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Autonomías y emancipaciones. El poder curativo de la comunidad

20.12.10

EL PODER CURATIVO DE LA COMUNIDAD
Raul Zibechi

Una actitud emancipatoria en materia de salud supone la recuperación por
la comunidad, y por las personas que la integran, de sus poderes curativos
expropiados por el saber médico y el Estado. Pero implica, además, libe-
rarse del control que el capital ejerce sobre la salud a través de las multi-
nacionales farmacéuticas, que jugaron un papel destacado en el proceso
de «medicalización» de la sociedad. Las prácticas en salud de los zapatistas,
así como de una multiplicidad de pueblos indígenas, y de algunos colecti-
vos piqueteros, pese a las enormes distancias culturales que existen entre
estos sujetos, tienen algunos puntos en común.
Los pueblos indios a menudo recuperan sus saberes ancestrales, que
van de la mano de reconocer los saberes de los médicos tradicionales, sin
descartar su combinación con la medicina moderna. De la misma manera
que, en una primera etapa, pusieron en pie escuelas para tener un lugar en el
que los niños pudieran estudiar, muchas veces el primer paso consiste en
conseguir un dispensario de salud en la comunidad para resolver los casos
más urgentes que suelen provocar elevadas tasas de mortalidad. Sin em-
bargo, los pueblos indios tienen una larga tradición en materia de salud.
En las cosmovisiones tradicionales no existe separación entre salud y
forma de vida, o sea, comunidad. Por eso, «la salud de los individuos en
cuanto cuerpos físicos, depende, básicamente, de la salud de la comuni-
dad» (Maldonado, 2003). El concepto curativo de la medicina indígena
forma parte del concepto curativo de esa sociedad, y se asienta, por un
lado, en una tupida red de relaciones sociales de reciprocidad: minga o
trabajo comunitario, asambleas y fiestas colectivas: espacios para «liberar
armoniosamente el subconsciente, tanto el individual como el colectivo»
(Ramón, 1993: 329). Por otro, la familia y las relaciones familiares exten-
sas (parientes y parientes rituales).
*
Este texto fue publicado originalmente como parte del artículo: Raúl Zibechi, «La
emancipación como producción de vínculos», en: Ana Esther Ceceña, Los desafíos de
las emancipaciones en un contexto militarizado, Clacso, Buenos Aires, 2006.
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En las sociedades indígenas, la capacidad de curar forma parte de sus
estructuras autogeneradas, a diferencia de las sociedades occidentales en
las que se ha creado un cuerpo médico-hospitalario separado de la socie-
dad, que la controla y vigila. Los médicos indígenas se han organizado en
varias regiones para recuperar y potenciar los saberes de la medicina
indígena (Acero y Dalle Rive, 1998; Freyermuth, 1993). Esta actitud for-
ma parte del proceso emancipatorio de los indígenas de nuestro continen-
te, y forma parte del prolongado proceso de constitución de estos pueblos
como sujetos políticos. En algunos casos las organizaciones indígenas (como
la Conaie ecuatoriana y el Consejo Regional Indígena del Cauca en Co-
lombia, CRIC, entre otros), han desarrollado sus propios programas de
salud, con la colaboración de médicos y enfermeras entrenados en la me-
dicina occidental, y con la colaboración más o menos eficiente de los Es-
tados (CRIC, 1988).
En los cinco Caracoles zapatistas se ha puesto en pie un sistema de
salud que llega a todas las comunidades. Funcionan cientos de casas de
salud (alrededor de 800), atendidas por un número similar de promotores
de salud, además de una veintena de clínicas municipales y dos hospitales
en los que ya se realizan operaciones quirúrgicas (Muñoz, 2004). El hospi-
tal de San José, en La Realidad, fue construido durante tres años por miles
de indígenas que trabajaron por turnos. Allí funciona además una escuela de
promotores de salud, cuenta con consultorio dental y de herbolaria, y un
laboratorio clínico. En el hospital trabajan a tiempo completo varios volunta-
rios surgidos de las comunidades, la junta de buen gobierno «los apoya con
su alimentación, con su pasaje, su zapato y su vestido», pero no cobran
sueldo (Muñoz, 2004). Y han puesto en pie un laboratorio de herbolaria:
Este sueño empezó cuando nos dimos cuenta que se estaba
perdiendo el conocimiento de nuestros ancianos y nuestras
ancianas. Ellos y ellas saben curar el hueso y las torceduras,
saben el uso de las hierbas, saben atender el parto de las
mujeres, pero toda esa tradición se estaba perdiendo con el
uso de las medicinas de farmacia. Entonces hicimos acuerdo
entre los pueblos y llamamos a todos los hombres y mujeres
que saben de curación tradicional. No fue fácil esta convo-
catoria. Muchos compañeros y compañeras no querían com-
partir su conocimiento, decían que era un don que no puede
traspasarse porque es algo que ya se trae adentro. Entonces
se dio la concientización en los pueblos, las pláticas de nues-
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tras autoridades de salud, y se logró que muchos cambiaran
su modo y se decidieran a participar en los cursos. Fueron
como 20 hombres y mujeres, gente grande de nuestros pue-
blos, que se decidieron como maestros de la salud tradicional
y se apuntaron como 350 alumnas, la gran mayoría compa-
ñeras. Ahora se han multiplicado las parteras, las hueseras y
las yerberas en nuestros pueblos (Muñoz, 2004).
En las regiones autónomas existe una red de casas de salud y clínicas,
consultorios dentales, laboratorios de análisis clínicos y de herbolaria, don-
de se practica oftalmología y ginecología, y de farmacias. Las consultas
tienen un precio simbólico para los zapatistas y a veces son gratuitas, y se
atiende a todo el que lo solicita, sea o no base de apoyo del zapatismo; las
medicinas se regalan si son donadas y se cobran al precio de costo si hubo
que comprarlas; las medicinas tradicionales son gratuitas. En algunos Ca-
racoles se elaboran infusiones y pomadas con plantas medicinales. Todo
esto se ha hecho con el trabajo de las comunidades y el apoyo de la solida-
ridad nacional e internacional, pero sin ninguna participación del Estado
mexicano.
En los grupos piqueteros autónomos los cuidados de salud se rigen por
los mismos principios, pese a las diferencias entre las culturas mayas y las
de los sectores populares de una gran ciudad como Buenos Aires, cuna
del movimiento obrero latinoamericano, que fue también uno de los esca-
parates del consumismo mundial. En el taller de salud que se realizó en
enero de 2003 en el encuentro Enero Autónomo, una de las conclusiones
fue que «el movimiento en su conjunto es quien cura». Los MTD (Movi-
miento de Trabajadores Desocupados), al igual que la mayoría de los
grupos piqueteros, suelen tener espacios de salud en cada barrio, donde
trabajan la salud preventiva en la que colaboran profesionales de forma
solidaria. Los MTD de Solano y el de Allén, en Neuquén, suministran
medicamentos y anteojos gratuitos a los integrantes del movimiento, cu-
yos costos sufraga la organización. El caso de los anteojos revela lo que
puede hacerse fuera del mercado: gracias al apoyo de un óptico, se recu-
peraron armazones «viejos» o «pasados de moda»; los lentes son muy
baratos y los consiguen a precio de costo, de modo que ahora todos los
integrantes tienen sus anteojos que antes resultaban inaccesibles (Enero
Autónomo, 2003).
Además, distribuyen hierbas medicinales que compran directamente
en la zona donde nacen, las mezclan y empaquetan. Ahora se proponen
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dar un paso más: elaborar las tinturas madres a partir de plantas medicina-
les, que cultivarán en las parcelas del movimiento. Cada vez usan menos
medicamentos, que dejan para los casos más difíciles, mientras las fami-
lias piqueteras van descubriendo las ventajas de la medicina tradicional.
En algunos barrios comenzaron a trabajar con terapias chinas tradiciona-
les (acupuntura) y talleres de hierbas locales y autóctonas, ampliando el
uso de medicinas alternativas (Salud Rebelde, 2004).
En paralelo, pusieron en marcha «grupos de reflexión», que funcionan
en todos los barrios, «que contienen la problemática personal, de los víncu-
los, del sentimiento, como una especie de crecimiento colectivo». En esos
grupos, según afirma una participante, «uno aprende a quitarse el miedo.
Y el miedo es una enfermedad». En relación con la dependencia de los
médicos y especialistas, consideran que «la verticalidad es enfermante» y
que «salud es encontrarnos» (Enero Autónomo, 2003). El relato de una de
las reuniones de estos grupos, realizado por un psicólogo social que parti-
cipa en el movimiento y coordinó la primera reunión que se realizó en un
barrio muy pobre que forma parte del MTD de Solano, habla por sí solo:
Después de las presentaciones iniciamos la reunión con una
pregunta abierta: ¿alguien quiere decir algo? Fue como abrir
una canilla. Casi sin demora una señora comenzó,
acongojadamente, a relatar que siendo chica había sufrido
abusos sexuales por parte de su padre. El relato era entre-
cortado, sollozaba en medio de las frases, alcanzó a compo-
ner un cuadro frecuente en los hogares pobres de provincia-
nos arrojados a las orillas de la gran ciudad. Hacinamiento,
promiscuidad, varones y mujeres durmiendo en el mismo cuar-
to, y las consecuentes violaciones como parte de la vida fa-
miliar. Cuando finaliza su doloroso relato se hace un silencio
poderoso, un silencio hecho de setenta y pico de bocas calla-
das, un silencio de no saber qué hacer entre todos con tanto
antiguo dolor que venía a estallar ahora, cuarenta o cincuen-
ta años más tarde, en este ámbito, buscando quién sabe qué
respuesta o resonancia o comprensión o perdón o simple-
mente escucha. El grupo, esta asamblea, se siente convoca-
da a contener de alguna manera este gesto de la compañera,
y no acierta cómo. Por fin atino a señalar algo: que la compa-
ñera nos hace partícipes de su dolor y que hay que ver qué
podemos hacer con eso. Apenas un simple señalamiento pero
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que tiene la condición de habilitar otras voces. Hay palabras
de consuelo, de comprensión, abrazos, gestos de solidaridad,
en muchos casos de parte de quienes se reconocen en esos y
otros sufrimientos (Ferrara, 2004).
Ciertamente, como señalan indígenas y piqueteros, es el movimiento-
comunidad el que tiene el poder de curar. Pero los caminos fueron dife-
rentes. Los pueblos indígenas recuperaron su medicina tradicional, aplas-
tada por los conquistadores; los ex obreros y actuales desocupados, mol-
deados por la cultura del consumo, debieron desinstitucionalizar el trabajo,
el espacio, el tiempo y la política para reinventar sus vidas. En síntesis,
esto supuso: emprendimientos productivos autogestionados, o producción
«para sí»; habilitar espacios de encuentro permanentes y abiertos en los
«galpones» y en los territorios del movimiento, donde se practican nuevas
sociabilidades; «la integración de los tiempos de las diversas esferas de la
vida cotidiana y el respeto por el tiempo propio», o re-unión de los tiempos
parcelados frente a la fragmentación que promueve el sistema, como paso
previo para «recuperar un pensar-hacer colectivo que se rige por los tiem-
pos subjetivos, tanto singulares como comunitarios»; y las prácticas de
horizontalidad, autonomía, participación colectiva, dignidad, cooperación
solidaria y democracia directa, frente a las de representación, jerarquías e
instrumentalización de las prácticas políticas tradicionales (Sopransi y
Veloso, 2004).


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