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Reescribir la Historia

Noam Chomsky  :: 23.07.13

Genialidades analíticas del autor

REESCRIBIR LA HISTORIA

El principio fundamental es que “nosotros somos buenos” -”nosotros” entendido como el Estado al que uno sirve-, y lo que “nosotros” hacemos está dedicado a los principios más elevados, aunque se cometan errores en la práctica. En una ilustración típica, según la versión retrospectiva de la izquierda liberal extremista, la guerra de Vietnam comenzó con “esfuerzos fallidos por hacer el bien”, pero ya en 1969 se había vuelto un “desastre” (Anthony Lewis): en 1969, después de que el mundo empresarial se había vuelto contra la guerra por ser muy costosa y 70 por ciento del público la consideraba “esencialmente mala e inmoral”, no un “error”; en 1969, siete años después del comienzo del ataque de Kennedy contra Vietnam del Sur, dos años después de que el más respetado especialista e historiador militar de Vietnam, Bertrand Fall, advirtió que “Vietnam, como entidad cultural e histórica, está amenazada de extinción… (pues) el campo muere literalmente bajo los golpes de la mayor maquinaria militar jamás lanzada sobre un área de este tamaño”; en 1969, la época de algunas de las operaciones de terrorismo de Estado más despiadadas, de uno de los mayores crímenes del siglo XX, del cual las lanchas rápidas del sur profundo, ya devastado por los bombardeos de saturación, la guerra química y los asesinatos en masa, fueron la menor de las atrocidades cometidas. Pero la historia modificada prevalece. Expertos y serios panelistas evalúan las razones de la “obsesión estadunidense por Vietnam” durante las elecciones de 2004, cuando la guerra de Vietnam ni siquiera se mencionó: la de verdad, claro está, no la imagen reconstruida para la historia.
El principio fundamental tiene corolarios. El primero es que los clientes son en esencia buenos, aunque menos que “nosotros”. En la medida en que se moldeen a las exigencias de Washington, aplican un “sano pragmatismo”. Otro es que los enemigos son muy malos; hasta dónde lo son depende de la intensidad con que “nosotros” los estemos atacando o planeemos hacerlo. Su estatus puede cambiar con mucha rapidez, de conformidad con estos lineamientos. Por consiguiente el gobierno actual y sus mentores inmediatos apreciaban mucho a Saddam Hussein y lo ayudaban cuando nada más gaseaba kurdos, torturaba disidentes y aplastaba una rebelión chiíta que pudo haberlo derrocado en 1991, por su contribución a la “estabilidad” -palabra en clave con que nos referimos a “nuestra” dominación- y su utilidad a los exportadores estadunidenses, según se declaraba con franqueza. Pero esos mismos crímenes se volvieron la prueba de su maldad absoluta cuando llegó el momento apropiado para que “nosotros”, portando con orgullo el estandarte de Dios, invadiéramos Irak e instaláramos lo que será llamado “democracia” si obedece órdenes y contribuye a la “estabilidad”.
Los principios son simples, y fáciles de recordar para hacer carrera en círculos respetables. La notable consistencia en su aplicación se ha documentado con amplitud. Lo anterior es de esperarse en estados totalitarios y dictaduras militares, pero es un fenómeno mucho más instructivo en sociedades libres, donde uno no puede con seriedad alegar el miedo como circunstancia atenuante.
La muerte de Arafat ofrece otro de una inmensa lista de estudios de caso. Me limitaré al New York Times (NYT), el periódico más importante del mundo, y al Boston Globe, que tal vez más que otros es el periódico local de la elite educada liberal.
El artículo de opinión de la primera plana del NYT (12 de noviembre) comienza presentando a Arafat como “a un tiempo el símbolo de la esperanza palestina de un Estado independiente viable y el principal obstáculo a su realización”. Explica en seguida que jamás fue capaz de alcanzar las alturas del presidente egipcio Anuar Sadat, quien “recuperó el Sinaí mediante un tratado de paz con Israel” porque tuvo la capacidad de “apelar a los israelíes y referirse a sus temores y esperanzas” (cita de Shlomo Avineri, filósofo israelí y ex funcionario del gobierno, en la nota de seguimiento del 13 de noviembre).
Uno puede pensar en obstáculos más graves a la realización de un Estado palestino, pero están excluidos de los principios rectores, como lo está la verdad sobre Sadat, que por lo menos Avineri sin duda conoce.
Recordemos algunos por nuestra cuenta. Desde que el tema de los derechos nacionales palestinos a un Estado formal llegaron a la agenda de la diplomacia, a mediados del decenio de 1970, “el primer obstáculo a su realización” ha sido, de manera inequívoca, el gobierno estadunidense, y el NYT tiene buenos merecimientos para reclamar el segundo lugar de la lista. Eso ha sido evidente desde enero de 1976, cuando Siria presentó una resolución en el Consejo de Seguridad de la ONU en que se pedía una solución de dos estados. La propuesta incorporaba la redacción crucial de la resolución 242 del organismo mundial, que según consenso es el documento básico. Concedía a Israel los derechos de cualquier Estado en el sistema internacional, al lado de un Estado palestino en los territorios conquistados por Tel Aviv en 1967. La resolución, que contaba con el respaldo de los principales estados árabes, fue vetada por Washington.
La OLP condenó “la tiranía del veto”. Hubo algunas abstenciones por minucias técnicas. En ese tiempo un acuerdo de dos estados en esos términos había obtenido amplio respaldo internacional, bloqueado sólo por Estados Unidos (y rechazado por Israel).
Así continuaron las cosas, no sólo en el Consejo de Seguridad, sino también en la Asamblea General, que aprobó resoluciones similares, por lo regular con votaciones por el estilo de 150-2 (a veces Estados Unidos escogía algún estado cliente). Washington bloqueó también iniciativas similares de estados europeos y árabes.
Entre tanto, el NYT rehusó -ésa es la palabra exacta- publicar el hecho de que durante el decenio de 1980 Arafat convocaba a negociaciones que Israel rechazaba. La principal corriente periodística israelí encabezaba sus notas con el rechazo de Shimon Peres a los llamados de Arafat a negociaciones directas, sobre la base de su doctrina de que la OLP de Arafat “no puede ser parte en las negociaciones”. Y poco después el corresponsal del NYT en Jerusalén, Thomas Friedman, ganador del Premio Pulitzer, quien sin duda podía leer la prensa en hebreo, escribía artículos en los que lamentaba la intranquilidad de las fuerzas policiales israelíes por “la ausencia de cualquier parte negociadora”, en tanto Peres deploraba la falta de “un movimiento de paz entre el pueblo árabe (como el) que tenemos entre los judíos”, y explicaba de nuevo que la OLP no participaría en las negociaciones “en tanto permanezca como organización de pistoleros y se niegue a negociar”. Todo esto luego de una oferta más de Arafat para negociar sobre la cual el NYT rehusó informar, y casi tres años después del rechazo del gobierno israelí a la oferta de Arafat de una negociación que condujera a un reconocimiento mutuo. A Peres, entre tanto, se le describe como adscrito al “sano pragmatismo”, por virtud de los principios rectores.
Las cosas cambiaron en realidad en el decenio de 1990, cuando el gobierno de Clinton declaró “obsoletas y anacrónicas” todas las resoluciones de la ONU y elaboró su propia política de rechazo. Washington sigue solo en su bloqueo a un acuerdo diplomático. Un importante ejemplo reciente fue la presentación de los acuerdos de Ginebra en diciembre de 2002, apoyados por el usual consenso internacional, con la excepción de costumbre: “De manera conspicua, Estados Unidos no estaba entre los gobiernos que enviaron un mensaje de respaldo”, informó el NYT en una crónica desdeñosa (2 de diciembre, 2002).
Se trata sólo de un pequeño fragmento de un historial diplomático que es tan consistente, y tan dramáticamente claro, que es imposible dejar de notarlo, a menos que uno se aferre a la historia creada por quienes son dueños de ella.
Vayamos a un segundo ejemplo: la apelación de Anuar Sadat a los israelíes, con la cual ganó el Sinaí en 1979, era una lección para el malvado Arafat. Recurriendo a una inaceptable interpretación de la historia, Sadat ofreció en febrero de 1971 un tratado integral de paz a Israel, de conformidad con la política oficial estadunidense de entonces -en especial el retiro de Israel del Sinaí-, sin apenas un gesto dirigido a los derechos palestinos. Jordania vino después con ofertas similares. Israel reconoció que podía tener paz total, pero el gobierno laborista de Golda Meir optó por rechazar las ofertas en aras de la expansión, en principio hacia el noreste del Sinaí, donde Israel empujaba a miles de beduinos hacia el desierto y destruía sus pueblos, mezquitas, cementerios y hogares con el fin de fundar la ciudad totalmente judía de Yamit.
La pregunta crucial, como siempre, era cómo reaccionaría Estados Unidos. Kissinger se impuso en un debate interno y Washington adoptó su política de “estancamiento”: cero negociaciones, sólo fuerza. Continuó rechazando -o, lo que es más preciso, ignorando- los esfuerzos de Sadat por llevar adelante un curso diplomático, y respaldando la política de rechazo y expansión de Israel. Esa postura condujo a la guerra de 1973, en la que hubo una apretada victoria para Israel, y tal vez para el mundo: Estados Unidos lanzó una alerta nuclear.
Para entonces hasta Kissinger entendía que no se podía tratar a Egipto como desahuciado, y comenzó su “diplomacia de transbordador”, que condujo a las reuniones de Campo David, en las cuales Israel y Estados Unidos aceptaron la oferta de Sadat de 1971, pero ahora en términos mucho más severos, desde el punto de vista estadunidense-israelí. Para entonces el consenso internacional había venido a reconocer los derechos nacionales palestinos y, en consecuencia, Sadat llamó a fundar un Estado palestino, anatema para Estados Unidos e Israel.
En la historia oficial ajustada por sus propietarios, y repetida por los artículos de opinión en los medios, estos sucesos son un “triunfo diplomático” de Estados Unidos y una prueba de que, si tan sólo los árabes fueran capaces de unirse a “nosotros” en preferir la paz y la diplomacia, podrían lograr sus metas.
En la historia real, el triunfo fue una catástrofe, y los hechos demostraron que Estados Unidos sólo estaba dispuesto a acceder a la violencia. El rechazo estadunidense de la diplomacia condujo a una guerra terrible y sumamente peligrosa y a muchos años de sufrimiento, cuyos amargos efectos persisten hasta hoy.
En sus memorias, el general Shlomo Gazit, comandante militar de los territorios ocupados de 1967 a 1974, observa que al negarse a considerar propuestas presentadas por el ejército y la inteligencia para instaurar alguna forma de autogobierno en los territorios, o incluso limitada actividad política, y al insistir en “sustanciales cambios fronterizos”, el gobierno laborista apoyado por Washington carga con una significativa responsabilidad por el posterior surgimiento del movimiento fanático de colonización Gush Emunim, y por la resistencia palestina que se desarrolló muchos años después en la primera intifada, después de años de brutalidad y terrorismo de Estado, y el constante despojo de valiosas tierras y recursos palestinos.
El extenso obituario de Arafat que escribe la especialista del Times en Medio Oriente, Judith Miller (11 de noviembre), sigue el mismo tenor del artículo de primera plana. Según su versión, “hasta 1988 (Arafat) rechazó en repetidas ocasiones reconocer a Israel, insistiendo en la lucha armada y las campañas de terror. Optó por la diplomacia sólo después de su respaldo al presidente Saddam Hussein durante la guerra del golfo Pérsico de 1991″. Miller presenta una versión precisa de la historia oficial. En la historia real Arafat ofreció en repetidas ocasiones negociaciones conducentes al reconocimiento mutuo, en tanto Israel -en particular los mansos “pragmáticos”- rehusó de plano, con el respaldo de Washington. En 1989, la coalición gobernante israelí (Shamir-Peres) se aseguró el consenso político sobre su plan de paz. El primer principio era que no podía haber “un Estado palestino adicional” entre Jordania e Israel, puesto que Palestina ya era “un Estado palestino”. El segundo era que el destino de los territorios se fijaría “de acuerdo con los lineamientos básicos del gobierno (israelí)”. El plan fue aceptado sin calificación por Estados Unidos, y se convirtió en el “plan Baker” (diciembre de 1989). Totalmente al contrario de lo relatado por Miller y de la historia oficial, sólo después de la guerra del Golfo Washington estuvo dispuesto a considerar negociaciones, reconociendo que estaba ahora en posición de imponer su solución en forma unilateral.
Estados Unidos convocó a la conferencia de Madrid (con participación de Rusia como hoja de parra). En efecto, ésta condujo a negociaciones con una auténtica delegación palestina, encabezada por Haidar Abdul Shafi, honesto nacionalista que es probablemente el líder más respetado en los territorios ocupados. Pero las pláticas se estancaron porque Abdul Shafi rechazó la insistencia israelí, apoyada por Washington, en continuar adosándose partes valiosas de los territorios con programas de asentamiento e infraestructura, todos ilegales, según reconoció incluso la justicia estadunidense, única disidente en el reciente veredicto de la Corte Mundial que condenó el muro con que Tel Aviv ha dividido Cisjordania. Los “palestinos de Túnez”, encabezados por Arafat, soslayaron a los negociadores palestinos y realizaron un trato separado, los “acuerdos de Oslo”, celebrado con grandes fanfarrias en la Casa Blanca en septiembre de 2003.
Desde el principio fue evidente que se trataba de una rendición. La sola Declaración de Principios señalaba que el resultado final tendría que basarse exclusivamente en la resolución 242 de la ONU (1967), excluyendo el tema central de la diplomacia desde mediados del decenio de 1970: los derechos nacionales palestinos y un acuerdo de dos estados. La 242 define el resultado final porque nada dice de los derechos palestinos, excluye las resoluciones de la ONU que reconocen los derechos de los palestinos junto con los de Israel, de acuerdo con el consenso internacional que ha sido bloqueado por Estados Unidos desde que tomó forma, a mediados del decenio de 1970. La redacción de los acuerdos dejaba en claro que había un mandato para continuar los programas de asentamientos israelíes, cosa que los gobernantes de Tel Aviv (Yitzhak Rabin y Shimon Peres) no se afanaron en ocultar. Por esa razón, Abdul Shafi se negó incluso a asistir a las ceremonias.
El papel de Arafat sería servir de policía de Israel en los territorios, como Rabin dejó en claro. Mientras cumpliese esa tarea, sería un “pragmático” a quien Estados Unidos e Israel apoyarían sin prestar atención a la corrupción, la violencia y la represión. Sólo después de que ya no pudo mantener bajo control a la población, mientras Israel se adueñaba de más y más de sus tierras y recursos, se volvió un archivillano que obstruía el camino hacia la paz: la acostumbrada transición.
Así continuaron las cosas durante el decenio de 1990. En 1998 los objetivos de las palomas israelíes fueron explicados en un estudio académico de Shlomo ben-Ami, quien pronto llegaría a ser el principal negociador de Barak en Campo David: el “proceso de paz de Oslo” conduciría a una “permanente dependencia neocolonial” de los territorios ocupados, con alguna forma de autonomía local.
Entre tanto, la colonización e integración de los territorios siguió adelante con firmeza, con pleno apoyo estadunidense. Alcanzó su punto más alto en el año final del gobierno de Clinton (y de Barak) y minó así las esperanzas de un arreglo diplomático.
Volviendo a Miller, ella se apega a la versión oficial de que “en noviembre de 1998, después de considerable presión estadunidense, la OLP aceptó la resolución de Naciones Unidas que demandaba el reconocimiento de Israel y la renuncia al terrorismo”. La historia verdadera es que hacia noviembre de 1988 Washington era objeto de escarnio internacional por su negativa a “ver” que Arafat demandaba un acuerdo diplomático. El gobierno de Reagan accedió de mala gana a reconocer verdad tan obvia, y tuvo que recurrir a otros medios para obstruir la democracia. Entró en negociaciones de bajo nivel con la OLP, pero, como aseguró el primer ministro Rabin a la organización Paz Ahora en 1989, eran insignificantes, y tenían el único fin de dar más tiempo a Israel para ejercer “dura presión militar y económica”, así que “al final se romperán” y se tendrían que aceptar los términos israelíes.
Miller prosigue la narración en la misma vena, la cual conduce a la denuncia típica: en Campo David, Arafat “se retiró” de la magnánima oferta de paz de Clinton-Barak, e incluso después se negó a secundar a Barak en aceptar los “parámetros” fijados por Clinton en diciembre de 2000, lo cual es prueba concluyente de que insiste en la violencia, deprimente noticia a la cual los estados amantes de la paz, Estados Unidos e Israel, deben hacer frente de algún modo.
Volviendo a la historia real, las propuestas de Campo David dividían Cisjordania en cantones virtualmente separados, y de ninguna forma podían ser aceptadas por ningún líder palestino. Eso era evidente con sólo mirar los mapas que se podían encontrar con facilidad, pero no en el NYT ni al parecer en ningún lugar de la corriente periodística dominante, tal vez por esa razón.
Luego del colapso de esas negociaciones, Clinton reconoció que las reservas de Arafat eran sensatas, según demostraron los famosos “parámetros”, los cuales, aunque vagos, se acercaban mucho más a un posible acuerdo, lo cual iba contra la historia oficial, pero se trataba de lógica simple, y ésta es inaceptable como historia. Clinton dio su propia versión de los “parámetros” en una conferencia ante el Foro de Política Israelí realizado el 7 de enero de 2001: “Tanto el primer ministro Barak como el presidente Arafat han aceptado ahora estos parámetros como base de esfuerzos posteriores. Los dos han expresado algunas reservas”.
Uno puede aprender esto de fuentes tan oscuras como la prestigiada revista internacional Security (otoño de 2003), publicada por Harvard y el MIT, junto con la conclusión de que “el recuento palestino de las pláticas de paz de 2000-01 es significativamente más preciso que el israelí”, es decir, el de Estados Unidos y el NYT.
Después de eso, las negociaciones palestino-israelíes de alto nivel procedieron a considerar los parámetros de Clinton como “la base para esfuerzos posteriores”, y dejaron sus “reservas” para reuniones que se realizaron en Taba en enero siguiente. Dichas pláticas produjeron un acuerdo tentativo, que atendía algunas de las preocupaciones palestinas, lo cual una vez más contrarió la historia oficial.
Persistieron problemas, pero los acuerdos de Taba avanzaron mucho más hacia un posible acuerdo que cualquier cosa que las haya precedido. Las negociaciones fueron suspendidas por Barak, así que su posible resultado se ignora. Un informe detallado del enviado estadunidense Miguel Moratinos fue aceptado como preciso por ambas partes, y se le dio amplia difusión en Israel. Pero dudo que alguna vez haya sido mencionado aquí por la prensa dominante.
La versión de estos sucesos que da Miller en el NYT se basa en un libro muy elogiado de Dennis Ross, enviado de Clinton a Medio Oriente y negociador. Como todo periodista debería saber, cualquier fuente semejante es sumamente sospechosa, aunque sea por sus orígenes. E incluso una lectura por encima bastaría para demostrar que el relato de Ross es del todo indigno de confianza. Sus 800 páginas constan sobre todo de adulación hacia Clinton (y a sus propios esfuerzos), basadas en casi ningún dato verificable, más bien en “citas” de lo que asegura haber dicho y oído de los participantes, identificados por nombre de pila si son “buenos chicos”. Apenas si se encuentra una palabra sobre lo que todo el tiempo había sido el meollo de la cuestión, de hecho desde 1971: los programas de asentamientos y desarrollo de infraestructura que se llevaban a cabo en los territorios ocupados, confiando en el apoyo económico, militar y diplomático de Estados Unidos, con el rápido agregado de Clinton.
Ross resolvió para sí el problema de Taba de manera muy simple: acabando su libro en el momento en que iban a comenzar las pláticas (lo cual le permite omitir la evaluación de Clinton, que fue citada con fidelidad unos días después). Así pudo evitar la probabilidad de que sus conclusiones primarias fueran refutadas al instante.
A Abdul Shafi se le menciona una vez, como de paso, en el libro de Ross. Naturalmente, pasa por alto la percepción de su amigo Shlomo ben-Ami sobre el proceso de Oslo, así como todos los elementos significativos de los acuerdos provisionales y de Campo David. No hay referencia a la negativa terminante de sus héroes, Rabin y Peres -más bien, “Yitzhak” y “Shimon”- a considerar siquiera un Estado palestino. De hecho, la primera alusión a esa posibilidad en Israel aparece durante el gobierno del “chico malo”, el ultraderechista Benjamin Netanyahu. Su ministro de Información, al preguntársele sobre un Estado palestino, respondió que los palestinos podían llamar “Estado” a los cantones que les dejaron si así lo deseaban, o cualquier otro nombre que se les ocurriera, como “pollo frito”.
Esto es sólo para empezar. El punto de vista de Ross es tan carente de apoyo independiente y tan radicalmente selectivo, que uno tiene que tragarse con un pesado grano de sal todo lo que afirma, desde los detalles específicos que con tanta meticulosidad consigna a la letra (tal vez con una grabadora oculta) hasta las conclusiones muy generales presentadas en forma muy doctoral, pero sin evidencia creíble.
Es de interés señalar que ésta es una reseña hecha como si ese libro fuera un recuento autorizado. En general, el libro vale casi nada, excepto para dar las percepciones de uno de los lados. Es difícil imaginar que un periodista no se dé cuenta de eso.
No carece de valor, en cambio, cierta evidencia crucial que escapa a la percepción. Por ejemplo, la evaluación de la inteligencia israelí durante esos años: entre ellos Amos Malka, cabeza de la inteligencia militar; el general Ami Ayalon, que dirigió los Servicios de Seguridad General (Shin Bet); Matti Steinberg, consejero especial del director del Shin Bet sobre asuntos palestinos, y el coronel Ephraim Lavie, responsable oficial de la división de investigación en la arena palestina. Según la forma en que Malka presenta el consenso, “la presunción era que Arafat prefiere un proceso diplomático, que hará todo lo que pueda para llevarlo a término, y que sólo si llega a un callejón sin salida adoptará un camino de violencia. Pero esta violencia estaría dirigida a sacarlo del callejón, movilizar presión internacional y ganar ese kilómetro extra”.
Malka asegura también que estas evaluaciones de alto nivel fueron falsificadas en la forma en que se transmitieron a la dirigencia política y a otros interesados. Los reporteros estadunidenses podrían descubrirlas sin problemas en fuentes de fácil acceso, en inglés.
De poco sirve continuar con la versión de Miller o la de Ross. Acudamos al Boston Globe, en el extremo liberal. Sus editores (12 de noviembre) se adhieren al mismo principio fundamental del NYT (tal vez casi universal, sería interesante buscar excepciones). Estos editores sí reconocen que el fracaso en lograr el Estado palestino “no puede atribuirse sólo a Arafat. Los dirigentes israelíes… tuvieron su parte…” Impensable mencionar el papel decisivo de Estados Unidos.
El Globe también presentó un artículo de opinión en primera plana el 11 de noviembre. En su primer párrafo nos enteramos de que Arafat era “uno de un grupo icónico de carismáticos líderes autoritarios -desde Mao Zedong en China hasta Fidel Castro en Cuba o Saddam Hussein en Irak-, surgidos de los movimientos anticoloniales que se extendieron por el globo después de la Segunda Guerra Mundial”.
Esta afirmación es interesante desde varios puntos de vista. El vínculo revela, una vez más, el obligatorio odio visceral hacia Castro. Ha habido pretextos cambiantes conforme varían las circunstancias, pero no información para cuestionar las conclusiones de la inteligencia estadunidense en los primeros días de los ataques terroristas y la guerra económica de Washington contra Cuba: el problema básico es su “exitoso desafío” a las políticas estadunidenses, que se remontan a la doctrina Monroe.
Sin embargo, existe un elemento de verdad en el retrato de Arafat que ofrece el artículo del Globe, como podría haberlo en una nota de primera plana durante las imperiales ceremonias fúnebres del semidivino Reagan, que lo describiera como uno de un grupo icónico de asesinos en masa -de Hitler a Idi Amin o Peres-, que mataban con displicencia y con el fuerte apoyo de los medios y los intelectuales. Los que no entiendan la analogía tendrán que aprender algo de historia.
Continuando con el informe del Globe, al hacer un recuento de los crímenes de Arafat, nos dice que ganó control del sur de Líbano y “lo utilizó para lanzar una corriente de ataques contra Israel, el cual respondió invadiendo Líbano (en junio de 1982). El propósito declarado de Tel Aviv era sacar a los palestinos de la zona fronteriza, pero, bajo el mando del entonces general y ministro de la Defensa Sharon, sus fuerzas prosiguieron hasta Beirut, donde permitió a los aliados milicianos cristianos perpetrar una notoria masacre de palestinos en el campo de refugiados de Sabra y Chatilla y enviar a Arafat y a la dirigencia palestina al exilio en Túnez.
Volviendo a la historia inaceptable, durante el año previo a la invasión israelí la OLP se adhirió a un acuerdo de paz promovido por Washington, mientras Israel lanzaba muchos ataques asesinos en el sur de Líbano, en un esfuerzo por provocar alguna reacción palestina que pudiera servir de pretexto para la invasión planeada. Cuando ninguna se materializó, inventaron un pretexto e invadieron, matando quizá a 20 mil palestinos y libaneses, gracias a los vetos de Washington a las resoluciones del Consejo de Seguridad que llamaban al cese del fuego y la retirada. La masacre de Sabra y Chatilla fue una nota al pie de página. El objetivo que con toda claridad expresaban los más altos funcionarios políticos y militares, y los académicos y analistas israelíes, era poner fin a las iniciativas cada vez más irritantes de Arafat para un acuerdo diplomático y asegurar el control de Tel Aviv sobre los territorios ocupados.
En todo el comentario sobre la muerte de Arafat aparecen similares distorsiones de hechos bien documentados, y han sido tan convencionales durante muchos años en los medios estadunidenses, que apenas se puede culpar a los reporteros por repetirlas, auque bastaría una mínima investigación para revelar la verdad.
También son instructivos ciertos elementos menores de los comentarios. Así, el artículo del Times nos dice que los probables sucesores de Arafat -los “moderados” preferidos por Washington- tienen algunos problemas: carecen de “credibilidad en la calle”, frase convencional para describir la opinión pública en el mundo árabe, como cuando se nos informa de la “calle árabe”. Si una figura política occidental tiene poco apoyo público, no decimos que le falta “credibilidad en la calle”, y no hay reportes sobre la “calle” británica o estadunidense. La frase se reserva para las órdenes menores, irreflexivamente: no son personas, sino criaturas que habitan las “calles”. Podemos agregar también que el líder político más popular en la “calle palestina”, Marwan Barghouti, fue prudentemente encerrado por Israel, en forma permanente. Y que George Bush demostró su pasión por la democracia al secundar a su amigo Sharon -el “hombre de paz”- en llevar a la virtual prisión al único líder democráticamente electo del mundo árabe mientras respaldaba a Mahmoud Abbas, quien, según reconocía Washington, “carece de credibilidad en la calle”. Todo esto podría decirnos algo sobre lo que la prensa liberal llama la “visión mesiánica” de Bush de llevar la democracia a Medio Oriente, si tan sólo los hechos y la lógica tuvieran alguna importancia.
El NYT publicó un artículo importante sobre la muerte de Arafat, escrito por el historiador Benny Morris. El ensayo merece estrecho análisis, pero aquí lo dejaré de lado, para conservar sólo su primer comentario, que captura el tono: Arafat, dice Morris, es un engañador que hablaba de paz y de poner fin a la ocupación, pero en realidad quería “redimir Palestina”. Esto demuestra la irremediable naturaleza salvaje de Arafat.
En tal afirmación Morris revela su desprecio no sólo por Arafat (que es tan profundo), sino también por los lectores del NYT. En apariencia supone que no se darán cuenta de que toma de la ideología sionista esa frase terrible. El principio esencial de ésta durante más de un siglo ha sido “redimir la Tierra”, principio que está detrás de lo que Morris reconoce como el concepto central del movimiento sionista: “transferir” a la población indígena, es decir, expulsarla, a fin de “redimir la Tierra” para sus verdaderos dueños. No parece haber necesidad de expresar las conclusiones.
Morris es identificado como académico israelí, autor del reciente libro The Birth of the Palestinian Refugee Problem Revisited (Nueva ojeada al nacimiento del problema de los refugiados palestinos). Es cierto. También ha realizado el trabajo más extenso en los archivos israelíes, mostrando con considerable detalle el salvajismo de las operaciones israelíes de 1948-49, que condujeron a la “transferencia” de la vasta mayoría de la población de lo que llegó a ser Israel, incluida la porción del Estado palestino designado por la ONU que Israel arrebató, dividiéndola más o menos en partes iguales con su socio jordano.
Morris critica las atrocidades y la “limpieza étnica” (en términos más precisos, “purificación étnica”)… porque no fue lo bastante lejos. El gran error de Ben-Gurion, siente Morris, tal vez “fatal”, fue no haber “limpiado el país entero: toda la Tierra de Israel, hasta el río Jordán”.
En justicia hacia Israel, la postura de Morris en la materia ha sido severamente condenada. En Israel. En Estados Unidos, en cambio, es la elección apropiada para elaborar el comentario principal sobre su odiado enemigo.

Publicado en: http://www.rodelu.net/chomsky/chomsky63.html
Traducción: Jorge Anaya
Original en inglés de: chomsky.info


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