“Se instituyó la orden de los caballeros andantes, para defender a las doncellas, amparar las viudas y socorrer a los huérfanos y menesterosos” Don Quijote de la Mancha. Miguel de Cervantes.
En un lugar de la Bota italiana, de cuyo nombre no quiero acordarme, viven unos caballeros de militancia probada, pelambreras escasas y canosas, con experiencias carcelarias y solvencia intelectual. Más cerca de los sesenta que de los cincuenta, incluso sobrepasándolos, cargados de años, estos caballeros alguna vez fueron jóvenes y participaron en la gran batalla del asalto proletario a los cielos, allá por los años setenta del pasado siglo. Tras la derrota fueron encerrados en las mazmorras del Estado, o emprendieron el camino forzado del exilio. Con una desmedida afición a leer, pensar, escribir y a pasear por las nubes, disponiendo de horas de sobra debido al obligado confinamiento, les dio por inventar realidades alucinatorias, o lo que es lo mismo: comenzaron a mirar y a decir la realidad desde sus propias atalayas.
Al tiempo que siguió a los “años de plomo” se le llamó década de la reconversión: nueva organización del trabajo -facilitada por el dominio tecnológico- para reconvertir a la clase trabajadora en individuos sometidos a un mercado laboral fragmentado en mil pedazos, con intereses dispares y corporativos. Una clase que perdió su cultura emancipatoria, la capacidad de erigirse en el centro político de un movimiento subversivo, y la de encarnar al sujeto revolucionario.
El suelo de las convicciones más profundas se hundió; perdidas las escaleras, la gente sólo tenían brochas para agarrarse. La fábrica como fortaleza obrera, como buque insignia de la guerra de clases fue tocada y hundida. Con Marx, más allá de Marx, releyeron el “Fragmento sobre las máquinas” de los Grundrisse: “El robo del tiempo de trabajo ajeno sobre el cual se apoya la actual riqueza se presenta como una base miserable respecto a esta nueva base (el sistema de máquinas automatizadas) que se ha desarrollado mientras tanto, siendo creada por la misma gran industria. Apenas el trabajo en forma inmediata ha cesado de ser la gran fuente de la riqueza, el tiempo de trabajo cesa y debe cesar de ser su medida, y por consiguiente, el valor de cambio debe cesar de ser la medida del valor de uso”.
Entre los barrotes de la cárcel los hidalgos caballeros encontraron la tabla de salvación donde sujetarse. En el último tercio del siglo XX, ya se podía constatar como realidad empírica la intuición marxiana del “Fragmento”, por el cual, el saber abstracto -que alimenta el aparato tecnocientífico- se convierte en la principal fuerza productiva. Marx lo llama el general intellect. Desde entonces, la contradicción entre un proceso productivo que gira en torno al conocimiento (la principal máquina herramienta es el cerebro) y la unidad de medida de la riqueza coincidente con la cantidad de trabajo incorporada a la mercancía o el servicio, sólo puede llevar al “derrumbe de la producción basada sobre el valor de cambio” y, por lo tanto, al “comunismo”.
Eso decía un Marx tecnófilo hijo del Progreso y a ello se apuntaron sus epígonos italianos, añadiéndole al determinismo económico otra forzada determinación: la del sujeto o de los sujetos encarnados en la multitud. Si para Marx el desarrollo de las fuerzas productivas nos llevaría a las puertas del comunismo, la alucinación post-operaísta italiana consiste en sustituir la desmantelada lucha de la clase obrera por la multitud como sujeto político de la lucha de clase; “la clase de las singularidades productivas, la clase de los obreros del trabajo inmaterial” (Negri). A rey muerto, rey puesto; el proletariado será sustituido por el precariado, destacando como actores principales los trabajadores del conocimiento y las comunicaciones, para los que se han inventado un palabro que suena a pedrada: cognitariado.
Marx supo ver, en las primeras andanzas de la automatización industrial, el desplazamiento de la “generación” de riqueza desde el trabajo manual a la máquina dirigida por el saber abstracto; pero este corrimiento no cuestiona su aportación central a la teoría del valor, que siempre funcionó a la “pata coja”: para él, la fuente de toda riqueza es el trabajo no la naturaleza. Así se explica que la progresiva degradación ambiental del planeta, conforme a la automatización del proceso productivo, se haya convertido en el hecho dominante; es el triunfo rotundo de la tecnología, del general intellect.
Dicho saber abstracto, organizado y dirigido por el Estado y las empresas (escuelas, institutos, universidades, laboratorios, etc.), precisa de la sabiduría popular y de la cooperación social, de una movilización general para su funcionamiento. Y es en la cooperación social, en dicha relación donde los hidalgos italianos observan el tránsito de subjetividades latentes, que de forma determinante pueden cambiar el signo de las dominaciones. En esta visión alucinatoria, el Imperio es la última forma de dominio para contener a un desbordante comunismo.
El capitalismo industrial, en sus primeros pasos, logró arrebatar a los artesanos la dirección de su trabajo obligándoles a cómo y qué producir. El conocimiento de un oficio, fruto del saber social de varias generaciones y de años de aprendizaje fue relegado, puesto a disposición de los jefes de producción, los ingenieros y el personal directivo. El saber social dominado por un saber abstracto era todavía la fuente principal de conocimiento, y estaba ligado de forma imprescindible a la fuerza de trabajo. Con la mecanización y automatización el obrero de oficio es despojado de sus habilidades y saberes, el aparato tecnológico que dirige la producción puede prescindir de ellos: la máquina sustituye a la mano de obra, el saber social es aprehendido, subsumido y dirigido por el capital.
Si en siglos anteriores, la pérdida de bienes comunales y la extensión del trabajo asalariado provocaron la merma de autonomía de la gente, la tragedia del siglo XXI es la proletarización del conocimiento; un denominado general intellect convertido en la principal fuerza productiva del capitalismo postfordista. Sin embargo, lo que nos puede parecer a simple vista una cadena formada por duros eslabones -general intellect, aparato tecnológico y forma-Estado-, capaces de garantizar el dominio capitalista como el medio ambiente de la vida que nos obligan a vivir, para los viejos hidalgos y sus jóvenes seguidores, ese general intellect “es la base material para acabar con la sociedad de la mercancía y con el Estado” (Virno).
La realidad que nos impone el capital es dura y cruel; la soledad, los miedos y la tristeza perfilan un horizonte, no de futuro, si no de eterno presente. Va perdiendo fuerza la venta de esperanza, de paraísos, les basta con hacer navegable la nave, el planeta, el capitalismo; de ahí la importancia de la sostenibilidad, la eterna plegaria de los que viven con cierto acomodo en tiempos de zozobra: ¡Dios mio, por lo menos que me quede como estoy! Si no gusta esta realidad puede combatirse, pero nunca reinventarla con fantasías de caballeros andantes: los molinos son molinos y los gigantes, gigantes. El general intellect es lo que es, no lo que nosotros quisiéramos que fuera. Una cosa es el saber social fruto de las experiencias de la vida puestas en común (habilidades, técnicas, errores, aciertos, conocimientos, afectos, sentimientos, expresiones…) y otra el bautizado por Marx como general intellect, creador y a su vez criatura del aparato científico-tecnológico, que precisa para su voraz alimentación de la sabiduría popular.
Dos siglos de general intellect al servicio de la (re)producción capitalista han socavado las bases materiales del saber social: los vínculos sociales de las comunidades humanas y las relaciones de interdependencia y conocimiento con el medio natural donde habitan. Saberes ligados a las características de las cuencas físicas -al suelo, el agua, el clima-; saberes aprendidos con los cinco sentidos; saberes acumulados para vivir, no sólo para trabajar; saberes en el que la gente enseña y aprende, en el que la información y el conocimiento de poco sirven si no nos hacen más sabios; saber que no es tal si no se comparte, que no se obtiene sin el vínculo de la cooperación social. Con el saber abstracto y sus aplicaciones tecnológicas los vínculos sociales de la gente que hacen comunidad han ido desapareciendo, y lo que es peor, sustituidos por otros basados en el miedo, en la demanda de seguridad; vínculos directos y voluntarios entre el individuo y el Estado.
El conocimiento del hábitat humano, de sus particularidades y limitaciones, del saber que nos aporta han sido reemplazados en dos centurias por la enseñanza reglada, los expertos y un aparato técnico-científico al servicio de una producción que no conoce límites, en tanto que producción de unas relaciones sociales de dominio. La peor de las pesadillas es la que nos enfrenta al espejo y en él vemos reflejadas las armas del enemigo que son las nuestras. La época triunfadora del general intellect no es una fiesta (ningún tiempo anterior lo fue) por mucho que se empeñen, desde sus respectivas atalayas, los postmodernos capitalistas o los neo-operaístas de las multitudes; tras su implantación, como un paseo militar por la historia, va dejando a su paso millones y millones de vidas precarias.
Lejos de ser una construcción política del capital, el general intellect convertido en la principal fuerza productiva en el postfordismo, a los ojos de la caballería andante del precariado, es el fruto más preciado de la subjetividad social. Al determinismo económico marxiano se le añade el determinismo de la subjetividad. Demasiado peso para cualquier alforja. En el mundo de los sentimientos y los deseos suele alojarse la “irreductible” subjetividad humana. Sentimientos individualizados e irrefrenables, deseos infinitos que hacen de cada persona un mundo. La subjetividad, dicen, es irreductible porque forma parte de la condición humana. Y la intersubjetividad se produce mediante las relaciones sociales que se establecen entre los seres humanos. No hay que olvidar que las personas son seres sociales.
Pero las relaciones sociales, los vínculos que se crean también pueden ser obras del poder, moldeando los sentimientos y deseos personales, incluso la capacidad de pensar. Cuando expresamos amor a otra persona, nuestra forma de comportarnos ¿cuánto debe a la factoría cinematográfica? Y los deseos ¿parten exclusivamente de nuestro fuero interno, o los fabrica la publicidad? Criados en la respuesta binaria del ordenador a todas las preguntas, ¿cuánto tiempo tardará el pensamiento humano en dejar de ser como un árbol frondoso de infinitas ramas?
Tienen algo en común los abanderados de las multitudes y los sujetos irreductibles, con aquellos que sitúan la domesticación del sujeto como hecho probado tras el dominio tecnológico. Tecnófilos y tecnófobos añoran a la clase obrera portadora por excelencia del sujeto revolucionario en el pasado siglo XX. “Si el capital ha puesto la vida a trabajar, el ámbito de la producción abarca al conjunto de la reproducción social, por lo que el trabajo no ocupa ya en el centro sino que lo es todo; el sujeto se hace plural, la clase obrera deviene en multitud”. Esta es la cantinela, el rosario de cuentas que acompaña al rezo de la nueva caballería andante.
La añoranza del proletariado también resuena en la crítica libertaria o situacionista adornadas con plumajes tecnófobos, que certifican la domesticación obrera a manos de la tecnología y auguran un negro por-vernir. Pero todavía sueñan con que algún día el buen salvaje se rebele y deje de ser fiera amaestrada; es por ello que en su rancia escritura los términos masas y proletariado permanecen. Más allá de la domesticación de una clase social, a lo que asistimos es a la desaparición de ella, de sus culturas, lazos e intereses comunes.
El oprobio, la explotación y el dominio social continúan, pero el trabajo ha perdido su centralidad política, ha dejado de ser EL LUGAR donde afloran las subjetividades, el espacio por excelencia para agregarse y plantar cara al capital. El trabajo material o inmaterial, en la fábrica, en la oficina o en casa ha dejado de ser el centro de nuestras vidas; lo que prima hoy es la realización personal en el marco de un proyecto común en el que aspiramos a estar incluidos, aunque tengamos que forzarnos constantemente luchando contra la exclusión que es la muerte. El capital quiere confundirse con la vida y el general intellect funcionar como su sistema nervioso.
En la vieja caballería andante del proletariado cabalgamos juntos siendo jóvenes autónomos, pero hace muchos años que nos quedamos sin proletariado. Algunos viejos compañeros decidieron sustituir proletariado por precariado, e incluso señalar como vanguardia al cognitariado, palabra horrenda que quiere designar a los que curran con el intelecto en situaciones laborales precarias. A los viejos compañeros de viaje le salen franquicias jóvenes con discursos ininteligibles para la mayoría de las personas, lo que les hace parecer vanguardias, cuando sus alternativas para hoy (renta básica, ciudadanía universal, software libre, etc…) son el equivalente a las propuestas social-demócratas de finales del siglo XIX, acompañadas por ensoñaciones de molinos y gigantes. Nuevo y vistoso embalaje para el viejo chocolate del loro. Tamaña son las ensoñaciones, que un histórico compañero italiano de visita por la capital del Reino, se atrevió a definir lo ocurrido entre el 11 y el 14 de marzo de 2004, como la “Comuna de Madrid”, no se si “fumado” o “alegrado” sus oídos por las nuevas franquicias. Que yo sepa, en dichas fechas, nadie disparó sus fusiles contra el reloj de la Puerta del Sol.
Es hora de hablar, de gritar para que no nos confundan: no creo en el precariado, ni en la multitud como nuevo sujeto revolucionario o histórico de un proceso constituyente; no creo en nada, ni mantengo esperanza para alcanzar otros mundos posibles. Vivo en condiciones precarias y por eso odio la vida lo que me provoca un malestar que me obliga a luchar, y en esa lucha, soy feliz con los amigos. Puede parecer poco pero es mucho.
Ramón Germinal
Granada, julio-septiembre de 2004.
Fuente www.bsquero.net/textos/la-caballeria-andante-del-precariado