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Crisis del estado-nación y tribulaciones del caudillo en tiempos del poder comunitario

29.11.12

El crepúsculo de los caudillos
Raúl Prada Alcoreza

El crepúsculo cierra el día, es también el comienzo de la noche y anuncia otro día, el amanecer. Podemos usar esta figura, como se lo ha hecho repetidas veces, para referirnos a la clausura de una época, en este caso una época signada por el imaginario del patriarca. En la historia política latinoamericana se ha identificado a los caudillos como la expresión arrebatada de la personificación fuerte de la crisis política y también la emergencia política de lo popular. Ocurre como si en ciertas personalidades se plegaría la expectativa y la esperanza de los grandes estratos de los condenados de la tierra; también estas personalidades fueron los símbolos de las naciones imaginadas como emergencia dramática. Aparecen como acontecimientos históricos empero son productos de creativos imaginarios colectivos. La multitud los inventa, pues proyecta en ellos sus esperanzas e ilusiones; se convierten como los mesías, portadores de del cambio de ciclo y el anuncio de nuevos tiempos. Hay que estudiar detenidamente el perfil de estas apasionadas subjetividades. Los caudillos terminan atrapados en las tramas de estos imaginarios, terminan asumiendo su papel en guiones altamente exigentes. La masa no podría perdonarlos si no se parecen a sus retratos. Ambos, masa y caudillo, viven sentidamente su complicidad con un proyecto salido de las entrañas mismas de los deseos y pasiones colectivas.
Ahora bien, no podemos homogeneizar el perfil de los caudillos, no solamente porque lo que corresponden a distintos periodos, a distintas épocas, a distintos contextos, sino también por sus propias singularidades, por sus propias individualidades, sus propias historias de vida. Comparándolos vamos a encontrar grandes diferencias. Son también estas diferencias las que tienen que ser comprendidas a partir de lo que representan. Sin embargo, los caudillos cargan en el cuerpo de su simbolismo con el dramatismo contradictorio de la historia política de sus propios países. En la historia de la región, por lo menos, desde el corte que produce la colonia, aparecen los caudillos como salidos de terremotos sociales y políticos, expresando las profundas crisis estatales de las coyunturas vividas. Durante el siglo XVIII los caudillos indígenas emergen desde la profundidad de las comunidades y pueblos dominados por las estructuras coloniales impuestas, por la administración colonial que entró en crisis; también emergen de las grietas abiertas por la crisis de la colonia y del imperio español. Durante el siglo XIX emergen caudillos criollos y mestizos como expresión de las contradicciones de los nacidos en el continente americano y los peninsulares. Una economía pujante basada en la minería y el comercio choca con el monopolio de los peninsulares, protegidos por la administración de los virreinatos y capitanías. Todo esto se da en plena declinación de la dominación española y portuguesa de los mares, declinación que acompasa el cierre de los ciclos del capitalismo genovés y holandés. Estos ciclos transfieren la posta a la hegemonía británica en un nuevo ciclo del capitalismo, estructurado a partir de la revolución industrial y la incorporación plena del Estado como instrumento de la acumulación de capital. Frente al monopolio español y portugués, los británicos enarbolan la bandera del libre mercado. En este contexto los caudillos criollos y mestizos simbolizan los proyectos republicanos.
Durante el siglo XX, cuando declina la hegemonía británica y el ciclo que va a caracterizarla y emerge como potencia los Estado Unidos de América, abriendo un nuevo ciclo y una nueva hegemonía, el ciclo caracterizado por la libre empresa y por las revoluciones administrativas y productivas a escala, el fordismo y el taylorismo, un ciclo determinado también por el consumo de la energía fósil, emergen caudillos nacionalistas como expresión de las contradicciones entre las naciones y Estados-nación periféricos con el imperialismo, que es la caracterización conceptual que se da a esta hegemonía, aunque también a una combinación compleja entre capital financiero y Estado-nación dominantes. Estos caudillos cargan, en el cuerpo del simbolismo que representan y en el simbolismo de su cuerpo que experimentan, con los proyectos de soberanía y de independencia nacional, construidos en luchas sociales de matriz nacional-popular. Las nacionalizaciones de los recursos naturales y de empresas trasnacionales, las políticas económicas de sustitución de importaciones, del fortalecimiento del mercado interno, por lo tanto también de industrialización, forman parte de acciones políticas estatales que buscan transformar las estructuras de la dependencia y sustituirlas por una institucionalidad estatal moderna y democrática.
Las contradicciones inherentes a estos procesos someten a los gobiernos populistas, a sus proyectos y a sus bases sociales a duras pruebas. El desenvolvimiento de los procesos, de sus contradicciones, lleva a los mismos a puntos de encrucijada, donde hay que escoger por la profundización de estos procesos o por una salida aparentemente cautelosa de equilibrios y negociaciones, que ha conducido al desenlace de catastróficos hundimientos o de deshonrosas claudicaciones. En la historia latinoamericana sólo se cuenta con un caso donde la lucha nacional antimperialista se convirtió en un proyecto socialista. Las contradicciones del proceso nacional, antimperialista y en contra de la dictadura, condujo al punto decisivo; la profundización del proceso llevó rápidamente a una salida social y geopolítica, en el contexto de la guerra fría entre dos superpotencias, una capitalista, la otra con-figurante del llamado socialismo real. Este proceso sigue en curso, aunque en otro contexto, ya no de la guerra fría, sino el de la globalización avanzada del capitalismo tardío, bajo el dominio absoluto de las redes del capital financiero. Otras contradicciones han aparecido en la construcción del socialismo en un solo país, contradicciones nacidas de la demanda creciente social de bienes, debido a la profesionalización a gran escala de la población, contradicciones debidas al aislamiento, agravadas por el bloqueo impuesto, también contradicciones del mismo proyecto socialista en plena crisis de la modernidad, acompañada por la crisis ecológica.
A fines del siglo XX y comienzos del siglo XXI aparecen nuevamente la figura carismática de los caudillos, en un contexto mundial altamente complejo, signada por las crisis financieras, el diferimiento financiero de la crisis, la especulación y las burbujas financieras; también de un escenario de guerras de nuevo tipo, casi policiales del gendarme del orden mundial capitalista, guerras por el control de las reservas petroleras, serie de guerras que están lejos de haber terminado. Contexto mundial del capitalismo que anuncia el agotamiento del modelo energético, basado en la energía fósil, mostrando síntomas peligrosos de la crisis ecológica, debidos al desborde de la contaminación, la depredación ambiental y los desequilibrios ecológicos. Podemos también hablar de la crisis de la forma Estado y las formas de representación políticas. Estos caudillos expresan el desacuerdo de la gente con el proyecto neoliberal, basado en el despojamiento de los recursos naturales, ahora dados a gran escala, a través de megaproyectos como los conformados con la mega-minería, interpretados en su tendencia global en el proyecto neoliberal efectuado como programa de privatizaciones, proyecto del capitalismo tardío que tienden a privatizarlo todo, incluyendo a los espacios públicos y bienes naturales. Una de las característica de estos caudillos es haber emergido de luchas sociales anti-neoliberales; otra de las características tiene que ver con que los procesos en los que están insertos se enfrentan a desafíos del fin de ciclos; el ciclo capitalista de hegemonía norteamericana, el ciclo de la modernidad, el ciclo de la energía fósil, pero también enfrentan el desafío de lograr otro proyecto emancipatorio ante la crisis del proyecto socialista. Se puede detectar estas búsquedas en los discursos sobre el socialismo del siglo XXI, también en los discursos sobre el Estado plurinacional y los planteamientos civilizatorios sobre el vivir bien. Los procesos en cuestión han expresado sus visiones políticas en constituciones que pretenden ser la apertura al nuevo horizonte abierto por las luchas sociales.
Aquí es donde se muestra el perfil contradictorio de los caudillos. Forman parte de la herencia de la solución carismática de la política cuando, en cambio, sus procesos se encaminan al diseño de democracias participativas. Terminan replegándose a los proyectos inconclusos de los imaginarios nacional-populares cuando, en cambio, sus procesos se abren a la condición plurinacional, a construir estados plurinacionales, por lo menos en dos de los casos emergentes. Al hacerlo reproducen una contradicción profunda en sus gobiernos, precisamente al intentar concluir con los proyectos inconclusos de desarrollo nacional, enfrentándose a demandas de alternativas al desarrollo, sobre todo por parte de los pueblos indígenas. También, al hacerlo, terminan manteniendo la fabulosa maquinaria chirriante y oxidada del Estado-nación, con toda su burocracia, centralización y normas administrativas liberales. Los caudillos se convierten en los puntos neurálgicos de la crisis política en una nueva encrucijada de los procesos. ¿Por donde ir? ¿Por la profundización del proceso o por la administración dilatada de la crisis? A diferencia de los caudillos de los siglos pasados, los caudillos del siglo XXI son pragmáticos, realistas y cautelosos; se inclinan mas bien por lo segundo, por la administración desplegada de la crisis económica y política. Los caudillos del siglo XXI no tienen el perfil heroico de los tiempos gloriosos de la lucha antimperialista, prefieren investirse de los oropeles de aquellos protagonistas, nombrarlos como sus antecesores, pero sin seguir sus ejemplos.
Los caudillos, en general, la figura de los caudillos, lo que representan, el simbolismo que expresan, sobre todo por el imaginario al que responden, forman parte de las complexiones subjetivas más antiguas correspondientes a las sociedades patriarcales. La interpretación de la significación de los caudillos tiene que remontarse a esta figura ancestral basada tanto en la forma de la familia que tiene su eje simbólico de dependencia en el padre, así como también en la complicidad de la fraternidad masculina. Las relaciones patriarcales devienen desde entonces, desde los remotos tiempos en que las sociedades antiguas construyeron el eje simbólico del poder en la figura dominante del padre. Seguramente vamos a encontrar variedad de expresiones, perfiles, mitos, de esta figura dominante masculina; en algunos casos ligados al anciano de la familia o de las familias vinculadas consanguíneamente, en otro caso vinculados al guerrero o también al chamán, al adivino, al que lee las marcas y los signos, al interprete de los sueños. La mitificación del patriarca ha sido favorecida por el mismo proceso de sedentarización, por la conformación de las sociedades agrarias, también por la formación de las ciudades ceremoniales o comerciales, donde las fraternidades podían generar alianzas duraderas y estratégicas. Esta figura, el mito del patriarca, también ha sido favorecida por la consolidación, expansión y difusión de las religiones monoteístas. La unidad trascendente de la divinidad creadora se asienta en la memoria empírica y referente del padre de todas las cosas. En relación a este arquetipo único del comienzo de los tiempos se encuentra la aparición de los mensajeros, del mesías, de los anunciadores del apocalipsis y del juicio final. Los imaginarios milenaristas proliferaron al cumplirse los milenios o los ciclos conmensurados de distintas maneras. Si bien esto acontecía en los imaginarios religiosos, sobre todo populares, en los periodos tempranos de la modernidad estos significados se transfieren al campo político. La figura carismática del patriarca se adecúa en los espacios de la lucha política, donde el padre conductor aparece como el caudillo, el líder, en el que se depositan las esperanzas de una gran familia, que es el pueblo, que son los desposeídos. No podía ser sino un mesías político el que se convierta en la promesa de la emancipación, promesa que antes era de la salvación. Se entiende entonces la capacidad de convocatoria que tienen los caudillos en la medida que despiertan profundas esperanzas religiosas, interpretadas como esperanzas políticas. Las luchas políticas se pueden convertir en guerras santas.
El gran problema de esta enigmática herencia y profunda memoria subjetiva es que construye una dependencia infantil de los seguidores, esta dependencia se conforma en una relación figurada de hijos con el padre, relación de subordinación y obediencia; radica en la autoridad que otorgan los valores semi-religiosos. Esta relación jerárquica es un obstáculo para liberar relaciones horizontales que permitan la crítica. Esta relación de dependencia es un obstáculo para crear las condiciones de posibilidad de un uso crítico de la razón, también para lograr desprender formas democráticas participativas. El problema histórico-cultural y civilizatorio de este devenir de las estructuras patriarcales es que se asienta en el desconocimiento político de las mujeres, de sus potencialidades creativas, de su alteridad potencial para construir otros ámbitos de relaciones y otros horizontes civilizatorios. Las mujeres han tenido que conquistar el reconocimiento de la igualdad, el derecho a voto, la ampliación de los derechos ciudadanos y el derecho a participar en los ámbitos considerados de dominancia masculina.
Las estructuras patriarcales se encuentran en los substratos organizativos e imaginarios de las instituciones, sobre todo son el sostén imaginario, simbólico del poder; en conjunto son como el arquetipo ancestral del Estado. El devenir Estado arraiga en esta metamorfosis de las relaciones y estructuras patriarcales, desde su conformación en las comunidades y sociedades agrarias, basadas en la cohesión de las relaciones consanguíneas y alianzas familiares, hasta la formación de los estados modernos, pasando por una variedad de instituciones sociales y políticas que formalizan las relaciones de poder. El cuestionamiento a las formas autoritarias, a las limitaciones a la democracia y al ejercicio de la democracia, a las limitaciones a las formas múltiples y plurales de la ciudadanía, incuso el cuestionamiento al Estado, nunca va a ser completo si es que no se adentra la crítica a esta matriz patriarcal. Los cimientos del Estado se encuentran en estas estructuras patriarcales. Por eso la crítica al Estado, como instrumento separado de la lucha de clases y de la dominación colonial, la crítica al Estado-nación, en la perspectiva de descolonizar el Estado y construir un Estado plurinacional comunitario y autonómico, nunca va tocar raíces si es que no se hace sobre todo una critica al Estado patriarcal.
La figura del caudillo revive de una manera individualizada y personificada los significados y los usos simbólicos del Estado patriarcal. Por eso su figura es tan compleja, tan paradójica y contradictoria. Puede llevar adelante proyectos y expectativas nacional-populares, empero acompañadas por formas de supeditación y dependencia de la masa. En un principio, cuando nace un proyecto nacional-popular esta relación apasionada con el líder puede incidir en los alcances de la convocatoria, puede cohesionar fuertemente a los seguidores, empero, en la medida que el conflicto alcanza niveles de mayor complejidad o cuando a nivel de gobierno se tienen que asumir decisiones políticas, esta forma carismática de la política se convierte en una debilidad del proceso mismo. Impide la maduración política del pueblo, de las multitudes movilizadas, impide la politización de la base, su incorporación participativa en las decisiones políticas.
No se puede culpar a los caudillos de estos desenlaces, pues no hay que olvidar que son producto también del imaginario de la gente, el pueblo los inventa. Los caudillos caen atrapados en la trama de estos imaginarios. Hay entonces como una complicidad entre ambos, caudillo y masa, caudillo y pueblo. El imaginario del caudillo lo tienen incrustado en su propio cuerpo, en sus propias conductas y comportamientos, en sus propios imaginarios, los conglomerados y pueblos organizados y movilizados. Esto se hace visible y evidentemente problemático cuando los caudillos asumen el gobierno; las dirigencias, las organizaciones involucradas, tienden a desplegar una relación de dependencia con el Estado, que aparece decodificado como figura paternal. Esta relación con el Estado patriarcal, con el caudillo-padre, puede prosperar en formas complicadas de clientelismo. Con lo que las organizaciones, las dirigencias, los conglomerados, involucrados terminan perdiendo su propia potencia política y terminan no solamente supeditados y cooptados, sino inmovilizados.
La crisis múltiple del Estado-nación, la crisis de representaciones, la crisis política, en sentido general, muestran que estas formas, contenidos, expresiones de las relaciones y estructuras de poder se han desgastado, incluyendo, claro está, la figura carismática del caudillo. La crisis del Estado-nación exige transiciones a otra forma de Estado o si se quiere a otra forma de organización política de la voluntad general. La crisis de las representaciones exige que abandonemos las formas delegadas de la democracia representativa y construyamos las condiciones y las bases de la democracia participativa. La crisis política exige salir de la definición de la política a partir de la relación amigo-enemigo, construyendo relaciones solidarias y hospitalarias que van más allá de esta dicotomía amigo-enemigo. En la apertura de este horizonte la alteridad potencial del feminismo de-colonial, de las diversidades subjetivas, se convierte en una promesa hacia una transición civilizatoria más allá de la política.

Tribulaciones del caudillo en tiempos del poder comunitario
Las limitaciones y contradicciones del caudillo en tiempos de emergencia de la circulación de los saberes y del poder comunitario se hacen estridentes. Más que las propias instituciones modernas, mas que el Estado-nación, más que las formas de organización partidaria y de los sindicatos, que han sabido convivir y compartir con los caudillos, es la emergencia de los movimientos sociales anti-sistémicos, el resurgimientos de las asambleas, cabildos y comunidades, la circulación de los saberes y la participación colectiva, con sus formas autogestionarias y de autoconvocatoria, lo que ha terminado cuestionando y haciendo evidente el anacronismo de la figura del caudillo. El caudillo no corresponde a las luchas del presente, no puede sostenerse ante la manifestación de iniciativas colectivas, de deliberaciones abiertas, de debate y discusiones callejeras. No puede sostener su perfil individual y personalizado ante la multitud, los múltiples rostros y voces que emergen y se hacen presentes, que hacen gala de sus elocuencias y el despliegue del lenguaje de sus cuerpos. El caudillo no puede sostenerse ante la exigencia de la participación y el avance de la democracia participativa. Se encuentra de sobra en estos escenarios; es una reliquia del pasado. Empero lo acompañan fuerzas que no quieren deshacerse de las instituciones, de los agenciamientos concretos de poder, de las relaciones y estructuras, que sostienen privilegios, monopolios, centralismos y clientelismos. Hay como una resistencia desesperada ante los cambios de contextos y de la subversión de la praxis. Es sintomático el comportamiento de este bloque conservador ante la apertura abierta por la Constitución. Para la gente coaligada en este bloque conservador la Constitución es un texto útil para la propaganda, pero no para aplicarlo ni cumplirlo. Incluso, paradójicamente y forzadamente puede ser utilizada para mantener el estado de cosas, el mapa de las instituciones liberales, el Estado-nación, el modelo extractivista y, sobre todo, los ámbitos de circuitos clientelistas conectados al Estado y manejados por el gobierno. Ciertamente la figura del caudillo es completamente funcional a los intereses de casta, de clase y de élite de este bloque. Necesitan del caudillo, requieren de este símbolo de autoridad, usan la imagen de patriarca, no sólo para mantener el estado de cosas sino para lograr reproducir las sumisiones, los servilismos, las dependencias y clientelismos. Por eso alimentan la figura del caudillo y también, por eso mismo, paradójicamente, lo tienen al caudillo como un rehén de sus entornos. Aunque el caudillo acepta placenteramente este enclaustramiento dorado, acogido por alabanzas y pleitesías.
Un síntoma indicativo de la convivencia entre instituciones modernas y Estado-nación con la figura emblemática del caudillo es el sistema presidencialista. Esta forma republicana y de la democracia formal; aunque en el mismo esquema político podía haberse dado otro sistema representativo y de gobierno, por ejemplo el parlamentarista. Nadie está tomando partido por el parlamentarismo, pero lo ponemos como ejemplo para mostrar que incluso en el marco liberal había otras opciones. Empero el presidencialismo, aunque se presenta formalmente como forma de gobierno republicana y liberal, como forma de representación y organización de las decisiones, refuerza con su jerarquía la figura del caudillo. El monopolio de las decisiones no sólo queda en el Estado, en su núcleo ejecutivo, que es el gobierno, sino que queda en manos del presidente. Obviamente es el presidente y los entornos los que terminan expropiando la voluntad al pueblo y usan esta referencia para imponer su voluntad particular.
Hay otros problemas derivados del presidencialismo. Entre estos tenemos que mencionar la restricción de la deliberación, con ello del cotejamiento y de los contrastes. Restricciones que pueden derivar en la suspensión de la libertad de expresión y de pensamientos, que acompañan a la restricción de la deliberación junto al apocamiento del raciocinio. En todo caso, revisando la historia política de los regímenes republicanos, podemos decir que los presidencialismos son más propensos a limitar los alcances de la democracia que los parlamentarismos. No es una defensa del parlamentarismo, empero como que la selección de la opción presidencialista esta ligada a requerimientos de centralización y concentración del poder de las élites dominantes. Aunque esto no sea categórico, son las tendencias prácticas inherentes a las experiencias políticas las que han mostrado esos desenlaces. También, claro esta, pueden darse formas combinadas entre presidencialismo y parlamentarismo; empero lo que se observa en América Latina es la preponderancia de la forma presidencialista, incluso su reforzamiento entregando al presidente prerrogativas especiales en temas estratégicos. Sin embargo, debemos recordar que la discusión no es sobre las alternativas del presidencialismo o del parlamentarismo, sino de evaluar cómo la forma presidencialista refuerza la figura anacrónica del caudillo.
Otro espacio donde se observa el anacronismo del caudillo es su contraste con los campos problemáticos del presente; medio ambiente, crisis ecológica, crisis energética, soberanía alimentaria, transgénicos, alternativas al desarrollo, derechos de las naciones y pueblos indígenas originarios, derechos de la madre tierra, alternativas de transición al modelo extractivista, alternativas a la industrialización en la revolución tecnológica científica y cibernética, democracia participativa. Estos problemas rebasan a la convocatoria del caudillo y de sus mapas de fuerzas, de sus diagramas institucionales, de sus bloques de complicidad y clientelismo, que lo sostienen. El tratamiento y la resolución de estas problemáticas altamente complejas requieren de participaciones deliberativas, criticas, requieren de circulación de conocimientos y saberes, de contrastaciones, de construcciones colectivas de la comprensión de los problemas, de formación de consensos, de incorporación de saberes tradicionales y de las sabidurías comunitarias, cosa que la lógica centralista, monopolista, elitaria y clientelista que mantiene el Estado-nación, el gobierno de administración liberal, las cúpulas de especialistas y abogados, en combinación y componenda con el caudillo, no puede soportar. Este diagrama de fuerzas que sostienen al caudillo entra en contradicción con esta emergencia de la democracia participativa y de las lógicas colectivas y comunitarias.
No deberíamos extrañarnos que un caudillo que incluso llega a incorporar en su discurso tópicos como la defensa de la madre tierra, la descolonización, la emancipación indígena, el vivir bien, termine efectuando en la práctica políticas públicas totalmente contraria a los discursos emitidos en campañas, en foros internacionales, en la primera etapa de la gestión de gobierno, sobre todo durante el proceso constituyente. ¿Cómo explicar este contraste? No olvidemos que ante todo el caudillo es un imaginario, es un símbolo, emergido de las profundidades de las matices históricas del poder, de las relaciones y estructuras patriarcales, que ha vivido sus reconfiguraciones con los códigos de las representaciones milenaristas, también con las experiencias modernas de las migraciones a las ciudades, donde los marginados reviven al mesías en su forma política y comunicacional. El caudillo también cree en su propia imagen, se deja atrapar por ella, se considera un profeta y portavoz de los vientos de cambio. Empero esto no va más allá del juego de imágenes; mientras esto quede en los escenarios, en los discurso, en la plasticidad del lenguaje de la imagen, no hay problema. El problema comienza cuando hay que llevar a cabo la promesa. Pues esto significaría romper con el mismo teatro político a la que ha sido reducida la realidad, y al hacerlo romper con los andamiajes, con las estrategias inherentes al montaje. Como en un efecto dominó, desencadenaría la ruptura con las complicidades de los entornos y de los clientelismo. En otras palabras se derrumbaría la estructura de poder donde se sostiene el caudillo. El defender efectivamente la madre tierra, en la práctica, lo llevaría a cuestionar el modelo económico que sostiene el Estado, el modelo extractivista. Esto exige poner en cuestión todas las articulaciones y circuitos entrelazados del modelo económico del círculo vicioso de la dependencia. Incluso habría que discutir consecuentemente el sentido de la industrialización y del mercado interno, su ligazón con las imposiciones del mercado externo. El mismo sistema financiero se encontraría cuestionado, el papel de la banca. De este modo se volvería a problematizar la propiedad privada de la tierra. El uso de la tierra por parte de los terratenientes y campesinos, el uso de los transgénicos, el efecto desforestador, depredador y de generación de desiertos por parte de los monocultivos. Empero, sobre todo, el tratamiento de estos problemas, al requerir el concurso de colectividades y de formas abiertas de participación, de acceso a la información y de transparencia, evaporaría la importancia del caudillo en este ajetreo democrático.
El caudillo es parte de una trama, de una textura dramática, trama y drama que responden a una escritura dada, sobre todo a un formato de leyenda. Esta trama lleva a la soledad absoluta del caudillo, sobre todo, paradójicamente, cuando aparece más protegido por la maquinaria estatal, que cada vez más se parece al Estado de excepción, cuando más adulado se encuentra por la organizados grupos de funcionarios, por el copamiento de todos los poderes del Estado, por el control de la mayoría parlamentaria. El caudillo puede cumplir con la actuación pero no puede realizar su fantasía, no puede materializar sus promesas, pues significaría salir del encantamiento. El caudillo es una ficción; lo inquietante es que se trata de una ficción funcional a la política, a la política de Estado, al ejercicio de prácticas políticas, clientelares, de poder, que nada tienen que ver con el imaginario de esperanza que alimenta el caudillo. Por eso la vida de los caudillos es dramática, terminan martirizados por las propias masas que han creído en ellos o terminan desterrados, también pueden terminar como en el Otoño del patriarca de Gabriel García Márquez, desolados, aislados del mundo, abandonados en su fortaleza de angustias y comedias.
En este contexto interpretativo es imposible sostener la tesis de la conspiración, la tesis de la traición. Esta tesis es muy simplista, reduce todo al factor subjetivo individual, otorgándole el privilegio del control racional de todas las variables. El caudillo no puede traicionar, es parte de su trama, de su drama, por lo tanto también de sus contradicciones. Vive su papel empujado por las olas de la ficción. Lo asombroso es que los caudillos creen en la tesis de la conspiración; se sienten traicionados, encuentran hasta en su sombra los signos de la conspiración. En este contexto el caudillo ya no responde a ningún principio de realidad sino a sus propios fantasmas, a su propio imaginario que inventa enemigos por todas partes. El caudillo se siente incomprendido y saboteado. Por eso es capaz de desencadenar la represión más sañuda, creyendo que ésta ya está justificada.
Mientras el caudillo se encuentre en la ventaja de tomar decisiones políticas lo va a hacer, respondiendo a los compromisos, a las complicidades, a los circuitos clientelistas. Pues en estos espacios se siente protegido. Puede ocurrir que en ciertos momentos y hasta en ciertos casos el caudillo opte más bien por la imagen que pregona y tome otras decisiones, más próximas a las esperanzas de la ilusión que encarna que al pragmatismo de las relaciones de poder donde está incrustado. Esto ocurre muy escazas veces, sobre todo al principio de su gestión, cuando todavía no esta montado el escenario, tampoco esta consolidado el mapa de relaciones concomitantes. Es muy improbable que esto ocurra en una etapa avanzada de su gestión; aunque estos actos heroicos se pueden dar. En esas circunstancias hasta sus entornos lo pueden considerar peligroso.
Ahora bien, cuando dijimos que el caudillo es prácticamente un rehén de sus entornos, también dijimos que esto se da con la complicidad gustosa del caudillo. Esta relación es enmarañada, resulta que también los entornos se tienten seducido por el caudillo, pero también temerosos. El caudillo se convierte en el jefe, también el juez, se encuentra sobre ellos, puede dirimir, pero también mandar en pleno sentido de la palabra. Como la tendencia de los entornos es no hacer crítica al jefe, la palabra del jefe es la verdad indiscutible. Su participación en las reuniones es inhibida por la presencia central del jefe. Es como ir a un examen; cuando la tensión sube y los examinados sufren. En estos estrechos escenarios del poder la telaraña de las relaciones entre jefe y subalternos es una red atrapante para ambos, jefe y entorno. Desde una perspectiva, el caudillo es rehén de los entornos; pero desde otra perspectiva, desde la perspectiva del jefe, de la autoridad suprema, el caudillo es el poder absoluto, es un dictador, ante el cuál tiemblan ministros, viceministros, técnicos, funcionarios de todo tipo. Por eso, estas relaciones concomitantes en los estrechos escenarios del poder, pueden mirarse también como dramas pasionales. Hay como una competencia por agradar al jefe; un gesto, una mirada, una palabra, un silencio, pueden ser interpretados como desaprobaciones, ante las cuales los funcionarios terminan profundamente deprimidos. En estos trámites se ocultan informaciones negativas, se presentan mas bien los informes positivos, de tal manera que ambos, jefe y entornos, terminan atrapados en sus propias mentiras.
Esta puede ser una de las explicaciones de cómo se construyen los errores garrafales en política. La imagen que tiene el poder de la realidad es como si ésta fuera un espejo de los sueños de grandeza. Entonces los datos que se asumen de la realidad, que pasan el filtro, son los que confirman la imagen positiva que tiene el poder de sí mismo. Cómo todo va bien, cómo se supone que tienen la aceptación de la gente y de la opinión pública, se toman decisiones en el marco agradable de este paraíso. Si la respuesta es de rechazo por parte del pueblo, que tiene que soportar las consecuencias de estas decisiones, entonces la interpretación mecánica del conjunto de funcionarios, del bloque en el poder, es que han sido incomprendidos, de que la gente requiere de explicaciones más minuciosas. Estas explicaciones tienen que ser armadas y las fuentes de estas explicaciones no pueden ser otros que los cuadros positivos y de avance, de crecimiento y de logros del gobierno. De este modo las explicaciones se convierten en propaganda. Lo que termina haciendo exasperar a la gente que vive la vida cotidiana y tiene otra perspectiva de la realidad.
Si una medida ha sido rechazada, incluso si el gobierno se ha visto obligado a retroceder, abrogando su medida, esto no quiere decir que ha renunciado a cumplirla y a efectuarla. Es cuestión de tiempo; el gobierno no puede estar equivocado, tiene una perspectiva más amplia que el pueblo, ve más lejos; lo que pasa es que el pueblo no ha comprendido la estrategia. La medida queda suspendida como una espada de Damocles. La medida puede volver a aparecer cualquier rato, disfrazada, como si fuese otra medida, incluso la medida consultada al pueblo. La psicología de los políticos es de antología, son los grandes prestidigitadores, tienen al alcance múltiples herramientas, muchas artimañas, pueden optar por caminos de los más laberínticos para llegar a los objetivos trazados. Nunca se inmutan, están como acostumbrados a moverse en esos territorios movedizos, esa tierra de nadie, entre la ficción y la realidad. Para los políticos la objetividad es ese procedimiento habilidoso de convencimiento, esa constante negociación entre realidad y ficción, con el objeto de lograr domesticaciones de determinados recortes de realidad, que son su campo de dominio. Sus hipótesis se corroboran cuando logran imponer una política, una ley, una estratagema. Han burlado a los demás.
Empero todo esto son los campos de dominio de las relaciones y estructuras de poder, donde la figura del caudillo cabalga como el fantasma insomne. Estos dominios se ven amenazados por los nuevos campos problemáticos, los contextos de realidad presentes, los nuevos sujetos sociales, las nuevas relaciones intersubjetivas, las vocaciones autogestionarias, autodeterminantes y de autoconvocatoria. Estos dominios se ven amenazados por la construcción de nuevas relaciones emergentes, horizontales, participativas, colectivas, comunitarias, expresión de saberes colectivos. Ante la evidencia de que los tiempos han cambiado, la herencia política, de las prácticas, de sus instituciones y de sus imaginarios, ha quedado obsoleta. No puede responder a los desafíos del momento. No puede resolver los problemas. No puede encontrar salidas, salvo la del círculo vicioso de la propia reproducción del poder y de lo mismo. Para resolver estos problemas, para abordar estos desafíos, se requiere de otros ámbitos de relaciones, de otras formas políticas, participativas, colectivas, del intelecto general y de los saberes colectivos, de la formación de consensos y convocatorias multitudinarias, y sobre todo de formas gubernamentales de las multitudes.


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