Como un espejo distópico, la evolución y las tensiones de las macrociudades pueden ayudar a entender la actual crisis.
Cuando la crisis aterriza en la ciudad
Diagonal
EMMANUEL RODRÍGUEZ / MADRID
04/12/12 · 11:59
A principios de los ‘90 Ramón Fernández Durán, el malogrado compañero al que tanto le deben los movimientos sociales autónomos, escribía La explosión del desorden. La metrópoli como espacio de la crisis global. A finales de los 2000 Mike Davis, quizás el más original de los analistas del campo urbano contemporáneo, acababa dando cuerpo a Planetas de ciudades miseria, en el que recogía y sintetizaba abundante información sobre la explosión del urbanismo informal en el Sur global. A pesar de las distancias biográficas y de los más de 15 años que median entre la publicación de ambos trabajos, la hipótesis política venía a ser la misma: las grandes megalópolis, y especialmente las inmensas bolsas de miseria y urbanismo informal que las componen, van a ser, son ya, el espacio de mayor tensión del espectro social de nuestro tiempo.
La urbanización masiva y caótica, proliferante y brutal, se ha vuelto otra vez, dentro de la larga serie que ya siguiera Dickens en la primera mitad del siglo XIX, Engels unas décadas después, o ya en los años ‘20 los sociólogos de Chicago, la incógnita descarnada del futuro de la sociedad humana, la excrecencia geográfica más destacable del capitalismo histórico. Así parecen atestiguarlo los más de 250.000 asentamientos informales que la ONU cartografía en todo el planeta y los cerca de 2.000 millones de personas que viven en ellos. Bidon villes, favelas, villas, conventillos, chabolas; igual da, la forma urbana contemporánea por antonomasia es la de las construcciones precarias, la mayor de las veces sin reconocimiento legal, sin títulos de propiedad, sin servicios homologables a los de la ciudad formal. Unos espacios opacos, impenetrables, que muchas veces sólo saltan a la luz por la desgracia o la catástrofe natural, por las oleadas de pequeña criminalidad o por su potencial político explosivo.
Pero ¿pueden estos datos, estas imágenes, ayudar en algo a entender la crisis “urbana” que ahora se despliega sobre unos espacios mucho más familiares y reconocibles para nosotros? ¿Puede analizarse alguna similitud, algún paralelismo significativo, entre la crisis permanente de macrociudades como Dakar, Calcuta, Lagos, o incluso Ciudad de México o Buenos Aires, con lo que sucede, o está por suceder, en el Madrid global de la segunda década del siglo XXI o en la Barcelona neta i guapa, hasta hace poco especializada en la captación de flujos turísticos e inversiones residenciales? Seguramente poco si atendemos a los aspectos formales. No hay nada comparable, no desde luego en Europa, a las grandes extensiones chabolistas del Sur global, a la intensa migración que de un campo devastado por el agrobusiness y la destrucción de los sistemas de propiedad y regulación comunal y campesina, lleve a centenares de millones de personas cada año sobre unas ciudades que no tienen capacidad alguna de asimilarlos como ciudadanos de pleno derecho. Y esto aunque queden todavía Cañadas Reales y cerca de 40.000 personas en asentamientos informales en una ciudad como Madrid. Sin embargo, las comparaciones se vuelven inquietantes, como si de un espejo distópico se tratara, cuando atendemos a algunas de las líneas de evolución social de las grandes ciudades de Occidente durante las últimas décadas; líneas que la crisis sólo va a acentuar.
Los elementos de comparación son efectivamente notables. La informalización del trabajo, que es la nota característica de las “ciudades miseria”, ha avanzado en Europa a golpes de reforma laboral, de ataques sobre el salario, de implantación de intermediarios laborales, de externalización empresarial, de deslocalizaciones masivas, etc. Así es como un segmento siempre creciente de la fuerza de trabajo urbana se ve sometido a la precariedad, la informalización y la expulsión de las formas estatutarias de la contractualidad laboral convencional. Incluso en la provinciana España, el reclutamiento de un ejército de trabajadores migrantes, que se cifra en más de cuatro millones, carne de cañón de la burbuja inmobiliaria, ha modificado radicalmente la vieja composición laboral del trabajo urbano: hoy los empleos peor pagados y más precarizados son servidos por migrantes, muchas veces mujeres, con un reconocimiento precario o inexistente de los derechos de ciudadanía más elementales.
Por supuesto, la actual reordenación del continente europeo según la vieja línea Norte / Sur hace de los “rescates” y de la políticas de austeridad algo muy parecido a los programas de ajuste estructural que durante las décadas de 1980 y 1990 se aplicaron a los países del Sur global. Recuérdese que fueron éstos, dirigidos, como ahora en Europa, por los intereses de los acreedores, los que llevaron a la destrucción de los frágiles servicios sociales urbanos de América Latina, África y Asia, así como a la aplicación de una política de exportación, que determinó tanto la crisis de las ciudades del Sur como la reduplicación de los movimientos migratorios del campo a la ciudad.
La palabra de orden es, por lo tanto, convergencia. La aparición del Sur en el Norte, y del Norte en el Sur. La forma metropolitana del presente, y su tendencia a futuro, no es así sólo la de una figuración postcolonial que se presenta como una colección de sujetos de orígenes diversos, con formas de segregación racial evidentes, con abundancia de trayectorias diaspóricas, etc., etc., sino también la de un espacio progresivamente segregado y segmentado por un laberinto de muros visibles e invisibles que determinan la “pertenencia”, o mejor dicho la ciudadanía material, a lo que propiamente es la ciudad formal. El urbanismo informal de las ciudades europeas no es así el del chabolismo que también caracterizó a las periferias de Barcelona y Madrid durante las décadas de 1950, 1960 y 1970, sino el de las banlieues, el de las nuevas periferias donde se acusan todos los problemas de dificultad de acceso a la renta, dependencia de unos servicios públicos cada vez más degradados y exclusión de la ciudadanía.
Sobre estos mimbres no es difícil anticipar, no tanto la forma de la protesta, cuyas declinaciones y objetivos serán determinados por la propia capacidad autónoma de constitución política, pero sí al menos la de los sujetos que serán sus protagonistas. Dos preguntas se apuntan, cruciales, en este cuadro. ¿Qué va a suceder en la descomposición de esas gruesas clases medias que hasta ahora han sostenido, pasivamente, la paz social en las grandes ciudades? El colapso de la burbuja financiera, y de las últimas muletas que a través del crédito y la inflación de activos (de la vivienda en propiedad) permitían sostener la ficción de prosperidad y seguridad, ha dejado al desnudo un paisaje social que antes no se reconocía: devaluación del capital cultural (títulos académicos), precarización y proletarización de viejas y nuevas profesiones, trayectorias sociales descendentes, etc. Ciertamente mucho de lo que llamamos 15M es una respuesta a esta descomposición.
Y por otro lado, ¿qué será de todo ese proletariado de los servicios, de composición multinacional, multiétnica, fuertemente feminizado, que ha sostenido, en pésimas condiciones laborales y salariales, máquinas urbanas como la del Madrid global o las economías turísticas de costa? Sin expectativas de renta, ni siquiera en los habituales empleos de mierda, sin acceso a ninguna forma significativa de promoción social, pagano de la rápida destrucción de lo que quedaba del Estado de Bienestar, sus respuestas pueden ir de la pequeña criminalidad a la violencia de masas, de la resistencia hecha expresión cultural a la organización política en figuras nuevas. En cualquier caso, y sea como sea el juego de alianzas sociales y políticas que necesariamente deberá articularse, la superación de la crisis urbana tiene ya un nombre: se llama democracia.
POLÍTICAS DE VIVIENDA QUE AGRAVAN LAS DESIGUALDADES
En un documento presentado en agosto de 2012 por la relatora de Naciones Unidas para la vivienda, Raquel Rolnik, se estima que entre 1997 y 2004 los precios medios de la vivienda aumentaron un 149% en España, un 139% en el Reino Unido, un 187% en Irlanda, un 65% en los EE UU y un 227% en Sudáfrica. La ONU admite este año que “la financiación de la vivienda se ha convertido en un pilar central de los mercados financieros mundiales”. Rolnik, que emitió en 2009 un informe específico sobre el Estado español, presentaba un dictamen en el que subraya que las políticas sobre vivienda dominantes “han agravado las desigualdades en el acceso a la vivienda, la inseguridad de la tenencia, la mala ubicación y habitabilidad, la segregación social y a veces han aumentado el número de personas sin hogar”. La respuesta del Gobierno español a las recomendaciones de la ONU ha sido aprobar una reforma de la Ley del Alquiler que prosigue la línea de financiarización de las políticas de vivienda mediante beneficios fiscales.