06.05.11 - Uruguay
De los ‘pueblos de ratas’ a ‘los pibes chorros’. Operativos policiales en los barrios y más criminalización
Raúl Zibechi
Los operativos de saturación instrumentados por el Ministerio del Interior pueden ser una buena ocasión para debatir, con la serenidad que requiere la gravedad de la situación, pero también con una mirada de largo alcance, cómo encarar problemas que nos acompañan desde hace décadas y que no se van a resolver de un plumazo.
“Bajo su gobierno hubo razias”, espetó Tabaré Vázquez a Julio María Sanguinetti en el célebre debate televisado de la campaña electoral de 1994. Fue un golpe al mentón que desconcertó al candidato colorado. Vázquez se refería a las acciones represivas contra jóvenes durante su primer gobierno, en el quinquenio posterior a la dictadura. Eran otros años. Al gobierno autoritario de Sanguinetti le sucedió el neoliberal de Luis Alberto Lacalle, que amagó privatizaciones y, ese mismo año, descerrajó la represión del 24 de agosto de 1994 en los alrededores del Hospital Filtro, con el saldo de un muerto, decenas de heridos –algunos graves– y cientos de apaleados. Para la izquierda eran tiempos en los que las culpas de todos los males de la sociedad se atribuían sistemáticamente a la derecha.
La principal consecuencia de la oleada de razias de fines de los ochenta fue conseguir que se pusiera en pie un potente movimiento juvenil, que protagonizó masivas movilizaciones que llevaron al Poder Ejecutivo a poner fin a ese tipo de procedimientos. En suma, lo opuesto a lo que se buscaba. La cuestión merecería ser tenida en cuenta ya que dos décadas más tarde, y con una realidad política y social completamente diferente, los “operativos de saturación” buscan resolver problemas sociales igualmente candentes. Aunque los objetivos son también muy distintos, el hecho de colocar el despliegue policial en lugar destacado tiene más de un punto en común con aquella situación. Las razias buscaban posicionar el orden público ante la emergencia de una potente cultura juvenil que, en opinión de aquellas autoridades, lo desafiaba. La seguridad ciudadana pretende devolver a la población la tranquilidad que cree haber perdido por la expansión de la delincuencia.
Pero en estas dos décadas hubo un cambio fundamental, que revela los caminos que estamos recorriendo como sociedad: el foco de la represión se trasladó de los jóvenes liceales, culturalmente alternativos, políticamente contestatarios y de clases medias, a otros jóvenes, desertores del liceo, sin trabajo ni oficio, pobres o, según la jerga al uso, marginales. Si los colorados criminalizaron la disidencia, llamándole comunismo, las autoridades frenteamplistas la emprenden contra una parte de los pobres, llamándoles delincuentes. La propiedad pasa a ocupar el lugar del orden en la jerarquía de valores de la población, cambio cultural que precede y determina los nuevos modelos represivos.
¿Los cambios de actitud pueden ser atribuidos sólo al hecho de que la izquierda se haya convertido en gobierno? ¿Qué llevó a los compañeros del Chueco Maciel a invadir los barrios donde viven los chuecos de hoy? ¿Acaso el Chueco no era delincuente? De algún modo, el sanguinettismo representa el pasado. Los que ordenan los operativos de saturación, la modernidad. Están a tono con las nuevas y más modernas teorías y dispositivos de control social que lubrican la gobernabilidad en tiempos de extractivismo, ese modelo de acumulación bajo el cual los jóvenes pueden aspirar a ganar cinco mil pesos mensuales trabajando incluso los fines de semana. Ése es, por otro lado, el límite del ascenso social posible cuando se renuncia a repartir riqueza y el combate a la pobreza camufla el abandono del combate a la desigualdad.
ACCIÓN INTEGRAL. “Simultáneamente a la profundización del proceso de fortalecimiento y legitimidad de la fuerza pública, es preciso desarrollar herramientas y mecanismos que le permitan al Estado hacer uso combinado e integral de su fuerza legítima y de la acción social, en su objetivo de ir consolidando, progresivamente, el control del territorio nacional”. Lo anterior no es una declaración del ministro del Interior ni de ningún funcionario del gobierno, que declaran la voluntad de “reinstalar el Estado en los lugares donde se había perdido el control del territorio”. Es el primer párrafo del Anexo 2 (Elementos de la Doctrina de Acción Integral) de la segunda fase del Plan Colombia, denominada “Estrategia de Fortalecimiento de la Democracia y el Desarrollo Social (2007-2013)”, aprobada bajo el segundo gobierno de Álvaro Uribe.
Colombia es un país en guerra desde hace seis largas décadas. En base a los tratados teóricos del Pentágono sobre la guerra actual, escritos luego de sonados fracasos en las periferias urbanas de Bagdad, el Plan Colombia concluye que no se ganan guerras con armas sino con la combinación de armas y políticas sociales. Dejemos hablar al Military Review, órgano de los uniformados estadounidenses, que inspiran las políticas en las periferias urbanas del mundo: “La conducción de la guerra en la forma que estamos acostumbrados ha cambiado. La progresión demográfica en las grandes áreas urbanas junto con la inhabilidad del gobierno local de mantenerse al paso con los servicios básicos crean las condiciones para que los ideólogos fundamentalistas saquen provecho de los elementos marginados de la población”, escribe el general Peter Chiarelli, ex comandante militar de Bagdad (Military Review, noviembre-diciembre de 2005).
Las armas sirven para “despejar” el terreno, las políticas sociales para “consolidar” la presencia del Estado. Por eso el Plan Colombia establece: “Habrá una priorización de zonas donde el grado de control territorial por parte de la fuerza pública permita el desarrollo de las labores de los componentes de la acción social del Estado”. Por eso apunta que “existe total interdependencia entre todas las acciones militares y sociales” y que “el fracaso de una impide el éxito de las demás”. En ambos escenarios hay un enemigo a batir. La guerrilla comunista, o narcoguerrilla, en Colombia. La resistencia islámica, o fundamentalismo, en Irak.
Los uruguayos no nos reconoceríamos, sin embargo, como habitantes de un país en guerra. Quizá por eso los operativos de saturación han provocado molestias en buena parte del electorado que siempre votó por la izquierda. La intuición de que los operativos de saturación son primos hermanos de esa doctrina de acción integral que identifica un enemigo y moviliza el aparato estatal para derrotarlo puede estar en la base de rechazos que atraviesan al oficialismo y no quieren recorrer un camino que inevitablemente llevaría a la criminalización de la pobreza. Porque ésa es la idea que trasmite el Ministerio del Interior cuando su titular afirma: “Hay que pegar desde donde se está pegando”, para justificar invasiones armadas de espacios urbanos con despliegues que parecen desembarcos militares.
GUETOS Y LIMPIEZA SOCIAL. La mirada y el análisis sobre los barrios populares han ido cambiando en los últimos 40 años. También aquí copiamos, incluyendo la teoría social. En los años sesenta los guetos negros de las ciudades estadounidenses protagonizaron sonados levantamientos azuzados por líderes como Martin Luther King, hoy venerado hasta por George W Bush, y otros como Malcolm X y Stokely Carmichael, ambos partidarios de lo que Cuadernos de Marcha denominó “Poder Negro”. Tres décadas después de aquellos “disturbios raciales”, como los llamaron los poderes mediáticos, los guetos negros vuelven a ser noticia, pero ahora por el “delito de negros contra negros, el rechazo masivo de la escuela, el tráfico de drogas y la decadencia social interna”, según describe el sociólogo Loic Wacquant, apelando al concepto de “disturbio lento”.*
¿Qué ha sucedido para que aquellos barrios de dignidad se hayan convertido en “una amenazante hidra urbana personificada por el pandillero desafiante y agresivo y la madre adolescente de la seguridad social”? La descripción del sociólogo tiene extraña similitud con nuestra realidad: “El gueto comunitario de la inmediata posguerra, compacto, marcadamente delimitado y con todo un complemento de clases negras enlazadas por una conciencia colectiva unitaria, una división social del trabajo casi completa y organismos comunales de movilización y representación de amplia base, ha sido reemplazado por lo que podemos llamar el hipergueto de los ochenta y los noventa”.
Ese cambio se ha producido en todo el mundo. Antes, “la pobreza era en gran medida residual y cíclica, estaba fijada en comunidades de clase obrera, era geográficamente difusa y se la consideraba remediable mediante una mayor expansión del mercado”, dice Wacquant, en una descripción en la que podemos identificar al Montevideo obrero de los años sesenta. Ahora, insiste, la pobreza “está desconectada de las tendencias macroeconómicas y establecida en barrios relegados de mala fama en los que el aislamiento y la alienación sociales se alimentan uno al otro, a medida que se profundiza el abismo entre las personas allí confinadas y el resto de la sociedad”.**
Uno de los aspectos más destacados del análisis de Wacquant es que consigue demostrar que la pobreza actual se ha desacoplado de las fluctuaciones cíclicas de la economía y que la relación salarial ha mutado de tal modo que “el trabajo asalariado se ha convertido en fuente de fragmentación y precariedad sociales más que de homogeneidad, solidaridad y seguridad para aquellos que se hallan confinados en las zonas fronterizas o inferiores de la esfera del empleo”.***
Se trata de cambios estructurales intrínsecos al capitalismo desregulado pos años setenta que desembocó en la globalización. Por abajo, ese viraje significó “un verdadero desastre colectivo”, según Pierre Bourdieu, en el cual millones de obreros fabriles fueron desalojados de sus trabajos, sustituidos por máquinas o robots, condenados a la desocupación y, en el mejor de los casos, reciclados como trabajadores informales con contratos precarios y salarios cercanos al mínimo. Por eso, porque los “barrios bajos de la esperanza” se convirtieron en “suburbios de la desesperación”, la jerga militar apunta a las periferias urbanas como “el centro de gravedad estratégico y operacional”, según la misma Military Review (mayo-junio de 2007, pág 41). Una estrategia que funciona del mismo modo en Rio de Janeiro que en Puerto Príncipe, en Buenos Aires y en Montevideo, salvando pequeñas diferencias geográficas y sociales.
Se suele asociar los barrios más pobres a una suerte de jungla donde las leyes establecidas no funcionan y las instituciones están más o menos ausentes. Una descripción adecuada que tiene la ventaja de la sencillez. En Montevideo esa jungla está siendo parasitada, entre otros, por grupos que necesitan moverse en la ilegalidad para hacer sus negocios y por una variada gama de oportunistas que tienen las mismas prácticas. Pero los parásitos no se eliminan mediante la militarización de la jungla, paradigma de la complejidad social o natural. Como enseña la historia de las razias de Sanguinetti, acciones apresuradas pueden volverse en contra de quien las implemente, aunque enarbole las mejores intenciones.
¿HACIA UN ESTADO PENAL? Las biografías de los más destacados dirigentes sindicales de este país, Héctor Rodríguez y José D’Elía, por ejemplo, muestran el camino recorrido por miles de familias que emigraron desde ciudades y pueblos del Interior para comenzar una nueva vida en la capital, cuando despuntaba la industria de sustitución de importaciones. Los 500 “pueblos de ratas” se fueron vaciando, imantadas sus gentes por la promesa del ascenso social seguro. Los hombres comenzaban el empedrado camino del progreso material en la construcción y las mujeres en los servicios personales, para ir afianzando un oficio que los elevaba de peones a obreros calificados. Con el transcurso de los años la vivienda propia coronaba una vida de esfuerzos y los hijos podían aspirar a mejorar la performance de sus padres ingresando a la universidad.
Cuando el ascenso social quedó truncado por el advenimiento de un modelo económico que genera fragmentación y exclusión, la sociedad y la ciudad vivieron sendos terremotos: la migración interna en Montevideo, en las décadas de 1980 y 1990, hizo que miles de habitantes del centro se fueran a la periferia, que albergó el 94 por ciento del crecimiento poblacional en los 30 años posteriores al censo de 1963. Los asentamientos son apenas un emergente de un proceso mucho más denso e intenso de la mayor migración interna que conoció el país, que los censos posteriores confirmaron. En tres décadas una buena parte de los uruguayos perdieron lo que habían conseguido en otras tres décadas de duro esfuerzo. Tres generaciones ven cómo sus historias de vida son peores que las de sus padres, invirtiendo una tendencia que parecía consolidada en el imaginario nacional.
¿Y AHORA? Durante los primeros años del gobierno progresista las políticas sociales y el ciclo de alza de la economía redujeron las tasas de desempleo, pobreza, indigencia e informalidad, y se constata un aumento importante del salario mínimo. La desigualdad aún no ha cedido lo suficiente como para volver al período anterior a la crisis de 2002. Pero las políticas sociales han tenido un efecto conservador sobre el cuerpo social y han disparado actitudes de intolerancia. La propuesta de “prohibir la mendicidad”, elevada por el sociólogo Gustavo Leal, con el argumento de que “hoy hay alternativas”, está admitiendo implícitamente que las políticas sociales tienen límites que sólo la mano dura puede resolver. Dicho de otro modo: quien no se conforme con las políticas sociales deberá vérselas con el aparato represivo del Estado, devenido ahora “Estado penal”.
En este punto, dos confusiones parecen nublar la vista. Se confunde, por un lado, el hecho de que una parte de la población pueda comer todos los días con que haya salido de la pobreza. Con salarios de cinco mil pesos nadie puede estar conforme, sobre todo porque muchas familias tienen buena parte de sus miembros, si no todos, con salarios sumergidos. Comen, tienen un techo, y nada más. No tienen la menor esperanza de ascender socialmente, porque el modelo económico que existe en el mundo funciona de ese modo. No es éste un problema uruguayo ni del actual gobierno. Se trata de un problema que no tiene solución, por lo menos en el corto plazo, como señala Leal con entera razón.
La segunda confusión deriva de hacerse cargo de las propuestas que se hacen. ¿Qué tipo de Estado es aquel que pueda prohibir la mendicidad? No puede ser otro que un Estado autoritario con elecciones cada cinco años. Pero eso no sería lo más alarmante. El mercado ha generado una fractura social que va mucho más allá de la pobreza y que en la década de 1990 se denominó como una sociedad “a dos velocidades”. El Estado progresista, si insistiera en actuar en los territorios más pobres con criterios diferentes a los que utiliza en el resto de la ciudad, estaría congelando esa doble velocidad, admitiendo que una parte de la población se ha vuelto tan superflua para el capital como molesta para la sociedad “decente”.
Sería tanto como aplicar un “estado de excepción permanente” a una parte de los uruguayos. O un modo de congelar problemas que las más de las veces no tienen solución en el corto plazo. La lógica de “despejar” el territorio de delincuentes para que luego llegue el Estado con sus servicios sociales no puede obviar que el modelo económico actualmente existente genera la exclusión que las políticas sociales intentan contener. Pensar que los guetos de pobreza son apenas herencia del pasado y que no los estamos reproduciendo, con un modelo que conjuga economía extractiva y cultura del consumo, sería tanto como pretender que con la sola aplicación de las políticas en curso las soluciones vendrán solas. Porque lo que están revelando los operativos de saturación, y la inquietud que expresa el sociólogo Leal, son precisamente los límites de las políticas sociales para resolver problemas que ellas solas no pueden resolver. Ante esos límites, el ademán autoritario suena a desesperación, que es siempre una mala consejera.
El filósofo italiano Giorgio Agamben en su libro Estado de excepción sostiene que el totalitarismo puede ser definido como la instauración, mediante un estado de excepción permanente, de una “guerra civil legal” que permite la eliminación “de categorías enteras de ciudadanos que por cualquier razón resultan no integrables en el sistema político”. Sería una ironía de la vida que aquellos a los que se les aplicó el estado de excepción para eliminarlos físicamente lo adopten ahora para resolver problemas sociales mucho más complejos.
* Parias urbanos, Manantial, Buenos Aires, 2007, pág 35.
** Ídem, pág 169.
*** Los condenados de la ciudad, Siglo XXI, Buenos Aires, pág 271.
[Publicado em Brecha. Enviado por Comcosur al Día].