Discrepando de algunos datos, como que la población indígena en Venezuela apenas estaría alcanzando casi el 3%, lo que es una información muy lejana a la realidad, modelada por el estilo racista del censo, este texto aclara las contradicciones entre estado y autonomía comunitaria
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Autor: Fernando Angosto. Universidad Bolivariana de Venezuela, 11/10/2009
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Multietnicidad, pluriculturalidad y pueblos indígenas en la V República
La Constitución de la República Bolivariana de Venezuela (CRBV), sancionada en diciembre de 1999, marcó un hito en la historia constitucional del país por una combinación de razones políticas y técnicas que ya han sido ampliamente comentadas. El proyecto político que lidera Hugo Chávez, basado desde sus primeros estadios en ideas de refundación republicana y rechazo frontal al sistema puntofijista (Raby, 2006: 145-155), necesitaba establecer tras la victoria en las presidenciales de 1998 un nuevo marco constitucional que procurase al mismo tiempo las directrices legales del emergente proyecto político y un punto de inflexión simbólica entre la V República y su predecesora. La CRBV introdujo disposiciones innovadoras para articular sus principios de democracia participativa y protagónica y, en general, varios elementos relacionados con el denominado n u e v o constitucionalismo americano (Viciano y Martínez, 2007). Entre estos elementos se encuentran los de reconocimiento étnico y cultural vinculado a las nociones liberales de multiculturalismo en las sociedades estatales contemporáneas. El carácter “multiétnico y pluricultural” de la República que proclamaba el Preámbulo constitucional se convirtió en una de las banderas de los defensores del cambio social en Venezuela.
En 1999, la referencia constitucional a la multietnicidad y la pluriculturalidad dentro del Estado venezolano estuvo esencialmente determinada por el reconocimiento de los pueblos indígenas como una parte distintiva de la nacionalidad. El reconocimiento indígena no fue igualado en las disposiciones que indirectamente afectan a grupos étnicos no-indígenas, ninguno de los cuales obtuvo un tratamiento constitucional comparable. Los pueblos indígenas venezolanos quedaron situados dentro de la categoría conceptual de “pueblos originarios”, mientras que el resto de grupos étnicos, indiferenciadamente protegidos por el paraguas de la interculturalidad y el principio de la igualdad de culturas (art. 100 CRBV), no obtenían derechos grupales diferenciados. A casi una década de promulgada la constitución, los indicios existentes no hacen prever que en el corto plazo otros grupos étnicos alcancen ese tipo de derechos diferenciados, aunque sí es probable que consigan otras formas de reconocimiento positivo si se mantiene el actual clima político. Es significativo que el abortado proyecto de reforma constitucional votado en diciembre de 2007, que con sus 69 artículos finales representaba una radiografía de las prioridades políticas del gobernante bloque bolivariano, tampoco contemplaba un tratamiento diferenciado para grupos étnicos no indígenas (a pesar del notable cabildeo desplegado en particular por el emergente movimiento afrovenezolano desde que la reforma fue anunciada). No obstante, estos grupos obtenían en la propuesta un logro de destacado valor simbólico y con potencial de promoción material: se hacía un reconocimiento explícito de la contribución cultural africana y europea a la nacionalidad venezolana (artículo 100). Y el hecho de que el Censo General de Población y Vivienda de 2010 vaya a recoger información sobre la población afrovenezolana podría ser el comienzo de una vía hacia la creación de derechos diferenciados para este grupo, aunque es todavía temprano para saber en qué desembocará este tipo de reconocimiento.
La novedad e importancia del reconocimiento indígena en la CRBV fue tan notable que algunos analistas la bautizaron como “indigenista”. Tras la fugaz mención que la Constitución de 1961 hacía a los pueblos indígenas, promoviendo “su incorporación progresiva a la vida de la nación” (art. 77, Capítulo IV, Título III), la llegada de la CRBV, con su capítulo VIII dedicado a los pueblos indígenas y otros artículos y disposiciones haciendo referencia explícita a los mismos, suponía de hecho en términos legales un gran cambio, y así fue comentado (Bello, 2005). Posteriormente, un corpus significativo de legislación derivada del marco constitucional, y muy destacadamente la Ley Orgánica de Pueblos y Comunidades Indígenas sancionada en diciembre de 2005 (LOPCI), ha continuado respondiendo al modelo liberal comunitario de derechos grupales diferenciados.
En este trabajo, más que hacer un nuevo análisis de esa legislación o de los obstáculos que están frenando su aplicación efectiva, consideramos necesario destacar que esas disposiciones constitucionales y todo el constructo legal asociado están inextricablemente vinculados al proceso de reconstrucción de la identidad nacional impulsado desde el aparato estatal y los gobiernos bolivarianos con la llegada de la V República. Repasemos este proceso con más detalle.
Guaicaipurismo: identidad nacional e indigenidad en la Venezuela bolivariana
Todo sistema político humano, independientemente de las formas que tomen sus instituciones o de su filiación ideológica, es un constructo social que requiere de narrativas discursivas para legitimarse y para facilitar identificación y cohesión entre los miembros de dicho sistema. Esas narrativas se cultivan determinantemente a través del discurso, concepto que en este trabajo usamos en su sentido de “lugar de encuentro del lenguaje y la ideología”, en línea con la caracterización dada por Ana I. Méndez en estudios recientes sobre el discurso político en Venezuela (2006: 111). El discurso así entendido es parte de los procesos de poder que construyen la vida social: a través de él se adquiere (o se pierde) poder r e t ó r i c o con el que los actores políticos “intentan construir nuevas hegemonías o mantener la que detentan” (ibid.: 110).
Desde hace décadas, la mayoría de estudios sobre nacionalismo que no basan su análisis en premisas primordialistas encuentran terreno común, a pesar de la diversidad existente en sus enfoques metodológicos y teóricos e independientemente de sus divergencias finales en la explicación de cuáles son los orígenes de “la nación” y cuáles sus funciones, en la aceptación de que ésta es una entidad compleja y contingente en cuya aparición y reproducción juegan un papel decisivo las narrativas ideológicas de cohesión
y legitimación. La unidad política más vinculado a la nación es el Estado moderno, considerado generalmente desde la visión nacionalista como la estructura político-administrativa que hace posible la versión plena del concepto de nación. El aparato político-administrativo del Estado, expresión de los sujetos que efectivamente lo controlan, es también visto como elemento central en la creación, reproducción y, en su caso, modificación de una identidad nacional, aunque se reconoce que esta construcción “desde arriba” no es entendible sin su complementación con los aportes “desde abajo” (relacionados con intereses, expectativas, necesidades de los individuos en lo que se establece como una nación). Con estas premisas, los estudios del binomio estado-nación y la ideología que lo sustenta (enfaticen aspectos objetivos o subjetivos de la construcción de significados sociales, presten más atención al concepto de memoria colectiva o al de invención de la tradición en su proceso de construcción, busquen la clave de su reproducción en representaciones sociales colectivas o en las emociones individuales que éstas generan) permiten establecer criterios para la comparación a partir de la aceptación de tendencias básicas que sintéticamente podríamos referir en la siguiente fórmula: a un cambio sustancial de régimen político estatal en una unidad establecida como “nacional” corresponderá una nueva narrativa legitimadora y una nueva identidad e ideología. En cuanto a esta ecuación se refiere, la V República venezolana y la revolución que a ella se vincula vienen revelando un uso intensivo del imaginario de indigenidad en la construcción de su particular narrativa hegemónica. Esto no es nuevo en Latinoamérica, pero el actual caso venezolano merece atención por sus singularidades.
La refundación republicana impulsada por la CRBV reclamaba un reordenamiento de los parámetros que definen la identidad nacional y en ese dominio el concepto de indigenidad ha desempeñado un papel clave. Desde instancias gubernamentales y órganos estatales se ha impulsado una revalorización de la contribución indígena a la nacionalidad venezolana ya anunciada por el candidato Hugo Chávez en su fructífera campaña como candidato presidencial en 1998, cuando prometía el pago de la “deuda histórica” a la población indígena. Apuntando a la captación de apoyos entre sectores marginados de la población nacional, Chávez estampó aquella promesa en la famosa “Acta de Compromiso” firmada el 20 de marzo de 1998:
“Considerando cabalmente que estamos en deuda histórica con
el más de medio millón de indígenas, agrupados en las 28
étnias del país, hago público, nacional e internacionalmente, el
compromiso de saldar tan delicado débito desde la Presidencia
de la República, a la cual llegaré por la decisión del
conglomerado venezolano en las elecciones de 6 de diciembre de
1998”.
Esta declaración contribuyó a dar forma durante la campaña al vagamente definido proyecto bolivariano del candidato Chávez. El
bolivarianismo, aunque desde temprano se ha vinculado al “árbol de las tres raíces” (Simón Bolívar, Simón Rodríguez y Ezequiel Zamora) y abunda en temas como el de la independencia nacional, la soberanía popular, la integración Latinoamericana o el rol del Estado como garante de la justicia social, no es un movimiento definido por un corpus teórico identificable, sino una matriz flexible que permite aglutinar demandas y corrientes políticas diversas dentro de una alternativa al neoliberalismo. La declaración de compromiso con los pueblos indígenas en 1998 añadía públicamente un sesgo “multicultural” a esa matriz, y el candidato Chávez complementó esa proyección pública abriendo negociaciones concretas para ganar el apoyo de actores prominentes del movimiento indígena venezolano, especialmente con miembros de su plataforma nacional de representación: el Consejo Nacional Indio de Venezuela (CONIVE) [Silva, 2007: 363].
El ingrediente de indigenidad en el proyecto liderado por Chávez se iría haciendo cada vez más importante en la receta bolivariana hasta convertirse en lo que ya sin dudas merece ser nombrado distintivamente: el g u a i c a i p u r i s m o. El guaicaipurismo, complemento del bolivarianismo, tampoco supone un corpus teórico dogmatizado (y de ahí su flexible efectividad) y sirve como fuente de producción simbólica y discursiva de los agentes políticos ligados al proyecto revolucionario. Por un lado, el guaicaipurismo inspira la praxis de agentes gubernamentales en el trabajo de transformación de la ideología nacional; por otro lado, dentro de una relación dialógica, la agencia de esos actores construye y modifica el discurso guaicaipurista. Veamos en primer lugar cómo se ha manifestado el guaicaipurismo como fuente inspiradora de la praxis de agentes gubernamentales.
Desde la aprobación de la CRBV, una consistente sucesión de eventos y decisiones políticas ilustra con claridad la prominencia de la indigenidad en la reevaluación de los parámetros de la identidad nacional. La gran mayoría de esos eventos son aisladamente bien conocidos, pero reunidos sirven para documentar esta parte de nuestra argumentación. Un hito fundamental fue la erección de un altar para Guaicaipuro, en diciembre de 2001, en el Panteón Nacional, santuario de los constructores de la nacionalidad. Guaicaipuro es el más loado héroe nativo de la resistencia contra los conquistadores españoles, pero como símbolo de la nacionalidad sólo había sido valorado marginalmente por el Estado hasta 1999. En la narrativa mítica que se construye a su alrededor Guaicaipuro ha quedado ungido con el aura heroica de los que prefirieren la muerte antes que la sumisión, y la inscripción en su altar del Panteón esencializa uno de las temáticas principales de la visión guaicaipurista: “En reconocimiento a los primeros poblamientos, como lo más antiguo, constante y específico / Del país y del continente en todo su devenir histórico”.
Apenas un año después, el Decreto Presidencial Nº 2.028 de 2002 sustituía las celebraciones del “Día del descubrimiento de América” y del “Día de la Raza” del 12 de octubre por la conmemoración del “Día de la Resistencia Indígena”. En 2005, el entonces alcalde metropolitano de Caracas, Juan Barreto, abogaba desde las filas bolivarianas por suspender las tradicionales festividades del 25 de julio en la ciudad, ya que conmemoran la victoria de las tropas españolas sobre Guaicaipuro en 1568 (Angosto, 2006: 152). No hace falta elaborar sobre la relevancia de esta postura que afecta a la capital del país, la cual, como bien quedó patente en el proyecto de reforma constitucional impulsado desde el gobierno y la Asamblea Nacional (AN) en 2007, se mantiene para el bloque bolivariano como objetivo básico de producción simbólica indigenizadora de la identidad nacional: el art. 18 de la propuesta planteaba distinguir a la capital, además de como Cuna de Simón Bolívar, como Reina del Warairarepano, en evocación de toponimia indígena que ya se utiliza en otros entes públicos para denominar a la montaña que tras la colonización española quedaba oficialmente nombrada como El Ávila. Aquel artículo ilustra perfectamente la combinación de las dos principales fuentes de producción discursiva y simbólica de los agentes gubernamentales y los órganos estatales en la Venezuela actual: bolivarianismo (fuente de narrativa y símbolos asociados a los líderes de la independencia y a los próceres republicanos) y guaicaipurismo (fuente de narrativa y símbolos vinculados a la población indígena pre-colonial, principalmente a figuras ligadas a la resistencia contra los colonizadores).
En marzo de 2006 el escudo de la bandera nacional fue remodelado: un símbolo de indigeneidad (arco y flechas) fue una de las novedades. En aquellas mismas fechas, el entonces llamado Ministerio de Cultura y Educación adoptaba como su nuevo símbolo institucional “El perro y la rana”, un diseño tomado de un petroglifo indígena Panare. Fue revelador escuchar en aquéllas fechas cómo el director de la Biblioteca Nacional, Arístides Medina Rubio, comentaba que el nuevo símbolo era expresión de la nueva “institucionalidad cultural”. Esta institucionalidad cultural, queda claro, está largamente condicionada por la reevaluación de la indigenidad a nivel estatal, la cual dista de estar conclusa. Con la llegada del Bolívar fuerte en los billetes de cuño nacional por primera vez aparecen figuras indígenas (Guaicaipuro), y es también constatable que se está produciendo un significativo viraje guaicaipurista en la elección de nombres para nuevas obras de infraestructura estatales, las cuales ya no necesariamente son bautizadas, como ha ocurrido repetitivamente en el pasado, con el nombre de héroes de la independencia o de próceres republicanos. Cada vez es más común que se recurra a nombres evocadores de indigenidad – recuperando toponimia indígena o evocando figuras de la resistencia indígena, como por ejemplo demuestran los casos del puente Orinoquia sobre el Orinoco o el nuevo puente que sobre el algo Maracaibo se planea culminar, cuyo nombre recordará al cacique Nigale. En general, la utilización desde organismos estatales de toponimia indígena es cada vez mayor en Venezuela; repasemos someramente el caso de Caracas y sus alrededores. Si Fundapatrimonio, por ejemplo, en el marco de las celebraciones del Día de la Resistencia Indígena de 2008, convocaba un concurso relacionado con la creación del Parque Urbano Katugua (evocador de indigenidad), en Vargas, desde la Cámara Municipal y el Consejo Legislativo se vienen cambiando nombres de calles y sectores, sustituyendo los considerados alienantes por referentes identitarios entre los que sobresale la toponimia indígena; el himno regional, que también será renovado y para el que se convoca un concurso, deberá estar basado, como afirma desde el Consejo Legisaltivo regional A. Moscoso, en “la identidad regional: nuestros indígenas, los íconos, como la casa Guipuzcoana; La Guaira, el mar Caribe y el Waraira Repano” (Últimas Noticias, 2009). En la Alcaldía del Municipio Guaicaipuro (estado Miranda) se ha anunciado recientemente por decreto la creación de bandera y escudo evocadores de indigenidad.
En relación a la corriente guaicaipurista, es muy significativo que el presidente de la República, por su rol clave como impulsor de la nueva ideología estatal y líder del movimiento bolivariano, orgullosamente se autodenomine indígena en ocasiones. Su adscripción personal a la categoría indígena, que tanto contrasta en talante con la denominación mestiza (zambo) que en oportunidades se le ha dado con intención denigrante, enfatiza la dimensión política de esas declaraciones. Concretamente, el presidente Chávez ha destacado en numerosas ocasiones sus ancestros Cuiva y Yaruro o, en términos más generales, su indigenidad. Este tipo de declaración pública no sólo contribuye a la revalorización pública de la indigenidad, sino que también ha servido para reforzar la conexión identitaria entre Hugo Chávez y personas ligadas a los movimientos indígenas en el país y en el continente. Tal y como la líder Wayúu Noelí Pocaterra explicaba hace ya algún tiempo en un foro de Naciones Unidas, arrojando luz sobre el irrestricto apoyo que las organizaciones indígenas ofrecieron a Chávez en las primeras etapas de su gobierno: “El presidente Chávez ha dado dignidad a los pueblos indígenas. Además de escuchar sus problemas y responder con útiles decretos ejecutivos, él mismo se ha identificado como una persona indígena”.
Por otro lado, y aunque es más complejo medir cómo se ve esta nueva ideología estatal fuera de los círculos de agentes gubernamentales y de activistas de movimientos ligados al bolivarianismo, sí queda evidenciado que el viraje guaicaipurista encuentra significativos ecos, ya fuera de esas esferas, por ejemplo en la denominación de algunos Consejos Comunales, cooperativas o asociaciones culturales de ciudadanos que actualmente contribuyen a la remodelación de la identidad nacional. Por su puesto, esta tendencia no es homogénea ni siempre bien recibida. Sectores de la ciudadanía críticos con el gobierno la rechazan públicamente, como por ejemplo evidencian las declaraciones de un varguense ante los cambios que en su estado se han producido con la sustitución indigenizadora de toponimia: “[…] esta manía de cambiarle el nombre a todo, sin importar los costos que eso implica, en lugar de ocuparse de lo prioritario, como la seguridad, la canalización de quebradas y la generación de empleos” (El Nacional, 2008). La polarización política que en la Venezuela actual queda constatada en las urnas encuentra reflejos en la esfera de producción simbólica y el posicionamiento que frente a ella hacen partidarios y detractores del gobierno.
Pensamos que estos apuntes ilustran suficientemente cómo funciona el guaicaipurismo como fuente inspiradora de la praxis de agentes gubernamentales; pasemos a ver cómo se sostiene la relación dialógica entre la corriente guaicaipurista y actores políticos ligados al movimiento indígena.
Guaicaipurismo y organización política indígena
La remodelación identitaria nacional ha sido también política de reconocimiento, en el sentido de inserción en el marco de la narrativa de la nacionalidad a grupos que previamente ocupaban los márgenes (Parekh, 2004: 201). Estos procesos de inclusión simbólica no son la panacea para los problemas de grupos marginados como los indígenas venezolanos, pero sí mejoran su posición relativa dentro del constructo nacional y contribuyen a aumentar los niveles de estima y autoestima colectiva de esos grupos. Este proceso está teniendo en Venezuela características particulares sobre las que parece oportuno poner énfasis: el reconocimiento indígena complementa la bien conocida tendencia del Estado-nación a recurrir a un pasado glorioso en un proceso de construcción (o reconstrucción) nacional, sea este proceso considerado como producto de imaginación creativa de los involucrados en dicha construcción (Anderson, 1991) o más bien como consciente invención artificiosa de los que la impulsan (Gellner, 1983).
En la V República, tanto los actores del movimiento indígena como el Estado comparten discursivamente un glorificado pasado indígena. Si en el Preámbulo de la CRBV el pueblo venezolano invoca, junto al ejemplo histórico del Libertador Simón Bolívar, “el heroísmo y sacrificio de nuestros antepasados aborígenes”, esta misma fórmula, con algunas variantes, aparece regularmente en manifiestos o declaraciones de organizaciones indígenas. Un grupo del movimiento social indígena puede así encabezar sus manifiestos invocando a “nuestros héroes y ancestros indígenas, Guaicaipuro, Terepaima, Mara, Yaracuy, Cayuarima, Yokoima, Manikuya, Tuchawa André y muchos otros de nuestro pasado glorioso”, del mismo modo que CONIVE encabeza manifiestos clave invocando “el espíritu de nuestros ancestros y héroes de la resistencia indígena”. Esta confluencia, por supuesto, contribuye a que se vaya consolidando el nuevo discurso oficial de nacionalidad y, paralelamente, también supone una transformación de la plataforma normativa dentro de la cual los actores políticos maniobran: en la actual arena revolucionaria, la indigenidad posee capital cultural, y éste, utilizado para influir en las relaciones sociales, se puede traducir en capital político.
El nuevo discurso de nacionalidad ha potenciado abruptamente el capital social con el que los actores indígenas pueden actuar en las esferas políticas, lo cual no podía de dejar de afectar sus organizaciones de representación. Inicialmente, con la llegada de Hugo Chávez a la presidencia, el potencial de autonomía contenido en la CRBV y la revalorización oficial de la indigenidad, las organizaciones indígenas se alinearon militantemente con el bolivarianismo y se vieron obligadas a ajustar sus estructuras a un inesperado nuevo rol como actores colectivos en la arena política nacional. Desde comienzos de la década de 1970, tras el I y el II Congreso de Indios de Venezuela (1972) y vinculados al espíritu de la declaración de Barbados (1971) que promovía la visión de “el indígena como protagonista de su propio destino”, fueron apareciendo federaciones indígenas regionales que muy lenta e irregularmente ganaron espacios en la arena política nacional. Estas organizaciones tuvieron muchos problemas para su funcionamiento, desde los presupuestarios hasta los ligados a las interferencias de partidos políticos con intenciones cooptantes, pero se convirtieron en órganos esenciales para la gestión y control de tensiones entre el Estado y los pueblos indígenas, a pesar del hecho de que las relaciones entre algunas comunidades indígenas y las federaciones regionales han sido y continúan siendo frágiles y discontinuas. (Angosto, 2006: 170-184; 266). Aunque por su origen estas organizaciones eran actores de la sociedad civil, la falta de estructuras estatales apropiadas para la gestión de políticas relacionadas con la población indígena las transformó
en actores clave para el Estado, que las necesitaba para tener presencia e implementar sus políticas en las zonas habitadas por pueblos indígenas territorializados. Estas organizaciones regionales, y fundamentalmente su plataforma de representación nacional, CONIVE (creada en 1989), consolidaron su autoridad de representación frente al Estado con la llegada de Hugo Chávez a la presidencia.
El proceso constituyente hizo de CONIVE en particular un actor bisagra de la nueva institucionalidad Estatal: se convirtió en cauce oficial para la elección y coordinación de la representación indígena. Ese proceso no estuvo exento de problemas derivados de divergencias entre pueblos indígenas y de enfrentamientos con el Consejo Nacional Electoral (CNE), ligados éstos a la autonomía política que en principio se garantizaba a estos pueblos y que no siempre fue fácil de articular (Clarac, 2001: 363-365; Mansutti, 1999: 138-140), pero resultó en el reconocimiento de CONIVE por parte del Estado como actor legítimo para la coordinación institucional de la representación indígena. CONIVE (y las principales federaciones indígenas) fueron sancionadas como interlocutores institucionales a nivel nacional y regional, y de hecho los organismos del Estado se planteaban el fortalecimiento de esas organizaciones como una tarea de gobierno (Angosto, 2006: 147-148).
Esta situación fue drásticamente redefinida a comienzos de 2007, cuando se crea el Ministerio del Poder Popular para los Pueblos Indígenas (MINPI). Con anterioridad, la LOPCI ya había creado una institución orgánica estatal, el Instituto Nacional de Pueblos Indígenas (INPI), para la coordinación y ejecución de políticas públicas dirigidas a pueblos y comunidades indígenas (art. 145). El INPI fue definido como “ente autónomo descentralizado con personalidad jurídica” (art. 142) y quedaba adscrito a lo que la LOPCI denomina “el ministerio con competencia en materia indígena” (artículo 143), que hasta 2007 no era un ministerio propiamente creado para esa materia. Las competencias asociadas al INPI por la ley orgánica todavía planteaban que, para el desarrollo de las políticas públicas que el Instituto diseñase, debía coordinar esfuerzos, además de con los demás órganos del Poder Público, con las organizaciones de los pueblos y comunidades indígenas (art. 146.3). El INPI promovería la participación de los pueblos y comunidades indígenas y sus organizaciones en los asuntos que les concerniesen (nuestro énfasis). En definitiva, este Instituto quedaba obligado, al menos legalmente, a consultar a y coordinar con (y hasta a conformarse últimamente en algunos asuntos a [art. 146.16]) las organizaciones indígenas. El MINPI, como apuntamos arriba, supuso un cambio fundamental en esta situación.
La creación del MINPI ha sellado una abrupta reducción de la importancia y poder efectivo de representación de las organizaciones
indígenas. Como articuladores de políticas estatales, CONIVE y las federaciones regionales habían alcanzado de facto un estatus que los acercaba a la esfera institucional estatal. Esto dificultaba en la práctica su independencia como organizaciones de la sociedad civil, pero también las potenciaba como agentes políticos. Para cierto tipo de políticas, tanto mientras existió la Dirección de Asuntos Indígenas (DAI) ligada al Ministerio de Educación como con cualquiera de los órganos que la antecedieron, estas organizaciones fueron actores insustituibles de mediación entre la polis nacional y las polis indígenas. Hoy, el MINPI, con su estructura regionalizada, permite al gobierno articular sus políticas en relación con los pueblos indígenas sin recurrir a esas organizaciones de la sociedad civil.
La creación del MINPI es desde luego consistente con principios rousseaunianos del proyecto bolivariano (desconfianza frente a las
“asociaciones parciales” dentro del Estado). Las organizaciones de la sociedad civil han sido instituciones sociales clave en la concepción liberal de la democracia prácticamente desde hace dos siglos, pero ese no es un modelo que el socialismo del siglo XXI quiere replicar. En cierto sentido como reclaman Sanoja y Vargas para sociedades basadas en nuevos conceptos de solidaridad, el gobierno venezolano persigue construir un régimen “dentro de un pluralismo ideológico que no puede estar basado en la competencia pluralista entre partidos políticos” (2008: 235); está quedando claro que el pluralismo basado en organizaciones de la sociedad civil que defiendan intereses particulares dentro del constructo estatal tampoco es cultivado en el actual momento del bolivarianismo.
La nueva situación redefine las avenidas de participación de los pueblos indígenas en la polis nacional, obviamente debilitando la posición que, con ambigua independencia, ostentaban las organizaciones indígenas en Venezuela. Los miembros del movimiento social que no se han convertido oficialmente en parte del aparato estatal (como lo ha hecho un importante cuerpo de políticos profesionales) han perdido su previo estatus privilegiado de facto como mediadores entre las polis nacional e indígena (tal y como las federaciones regionales). En estos momentos, la participación efectiva de los pueblos indígenas en el aparato estatal queda canalizada por la representación que la CRBV y la ley les garantiza en la AN, en los Consejos Legislativos y en los Concejos Municipales, y junto a esto por el resto de presencia de personal que puedan tener en organismos públicos. Habrá que ver si en el medio plazo el MINPI, en principio destacable, como se ha señalado, por tener a su frente a personas indígenas (Amodio, 2007: 185), se constituye en un organismo para el avance real de los derechos que la CRBV estableció para los pueblos indígenas. Pensamos que todavía podría ocurrir, aunque existen tendencias e indicios que lo ponen en duda y que comentaremos más abajo. Valga por ahora decir que, tal y como viene trabajando, pensamos que la labor del MINPI se aleja de lo que esa excepcional oportunidad que algunos analistas señalaban para que “lo indígena”, aunque pensado desde arriba, pudiese ser realmente accionado desde abajo (Aguilar y Bustillos, 2007).
Dejando momentáneamente de lado lo que pueda o no hacer en el medio plazo el MINPI para los pueblos indígenas, lo que se ha hecho evidente desde el primer momento es que éste es un órgano clave para la aplicación de la nueva geometría del poder en áreas con población indígena territorializada. En el ministerio y en la esfera del movimiento indígena que la apoya, los representantes indígenas han abrazado vehementemente la bandera socialista y están promoviendo activamente la nueva geometría del poder como nuevo modelo estatal de organización política-administrativa tanto dentro como fuera de las polis indígenas. En la siguiente sección profundizamos en estas cuestiones.
Indígenas socialistas en una revolución indigenizada
Cuando el liderazgo bolivariano reivindicó explícitamente la vía socialista quedaba claro que el nombre del nuevo proyecto tenía su
ingrediente diferenciador: se apelaba al socialismo del siglo XXI, alineándose en esto a lo propuesto por H. Dieterich (2002) entre otros y distanciándose del socialismo que en el siglo XX dejase estigmas y sabor a derrota en la izquierda tradicional. También se respondía a lo que ya Mariátegui propusiese a los revolucionarios continentales el siglo pasado: que el modelo socialista para un país latinoamericano fuese creado a partir de las características propias, no como réplica exacta de otros modelos. En cualquier caso, el nuevo giro político produjo un fuerte reflejo en un movimiento indígena venezolano cuyo liderazgo nacional ya había mostrado gran flexibilidad política para maniobrar en la arena revolucionaria. Para sorpresa de aquellos que por una razón u otra niegan la capacidad política indígena o el derecho a desplegarla, destacados actores individuales y colectivos del movimiento indígena han cultivado tácticamente, en el tránsito a y durante el desarrollo de la V República, una asimilación con el proceso revolucionario venezolano mientras optimizan su poder negociador y logran la mejora de su posición relativa dentro del constructo nacional. Esta maniobra política queda epitomizada por la combinación que desde el movimiento indígena se hizo del discurso revolucionario con el de una nueva identidad indígena, en una primera etapa (1999 a 2005) [Angosto, 2006: 143-147; 217-231], y del discurso socialista con el de indigenidad en una segunda etapa (del 2005 a la actualidad). Inicialmente, los actores indígenas desplegaron los rasgos de una ciudadanía reforzada, construyendo un posicionamiento discursivo como “más venezolanos que cualquier venezolano” (ibid.: 239-244). Y en la actualidad, en continuación de esa corriente es ilustrativo ver cómo, por ejemplo, un ciudadano indígena se refiere al carácter “originario” de los pueblos indígenas equiparándolo al nacionalismo venezolano, en el sentido en el que lo hacía un escultor Wayúu no hace mucho entrevistado en televisión y preguntado acerca de qué lo motivaba a crear y a convertirse en artista: respondía que su interés era “nacionalista, porque nosotros [los indígenas Wayúu] somos originarios”.
Pensamos que tanto lo que denominamos ciudadanía reforzada como esta equiparación originario=nacionalista responden a estrategias discursivas cultivadas por un colectivo marginalizado en busca de mejoras en su posición relativa dentro del constructo nacional.
Con la llegada de Hugo Chávez a la presidencia, en CONIVE y en la mayor parte de las organizaciones indígenas de la sociedad civil se dejaron de lado principios clave del movimiento como el de independencia frente al Estado y la política partidista. Estas organizaciones se convirtieron en actores de apoyo pleno al proceso revolucionario, apoyo que se manifestaba tanto en muestras de participación política activa como en el discurso manejado por voceros del movimiento al que aludimos arriba (discurso de asociación revolución/indigenidad). A partir del enrumbamiento del proyecto bolivariano al socialismo en 2005, la mayor parte del liderazgo nacional agrupado alrededor de CONIVE y profesionalizado también abrazó rápidamente la propuesta gubernamental socialista, buscando optimizar su capital político dentro de ella. Estamos destacando aquí que esa búsqueda de optimización reposa en la agencia política de los actores indígenas, pero por supuesto no puede ser desligada del contexto en el que se ha desarrollado la propuesta socialista venezolana, en la cual el guaicaipurismo ha estado jugando un papel central: si el uso intensivo del imaginario de indigenidad para dotar de identidad al proceso era ya claro antes del 2005, con el enrumbamiento hacia el socialismo del siglo XXI parece ser incluso más nítido. Veamos ejemplos.
El socialismo al que se apela desde el liderazgo gubernamental es frecuentemente denominado un socialismo indioamericano, siendo el presidente de la república el principal promotor de esta calificación. Por ejemplo: la misma noche en la que se confirmaba su reelección como presidente en diciembre de 2006, en “el balcón del pueblo” desde el que en Miraflores se dirigía a la multitud reunida allí para celebrar la victoria, Chávez, que en la campaña había dejado clara su intención de profundizar los esfuerzos de transformación socialista del Estado, intentaba proyectar valores positivos al socialismo del siglo XXI diciendo que no había que temerlo porque es “un socialismo originario, indígena”. Más elaboradamente, escuchamos cómo en la juramentación del Consejo Presidencial para la ReformaConstitucional y del Consejo Presidencial del Poder Comunal, en enero de 2007, el presidente Chávez decía:
“Nuestros pueblos indígenas, a pesar de los siglos
transcurridos, a pesar del bombardeo de antivalores, a pesar
del atropello capitalista y del desmoronamiento de muchas de
sus tradiciones, sin embargo, han sido capaces, así como
resistieron a la agresión imperialista europea, de resistir
también a la agresión de los antivalores del capitalismo y en
buena parte de sus espacios ellos conviven en socialismo
originario, indígena. He dicho que nuestro socialismo debe
tener mucho de indoamericano, indovenezolano.” (Chávez,
2007: 46).
Este tipo de expresiones consolida el enlace discursivo entre socialismo del siglo XXI e indigenidad que tanto el presidente Chávez como otros miembros de sus gobiernos vienen construyendo desde 2005. En esta coyuntura, no es de extrañar que actores del movimiento indígena, bien por su identificación con el proceso bolivariano, bien por su interés en mantener o acrecentar su capital político o por combinación de ambos factores, adopten posturas discursivas anteriormente inexistentes de reivindicación de su socialismo. Este tipo de agencia política manifestada en el reposicionamiento discursivo queda bien representada en comentarios de importantes actores dentro del movimiento. Así, es posible escuchar al diputado indígena de la AN José Poyo reivindicando el “socialismo milenario […], que nunca lo hemos perdido [los indígenas]”; o ver cómo desde el MINPI se organizan eventos como el “I Encuentro Internacional de Pueblos Indígenas Antiimperialistas de la Abya Yala” o el “I Congreso Bolivariano «Indoamérica Joven» de guerreros indígenas contra la miseria y el imperialismo”, en los cuales los grupos de indígenas asistentes declaraban apoyo al proyecto socialista en franelas con la leyenda “Guerrero indígena socialista ¡a la carga!”, o en pancartas como: “Guerreros indígenas socialistas de Amazonas, ¡presentes!”.
La identidad socialista es ahora cultivada tácticamente y adoptada por actores indígenas que trabajan en órganos de gobierno o se alinean con el proyecto bolivariano por una u otra razón. En ocasiones esa identidad es verbalizada con el apoyo de terminología de orientación marxista, algo sobresalientemente nuevo entre el movimiento indígena venezolano (aunque comprensible teniendo en cuenta que en el discurso hegemónico en construcción sobresalen el guaicaipurismo y el bolivarianismo anticapitalista). Un ilustrativo ejemplo lo ofrecía la manera en la que, en medio del penúltimo conflicto entre indígenas yukpa y hacendados en la sierra de Perijá (estado Zulia), algunos de los Yukpa involucrados presentaban el caso a los medios de comunicación. Además de que la ciudadanía venezolana ya puede haber internalizado las bases del discurso gubernamental encaminado a la construcción de hegemonía, hay que contextualizar este ejemplo recordando en concreto que el presidente Chávez, que había enviado una comisión presidencial para mediar en el conflicto, estaba repetidamente declarando en público que “entre los hacendados y los indios, este gobierno está con los indios”. En este contexto, con claro interés en recibir apoyo estatal, un miembro del grupo de Yukpa que había ocupado una de las haciendas declaraba a un canal de comunicación estatal que ellos [los Yukpa] estaban reclamando sus derechos y recuperando sus territorios, que habían sido robados por “la oligarquía [y] el capitalismo”.
Por otro lado, ya mencionamos en la sección anterior que el MINPI está procurando la articulación de proyectos gubernamentales como la nueva geometría del poder entre los pueblos indígenas. El énfasis puesto en la creación de Consejos Comunales en comunidades indígenas es paradigmático. De hecho, la agregación de Consejos Comunales en Comunas ha sido propuesta e impulsada efectivamente por la ministra Nicia Maldonado como una avenida alternativa para alcanzar la demarcación y reconocimiento de territorios indígenas (Aporrea, 2007; García, 2007: 32), una tarea en la que los gobiernos bolivarianos no han alcanzado las metas constitucionales y acerca de la cual reflexionamos más abajo. Antes, siguiendo nuestra argumentación, queremos resaltar de nuevo cómo los actores indígenas alineados al proceso bolivariano, al mismo tiempo que trabajan en medidas políticas tangibles como la de la creación de comunas, evidencian consistentemente una táctica retórica: un proyecto gubernamental es discursivamente situado como una expresión de indigenidad. Es una manera de valorizar el propio grupo y al mismo tiempo de situarlo en un punto de ventaja discursiva, de mayor “poder retórico”. Veamos ejemplos: hablando de la nueva geometría del poder, la Ministra Nicia Maldonado afirmaba que “[los Consejos Comunales son] la traducción de la organización indígena”; explicando las razones de su apoyo al proyecto de reforma constitucional votado en diciembre de 2007, afirmaba que “se parece mucho a la organización colectiva de los pueblos indígenas”.
Transformación del Estado, socialismo del siglo XXI y pueblos
indígenas
Refiriéndose al contemporáneo proceso político boliviano, Canessa argumentaba no hace mucho que “lo indígena” se había convertido en nacionalmente icónico (2006: 243). Podemos afirmar que un proceso comparable se vive en Venezuela, aunque en un contexto nacional muy distinto. Venezuela tiene una población indígena minoritaria: con el salto poblacional que registra el Censo Indígena de 2001 frente a los anteriores, sólo un 2.5% de la población nacional se reconoce como indígena. Por otro lado, las organizaciones políticas indígenas tienen en Bolivia una tradición de lucha y movilización mucho mayor que la que tenían las venezolanas en 1998, punto clave en su existencia. Sin embargo, la V República venezolana ha ofrecido una respuesta inesperada a la pregunta que conocidos analistas sintetizaban en un volumen publicado poco después del arranque del milenio (Maybury-Lewis, 2002a). Reflexionando sobre estudios de las relaciones entre pueblos indígenas y varios Estados latinoamericanos, Maybury-Lewis no podía concluir cuál sería la tendencia política en países con población indígena numéricamente minoritaria: ¿sería posible incorporar esos pueblos indígenas al Estado, o al menos a “un diálogo nacional acerca de la naturaleza del Estado”? (2002b: 357). El fenómeno revolucionario venezolano muestra que no sólo se puede producir una incorporación de estos pueblos al Estado a través de políticas de reconocimiento y espacios de representación institucionalizados, sino que en proyectos de transformación estatal la indigenidad puede ser (una vez más) recuperada como lo esencial del discurso de nacionalidad e incluso como insumo para un nuevo proyecto socialista.
Las raíces teóricas del proyecto venezolano de construcción socialista reivindicador de su carácter i n d o a m e r i c a n o arrancan de la obra de Mariátegui. En sus 7 Ensayos, el destacado peruano condensó propuestas para una transformación socialista de Perú que relacionaba inextricablemente con “el problema del indio”. Para Mariátegui éste era un problema “económico-social” con “raíces en el régimen de propiedad de la tierra” casi feudal de los gamonales (2007: 26-85). La postura mariateguina frente a “la cuestión indígena” subordinaba las preocupaciones culturalistas, moralistas o de cualquier otro tipo a la reforma de la estructura económico-política y establecía así los antecedentes de lo que se convertiría en la posición “etnomarxista” latinoamericana. Esta posición, con sus variantes vernáculas, pronto encontró ecos en Venezuela. El mismo Acosta Saignes, padre de la antropología venezolana y promotor de las políticas indigenistas en el país, propugnó la incorporación de los indígenas a la producción nacional vinculando la cuestión indígena al proyecto de desarrollo del país (1948). Décadas más tarde, Marroquín mantenía viva esa línea argumentando que las distinciones étnicas habían sido válidas durante un tiempo, pero que era hora de ver al “Indio” como una categoría socioeconómica (1977: 8); aunque propugnaba la participación de los grupos indígenas como sujetos activos en los procesos estatales, la idea de aquel indigenismo era la de la integración de la población indígena en la nacionalidad (entendida como el sistema socio-económico predominante en un país). Por aquellas fechas Andrés Serbín, desde las filas del denominado indigenismo de liberación, defendería las alianzas tácticas de los pueblos indígenas con movimientos “populares” y de clase con objetivos comunes (1980: 204-205), reivindicando al mismo tiempo la posibilidad de que estos pueblos, como sujetos históricos, pudiesen liderar su propio “desarrollo social” desde la plataforma de sus modelos de cohabitación (ibid.: 15). Ya en la década de los 90 autores como Rodríguez (1991) y Sanoja (1991) reciclaban el etnomarxismo desde el campo académico. Rodríguez definía la conciencia étnica como una dimensión complementaria de la conciencia de clase que está presente en las relaciones interétnicas (1991: 62), en cierto sentido como ya lo hiciese Mosonyi, quien como otros en el continente había llamado a ver la lucha de clases tomando en cuenta su relación con “la opresión etnocultural y la discriminación racial” (1982: 333). Estas perspectivas mantienen prominencia entre intelectuales orgánicos en la Venezuela bolivariana y están viéndose reflejados en la praxis del MINPI. Con la creación del MINPI y la fuerte identificación discursiva que desde el ministerio y sus alrededores se está cultivando entre indigenidad y socialismo, las perspectivas arriba delineadas comienzan a ganar espacios tanto en la praxis gubernamental relacionada con los pueblos indígenas como entre los propios actores indígenas ligados al movimiento bolivariano.
Uno de los objetivos del MINPI, como declaraba la ministra al poco de crearse el ministerio y está quedando reflejado en sus actuaciones, es incorporar a los indígenas a la producción nacional a través de centros de desarrollo endógeno, lo cual se une al ya mencionado impulso de reorganización territorial basada en la nueva geometría del poder. Autores como Amodio aprecian en esta adhesión a la formación de Consejos Comunales un potencial positivo para los pueblos indígenas, pues desde su punto de vista estos Consejos presentan formas de organización más cercanas a las tradicionales indígenas y, en principio, podrían servir para articular lo tradicional con el proyecto nacional que, en teoría, reconoce su autonomía (2007: 185). Desde luego, el autor también reconoce que, en último término, será “en la práctica de la relación entre estas nuevas formaciones y el Estado central donde se demostrará su potencial” (Amodio, 2007: 185-186); nosotros pensamos que incluso en el plano teórico existen fallas importantes.
Las perspectivas que asocian inextricablemente desarrollo endógeno y nueva geometría del poder a las posibilidades vitales de los pueblos indígenas, tal y como se está manejando desde la esfera estatal, elimina en la práctica la posibilidad de libre determinación que, dentro del marco constitucional, se garantiza a estos pueblos en Venezuela. No cuestionamos el hecho de que hay pueblos indígenas que, considerados como sujetos históricos, por decisiones propias estén optando por la vía de participación en la producción nacional a través del modelo de desarrollo endógeno propulsado desde el gobierno, al mismo tiempo que intentan preservar los rasgos de su especificidad sociocultural. Para algunos de estos pueblos, en la actualidad ya mayoritariamente insertados (como explotados) en los circuitos de producción nacional, el modelo de desarrollo endógeno podría servir para dignificar su posición social a través de una integración más justa en la producción nacional y en general para mejorar sus condiciones de vida. La forma en la que estos grupos puedan mantener su identidad cultural en el medio y largo plazo, si se consolidan los cambios en las bases materiales de su cultura, es harina de otro costal.
Por otro lado, hay dos grandes problemas en esos planteamientos. En primer lugar, no queda claro por qué los pueblos indígenas a los que se les reconoce constitucionalmente la posibilidad de mantener modelos políticos propios deben necesariamente adherirse a la formación de Consejos Comunales, incluso si éstos verdaderamente constituyesen “formas de agregaciones más cercanas a las tradicionales de cada comunidad indígena” (Amodio, 2007: 185). Si las formas tradicionales de organización social, política y económica se reconociesen efectivamente, como posibilita la CRBV en su artículo 119, no habría necesidad de que en esos pueblos las comunidades se tuviesen que adherir a otras para interactuar con la sociedad nacional y los órganos estatales, por muy parecidas a las tradicionales que esas formas de organización fuesen. Además, la Ley de Consejos Comunales establecía en lo referente a la constitución de éstos que “los pueblos y comunidades indígenas elegirán los órganos de los consejos comunales, de acuerdo con sus usos, costumbres y tradiciones, y por los dispuesto en la Ley orgánica de Pueblos y Comunidades Indígenas” (art. 12), pero esta diferenciación no ha tenido una articulación clara en la práctica.
Los Consejos Comunales en comunidades indígenas que conocemos han sido tratados por Fundacomunal para su conformación exactamente igual, con los mismos requisitos formales, que en cualquier otra comunidad no indígena del país, algo que complicó bastante los trámites en esas comunidades indígenas. Y, sin embargo, los Consejos Comunales se han convertido en las principales avenidas a través de la cuales las comunidades indígenas pueden acceder a recursos económicos y asistencia para el desarrollo de proyectos propios.
En segundo lugar, hay otro problema incluso más sustantivo que la actual perspectiva estatal genera para algunos pueblos indígenas. Sabemos que hay pueblos territorializados que pueden querer apostar por mantener modelos de economía (y de consonante organización socio-política) que podríamos llamar de semi-subsistencia o, en definitiva, por modelos de desarrollo propios y sostenibles no basados en la generación de plusvalía material como al fin y al cabo propone el modelo de desarrollo endógeno bolivariano. Esta posibilidad de mantener voluntariamente esas formas de vida sólo es realizable si estos pueblos pudiesen pronunciarse como sujetos colectivos y tuviesen efectiva capacidad de libre determinación en sus tierras, para lo cual estas tendrían que ser demarcadas y reconocidas con anterioridad. La diferencia es clara entre demarcar y reconocer las tierras de un pueblo que puede autodeterminar voluntariamente su futuro (hacia unos tipos de desarrollo u otros) y reconocer territorios de pueblos o comunidades “indígenas” a partir de agregaciones como las de las comunas, cuyo modelo de desarrollo ya está predeterminado por el Estado.
Recapitulación y consideraciones finales
La refundación republicana enmarcada por la CRBV ha implicado una redefinición de la identidad nacional a través de la cual la noción de indigenidad se situó en el centro de la política estatal. El guaicaipurismo se ha convertido en el complemento más distintivo del bolivarianismo y se ha producido una convergencia de los discursos de revolución e indigenidad que queda epitomizada en eslóganes como “la revolución comenzó hace 500 años”.
Desde la esfera estatal y desde una parte importante del movimiento indígena se ha cultivado una asociación semántica de la resistencia indígena a la colonización y la alternativa bolivariana al neoliberalismo. La convergencia discursiva resultante incrementó súbitamente el capital político de las organizaciones indígenas venezolanas, las cuales tuvieron que ajustar sus mecanismos organizativos y de participación en la política nacional mientras enfrentaban tensiones derivadas de ese esfuerzo que con el tiempo produciría fracturas dentro del movimiento indígena. Los compromisos que el Estado de la V República contrajo con los pueblos indígenas no han sido observados en relación a la demarcación y reconocimiento territorial, que es de hecho la llave para la materialización de la mayoría de los derechos diferenciados de estos pueblos dentro del marco legal existente (Aguilar, 2007: 357). El reconocimiento territorial nosupondría una solución al “problema indígena” venezolano, pero es el camino actualmente plausible que permitiría a los pueblos territorializados determinar libremente, dentro del proyecto nacional, sus propias vías de desarrollo y sus modelos de organización política. Son estos derechos asociados a la libre determinación los que la Constitución de 1999 reconocía y los que en teoría se defienden desde el ejecutivo y el legislativo dominado por el bloque bolivariano, el cual hasta el momento ha producido legislación en sintonía con esos principios. Sin embargo, la práctica gubernamental evidencia que no se están desarrollando efectivamente los postulados constitucionales, y la creación de un ministerio para los pueblos indígenas, más que reorientar esa tendencia de alejamiento del precepto constitucional, la está acentuando.
Con el MINPI, tanto el presente gobierno como en Estado que representa tienen su propio órgano para canalizar directamente su relación con los pueblos indígenas, quienes en el pasado habían sido representados principalmente a través de las organizaciones de la sociedad civil que, aunque virtualmente convertidas en parte del aparato estatal, mantenían reclamos como el de la demarcación y reconocimiento de tierras indígenas. El MINPI, sin embargo, deja de lado esos reclamos en su forma original e impulsa alternativas de constitución de agregados territoriales indígenas basados en la nueva geometría del poder bolivariana y en ideales de incorporación de los pueblos indígenas a la producción nacional. La creación de este ministerio es consonante con la pauta actual del proceso bolivariano, pauta caracterizada por el fortalecimiento del Estado como estructura integrada de órganos canalizadores de la participación política ciudadana y como ente encargado de la distribución de la riqueza producida socialmente. Si en este contexto el MINPI demostrase ser capaz de responder a demandas básicas de los pueblos indígenas más allá de las asistenciales (tan urgentes en algunos casos) y de visiones soterradamente desarrollistas, podría convertirse en una institución que ejemplificase los principios del modelo democrático participativo. Sin embargo, la actual praxis gubernamental no está desarrollando esos principios por lo que se refiere a un sector de la población distinguido como “originario” pero de hecho desprovisto de tierras en las que hacer posible la materialización plena de sus derechos constitucionales, incluyendo la libre determinación dentro del marco estatal. La democracia participativa y protagónica fue concebida en Venezuela para reforzar las capacidades de decisión y acción de la ciudadanía, reivindicando los principios de la democracia directa y popular. El Estado que ayuda a sustentar este modelo debería ser capaz, en su relación con los pueblos indígenas, de aceptar la libre decisión de algunos de ellos que, por sus peculiares características (de territorialización y plausible sostenibilidad de sus modelos de vida social y económicamente distintivos), quizá no deseen optar por vías de desarrollo ligadas al mundo socialista o capitalista industrializado.
Si la contradicción existente entre el marco legal y la práctica estatal no es resuelta en el corto plazo a favor de la demarcación y reconocimiento de tierras indígenas y la consulta organizada a los pueblos que las habitan, la praxis desarrollada desde la esfera gubernamental podría convertirse en una posición estatal de integracionismo irreversible frente a los pueblos indígenas, lo cual terminaría transformando “lo indígena” en una categoría no diferenciada, en términos objetivos, de otras categorías de clase. Si sólo se piensa en términos de producción y desarrollo, no hay espacio aparente para estilos de vida voluntarios en los que ni lo uno ni lo otro se entienda como se hace en una sociedad industrializada o en vías de industrialización.
El socialismo del siglo XXI presenta la posibilidad de un proyecto social alternativo tanto al modelo neoliberal como o los denominados “socialismos reales”; si queremos que realmente se consolide como creación y no como calco, el del siglo XXI debería ser el primer socialismo en hacer plausibles los espacios alternativos de desarrollo y en no caer en errores desarrollistas que, en la práctica, conducen a forzar cambios culturales que atentan contra una diversidad que consideramos riqueza y derecho humano.
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