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El Carnaval de Panamá: el tambor de la alegría

Ana Elena Porras :: 28.02.13

El carnaval, por su naturaleza, es además simbólicamente subversivo y esto es importante para romper paradigmas y repensar nuestra sociedad

CARNAVAL PANAMEÑO: EL TAMBOR DE LA ALEGRÍA

(Publicado en LA PRENSA, Sección de Opinión, el viernes 8 de febrero de 2013)

Defiendo la celebración del carnaval como un derecho popular a la fiesta, una fiesta única porque es colectiva, de toda la sociedad en conjunto, con su historia y su folclor; con imaginación, creatividad artística, picardía popular y crítica social. Desde esta perspectiva, nuestro carnaval debe ser una celebración de los panameños para los panameños: no debemos enajenarlo ni reducirlo a un espectáculo orientado para visitantes y turistas, porque nos lo roban, además de falsearlo. Y tenemos los panameños y panameñas el derecho a ser los protagonistas y sujetos de nuestra propia fiesta.
El carnaval tiene, como sabemos, un origen pagano europeo, el cual, con sus representaciones de máscaras invierte, simbólicamente, el orden social, su estructura y sus normas, burlándose de ellas, por tres días consecutivos. La política de sincretismo de la Iglesia Católica logró regularlo, aceptándolo en su calendario, para oponerlo a la Cuaresma, que purifica simbólicamente a quienes se dedicaron a los excesos de la carne en el carnaval, a través del ayuno que debe seguirle y darlo por terminado. No obstante su origen en el Viejo Mundo y su posterior globalización con la Conquista de América, el carnaval en Panamá, como es natural, ha venido adquiriendo características propias de nuestra sociedad de castas racializada, luego de clases, con sincretismos y reinvenciones multiculturales, que añaden significados al imaginario de la propia cultura de la burla, el juego y el jolgorio, que son manifestaciones de nuestra propia historia y nuestra gente.
En los carnavales panameños fueron siempre y deben seguir siendo sus componentes principales: los desfiles, los disfraces, las máscaras de diablos, las comparsas, la danza, el canto, las carrozas, el público con niños, ancianos y familias enteras. Los músicos panameños, los diseñadores de disfraces, los compositores de canciones. Los diablos sucios, los resbalosos (que un fascista nativo los prohibió, recientemente, en franca violación a una de las tradiciones de nuestro carnaval, de mayor valor, aporte original de los afropanameños). Las reinas son el eje central y columna vertebral de nuestros carnavales (que no sé desde cuándo pusieron de moda que saluden como si tuvieran manos de pingüino), los campesinos Tiburcio y Domitila, el dios Momo, los borrachos, los gais, la muerte, el calypso, los congos, los dragones chinos, la Tulivieja, las polleras de gala, polleras congas (sí, las polleras congas también son polleras de la mujer panameña) y montunas. Las reinas de Panamá tienen un rostro multirracial y deben tener edecanes y comparsa, así lo dictan la tradición y el folclor de nuestro Carnaval –y no deben estar solas con dos princesas, como lo impuso un organizador del carnaval hace poco, porque deslucen, comparativamente con la tradición, y las convierten más en un objeto sexual secundario que en soberanas del carnaval. Nuestro carnaval es una fiesta de inversión social: la mujer es la soberana en esos días, en una sociedad normalmente machista; los pobres son reyes, los hombres se visten de mujeres, los muertos están vivos, la capital del carnaval se traslada al interior, la noche es más activa y bulliciosa que el día, etc.
Los desfiles fueron y deben ser el espectáculo principal, donde se hace despliegue de talento artístico, del imaginario popular, a través de concursos de disfraces, de comparsas, carrozas, coreografía, etc. Lamentablemente, el monopolio de algunas televisoras han secuestrado el carnaval para presentarlo como un chabacano espectáculo de chupadera, gritos, tetas, nalgas y embistes fálicos. Sería maravilloso que organizaran una programación de mejor nivel artístico, aún si deseamos celebrar la sexualidad, desafiando y contrariando las normas moralistas y puritanas de la sociedad cristiana.
El carnaval de Panamá debe llamarse como le corresponde: “El Tambor de la Alegría” y debe anunciarse como su tradición reclama: con repique de tambores, saloma y cumbia. También con merengue y salsa; calypso, reggae, hip hop y otras manifestaciones más recientes de nuestros artistas jóvenes de mayor talento. Que incluya las manifestaciones de jolgorio de todos nuestros grupos humanos, con admiración y valorización equitativa, incluyente.
Y es que los Carnavales panameños deben ser repensados, en el contexto del folclor o cultura popular, sin demonizarlos, porque es también un derecho celebrar la vida. Es una fiesta global como también vernacular: debemos apoyar su celebración por región, por grupo cultural, clase social y racial. Tanto en la ciudad capital como en el interior, las festividades requieren de mayor organización para que la concentración de la gente no sea desmesurada, insegura y destructora de las plazas, parques y jardines.
¿Para qué los carnavales cuando hay tantas necesidades irresueltas? Pues, porque en la vida debe haber un balance: no todo puede ser trabajo, obligaciones, sacrificios y restricciones. Es importante también bailar, cantar, reír, enamorar, comer y beber—y estar despiertos hasta el amanecer. En suma ¡a divertirse! Y el carnaval es la única fiesta colectiva, comunal; no apenas una vacación o fiesta familiar o personal, sino un encuentro de toda la sociedad consigo misma: de todos con todos. Organizado con criterios interculturales, contribuiría al fortalecimiento de identidad nacional, construyendo unidad, con solidaridad y equidad, dentro de nuestra maravillosa diversidad.
Nuestros carnavales son un patrimonio cultural de los panameños que están siendo desvirtuados por su agresiva y superficial comercialización. Es necesario que se encarguen de ellos a folcloristas, planificadores de eventos, urbanistas, artistas. A panameñas y panameños que se tomen el trabajo de estudiar la tradición y el valor del carnaval panameño. Incluso, porque adquiriría mayor valor, también en el mercado turístico. Pero observamos hace años que nuestros gobiernos encargan a personas sin ninguna formación cultural que los haga idóneos, y que ven en el carnaval apenas una oportunidad de hacer dinero fácil… destruyéndolo, falseándolo. El carnaval panameño nada tiene que copiar de otros, porque tiene su propio patrimonio cultural: sus propios temas, sus melodías, sus personajes, su tradición. Hay que rescatarlo pronto, porque lo están convirtiendo en un producto mediocre, para la venta fácil, en un gran negocio de pocos y una trampa para atraer turistas.
Me gustaría tanto que este carnaval, en conmemoración de los 500 años en que Balboa conquistó el Mar del Sur y nos globalizara para beneficio de Europa, promoviera la imaginación, la picardía y la crítica popular, libremente, sin guiones oficiales hispanistas impartidos desde la Autoridad de Turismo, con un discutible gusto a lo peorcito de hollywood, para representar este importante evento histórico con la mayor autenticidad popular, desde la perspectiva multicultural e intercultural. El carnaval, por su naturaleza, es además simbólicamente subversivo y esto es importante para romper paradigmas y repensar nuestra sociedad, para autodescubrirnos como panameños libres de colonialidad.

La autora es Doctora en Antropología Cultural.


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