A la izquierda latinoamericana y mundial, desde Atilio Borón hasta Ignacio Ramonet pasando por Martha Harnecker, le parece secundaria la presencia de esos rasgos personalistas y autoritarios. Se pueden pasar por alto esos pequeños problemas menores frente a los beneficios geopolíticos que derivan del desafío imperial. Yo mismo tenía visiones semejantes, sobre otros temas, antes de la caída del Muro
03-10-2013
Lo que el correísmo le dice a la izquierda
Pablo Ospina Peralta
Lalineadefuego
Hace poco salió a la luz un libro colectivo en el que participé: “El Correísmo al desnudo”. Varios amigos y amigas de las izquierdas independientes del gobierno escribimos nuestro diagnóstico sobre el proceso político que vive el país y afilamos la crítica. Para cualquiera que lo haya leído debe estar claro por qué no apoyamos a un gobierno que se presenta como de izquierda y que levantó muchas de nuestras expectativas al inicio. Yo nunca participé personalmente en el gobierno ni en su movimiento político pero hasta la aprobación de la Constitución de Montecristi fui parte de las amplias corrientes progresistas y revolucionarias que a pesar de las críticas que podían emerger aquí o allí, apoyábamos su gestión. En esos años escribía yo en el diario El Telégrafo y creo que se puede leer en esos editoriales una posición de apoyo crítico desde la izquierda.
Varias lecturas críticas desde la derecha o desde el centro político han planteado que el libro denuncia el correísmo como una “traición” a los valores de la izquierda y que al hacerlo así, eludimos nuestra responsabilidad en el resultado final. ¿Qué le corresponde a la izquierda en este desvarío entre autoritario y caudillesco? Estoy de acuerdo con Alberto Acosta cuando dice que no podemos ser una izquierda que agrade a la derecha; mientras más incómodos se pongan, es mejor. Pero creo que no siempre hemos sido claros en decir qué del desastre ocurrido puede ser genuinamente atribuido a una tradición auténtica de nuestra corriente de pensamiento y de acción que debemos cambiar. En este artículo quiero poner mi grano de arena en esa autocrítica colectiva. Personalmente jamás he hablado de “traición”.
Mi interpretación del correísmo es que siempre hubo corrientes políticas variadas en su seno y que las izquierdas fueron paulatinamente desplazadas de la conducción del proceso. Nunca me hice grandes ilusiones con el caudillo. Recuerdo una reunión con Fander Falconí poco antes de asumir el gobierno donde le dije cuál era la comparación histórica que me parecía más apropiada para el gobierno que estaba a punto de entrar en funciones: la asunción de Jaime Roldós Aguilera en 1979. Un hombre progresista pero en modo alguno un revolucionario. Recuerdo también un encuentro de iglesia de los pobres en Baños en octubre de 2007, donde invitamos al entonces candidato a la Asamblea, Fernando Vega, y él nos decía que Correa era un fiel exponente de la doctrina social de la Iglesia. En ese tiempo nosotros queríamos más, y sigo pensando que el papel de las izquierdas anticapitalistas es siempre empujar por más, por extender los límites de lo posible; pero respecto a Rafael Correa, siempre hubo claridad de que no era un propulsor de cambios revolucionarios. Y en realidad obtuvimos más de lo que cabía esperar. No solo la retórica, el Plan del Buen Vivir, o la Constitución, sino la inversión social y el regreso del Estado al espacio vedado de la economía.
En el libro hay muchos balances específicos que muestran que en varios campos, como el minero o el agrario, las cosas empeoraron respecto al neoliberalismo en lugar de mejorar porque el Estado fortalecido se empeña en empujar lo que aquellos gobiernos intentaron pero no tuvieron fuerza para sostener. Son desbalances perfectamente previsibles en un gobierno con tendencias tan dispares en su interior y cuyos balances de fuerza cambian forzosamente en cada coyuntura. Yo no estoy en la oposición porque el correísmo haya traicionado un programa anti – capitalista más radical que habría sido el propugnado en 2006. Un análisis histórico riguroso mostraría que no había tal programa más radical, salvo tal vez, en unos pocos puntos como el ambiental. Lo que sí cabía esperar era un gobierno que al hacer cambios progresistas desechando lo más infame del neoliberalismo, contribuyera al fortalecimiento de las fuerzas que pueden empujar por más. Que se ampliaran los espacios democráticos para el crecimiento de las organizaciones populares, de su poder, de su preparación, de su formación política. Que se propiciara la creatividad social en la solución de problemas. Que el Estado favoreciera la autonomía de los sectores populares mejorando sin condiciones ni obsecuencia su acceso a medios económicos y recursos organizativos.
Que se ampliaran las libertades civiles y el ambiente de participación protagónica de la gente contribuyendo así a enfrentar las resistencias de la derecha o empujando desde abajo a las fuerzas progresistas y de izquierda. En todas esas expectativas puramente democráticas, nada revolucionarias, el correísmo no puede ser calificado más que como un insólito paso hacia atrás bajo cualquier parámetro que se lo mida. Por eso estoy en la oposición. Y todo eso empeoró resueltamente desde la aprobación de la Constitución de Montecristi. No por la Constitución, por supuesto, sino por el nuevo balance de fuerzas internas del correísmo. Ya había signos preocupantes desde el principio, como toda la cruzada anti-corporativista que hemos debido soportar desde 2007, pero desde que las izquierdas quedaron marginadas de la conducción de Alianza País, se vino la noche. Y es precisamente en este tema donde la tradición de las izquierdas, creo yo, carga con un gran peso muerto del pasado. Aquí es donde yo pienso que tenemos una responsabilidad ideológica e histórica. Las fuerzas de la izquierda más radical han sido una potente fuerza democratizadora cuando están en la oposición y luchan desde la sociedad civil. Pero las experiencias históricas de la izquierda radical en el gobierno exhiben un despiadado, corrosivo, inquietante y trágico saldo de autoritarismo, personalismo y retroceso en las garantías civiles mínimas.
¿Es una casualidad que las experiencias revolucionarias del siglo XX fueran tan brutalmente personalistas? Desde Stalin a Mao, pasando por Fidel Castro y Daniel Ortega, la concentración personal de poder es una constante. Eso sin hablar de los récords de persecución política, viles asesinatos, masacres, vigilancia policial y anulación del debate público. Frecuentemente para defendernos de estas acusaciones decimos que en el capitalismo también hay todo eso. Por desgracia es una defensa pobrísima: que sea malo aquí no lo hace bueno allá. El socialismo tenía que ser mucho mejor. Y no lo fue; cuando menos, fue tan malo como el remedo de democracia que vivimos en el capitalismo. Para mí, como lo leí una vez en Mariátegui, el socialismo siempre fue una superación del liberalismo, no su abolición. Se aducen muchas razones para semejante deriva tan lejana a la lucha de las comunidades obreras y artesanales que dieron origen y sentido a las ideas socialistas.
Desde una historia intelectual plagada de misticismo milenarista hasta las “desviaciones” y “errores” propias de toda empresa humana. Yo creo que una de sus raíces más problemáticas para la izquierda anticapitalista es que se hunde en una de las tensiones más profundas que debe resolver cualquier revolución verdadera. ¿Cómo pueden sectores subalternos empobrecidos, dispersos, confinados en un localismo extremo por la dominación, ser los protagonistas, vigilantes y dirigentes de un cambio radical en las estructuras económicas y sociales vigentes? Si miramos la historia pasada, siempre las nuevas clases que tomaron el poder y dirigieron los cambios de época eran dominantes en la economía, la cultura y la sociedad antes de controlar el poder político. Nada semejante ocurre con una revolución socialista si es verdadera. Se trata de hacer un cambio social sin precedentes donde los dominados avancen por el sendero inédito del fin de la dominación. Ante semejante desafío, las experiencias socialistas, carentes de un poder social suficiente para la inmensidad de la tarea emprendida, recurrieron al instrumento de un partido centralizado (o de un ejército popular) y se acantonaron en el poder del Estado para utilizarlo como una formidable palanca de la transformación. En tales condiciones, cualquier contrapeso es una amenaza contra la transformación. Cualquier disidencia es un riesgo para la unidad de acción necesaria para conducir una táctica flexible y adaptada a la infinita complejidad de la política real. Ante tal necesidad insoslayable, no es raro que las experiencias socialistas condujeran a una centralización incompatible con una democracia profunda y deliberativa, como aquella que se prefiguraba muchas veces en la vida subterránea en la que se hacía oposición al capitalismo.
El correísmo no es una revolución sino una serie de reformas más o menos tímidas, otras más o menos profundas. Pero se comporta como si fuera revolucionario porque en la gestualidad revolucionaria encuentra parte de su legitimación. Sostengo también que se apoya en esta tradición de centralización y autoritarismo. No estoy diciendo que Rafael Correa sea autoritario porque la izquierda que lo acompañó lo adornó con una tradición autoritaria. Como dije antes, Rafael Correa no viene de la izquierda anticapitalista sino de la doctrina social de la Iglesia. Estoy seguro que leyó mucho más las Encíclicas de Paulo VI que los debates entre Rosa Luxemburg y Karl Kautsky sobre el camino del poder. El caudillo tiene otras fuentes para abrevar del autoritarismo, que es algo que hay por todos lados en nuestra sociedad, desde el gamonalismo (solo hay que ver cómo trata a sus subordinados) hasta el velasquismo. Esta tradición no está en el origen de los rasgos del correísmo sino en cómo contribuye a su legitimación actual. Lo que esa tradición de la izquierda anticapitalista facilita es que el correísmo pueda gozar del apoyo internacional de una parte significativa de la opinión pública progresista mundial. Esas fuerzas han abrevado de una historia de subestimación del daño provocado por los rasgos autoritarios, de centralización del poder y de suplantación del protagonismo popular por parte de una serie de jacobinos iluminados. A la izquierda latinoamericana y mundial, desde Atilio Borón hasta Ignacio Ramonet pasando por Martha Harnecker, le parece secundaria la presencia de esos rasgos personalistas y autoritarios. Se pueden pasar por alto esos pequeños problemas menores frente a los beneficios03-10-2013
Lo que el correísmo le dice a la izquierda
Pablo Ospina Peralta
Lalineadefuego
Hace poco salió a la luz un libro colectivo en el que participé: “El Correísmo al desnudo”. Varios amigos y amigas de las izquierdas independientes del gobierno escribimos nuestro diagnóstico sobre el proceso político que vive el país y afilamos la crítica. Para cualquiera que lo haya leído debe estar claro por qué no apoyamos a un gobierno que se presenta como de izquierda y que levantó muchas de nuestras expectativas al inicio. Yo nunca participé personalmente en el gobierno ni en su movimiento político pero hasta la aprobación de la Constitución de Montecristi fui parte de las amplias corrientes progresistas y revolucionarias que a pesar de las críticas que podían emerger aquí o allí, apoyábamos su gestión. En esos años escribía yo en el diario El Telégrafo y creo que se puede leer en esos editoriales una posición de apoyo crítico desde la izquierda.
Varias lecturas críticas desde la derecha o desde el centro político han planteado que el libro denuncia el correísmo como una “traición” a los valores de la izquierda y que al hacerlo así, eludimos nuestra responsabilidad en el resultado final. ¿Qué le corresponde a la izquierda en este desvarío entre autoritario y caudillesco? Estoy de acuerdo con Alberto Acosta cuando dice que no podemos ser una izquierda que agrade a la derecha; mientras más incómodos se pongan, es mejor. Pero creo que no siempre hemos sido claros en decir qué del desastre ocurrido puede ser genuinamente atribuido a una tradición auténtica de nuestra corriente de pensamiento y de acción que debemos cambiar. En este artículo quiero poner mi grano de arena en esa autocrítica colectiva. Personalmente jamás he hablado de “traición”.
Mi interpretación del correísmo es que siempre hubo corrientes políticas variadas en su seno y que las izquierdas fueron paulatinamente desplazadas de la conducción del proceso. Nunca me hice grandes ilusiones con el caudillo. Recuerdo una reunión con Fander Falconí poco antes de asumir el gobierno donde le dije cuál era la comparación histórica que me parecía más apropiada para el gobierno que estaba a punto de entrar en funciones: la asunción de Jaime Roldós Aguilera en 1979. Un hombre progresista pero en modo alguno un revolucionario. Recuerdo también un encuentro de iglesia de los pobres en Baños en octubre de 2007, donde invitamos al entonces candidato a la Asamblea, Fernando Vega, y él nos decía que Correa era un fiel exponente de la doctrina social de la Iglesia. En ese tiempo nosotros queríamos más, y sigo pensando que el papel de las izquierdas anticapitalistas es siempre empujar por más, por extender los límites de lo posible; pero respecto a Rafael Correa, siempre hubo claridad de que no era un propulsor de cambios revolucionarios. Y en realidad obtuvimos más de lo que cabía esperar. No solo la retórica, el Plan del Buen Vivir, o la Constitución, sino la inversión social y el regreso del Estado al espacio vedado de la economía.
En el libro hay muchos balances específicos que muestran que en varios campos, como el minero o el agrario, las cosas empeoraron respecto al neoliberalismo en lugar de mejorar porque el Estado fortalecido se empeña en empujar lo que aquellos gobiernos intentaron pero no tuvieron fuerza para sostener. Son desbalances perfectamente previsibles en un gobierno con tendencias tan dispares en su interior y cuyos balances de fuerza cambian forzosamente en cada coyuntura. Yo no estoy en la oposición porque el correísmo haya traicionado un programa anti – capitalista más radical que habría sido el propugnado en 2006. Un análisis histórico riguroso mostraría que no había tal programa más radical, salvo tal vez, en unos pocos puntos como el ambiental. Lo que sí cabía esperar era un gobierno que al hacer cambios progresistas desechando lo más infame del neoliberalismo, contribuyera al fortalecimiento de las fuerzas que pueden empujar por más. Que se ampliaran los espacios democráticos para el crecimiento de las organizaciones populares, de su poder, de su preparación, de su formación política. Que se propiciara la creatividad social en la solución de problemas. Que el Estado favoreciera la autonomía de los sectores populares mejorando sin condiciones ni obsecuencia su acceso a medios económicos y recursos organizativos.
Que se ampliaran las libertades civiles y el ambiente de participación protagónica de la gente contribuyendo así a enfrentar las resistencias de la derecha o empujando desde abajo a las fuerzas progresistas y de izquierda. En todas esas expectativas puramente democráticas, nada revolucionarias, el correísmo no puede ser calificado más que como un insólito paso hacia atrás bajo cualquier parámetro que se lo mida. Por eso estoy en la oposición. Y todo eso empeoró resueltamente desde la aprobación de la Constitución de Montecristi. No por la Constitución, por supuesto, sino por el nuevo balance de fuerzas internas del correísmo. Ya había signos preocupantes desde el principio, como toda la cruzada anti-corporativista que hemos debido soportar desde 2007, pero desde que las izquierdas quedaron marginadas de la conducción de Alianza País, se vino la noche. Y es precisamente en este tema donde la tradición de las izquierdas, creo yo, carga con un gran peso muerto del pasado. Aquí es donde yo pienso que tenemos una responsabilidad ideológica e histórica. Las fuerzas de la izquierda más radical han sido una potente fuerza democratizadora cuando están en la oposición y luchan desde la sociedad civil. Pero las experiencias históricas de la izquierda radical en el gobierno exhiben un despiadado, corrosivo, inquietante y trágico saldo de autoritarismo, personalismo y retroceso en las garantías civiles mínimas.
¿Es una casualidad que las experiencias revolucionarias del siglo XX fueran tan brutalmente personalistas? Desde Stalin a Mao, pasando por Fidel Castro y Daniel Ortega, la concentración personal de poder es una constante. Eso sin hablar de los récords de persecución política, viles asesinatos, masacres, vigilancia policial y anulación del debate público. Frecuentemente para defendernos de estas acusaciones decimos que en el capitalismo también hay todo eso. Por desgracia es una defensa pobrísima: que sea malo aquí no lo hace bueno allá. El socialismo tenía que ser mucho mejor. Y no lo fue; cuando menos, fue tan malo como el remedo de democracia que vivimos en el capitalismo. Para mí, como lo leí una vez en Mariátegui, el socialismo siempre fue una superación del liberalismo, no su abolición. Se aducen muchas razones para semejante deriva tan lejana a la lucha de las comunidades obreras y artesanales que dieron origen y sentido a las ideas socialistas.
Desde una historia intelectual plagada de misticismo milenarista hasta las “desviaciones” y “errores” propias de toda empresa humana. Yo creo que una de sus raíces más problemáticas para la izquierda anticapitalista es que se hunde en una de las tensiones más profundas que debe resolver cualquier revolución verdadera. ¿Cómo pueden sectores subalternos empobrecidos, dispersos, confinados en un localismo extremo por la dominación, ser los protagonistas, vigilantes y dirigentes de un cambio radical en las estructuras económicas y sociales vigentes? Si miramos la historia pasada, siempre las nuevas clases que tomaron el poder y dirigieron los cambios de época eran dominantes en la economía, la cultura y la sociedad antes de controlar el poder político. Nada semejante ocurre con una revolución socialista si es verdadera. Se trata de hacer un cambio social sin precedentes donde los dominados avancen por el sendero inédito del fin de la dominación. Ante semejante desafío, las experiencias socialistas, carentes de un poder social suficiente para la inmensidad de la tarea emprendida, recurrieron al instrumento de un partido centralizado (o de un ejército popular) y se acantonaron en el poder del Estado para utilizarlo como una formidable palanca de la transformación. En tales condiciones, cualquier contrapeso es una amenaza contra la transformación. Cualquier disidencia es un riesgo para la unidad de acción necesaria para conducir una táctica flexible y adaptada a la infinita complejidad de la política real. Ante tal necesidad insoslayable, no es raro que las experiencias socialistas condujeran a una centralización incompatible con una democracia profunda y deliberativa, como aquella que se prefiguraba muchas veces en la vida subterránea en la que se hacía oposición al capitalismo.
El correísmo no es una revolución sino una serie de reformas más o menos tímidas, otras más o menos profundas. Pero se comporta como si fuera revolucionario porque en la gestualidad revolucionaria encuentra parte de su legitimación. Sostengo también que se apoya en esta tradición de centralización y autoritarismo. No estoy diciendo que Rafael Correa sea autoritario porque la izquierda que lo acompañó lo adornó con una tradición autoritaria. Como dije antes, Rafael Correa no viene de la izquierda anticapitalista sino de la doctrina social de la Iglesia. Estoy seguro que leyó mucho más las Encíclicas de Paulo VI que los debates entre Rosa Luxemburg y Karl Kautsky sobre el camino del poder. El caudillo tiene otras fuentes para abrevar del autoritarismo, que es algo que hay por todos lados en nuestra sociedad, desde el gamonalismo (solo hay que ver cómo trata a sus subordinados) hasta el velasquismo. Esta tradición no está en el origen de los rasgos del correísmo sino en cómo contribuye a su legitimación actual. Lo que esa tradición de la izquierda anticapitalista facilita es que el correísmo pueda gozar del apoyo internacional de una parte significativa de la opinión pública progresista mundial. Esas fuerzas han abrevado de una historia de subestimación del daño provocado por los rasgos autoritarios, de centralización del poder y de suplantación del protagonismo popular por parte de una serie de jacobinos iluminados. A la izquierda latinoamericana y mundial, desde Atilio Borón hasta Ignacio Ramonet pasando por Martha Harnecker, le parece secundaria la presencia de esos rasgos personalistas y autoritarios. Se pueden pasar por alto esos pequeños problemas menores frente a los beneficios geopolíticos que derivan del desafío imperial. Yo mismo tenía visiones semejantes, sobre otros temas, antes de la caída del Muro de Berlín. Es lo que nos lleva a mirar hasta con cierta simpatía a la tiranía sin nombre de Bashar – al – Assad en Siria, como si los enemigos de nuestros enemigos fueran necesariamente nuestros amigos. Rafael Correa no ha llegado, por supuesto, a los límites inauditos de la tiranía en Siria y no puede ser considerado un fascista o un nazi. Esa caracterización sería una exageración peligrosa. Pero resta que es parte de nuestra tradición política subestimar esos rasgos inaceptables en cualquier proceso de cambio.
Yo creo que no solo debemos rechazarlos por razones de principio sino también por razones instrumentales. Sin amplias libertades para debatir, protestar, y disentir, como decía Rosa Luxemburg, la vida pública se estanca, se degrada y muere. Y esto vale mucho más para los sectores populares que necesitan mucho debate, mucha apertura y mucha libertad para manifestarse, para aprender de los errores y para formarse en la experiencia de intervenir y tomar decisiones en la política. No basta enunciar un deseo y afirmar una aspiración. El problema de fondo queda en pie. ¿Cómo hacer una revolución verdadera sin caer en la trampa de instrumentos (sea el partido sea el ejército sea el Estado) altamente centralizados, casi forzosamente personalistas, y llenos de anticuerpos contra la crítica y el debate abiertos? Necesitamos otra estrategia para la superación del capitalismo que también sea capaz de eludir el sendero tan transitado y mutilante del insípido reformismo socialdemócrata. El correísmo sí es, sí debe ser, una oportunidad para cuestionarnos profundamente en nuestras propias tradiciones políticas y nuestra más preciada historia de éxitos y fracasos. Solo así podremos hacer de esta frustración, una oportunidad.
http://lalineadefuego.info/2013/10/02/lo-que-el-correismo-le-dice-a-la-izquierda-por-pablo-ospina-peralta/ geopolíticos que derivan del desafío imperial. Yo mismo tenía visiones semejantes, sobre otros temas, antes de la caída del Muro de Berlín. Es lo que nos lleva a mirar hasta con cierta simpatía a la tiranía sin nombre de Bashar – al – Assad en Siria, como si los enemigos de nuestros enemigos fueran necesariamente nuestros amigos. Rafael Correa no ha llegado, por supuesto, a los límites inauditos de la tiranía en Siria y no puede ser considerado un fascista o un nazi. Esa caracterización sería una exageración peligrosa. Pero resta que es parte de nuestra tradición política subestimar esos rasgos inaceptables en cualquier proceso de cambio.
Yo creo que no solo debemos rechazarlos por razones de principio sino también por razones instrumentales. Sin amplias libertades para debatir, protestar, y disentir, como decía Rosa Luxemburg, la vida pública se estanca, se degrada y muere. Y esto vale mucho más para los sectores populares que necesitan mucho debate, mucha apertura y mucha libertad para manifestarse, para aprender de los errores y para formarse en la experiencia de intervenir y tomar decisiones en la política. No basta enunciar un deseo y afirmar una aspiración. El problema de fondo queda en pie. ¿Cómo hacer una revolución verdadera sin caer en la trampa de instrumentos (sea el partido sea el ejército sea el Estado) altamente centralizados, casi forzosamente personalistas, y llenos de anticuerpos contra la crítica y el debate abiertos? Necesitamos otra estrategia para la superación del capitalismo que también sea capaz de eludir el sendero tan transitado y mutilante del insípido reformismo socialdemócrata. El correísmo sí es, sí debe ser, una oportunidad para cuestionarnos profundamente en nuestras propias tradiciones políticas y nuestra más preciada historia de éxitos y fracasos. Solo así podremos hacer de esta frustración, una oportunidad.
http://lalineadefuego.info/2013/10/02/lo-que-el-correismo-le-dice-a-la-izquierda-por-pablo-ospina-peralta/