la guerrilla y los paramilitares o el ejército. Y hacen sonar
sus alarmas para que la comunidad cumpla con las indicaciones en mo-
mentos de peligro.
Las guardias han recuperado personas secuestradas por grupos ar-
mados, sin violencia y amparadas en la masividad. Sostienen también que
el sistema de guardias puede ser utilizado por otros sectores de la pobla-
ción para resistir la guerra. En efecto, además de las comunidades indí-
genas en Colombia se conformaron en todo el territorio, en particular en
áreas rurales, grupos de población que han declarado su territorio como
zona de paz y exigen a los grupos armados que se retiren. San José de
Apartadó, en el norte del país, es la primera de estas comunidades de
paz, creada en 1997, que se mantiene pese a las diversas agresiones que
ha sufrido de grupos armados, de derecha y de izquierda. En sólo siete
años la pequeña comunidad sufrió más de 360 violaciones de derechos
humanos y más de 144 asesinatos, perpetrados por todos los actores del
conflicto.
Pese a ello, San José de Apartadó persiste. En agosto comenzó a
funcionar la Universidad Campesina de la Resistencia, junto a otras 15
comunidades. Y este mes de diciembre de 2004 está realizando el Segun-
do Encuentro de Comunidades en Resistencia Civil, «inspirado en la vida y
la solidaridad como respuesta a las acciones de muerte que ha desarrolla-
do el Estado colombiano en contra de las comunidades», apunta la convo-
catoria. Es cierto que el movimiento de comunidades de paz es aún peque-
ño para las dimensiones del desafío, pero haberse mantenido y expandido
en los últimos siete años, los más violentos de la guerra, significa una
esperanza.
Además de las movilizaciones urbanas contra la guerra, el Plan Co-
lombia y el ALCA, debe destacarse la Minga por la Vida, la Autonomía, la
Libertad, la Justicia y la Alegría de los pueblos indígenas, celebrada el
pasado 13 de setiembre. La Minga (trabajo colectivo en lengua indígena)
fue una impresionante movilización de 60 mil indígenas del Cauca (sur),
durante tres días, que confluyó en Cali, apoyada por los 84 pueblos indíge-
nas de Colombia.
Organizada por el CRIC, la Minga no estaba dirigida al gobierno (no
había una plataforma de reivindicaciones) sino al pueblo, al que llamó a
defender la vida contra la guerra y a oponerse al Tratado de Libre Comer-
cio entre Colombia y Estados Unidos. La gran movilización logró desmili-
tarizar la zona durante tres días, y comenzó con la recuperación del alcal-
de indio de Toribío, secuestrado por las FARC. La guardia indígena llegó
166
COLOMBIA: MILITARISMO Y MOVIMIENTO SOCIAL
masivamente, desbordó a la tropa del grupo armado y rescató a su alcalde
junto a toda su comitiva.
Los indígenas mostraron que es posible abrir grietas en una sociedad
militarizada, si se tiene claro que no se combate la guerra con más guerra.
O, como dicen las mujeres indígenas del sur, luchar para hacer «tambalear
las lógicas dominantes de eliminación del contrario»; porque «en las lógi-
cas de vida no hay contrarios sino el fluir constante que no diseca sino que
crea». Denuncian la lógica de destrucción, ya la porten los opresores o los
oprimidos, porque «los fines y los medios no pueden ser distintos» (Unidad
Indígena, 2004). Creen que las transformaciones se hacen de abajo hacia
arriba y de adentro hacia fuera, de lo local a lo global y de lo singular a lo
universal. Así, consiguieron romper las barreras del militarismo y la indife-
rencia. Daniel, el profesor de Bogotá, estuvo en Cali aquel miércoles de
setiembre, cuando miles de indios atravesaron las elegantes calles comer-
ciales de la segunda ciudad colombiana. «Fue emocionante –confiesa–
ver a la población recibiendo a los indígenas. La gente aplaudía y otros
llorábamos. Es la otra Colombia, la de la esperanza».


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