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Autonomías y emancipaciones. Ecos del subsuelo: resistencia y política desde el sótano II

20.12.10

Ecos del subsuelo: resistencia y política desde el sótano II
Raul Zibechi

La política desde los márgenes

Hemos visto que durante el período del desarrollo industrial, de la sobera-
nía nacional y de los Estados benefactores, el centro del escenario lo ocu-
paron los sindicatos. El movimiento social en ese período estuvo caracte-
rizado por la demanda de derechos de los trabajadores en tanto ciudada-
nos, y la focalización de esa demanda hacia el Estado por un movimiento
dispuesto como un aparato unitario y centralizado. Las formas de lucha
privilegiadas eran la huelga, la manifestación y, en situaciones excepcio-
nales, el levantamiento de perfiles insurreccionales frente a un estado
que asumía contornos dictatoriales. El sindicato fue la expresión de la
unidad de los trabajadores frente al capital, en tanto la identidad de clase
fue capaz de superponerse a otras identidades, del mismo modo que la
identidad nacional subsumió identidades que existían dentro de los lími-
tes del Estado nación. En suma, sociedades de ciudadanos culturalmente
homogéneos (en el discurso oficial por lo menos) atravesados por una
irreconciliable división en clases que se escenificaba y dirimía en el campo
de la política.
En aquella sociedad, que se la suponía integrada y de pleno empleo,
los ciudadanos transitaban a lo largo de sus vidas por espacios de control
y disciplinamiento: de la familia patriarcal a la escuela, del servicio militar
a la fábrica taylorista-fordista. Ciertamente, no todos los habitantes eran
ciudadanos, pero sí lo eran formalmente la inmensa mayoría, en tanto los
bolsones de «marginación» tenían la expectativa fundada de poder reco-
rrer por lo menos los tramos iniciales del trayecto de ciudadanización. Las
dos últimas décadas, como sabemos, invirtieron esta tendencia, generando
la exclusión de alrededor de la mitad de la población, por lo menos en el
cono sur del continente. No sólo eso, sino que las expectativas de integra-
ción e igualdad dejaron de ser ofertas tentadoras, toda vez que los peajes
socioculturales que deben pagar para alcanzar el estatus de ciudadanos,
han demostrado ser demasiado gravosos para los diferentes: suponen re-
negar de su cultura diferenciada, que es justamente el factor que les está
permitiendo sobrevivir en la adversidad.
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ECOS DEL SUBSUELO: RESISTENCIA Y POLÍTICA DESDE EL SÓTANO
La irrupción de los que están en el subsuelo, ¿transitará a través de los
mismos carriles por los que transcurrieron las rebeliones y las luchas obre-
ras? ¿Cómo podemos deducir o descifrar las formas de hacer política de
los excluidos? El momento privilegiado, el que ilumina aún fugazmente las
zonas de penumbra (o sea los márgenes mirados desde el Estado), es la
insurrección, el momento de ruptura en el que los sujetos despliegan sus
estrategias. Reflexionando sobre la insurrección boliviana, Silvia Rivera
señala la contradicción entre el espacio-tiempo del capital (público y visi-
ble, patriarcal y colonial) y el espacio-tiempo de los sujetos en rebeldía
(invisible, inmanente):
Si durante el levantamiento, eran mayormente mujeres y jó-
venes de la ciudad más indígena de Bolivia quienes daban
sustento a la ética del levantamiento y le otorgaban un senti-
do de dignidad y soberanía colectivas, a la hora de discutir
soluciones vuelven a escucharse tan sólo voces masculinas,
occidentales e ilustradas (…) Entre tanto, esa sociedad y esa
democracia de las y los de abajo, la que convocó minuciosa-
mente a organizar la rabia y a romper el silencio, se sumerge
de nuevo en el manqhapacha (espacio-tiempo interior), re-
torna a los lenguajes del símbolo y a los idiomas ancestrales
(Rivera, 2004).
En la cotidianeidad de sociedades escindidas, dominan la escena los
tiempos públicos; sólo son audibles las voces de las élites económicas,
políticas y sindicales. Por eso la insurrección argentina fue tan «sorpresiva»
como «espontánea» para esas mismas élites, que no pueden escuchar los
sonidos subterráneos, pese a que durante más de una década retumbaron
las voces del subsuelo anticipando lo que se avecinaba.
Entiendo que no se trata de definir cómo debe ser la acción política de
los excluidos (tarea para dirigentes partidarios o académicos), sino dedu-
cirla de lo que efectivamente están haciendo los grupos sociales que com-
ponen por lo menos la mitad de las poblaciones del cono sur, y alientan los
más activos movimientos. Ciertamente, una parte de los que se movilizan
reproducen en sus organizaciones y formas de acción aspectos esenciales
del sistema capitalista. Sin embargo, si enfocamos nuestra atención a los
momentos más críticos, las rebeliones argentina y boliviana o a las inicia-
tivas de una parte de los excluidos uruguayos durante la crisis de julio-
agosto de 2002, o sea el «movimiento histórico que se está desarrollando
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AUTONOMÍAS Y EMANCIPACIONES. AMÉRICA LATINA EN MOVIMIENTO
ante nuestros ojos», según la conocida expresión de Marx, podremos ob-
servar que, efectivamente, en los márgenes se hace política.
Encuentro cuatro características de la acción política desde los már-
genes, que se han expresado con diferente intensidad. No creo que exis-
tan jerarquías entre los rasgos que señalaré, pero sí encuentro que todos
aparecen interconectados de forma no-lineal, sin llegar a constituir rela-
ciones de causa-efecto. Y, ciertamente, todo este movimiento de los ex-
cluidos sucede en espacios y territorios donde re-producen sus vidas.
La primer característica es la politización de sus diferencias sociales
y culturales, o sea de sus modos de vida. Esta es la forma de poder conducir
un proceso que hasta cierto momento no era consciente. Es lo que sucedió
en Bolivia a partir del proceso que desencadenó el Manifiesto de Tiahuanaco
(1973), donde «la diferenciación étnica claramente toma un camino políti-
co», politización a la que se define como «etnicidad» (Regalsky, 2003: 115).
O sea, un proceso fluido de resistencia en el que se verifica la territorialización
y, a la vez, la estructuración del espacio político por parte de las comunida-
des rurales y de los aymaras y quechuas emigrados a las ciudades.
En Argentina, los piqueteros politizan sus diferencias sociales cuando,
antes que volver a trabajar para un patrón por un salario miserable, optan
por convertirse en colectivos de productores autónomos sin división del
trabajo (Zibechi, 2003b); cuando deciden cuidar la salud procurando rom-
per la dependencia de los medicamentos y de la medicina alopática; o cuan-
do encaran la educación con criterios propios no estatales (Página 12, 2004)
Incluso en Uruguay, donde los excluidos recorren un camino tortuoso para
despegarse del potente estatismo, del que la izquierda es el máximo expo-
nente, han sido capaces de crear cientos de huertas comunitarias, con
cultivos orgánicos y coordinadas sin coordinadora (Brecha, 2003).
Politizar la diferencia es tanto como dejar de ser diferentes de forma
inconciente y mecánica. La autoconciencia colectiva es lo que permite
orientar procesos y adquirir una visión del papel de ese colectivo en el
mundo. Es lo que hizo Marx respecto a la clase obrera. En este camino de
autoconciencia (comprender y nombrar lo que se es y se está haciendo),
la educación popular está jugando un papel relevante, ya que sin
autoformación no parece posible superar la dependencia. Pero hay algo
más. Supone comprender también que «nada es irracional desde el punto
de vista del actor» (Wallerstein, 1999: 29). Lo que nos lleva directamente
a poner en cuestión que exista alguna racionalidad universal que pueda
estar por encima de los sujetos concretos y marcarles algún camino, aún
el del socialismo. De ahí, enfatiza Wallerstein, la necesidad de compren-
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ECOS DEL SUBSUELO: RESISTENCIA Y POLÍTICA DESDE EL SÓTANO
der que «todo el mundo es formalmente racional», lo que supone ser capa-
ces de combinar la subjetividad irreductible de las conductas humanas con
elecciones lúcidas e inteligentes. Esta afirmación tiene enorme trascen-
dencia si, como creemos, los excluidos están construyendo un mundo nue-
vo (para ellos), ni mejor ni peor sino, sobre todo, diferente. Pensar que los
excluidos «no pueden», es pensar que sigue existiendo una racionalidad
formal: la de los partidos y la academia, o sea, la del Estado.
La segunda característica de la acción política de los excluidos se
relaciona con la crisis de representación o la presencia activa de los
representados. No pretendo abordar un debate que ya tiene una extensa
bibliografía, sino señalar qué es lo que está sucediendo al respecto en
algunos movimientos. Por un lado, se puede verificar que «la deconstrucción
de las territorialidades heredadas se procesa a través de una profunda
crisis de los sistemas de representación» (Porto, 2000: 51). En efecto, la
huida del capital provoca crisis territorial que se convierte en crisis de la
representación ya que ésta aparece vinculada al territorio.
Veamos. El obrero no controla el espacio en el que produce sino que
es controlado a través de la organización del trabajo, de forma microscó-
pica. La desindustrialización, huida del capital, supone la destrucción de
los espacios en los que el obrero era controlado. Algo similar puede decir-
se de las crisis urbanas que acompañan la emigración del capital (Harvey,
2004). La trama urbana, como panóptico, es desestructurada por esa hui-
da. En su lugar, hemos visto, los sectores populares crean nuevas formas
de organizarse para producir y de apropiarse del espacio. Por un lado, la
huida del capital está relacionada con la emergencia de actores de los
cuales huye: la insubordinación obrera. Por otro, los nuevos actores «se
insinúan instituyendo nuevas territorialidades» (Porto, 2000: 208); tanto en
el espacio urbano como en el productivo. ¿Quiere decir que son portado-
res de nuevas formas de representación? Es posible. Pero la representa-
ción es una «estructura de dominación» (Weber, 1993: 235) que, tal como
hoy la conocemos, fue creada por el capitalismo y está integrada a la
forma-estado, que atraviesa una crisis profunda.
Por el contrario, algunos movimientos tienden a recuperar en la prác-
tica la figura del delegado como alternativa a la del representante, que
cada vez más sectores sociales rechazan (Williams, 2001: 282). Y es que
el nuevo hábitat comporta otras formas de relacionarse y nuevas prácti-
cas culturales. En los espacios que van creando-ocupando los sujetos en
formación, se producen los encuentros y las relaciones que hacen surgir
(o no) potencialidades. En suma, los nuevos territorios son espacios en los
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AUTONOMÍAS Y EMANCIPACIONES. AMÉRICA LATINA EN MOVIMIENTO
que se componen relaciones que con su potencia destituyen las viejas
representaciones. Pero no quedan ahí las cosas. Aunque desaparecen las
viejas mediaciones, aparecen otras. Así, los movimientos, como señala
Porto Gonçalves sobre los seringueiros, van formándose en tensiones y
contradicciones –«con/contra»– que los enfrentan a los poderosos y los
poderes, pero también «con/contra la Iglesia, los sindicatos, los partidos
políticos y sus intelectuales» (Porto, 2000: 215). Esa dinámica «con/con-
tra» supone reconocer que en el «abajo» existe también un «arriba», y que
en esa dinámica «sus» nuevos mediadores –representantes o incluso los
delegados, o sea los que hablan en el lugar de ellos– deberán seguir siendo
presionados, quizá de maneras diferentes a las que utilizan para presionar
al Estado. «En el caso de aquellos que en la naturaleza de sus actividades
no se encuentra el hablar, el escribir, su fuerza está fuertemente asociada
a su presencia física en el espacio» (Porto, 2001: 214). Para que se los
reconozca, necesitan ocupar el espacio, perturbar el orden para ganar
visibilidad, «hacerse presentes» para destituir a quien los re-presente.
Como hemos visto, la crisis de representación está estrechamente vin-
culada al «nuevo protagonismo social» (Colectivo Situaciones, 2002: 145-
162). En efecto, existe una contraposición entre representación y expre-
sión, ya que «por debajo de las relaciones de representación –clásicas de
la subjetividad política– trabaja una dimensión expresiva» (Colectivo Si-
tuaciones, 2002: 145). Mientras la lógica de la representación es la sepa-
ración y la trascendencia, la de la expresión es la de la experiencia y la
inmanencia. Así, las categorías de la representación son: consenso, articu-
lación, opinión, redes explícitas, comunicación y acuerdo; y las de la ex-
presión: encuentros, composiciones, desarticulación, resonancias y redes
difusas (Colectivo Situaciones, 2002: 146). Por otro lado, la lógica de la
expresión trabaja en términos de composición, de la constitución de un
tiempo, de formas y de un espacio autónomo para desplegar la exis-
tencia. Por esta vía, la expresión nos permite explicar la producción del
mundo como una «ética sin sujeto», es decir, como el proceso productivo –
no conciente, deslocalizado– de valores de una nueva sociabilidad, por
parte de una multitud de experiencias que participan de la producción
de sentidos vitales sin ningún tipo de coordinación conciente y volun-
taria (Colectivo Situaciones, 2002: 146; énfasis míos).
Esta es, digamos, una lectura no estatal sino al interior de la revuelta
de los movimientos que desembocaron en la insurrección del 19 y 20 de
diciembre de 2001. Es la acción social la que socava –mediante una forma
de protagonismo diferente– la representación. En el mismo sentido, Silvia
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ECOS DEL SUBSUELO: RESISTENCIA Y POLÍTICA DESDE EL SÓTANO
Rivera sitúa la insurrección boliviana en el ciclo anual que comienza en
octubre, el awti pacha («tiempo de hambre, tiempo de aguantar»): «mo-
mento del ciclo anual cuando la gente se ajusta los cinturones y se replie-
ga a una fase de no consumo, recurriendo a las reservas de chuño, gra-
nos, carne seca, que permiten aguantar una austera supervivencia hasta
que llegue de nuevo la abundancia» (2004: énfasis mío). En suma, tiempos
circulares e interiores que son los que definen los tiempos del despliegue
insurreccional14. Tiempo interior que cuestiona de raíz el tiempo único –y
virtual– de la representación.
El tercer aspecto de esta crisis se relaciona con la oposición que Weber
plantea entre representación y solidaridad: como relaciones sociales que
son, la primera se registra cuando la acción (consulta o no) de un miembro
se imputa a todos los demás; por el contrario, la solidaridad se vincula a
que la acción (indistinta) de cualquier miembro, resulta imputable a todos
los demás (Weber, 1993: 37). Interesa resaltar cómo Weber atribuye la
representación a una situación de no solidaridad, o sea, a la inexistencia de
lazo social solidario. En consecuencia, la «situación de representación» se
registra en las asociaciones o uniones destinadas a conseguir un fin. En
tanto, la «situación de solidaridad» aparece vinculada a las comunidades,
en el sentido amplio del concepto.
Parece evidente que la acción social, cuando asume la forma de lazo
comunitario o solidario, destituye –sin una acción «conciente y volunta-
ria»– la relación de representación. Es, apenas, el resultado de la presen-
cia-expresión de los representados que, en ese proceso, dejan de serlo. Por-
que para que funcione la representación, y la lógica del Estado como «signo
consumado de la división en la sociedad», debe existir y ser la expresión de
«un cuerpo social fragmentado, un ser social heterogéneo» (Clastres, 2004:
75). La representación opera sobre la ausencia de lazo social.
Por último, la presencia expresiva del lazo social produce la ruptura
del panóptico-estatal y, con ello, desarticula cualquier síntesis-representa-
ción. En su lugar, en el espacio-tiempo de la representación, se despliega
la multiplicidad. Dicho de otro modo, la emergencia de lo múltiple –multi-
plicidad de espacio-tiempos expresivos, no representables– desarticula la
representación como síntesis estadocéntrica: revuelta contra la separa-
ción, autonomía, in-sumisión, «rechazo a la sumisión» (Clastres, 2004: 76).
1 4 En Argentina, la insurrección estuvo vinculada a la proximidad de las fiestas navideñas,
momento de expansión del gasto familiar, que los sectores populares debían afrontar sin
recursos por la crisis financiera.
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AUTONOMÍAS Y EMANCIPACIONES. AMÉRICA LATINA EN MOVIMIENTO
La tercera característica de la acción política en el sótano consiste en
su no-estatalidad, o sea, en que no sólo rechaza la forma-estado sino que
adquiere una forma-no-estatal. Al haber destruido el Estado del bienes-
tar, las élites no sólo debilitaron su capacidad para mantener la hegemonía
sino que también debilitaron la forma-estado presente en el seno del movi-
miento social, entre los oprimidos y explotados, que facilitó la cooptación o
la neutralización de las clases peligrosas. Si efectivamente la revuelta ilu-
mina las relaciones al interior de los dominados, en América Latina se ha
producido toda una saga de revueltas sin dirección, «sin memoria organi-
zadora o autómata central» (Deleuze y Guattari, 1994: 26). Las relaciones
al interior del espacio de la sublevación tienden a basarse en otras formas;
la argamasa que une e impulsa a los sublevados no está siendo la forma-
estado, vertical y piramidal, sino un conjunto de vínculos más horizontales,
pero también más inestables que los aparatos burocráticos.
La expresión más conocida de esta característica destituyente de la
representación, es el «que se vayan todos» que surgió a partir de las jorna-
das del 19 y 20 de diciembre en Argentina. Tanto en asambleas barriales
como entre algunos grupos piqueteros y fábricas recuperadas, esta con-
signa general tiene expresiones concretas: «entre todos todo», que tiene
enorme similitud con el zapatista «entre todos lo sabemos todo». Ambas
formas de hacer (porque esos lemas expresan el hacer cotidiano de los
grupos que los formulan), apuntan tanto a la no división del trabajo y del
pensar-hacer, pero también a la inexistencia de dirigentes separados de
los grupos y comunidades.
En paralelo, esta forma no estatal tiene mucho que ver con la insumi-
sión generacional y de género. En El Alto, en octubre de 2003 la insurrec-
ción tuvo este perfil:
El papel de las mujeres fue absolutamente crucial. Al organi-
zar minuciosamente la rabia cotidiana, al convertir en asunto
público el tema privado del consumo, al hacer de sus artes
chismográficas un juego de rumores «desestabilizadores» de
la estrategia represiva, al reorganizar circuitos del trueque y
ollas populares para los marchantes, lograron derrotar mo-
ralmente al ejército, dando no sólo el sustento físico, sino el
tejido ético y cultural que permitió a todos mantenernos
furibundamente activos, roto el muro doméstico y transfor-
madas las calles en el espacio de la socialización colectiva
(Rivera, 2004).
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ECOS DEL SUBSUELO: RESISTENCIA Y POLÍTICA DESDE EL SÓTANO
Esta forma de acción ha sido definida, en particular entre los indíge-
nas, como «conducir desde atrás», un estilo que requiere la existencia de
comunidades o grupos compactos, en los cuales se arraiga una forma
diferente de hacer política que se expresa, entre otras formas, «en la de-
signación de representantes ante ‘ellos’, en la manera de controlar a estos
representantes y relacionarse con ellos, y en el modo de moverse en blo-
que que, desde atrás, va guiando y determinando los pasos de aquellos a
quienes ese conjunto colocó adelante» (Gilly, 2003: 26).
Una vez más, surgen similitudes notables en espacios distantes: el «con-
ducir desde atrás» parece hermano gemelo del zapatista «caminar al paso
del más lento». Pero sería un error atribuir estas formas de acción en
exclusiva al «movimiento indígena» o a las particularidades de las cosmo-
visiones de los pueblos originarios. Formas semejantes están siendo prac-
ticadas en espacios sociales muy diferentes. El denominador común que
habilita este tipo de experiencias colectivas parece estar relacionado con
la re-construcción de vínculos de carácter comunitario (no necesariamen-
te comunidades en sentido restringido), por parte de actores desplazados
(jóvenes, mujeres, viejos y nuevos pobres).
La tendencia de algunos movimientos a no dotarse de formas
institucionalizadas, o sea el debilitamiento de la forma-estado en el interior
del mundo de los oprimidos, se manifiesta de forma muy desigual en paí-
ses, regiones y, sobre todo, en las diferentes situaciones que viven. Así, en
países donde el Estado-nación mantiene una presencia importante (caso
de Brasil) los movimientos tienden a formar estructuras más estables y
jerarquizadas. Por el contrario, en situaciones de aguda descomposición
estatal (Argentina 2001-2002 o Bolivia entre febrero y octubre de 2003) la
tendencia fue a que la no-estatalidad de los espacios domésticos se exten-
diera como forma de acción a espacios públicos muy amplios. La ruptura
del «muro doméstico» trajo, para sorpresa hasta de los propios protagonis-
tas, la nueva de que la ocupación del espacio público se produjera portando
los hábitos y formas propios del espacio doméstico (sartenes y cacerolas y
en Buenos Aires; hacer de las «artes chismográficas un juego de rumores
desestabilizadores» en El Alto). Así, en Buenos Aires los vecinos acudían a
1 5 Ranajit Guha, en el caso de la India colonial, compara la política de la élite con «la
política del pueblo». Señala que «la movilización en el ámbito de la política de la élite se
alcanzaba verticalmente, mientras que la de los subalternos se conseguía horizontalmen-
te». Añade que la primera era «más cauta y controlada», mientras la segunda era «más
espontánea» y se basaba en la organización tradicional de parentesco y territorial (Guha,
2002: 37).
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AUTONOMÍAS Y EMANCIPACIONES. AMÉRICA LATINA EN MOVIMIENTO
las asambleas –en las plazas del barrio– con sus animales domésticos y
llevaban las sillas desde sus casas, mientras en El Alto velaban a sus muertos
en las calles polvorientas autoconstruidas por la comunidad.
Estos breves ejemplos, hay miles en cada pico de la movilización no
vertical15, ilustran la potencia que está adquiriendo el espacio doméstico,
en el preciso momento en que la estatalidad atraviesa fases de debilita-
miento con crisis puntuales. Encuentro grandes diferencias entre las for-
mas que adquiría la movilización sindical en el período de centralidad del
movimiento obrero y las formas actuales de la protesta de los llamados
excluidos. Me parece aún muy prematuro establecer conclusiones al res-
pecto, pero las diferencias son notables: la actividad del movimiento obre-
ro estaba revestida con las formas respetables de la democracia repre-
sentativa, en el escenario público, y estaba condicionada por la aceptación
de las reglas del capital en el taller, del patriarcado en la familia y de las
jerarquías en todos los espacios de socialización. De modo que la acepta-
ción de los hábitos jerárquicos por abajo iba de la mano de la sumisión al
Estado, y las formas de acción (la huelga y la manifestación de calle) iban
dirigidas a apuntalar «una estrategia de presiones oficinescas a las que se
subordinaba el resto de las medidas de presión» (García, 1999: 49).
Por el contrario, en el período actual signado por el debilitamiento de los
Estados nacionales, veo a los movimientos más removedores, actuando de
modo «autocentrado»: desde la elección de representantes «ante ellos» has-
ta la adopción de formas de lucha autoafirmativas (Zibechi, 2003b: 31).
Comparando la reciente «guerra del gas» con la movilización campesina
de veinte años atrás, se dijo: «Ahora los indios no piden nada, exigen
soberanía sobre un recurso estratégico y todo bajo el concepto de territo-
rio» (Mamani, 2004, énfasis mío). Aparece una nueva semejanza entre
Bolivia y Argentina: exigir «que se vayan todos» es tanto como no pedir
nada, «sólo» exigir soberanía. Y es que al no reconocerle legitimidad al
Estado, la acción de demandar pierde todo su valor.
Como puede verse, la no-estatalidad de la acción política abre la caja
de pandora. Luchas sin Estado, y no contra el Estado; pensar sin Estado,
y no contra el Estado, supone colocarnos en otras coordenadas, inéditas e
impensables poco tiempo atrás. Por lo pronto, podemos considerar a la
boliviana como «una revuelta del sentido común y el trastocamiento de
la arquitectura invisible de la sociabilidad cotidiana» (Rivera, 2004). Una
revuelta autocentrada, que no depende de los tiempos del afuera, ni de
las agendas oficiales, ni de la racionalidad política estatal. Estamos ante
revueltas que surgen de necesidades y tiempos interiores, que antes de
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ECOS DEL SUBSUELO: RESISTENCIA Y POLÍTICA DESDE EL SÓTANO
«salir» al espacio público han recorrido un camino subterráneo. En efecto,
los actos temerarios y altaneros que impresionan a las autoridades, «fue-
ron tal vez improvisados en la escena pública, pero habían sido ensayados
por largo tiempo en el discurso oculto de la práctica y cultura populares»
(Scott, 2000: 264).
La cuarta característica que encuentro, es que las formas de lucha
más destacadas están relacionadas con la defensa y afirmación de las
diferencias. Las nuevas formas de acción son «naturales» para sujetos
que han hecho de sus territorios espacios en los que re-producen sus vi-
das: cortes de rutas, piquetes, levantamientos comunitarios, entre los más
destacados.
El corte de ruta («bloqueos» para los bolivianos, «piquetes» para los
argentinos), quizá la forma de acción más extendida de los movimientos
que abordamos, nació en Bolivia en la protesta conocida como «masacre
del valle» de Cochabamba, en 1974. La movilización abrió una nueva eta-
pa del movimiento campesino, en la que se conjugó la emergencia de «una
nueva generación de dirigentes, con mayor acceso a la educación superior
y más amplios contactos», y la difusión de la corriente katarista, que fue-
ron «el eje de la reorganización autónoma del sindicalismo campesino»
(Rivera, 1983: 144). La movilización del campesinado cochabambino (du-
ramente reprimida por la dictadura de Hugo Bánzer) fue el punto de par-
tida de la ruptura del pacto militar-campesino que se concretaría cinco
años más tarde. En esa movilización el bloqueo de carreteras fue incorpo-
rado al repertorio de formas de acción, siendo en adelante el recurso más
importante de las movilizaciones rurales, primero, y luego de las urbanas a
partir de la «guerra del agua» de Cochabamba en abril de 2000.
En Argentina, la modalidad del corte de ruta o «piquete», nació tam-
bién de sujetos en transformación fuertemente territorializados: en Cutral
Co, pequeña ciudad de la provincia sureña de Neuquén y en la norteña
General Mosconi, en 1996. En ambos casos los ex obreros petroleros (ac-
tividad que daba trabajo y vida a las ciudades) pasaron de la ocupación
«de por vida» a la absoluta incertidumbre, del salario seguro a la pobreza,
y se autotransformaron de obreros en piqueteros en el breve lapso que va
de 1992 (privatización de YPF) a 1996-97 cuando se lanza la actividad
piquetera. En los dos casos, la aparición de esta nueva modalidad de ac-
ción se produce en un proceso de profunda reconfiguración de sujetos
sociales.
El corte es una tecnología de lucha de usos múltiples. Oscila entre la
interrupción de la circulación de mercancías, la protección de regiones o
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AUTONOMÍAS Y EMANCIPACIONES. AMÉRICA LATINA EN MOVIMIENTO
ciudades y, en su versión «ofensiva», llega hasta el cerco progresivo como
amenaza de aislamiento de la ciudad o de complejos estatales. Postulo que
la amplitud que ha alcanzado el corte de ruta se relaciona con la territoria-
lización de la protesta y del movimiento social. El corte es la mejor forma
de defender los espacios controlados por los nuevos sujetos, pero en para-
lelo parece necesario considerar que en la inmensa mayoría de los casos
tiene un carácter defensivo, no ofensivo en el sentido de instrumento para
la apropiación del poder estatal. Por otro lado, el corte de ruta como reper-
torio se está transformando, cuestión que rebasa los objetivos de este tra-
bajo, como viene sucediendo en los casos de Argentina y Bolivia.
Los pasos que viene dando el zapatismo parecen confirmar este pos-
tulado. La actividad «militar» del EZLN tiene como objetivo primordial la
defensa de los Caracoles, los espacios de autonomía municipal y regional
que han construido los rebeldes. En Argentina y en Bolivia, en amplias
regiones de Ecuador y de forma menos visible en otros países del continen-
te, el resultado de una década larga de levantamientos, revueltas y motines,
es la ampliación de los espacios de autonomía de hecho, no instituidos como
en el caso chiapaneco, pero no menos eficientes en cuanto a su funciona-
miento cotidiano. La región boliviana que circunda al lago Titicaca –donde
se establecieron los cuarteles generales aymaras– y la propia ciudad de El
Alto; los «territorios étnicos» en la sierra ecuatoriana, en espacios a más de
3.000 metros de altitud (Ramón, 1993), pero también zonas del conurbano
de Buenos Aires (y de forma incipiente la periferia de Montevideo16), pre-
sentan la forma de territorios donde se practica una autonomía implícita, en
espacios donde el Estado nacional tiene poca o nula incidencia (habiendo
sido explícitamente expulsado como en el caso boliviano) o está siendo sus-
tituido por las redes de supervivencia de la población. La existencia de
estos espacios es lo que ha permitido a los sectores populares sobrevivir a
los efectos aniquiladores del neoliberalismo, cuando todo indica –si nos
atenemos a los índices económicos y al deterioro de sus ingresos– que
«deberíamos estar viendo a gente morir de hambre por las calles»17.
16
17
90
Sobre los pasos que vienen dando los «marginados» en Montevideo, véase: Brecha
(2002), Carlos Liscano «La desaparición del estado» y: Brecha (2003), Mariana Contreras
«Encuentro de huertas urbanas. De sembrar y cosechar».
La frase pertenece al economista venezolano Asdrúbal Baptista, citada por Alejandro
Moreno (1993: 173 supra) para explicar las razones que permiten a los sectores popu-
lares seguir reproduciendo sus vidas contra todo pronóstico. Para Moreno, la explica-
ción es que «el pueblo tiene sus propias formas de supervivencia basadas en su estructura
relacional que tiene su centro de condensación en la familia popular, la cual, por otra
parte, posee características muy propias».
ECOS DEL SUBSUELO: RESISTENCIA Y POLÍTICA DESDE EL SÓTANO
El corte de ruta, que se asienta en relaciones solidarias y comunitarias,
es el principal método elegido por los rebeldes para proteger y defender
los espacios que les permiten sobrevivir manteniendo sus diferencias, así
como utilizarlos como plataformas desde las que seguir lanzando formida-
bles desafíos a los poderosos.
La agenda oculta o subterránea de los movimientos
Consideremos las crisis que provocan los levantamientos populares como
momentos privilegiados para re-conocer el mundo del subsuelo y, en para-
lelo, como los momentos de mayor creatividad visible o «exterior» de los
dominados. Dicho de otro modo, el levantamiento ilumina la creación inte-
rior de los movimientos, que habitualmente sucede en tiempos de «reflujo»
y en las sombras, lejos de la visibilidad mediática. Ciertamente, no todos
los levantamientos son portadores de características similares, ni siquiera
guardan similitud dos levantamientos consecutivos protagonizados por los
mismos actores en el mismo espacio. Prueba de ello son las diferencias
sustanciales entre la media docena de levantamientos protagonizados por
la CONAIE, en Ecuador, desde 1990. Sin embargo, la revuelta ilumina la
agenda oculta de los diferentes actores, aunque esa iluminación apenas
devele aspectos parciales de esos proyectos.
Con los términos proyecto o agenda, no pretendo sustituir los vocablos
«programa» o «estrategia», ejes de la construcción racional de las izquier-
das y del movimiento sindical. Podemos develar un «proyecto» subterrá-
neo, o implícito, sólo a posteriori y en la larga duración18. Por agenda o
proyecto subterráneo debemos entender el recorrido que los subordinados
están haciendo para sobrevivir. En un período de descomposición sistémica,
ese «proyecto» tiene más posibilidades de convertirse en realidad, pero
ese no es nunca su aspecto más destacado, ya que no es una construcción
abstracta sino el camino que están recorriendo los sectores populares como
consecuencia de una serie de escogencias hechas a lo largo del tiempo,
con el objetivo de seguir existiendo.
Sería un grave error considerar que los vocablos «oculto» o «subterrá-
neo» pretendan que existe una ocultación deliberada por parte de los pro-
tagonistas, con el fin –racional– de engañar a sus adversarios. El carácter
de oculto (pueden usarse sinónimos como enmascarado, encubierto o
1 8 En el caso ecuatoriano, el proyecto subterráneo de larga duración de los quichuas de la
sierra habría sido la «reconstrucción de los territorios étnicos» (Ramón, 1993: 188-203).
91
AUTONOMÍAS Y EMANCIPACIONES. AMÉRICA LATINA EN MOVIMIENTO
desfigurado, que ayudan a comprender el carácter de tal «ocultamien-
to») lo es también para los propios protagonistas. Reflexionando sobre la
historia de la confederación campesina boliviana (CSUTCB), Pablo
Regalsky señala que «el verdadero movimiento de la gente seguía una
agenda oculta, diferente a la que imaginaban los líderes pero también
diferente a la que imaginaba la propia gente al empezar a actuar»
(Regalsky, 2003: 130; énfasis míos). Hacerlo visible supone, junto a la
mirada larga, comprender el movimiento en su lógica interior, en su inma-
nencia; incluso en sus cambios y modificaciones en el tiempo largo (único
tiempo en que la inmanencia puede des-plegarse), promovidos también
por su lógica interior.
Desde este punto de vista, podemos decir que la estrategia a largo
plazo de los que viven en el sótano, está siendo la de construir un mundo
diferente desde el lugar que ocupan. En ese sentido, rechazan –ahora
también de forma explícita y conciente– incorporarse o integrarse en el
papel de subordinados o excluidos que les tiene reservado el sistema. Al
parecer, el cambio de lugar social ya se ha producido. El momento más
álgido del cambio fue la descomposición del Estado benefactor por la neu-
tralización del taylorismo-fordismo como forma de control y de produc-
ción, por el desborde de las bases obreras y populares. Aquellos sectores
sociales que provocaron tal desborde, fueron luego empujados al sótano
por el capital al huir de la insubordinación social, bajo la forma de
desindustrialización, flexibilidad laboral, globalización.
Tampoco debemos pensar que los sectores populares actúan de for-
ma ciega o «espontánea». La espontaneidad no existe en los tiempos lar-
gos. Es una de las maneras encontradas por el Estado, y sobre todo por los
partidos de izquierda, para enjuiciar a los subordinados cuando no actúan
de la forma esperada, sobre la base de la racionalidad formal de causa-
efecto. Se los acusa a menudo de que sus acciones no contemplan un plan
para sustituir el sistema actual por otro. Sin embargo, podemos aceptar
con Ranajit Guha que:
(…) el campesino sabía lo que hacía cuando se sublevaba. El
hecho que su acción se dirigiese sobre todo a destruir la au-
toridad de la élite que estaba por encima de él y no implicase
un plan detallado para reemplazarla no lo pone por fuera del
reino de la política. Por el contrario, la insurgencia afirmaba
su carácter político precisamente por este procedimiento ne-
gativo que trataba de invertir la situación (Guha, 2002: 104).
92
ECOS DEL SUBSUELO: RESISTENCIA Y POLÍTICA DESDE EL SÓTANO
Es muy probable que el proyecto subterráneo de los movimientos po-
pulares que nacen en el «sótano», sea la dispersión del Estado neocolonial
y neoliberal. Del Estado sin más. Pero eso no lo sabremos poniendo un
micrófono delante de los protagonistas porque, siguiendo el ejemplo ante-
rior, probablemente ellos tampoco lo estén formulando de esa manera, por
lo menos en el estadio actual de las luchas. Sabemos, sin embargo, que «el
movimiento que está sucediendo ante nuestros ojos» (Marx) consiste en
un gigantesco esfuerzo para la supervivencia cotidiana de los oprimidos, y
que ese esfuerzo implica fortalecer los espacios y los lazos comunitarios
que vienen construyendo y recreando. La lógica de esa re-creación de
vínculos en espacios separados, parece consistir en afirmar las diferen-
cias, ya que sólo de esa manera los dominados pueden sobrevivir. O, me-
jor dicho, sólo pueden sobrevivir como diferentes (y en la diferencia).
En las dos últimas décadas los movimientos vienen recorriendo una
serie de caminos que –en muchos casos– apuntan en direcciones simila-
res. No se trata de un camino, ni de un movimiento, sino de tendencias
que parecen encaminarse en direcciones afines. Mucho más no puede
decirse. Lo que sí podemos asegurar, es que hay formas de recorrer estos
caminos no unificados, sobre la base de tiempos interiores más que exte-
riores, sin direcciones que lleven a los movimientos en un sentido
preestablecido.
La forma como los movimientos están recorriendo sus caminos es ya
de por sí un proyecto de sociedad. Y esto me parece especialmente impor-
tante. Dicho de otro modo, la forma de caminar los caminos nos está
indicando que hay elementos de nueva sociedad en los movimientos. Que
esos elementos se expandan, profundicen y fortalezcan, en vez de debili-
tarse y extinguirse, depende en buena medida de la conciencia sobre esa
diferencia interior que tengan los integrantes de los movimientos. En la
forma de caminar aparece, o no, la diferencia; y en ese andar pueden, o
no, expandirse los rasgos distintivos. Aunque postulo que la forma de ca-
minar es el verdadero «programa» de los movimientos, esa forma de ca-
minar no es un modelo aplicable a todos en todas partes. En paralelo, no
hay ni un caminar permanente ni continuo, ni formas idénticas de hacerlo.
En algunos casos se transita por caminos que parecen no llevar a ninguna
parte; o directamente no hay caminar permanente (exterior, visible) aun-
que siempre hay un fluir (o hay silencios en vez de palabra y acción, como
nos enseñan los zapatistas).
Debemos confiar que los oprimidos están haciendo experiencias, es-
tán aprendiendo incluso a comunicarse sin hablar, a caminar sin moverse,
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AUTONOMÍAS Y EMANCIPACIONES. AMÉRICA LATINA EN MOVIMIENTO
y a luchar sin luchar, cuestiones todas que desafían nuestra capacidad de
comprensión anclada en conceptos binarios y externos, y regida por los
tiempos lineales de la producción capitalista.
Entre los muchos desafíos que enfrentamos, está el de pensar y ac-
tuar sin Estado. Esto supone pensar y actuar en movimiento; pero los
movimientos, como hemos visto, apuntan hacia la dispersión, no sólo res-
pecto del Estado sino de cualquier punto de apoyo. Un estado de fluidez
que disuelve los sujetos. Quizá eso quería decir Marx cuando señalaba, en
el Manifiesto de la Internacional a raíz de la derrota de la Comuna, que no
tenemos «ninguna utopía lista para implantar» sino «simplemente dar suel-
ta a los elementos de la nueva sociedad que la vieja sociedad burguesa
agonizante lleva en su seno». «Dar suelta»: potenciar, afirmar, expandir,
irradiar el nuevo mundo que ya vive en el mundo de los oprimidos.


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