Nuestra casa no tiene electricidad, ninguna casa de este poblado la tiene. Así que pronto obscurece todo y dificulta hacer cualquier cosa excepto acompañar a la familia en la cocina, que es de leña.
“Entiendo lo que es gritar en otro mundo y que nadie escuche”: Abril Schmucler, cineasta mexicana
Nuestra casa no tiene electricidad, ninguna casa de este poblado la tiene. Así que pronto obscurece todo y dificulta hacer cualquier cosa excepto acompañar a la familia en la cocina, que es de leña.
Abril Schmucler
desinformémonos
No dormimos mucho, quizás unas dos horas, y pésimas. La fiesta de clausura de La Escuelita en el Caracol de Roberto Barrios fue larga y divertida. Los ritmos del teclado del dueto que animaba a los bailarines no descansó en toda la noche y todos bailamos con todos. La verdad que los pasos del colombiano resaltaban entre los toscos giros de los extranjeros europeos, los forzados movimientos cumbieros de los chilangos y los brincos discretos y constantes de los compas.
Yo me sentía muy cansada como para intentarlo por más tiempo y me senté a mirar desde el escenario. Alturas y colores variados que compartían una alegría que no había visto hacía mucho tiempo. El lodo de las caminatas bajo la lluvia que se distinguían entre los limpios pies desnudos de las compas. Las bases de apoyo que permanentemente se los limpian con agua.
Habíamos pasado un larguísimo tiempo internados en las comunidades del territorio zapatista. Tiempo que en un calendario duró cinco días. Habíamos llegado el 12 de agosto a media noche después de muchas horas de carretera entre la selva desde San Cristóbal de las Casas.
No llovía y unos 200 zapatistas nos recibieron con consignas y aplausos eufóricos.
Bienvenidos a La Escuelita. Difícil no conmoverse ante tanto esmero y la fila de nosotras y nosotros llegó hasta el auditorio ya preparado para darnos el recibimiento, rodeados de pasamontañas que significan tantas cosas para tantos de nosotras y las otras y los otros y nosotros.
Conocí a mi guardiana al día siguiente, bajo el tremendo calor de verano húmedo. Su nombre en Cho-ol es Sep pero prefiere que la llame en el nombre castellano. Tiene un rostro maya hermoso y unos 30 años. Igual que yo, pero ella tiene dos hijos pequeños y es promotora de salud. Además creo que sabe tres o cuatro idiomas como el Cho-ol, la castilla, el Tzotzil y muy probablemente el Tzeltal. Y desde que me la presentaron no se me despegó en ningún momento y bajo ninguna circunstancia, por el resto de los días y noches de La Escuelita.
Ella debía acompañarme, cuidarme, responder mis dudas, cerciorarse de que yo lea los cuatro libros de estudio, de que los entienda y de que haga bien y sin padecimientos todos los trabajos que la familia en la comunidad me invite a realizar. Intuyo que también debía mirar que yo no hiciera ningún despropósito al zapatismo o incumpliera alguna de las leyes del Buen Gobierno.
No tardé mucho tiempo en exasperarme por esa sombra detrás, junto y delante mío. Y sólo me empecé a convencer de lo acertado de esa maniobra cuando mi Votán me dijo –“Yo te acompaño al baño, y tú me acompañas al baño”- y entonces la acompañé al baño para esperarla sentada en un tronco mojado.
Mis compañeros caminaban como deambulando sin destino, con su Votán al lado, o detrás. En silencio algunos, otros conversando. Nos mirábamos entre risas sin entender del todo nuestra nueva condición de alumnas y alumnos de esta Escuelita Zapatista. Nos presentábamos a nuestros votánes de diferentes edades y rostros. Algunos más sonrientes y otros más tímidos.
A nosotras nos enviaron al municipio de Francisco Villa, a unas tres horas de Roberto Barrios. Luego caminamos otros 20 o 30 minutos de estrecho camino lodoso y selvático que me transportaban a recuerdos robados de las guerrillas del mundo.
A lo lejos se veían unas cuantas casas de madera horizontal. Diez o quince mujeres, hombres, niñas y niños, con el pasamontañas negro esperándonos junto a la escuela del lugar. Nosotros, los estudiantes que éramos 4, junto con nuestros cuatro votánes, saludamos a cada una de esas personas y nos sentamos a escuchar la bienvenida que nos habían preparado tan respetuosamente. Siguiendo al único compañero hombre de la estudiantada, agradecimos la invitación, tanto nosotros como nuestros votanes. Claro, ellos tampoco conocen este sitio ni a estas personas.
Cada familia nos llevó a su casa y en ese pequeñísimo poblado de no más de 10 casas, dejé de ver a mis compañeros hasta el último día de clases en esa comunidad.
No tengo bien claro en qué momento empezó La Escuelita. Sospecho que mucho antes de viajar a San Cristóbal de las Casas, cuando pedí que me invitaran a este nuevo proyecto del zapatismo sin entender bien de qué se trataba. Tampoco tengo bien claro en qué momento terminó esto -¿Terminó ya?- pero sé bien que aprendí el “swing” del machete para cortar el maíz y para limpiar el terreno entre los surcos. Y que no podría resistir hacerlo todos los días ni todo el día. Y que me duele sólo un músculo de la mano que tal vez sólo había usado para escribir y jugar ping pong. En la milpa, mi Votán está al pendiente de mi resistencia al sol y al esfuerzo físico. Pero Eva y su hermana, de 13 y 16 años están atentas a mis movimientos malhechos. Ríen y de vez en vez me tratan de enseñar a hacerlo. Sólo intento imitar sus cuerpos y Ebertina, su madre que es muy bajita y gorda y tiene unos hermosos ojos brillantes, se ríe y corrige mi postura mostrándome la suya. Ninguna habla en castellano así que sus indicaciones son puramente visuales y sus palabras me parecen ruidos incomprensibles y sonoramente los encuentro cálidos.
Aprendí después a desgranar el maíz, a limpiarlo en el río, a molerlo dos veces, a tortillear casi circularmente y a que todo eso se hace cada mañana para preparar las tortillas del desayuno y parte del día.
Mi guardiana no sonríe mucho y está muy preocupada porque yo me siente a leer los libros de estudio. Cuando se ríe es porque mantuvo alguna conversación con la familia que yo no comprendo. Y también sonríe cuando comemos un taco de los aguacates que caen del árbol en donde decidimos estudiar durante el mediodía. Da mucha sombra y ella coloca una tabla que limpia antes, para que nos podamos sentar durante horas sin incomodarnos. Ella, que de hecho ya leyó los libros, lee los mismos capítulos que yo leo. Me pregunta si entendí todo y a medida que pasa el tiempo, las dos disfrutamos más de nuestra compañía. Aunque le pido un poco de intimidad -sin éxito- trato de aprovechar de su presencia y le pido que me cuente sobre ella, sobre sus actividades como Promotora de Salud, sobre su poblado y sobre sus sueños en esas noches de tormenta y escandalosos sapos lacandones. A veces me cuenta, pero a veces no.
Nuestra casa no tiene electricidad, ninguna casa de este poblado la tiene. Así que pronto obscurece todo y dificulta hacer cualquier cosa excepto acompañar a la familia en la cocina, que es de leña. En esos momentos –los más- las conversaciones en Cho-ol se alargan mucho, dejándome en completo silencio, tratando de pescar alguna palabra en castilla o por lo menos algo reconocible. Cuando en su diálogo liberan estas palabras, juego a entender de qué va su plática. A veces incluso me río cuando ellos se ríen o volteo a ver lo que señalan como interesada. Pero a veces me aborda una rabia de impotencia y le pido a mi guardiana un poco de traducción que no suele compartirme, o no completamente –creo- cuando su traducción se limita a decirme que hablan del sonido que hace un pájaro que está por ahí. Y mi ineptitud lingüística me obliga a pensar que en verdad hablan de otras cosas como los planes zapatistas, los alumnos. Seguramente hablan –me digo- de cosas de la comandancia o de sus historias en el inicio del levantamiento. Estoy tan aislada que no es posible que hablen de pájaros. Mi rabieta no pasa de una mirada seria a mi guardiana y por dentro me deshago en la desesperación de sentirme en otro planeta. Completamente sola e impotente.
Pero hace calor y cansancio, me convenzo de que debo relajarme y dejarme llevar, guiar, acompañar, enseñar. Además Hugo, el padre de la familia, que es un viejo alto, comienza a hablarme sin detenerse, con risas y miradas que me indican que me está contando algo emocionante, con las manos gesticulando alguna actividad que sólo imagino, y con el resto de la familia que, iluminada por el fuego de la leña, me mira atenta. La verdad es que no entiendo nada de lo que me dice Hugo y me limito a repetir alguna palabra suya. Mientras él ríe y sigue hablándome en Cho-ol, yo le ruego a mi Votán o a la menor de las hijas, Eva, que poco habla castellano, me expliquen qué me está contando. Pero no me ayudan y tengo unas voraces ganas de preguntarle cosas a esos dos viejitos. Cosas previas al levantamiento, si participaron en el `94, de qué forma cambió su vida estos 20 años, cosas de la selva, del grano, de cómo tienen tantos animales. Mis ansias de sentirme escuchada y comprendida, y respondida, son como un animal amarrado que desesperadamente lucha contra las cuerdas que aprietan su cuerpo.
Entiendo, entiendo lo que es gritar en otro mundo y que nadie escuche.
Casi terminamos los cuatro libros, mi guardiana está satisfecha con las preguntas que a veces le hago. Además ha estrechado su amistad con la familia y cada vez extraña más a sus hijos. Como es el último día en la comunidad y sólo esperamos que vengan por nosotras y nosotros, la familia nos prepara un itacate con muchas tortillas, una penca de plátanos machos a cada una, varios aguacates que Oscar, un pequeñísimo niño baja con una ramita a 10 metros de altura. Yo le enseño los juegos de manos de la primaria a Eva, aunque nunca me aprendí los cantos sí nos divertimos mucho con los aplausos coordinados –y descoordinados- y su hermana se ríe con nuestro esfuerzo. Empiezo a sentir cierta melancolía por ese monte, por ese olor, por esos hermosos paisajes, por ese ajeno idioma, por esa familia y empiezo a pensar en qué es lo que aprendí de La Escuelita, que es todo aunque por ahora no pueda poner en orden tanto que pasaba por la cabeza mientras despertaba, desayunaba, caminaba, me bañaba, comía, reía, padecía, trabajaba, estudiaba y convivía con ellos, las bases de apoyo del EZLN, todo eso que son palabras como autonomía, dignidad, feminidad, resistencia…todo eso que son las formas de vivir que eligieron ellos y que quizás debamos elegir todos para que el mundo sea un poco mejor para todos y todas.
En mi mundo, que es otro el mío que el de ellos, debo ahora aprender a reordenar todo eso que escuché y hablé y sentí y viví, para ajustarlo a las calles de la ciudad de México.