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HACIA UNA “IDENTIDAD NACIONAL” MAPUCHE? - (ARTICULO)

26.08.03

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HACIA UNA “IDENTIDAD NACIONAL” MAPUCHE?

*Gilda Waldman M.. - Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM (México)

Desde la década de los 80 el resurgimiento de religiones, culturas y etnias sumidas largo tiempo en el olvido han interrumpido la homogeneidad de las historias nacionales, políticas o culturales conocidas y heredadas. El futuro se nos ha llenado de pasado, y una extraña confluencia de lenguas y tradiciones —hasta hace poco excluidas entre sí— ha multiplicado a la ciudad universal en barrios de diversos y variados matices.

En América Latina los indígenas —silenciosos y olvidados durante siglos, recubiertos bajo el manto de “lo nacional” y presentes en momentos de insurrecciones, muchas de ellas fracasadas— han aparecido vigorosamente en el espacio público, sorprendiendo a numerosos analistas sociales y a no pocos partidos políticos, incluso de izquierda. En Bolivia, Colombia, Ecuador, Guatemala, Chile y, por supuesto, México, los indígenas se han colocado de manera crucial en las agendas social, política y cultural de cada uno de sus respectivos países. Desligados de los sistemas políticos, los partidos o el Estado, reafirman su identidad étnica y vitalidad cultural, cuestionando uno de los planteamientos centrales de la conformación del Estado en el continente: el esquema de una nación homogénea, en la cual los grupos indígenas, poco a poco, podrían dejar de ser una población con identidad propia para integrarse y asimilarse a la vida nacional (como campesinos, obreros, clase media, etcétera).

Ya desde los años 60 y 70 habían despuntado movimientos indígenas en Colombia, Bolivia, Guatemala, México, Ecuador o Chile, compartiendo problemas similares, agendas comunes y vínculos mutuos. Sin embargo, no fue sino hasta la década de los 90, con el llamado ingreso de América Latina en la modernidad globalizadora, cuando las identidades más antiguas de la región irrumpieron en el escenario político del continente. Ciertamente, fue el fracaso de las políticas indigenistas, adoptadas como política oficial en el continente a partir de los años 40 y orientadas a incorporar a los indígenas al desarrollo y la cultura nacional, uno de los factores clave que marcó el resurgimiento del movimiento indígena.1 Pero también la transformación de las comunidades indígenas (articuladas en una compleja red de relaciones entre la tradición rural y la modernidad urbana) permitió la producción de un nuevo discurso identitario en el que, más allá de las peticiones de orden económico y material, uno de los puntos centrales lo constituye la exigencia de respeto por su diversidad cultural y la demanda de gestión política de su especificidad étnica.

Uno de los movimientos indígenas de mayor visibilidad en el espacio público es el de los mapuches en Chile, cuyas persistentes movilizaciones y enfrentamientos —casi cotidianos— con las fuerzas policiales se han caracterizado por su violencia. El corazón del problema mapuche se centra en lo que este grupo étnico considera la “deuda histórica” del Estado chileno, por su largo y permanente proceso de usurpación de tierras y recursos. Pero más allá de ello, lo interesante del movimiento mapuche es que se encuentra hoy en proceso de elaboración de una nueva propuesta política que, sustentada en una identidad étnico-cultural que guarda en la memoria la irrupción del Estado chileno imponiendo su nacionalidad y su concepción del Estado, alienta un perfil nacionalista traducido en una voluntad de afirmar la identidad mapuche separada de la identidad nacional chilena.

El origen de este fenómeno puede remontarse a la década de los 80, periodo en que los agravios del régimen militar a la comunidad mapuche alcanzaron un momento álgido a partir de la legislación promulgada por el régimen militar que disolvía la propiedad colectiva de las tierras y la “disolución obligatoria” de las diferencias étnicas, declarando al mapuche como obligatoriamente “chileno”. Pero fue en la segunda mitad de la década de los 90 cuando las limitaciones y relativo fracaso de la Ley Indígena elaborada por el gobierno del entonces presidente Patricio Aylwyn rebasaron a las organizaciones mapuches convocadas por el gobierno para participar en su elaboración. Lo anterior se tradujo en una decepción con las instancias jurídico-políticas encargadas de dar cauce a las demandas mapuches, lo cual permitió que, al menos en un sector de este grupo étnico —representado, por ejemplo, en el Consejo de Todas las Tierras— hiciera crisis su conciencia de pertenencia a la nación chilena y se planteara la reafirmación de su identidad nacional mapuche. Lo anterior ha cuestionado, ciertamente, las bases de la conformación social y política del país: la muy arraigada idea de una nación unitaria y homogénea. Así, aunque las actuales movilizaciones mapuches tienen como hilo rector el reclamo del espacio territorial que les fue arrebatado en la segunda mitad del siglo xix, (cuando fueron excluidos del proyecto nacional), lo que se juega en el fondo es un conflicto nación mapuche/Estado chileno, que alude a la fragilidad de un Estado cuya fortaleza parece ser menos sólida de lo que parece, y sugiere que el conflicto mapuche puede convertirse en un problema de seguridad nacional, en especial si otros grupos se suman a las movilizaciones indígenas. Comprender cómo se ha llegado a este punto implica reconstruir históricamente, aunque sea de manera somera, los conflictivos vínculos históricos que han moldeado la relación entre los mapuches, la sociedad y el Estado.

La historia del pueblo mapuche es única en América Latina. Desde los inicios de la Conquista este grupo étnico opuso una feroz resistencia a las armas españolas, al punto que la corona española reconoció como territorio mapuche independiente la enorme franja de terreno que se extiende desde el río Bío Bío hacia el sur de Chile.2 Después de la Independencia, la República en gestación otorgó la ciudadanía a los mapuches, los cuales se mantuvieron, sin embargo, independientes del Estado chileno. Una vez consolidado el Estado liberal, y con el fin de alentar el desarrollo nacional a través de una política de emigración y colonización en las zonas australes, la legislación de 1866 decretó que la Araucanía pasaba a ser propiedad fiscal y, por tanto, los indígenas no podrían vender sus propiedades a particulares. Dicha legislación dispuso que una Comisión Radicadora entregaría Títulos de Merced, estableciendo el número de hectáreas que les correspondían a cada familia y la forma de distribución de la propiedad. Las leyes dictadas en 1866 sólo fueron aplicadas después de 1882, fecha de la derrota definitiva de la resistencia mapuche. Ocupada militarmente la Araucanía, y organizadas ya las políticas de colonización, el Estado entregó los Títulos de Merced reduciendo, de hecho, el territorio mapuche original a espacios muy pequeños y restringidos. Las políticas de radicación —cuya arbitrariedad generó problemas tales como límites imprecisos, remates de tierra sin tomar en cuenta la topografía, artimañas legales en la entrega de los Títulos de Merced, etcétera—3 marcaron para el pueblo mapuche el punto nodal de su histórico conflicto con el Estado chileno. Desde la perspectiva indígena, su derecho a la tierra deriva de su ancestral ocupación del territorio de la Araucanía; por lo tanto, la ocupación de ese territorio por parte del Estado chileno era una usurpación “oficial”. Desde la perspectiva jurídica estatal, sin embargo, la única propiedad indígena reconocida es aquella legalizada a través de la posesión de los Títulos de Merced.

Le Ley de Radicación fue derogada en 1929, dándose por terminado el proceso oficial de repartición de la propiedad agrícola indígena. Sin embargo, durante las tres primeras décadas del siglo xx se produjeron nuevas y numerosas usurpaciones sobre la tierras entregadas en radicación. Esta “segunda usurpación” imprimió una profunda huella en la conciencia étnica mapuche, reforzando el tema de las tierras arrebatadas como elemento central de sus demandas históricas.4 Entre 1930 y 1970 uno de los grandes debates legislativos fue el tema de la división de las comunidades como solución al “problema mapuche”, a partir del principio de que la propiedad individual motivaría a los indígenas a realizar mejoras y prosperar económicamente, lo cual permitiría su integración rápida a la sociedad chilena.5 En este sentido, la legislación dictada entre 1927 y 1970 fue de una enorme complejidad. Si bien se promulgaron leyes que permitían la división de las comunidades indígenas, paralelamente se promulgaban otras que impedían la venta de tierras. Hubo momentos, sin embargo, en que la ley permitió que se dividieran las tierras en títulos individuales de propiedad tomando como base los Títulos de Merced. No obstante, las consecuencias fueron catastróficas, originándose litigios vigentes hasta la actualidad.

Durante el gobierno de la Unidad Popular las políticas indígenas se ligaron con la Ley de Reforma Agraria. Entre 1970 y 1973 se benefició a las comunidades mapuches con la expropiación de predios; se elaboraron planes para el desarrollo agropecuario de las comunidades; se otorgaron becas de estudio y se crearon hogares estudiantiles para los jóvenes indígenas que estudiaban en las ciudades. Pero el régimen militar instaurado en 1973 y que gobernó Chile hasta 1990 dio marcha atrás en muchos aspectos. Por una parte, la dictadura inició un proceso de contrarreforma agraria en el cual tierras expropiadas, convertidas durante el gobierno de la Unidad Popular en asentamientos o cooperativas indígenas, fueron entregadas a sus antiguos dueños, los cuales las vendieron después a particulares, expulsándose a los mapuches de las mismas. Por otra parte, la represión sin miramientos hacia los indígenas —identificados como comunistas— los desplazó violentamente de los lugares donde vivían, dejando enormes zonas “libres de mapuches” en las que se instalaron, en un nuevo despojo de tierras, empresas forestales, madereras e hidroeléctricas. Al mismo tiempo, el Decreto-Ley (2568) dictado en 1978 dividió definitivamente a las comunidades indígenas en territorios privados, poniendo fin a la propiedad colectiva de las tierras y permitiendo su arriendo a personas no indígenas por 99 años y su venta tras veinte años.6

En 1990 el nuevo gobierno democrático abrió la perspectiva de un cambio en la siempre difícil relación entre el Estado y la población mapuche, proponiendo —en conjunto con diversas organizaciones indígenas— una reforma constitucional que reconociese la existencia de los pueblos indígenas, así como la creación de un Fondo de Tierras con recursos estatales para adquirir tierras y restituirlas a las comunidades indígenas. En noviembre de 1993 el Congreso Nacional aprobó una Nueva Ley Indígena, la cual alentaba, sin duda, los sentimientos étnicos: por primera vez en la historia una ley indígena reconocía las demandas del movimiento mapuche como demandas étnicas, defendía las tierras indígenas al prohibir su venta a personas no indígenas y creaba una institución, la Corporación de Desarrollo Indígena (Conadi), que contaría con un presupuesto (aunque limitado) y tendría como función ejecutar la ley y diseñar las nuevas políticas indígenas.7 Sin embargo, desde la perspectiva de las demandas mapuches originales dicha ley tenía también graves limitaciones: los reconocía como individuos pero no garantizaba su reconocimiento constitucional como pueblos. Por otra parte, si bien la Conadi se erigía como el organismo garante y rector de los procedimientos de la Ley Indígena, su conformación tendía a favorecer los intereses estatales más que los indígenas. De igual modo, la administración y operación del fondo de desarrollo indígena, así como los requisitos que deberían cumplir los consejeros indígenas, constituía una decisión de la presidencia. Tampoco se reconocía el territorio indígena original, ni se establecían formas de participación política de los mapuches, ni se planteaban mecanismos de resolución para los conflictos que pudiesen suscitarse ante la construcción de enormes empresas hidroeléctricas en territorios indígenas, que tendrían un impacto negativo sobre las comunidades.8

La nueva Ley Indígena sufrió tropiezos al poco tiempo de haber sido promulgada. Por una parte, la Conadi fue insuficiente para dar respuesta a las demandas de tierras, pues no contaba con los recursos suficientes. Por la otra, y de manera más grave aún, la Conadi se resquebrajó al no poder impedir la construcción de la central hidroeléctrica Ralco en la cuenca superior del río Bío Bío, que obligaría al abandono de tierras y lugares sagrados de varias comunidades residentes en el Alto Bío Bío, a riesgo de dejar bajo las aguas a decenas de familias. Para los mapuches, la legitimidad de la Conadi quedó irremisiblemente dañada, y esta institución, como aparato de Estado, apareció desde entonces como una instancia agotada. El escepticismo frente a la eficacia de las vías legislativas e institucionales generó una intensa movilización indígena en pro de la restitución de sus tierras y en oposición a las empresas hidroeléctricas y forestales que pretenden explotar los recursos naturales de las zonas australes del país, llegándose en muchas ocasiones a cometer acciones violentas, respondidas por las instancias jurídico-políticas a través de la aplicación de la Ley de Seguridad Interior del Estado.9

En este entorno, si bien la represión militar producida desde mediados de la década de los 70 y la división definitiva de las comunidades esbozaron una primera voluntad de separar a la cultura mapuche de la chilena, la decepción en torno a la Ley Indígena y el fracaso de la Conadi representaron para un sector importante de los mapuches la ruptura de toda posibilidad de negociación con el Estado y el desarrollo de planteamientos etnonacionales. En esta línea, cabe señalar que los poetas mapuches (parte de una nueva intelectualidad más interesada en diferenciarse que en pertenecer o integrarse a la cultura nacional) se han transformado en importantes exponentes de este proceso político-cultural. Es el caso de Elicura Chihuailaf, quien en su libro Recado confidencial a los chilenos —cuyo título denota ya una posición de “otredad” con respecto a lo chileno, y desde una voz que plantea claramente las diferentes cosmovisiones entre lo mapuche y lo nacional-estatal— reinventa el discurso indígena tradicional destacando el peso de la historia y la cultura mapuches en términos de la formación de una identidad etnonacional, reformulando la agenda política de las organizaciones indígenas en términos de las siguientes demandas: reconocimiento constitucional de los derechos mapuches como pueblo distinto con símbolos e historia compartidos y una propuesta específica de futuro político; recuperación de la autonomía política y organización de instituciones (como, por ejemplo, un Parlamento Autónomo Mapuche) que permitan la autodeterminación y la participación de los indígenas alrededor del Estado y no dentro de él; restitución de los terrenos ocupados históricamente por el pueblo mapuche, incluyendo el control y la propiedad sobre los recursos territoriales (agua, suelo, subsuelo, aire, bosques, animales, etcétera); respeto al sistema normativo mapuche ante la reforma del Código de Procedimientos Penales, y retiro de las empresas forestales del territorio mapuche”.10

Escribe Elicura Chihuailaf al respecto: “El eje central del movimiento mapuche debe ser la estrategia de recuperación de tierras y levantar paralelamente una propuesta política que tenga como objetivo una solución global como pueblo”.11

Y agrega: “Somos distintos y debe garantizarse nuestra sobrevivencia como pueblo”.12

Frente a esta situación de fortalecimiento del movimiento etnonacional mapuche, el Estado ha rechazado permanentemente el reconocimiento de los mapuches como pueblo. Desde la perspectiva estatal, el concepto de pueblo en la Constitución es unívoco, no pudiendo coexistir dos pueblos en el mismo territorio. Asimismo, ante las demandas de territorio y autonomía política, el Estado ha señalado que ello no es compatible con la declaración de principios establecida en las bases constitucionales del país (”Un Estado, una nación”). Desde la perspectiva estatal, ello puede representar una amenaza para la institucionalidad, pues legislaciones especiales destinadas a favorecer a determinado grupo dentro del contexto nacional pueden entrar en conflicto con uno de los fundamentos del Estado de derecho: la igualdad ante la ley y el respeto a las garantías individuales. Ante las demandas de territorio y de autonomía, el Estado ha señalado que Chile es país unitario con una normatividad legal general para todos, a pesar de las diferencias étnicas de sus habitantes. Hasta ahora, el Estado chileno se ha limitado a mantener al movimiento mapuche dentro de los límites étnicos, aumentando los servicios públicos ofrecidos por el Estado (fondo de tierras, becas, etcétera) y a últimas fechas, estableciendo una Comisión Gubernamental cuya tarea es la de formular propuestas para fortalecer la Ley Indígena, la Conadi y el proceso de “integración” del pueblo mapuche a la sociedad nacional.

Sin embargo, en la vieja frontera araucana se mantiene abierta una herida: el proyecto unitario elaborado por los intelectuales y la clase política, que terminó por desdibujar al país real. Es difícil imaginar cuál podría ser el futuro del movimiento mapuche, en un entorno en el que el concepto de “diversidad” aún no es incorporado plenamente al discurso político. Entretanto, se recrudecen las detenciones originadas por la tenencia de la tierra, espacio que para los mapuches simboliza el lugar donde yacen sus ancestros y donde habitan sus fuerzas y espiritus, y que constituye el fundamento ritual y el elemento constitutivo de su historia y su identidad. “Mapuche significa Gente de la Tierra”, le enseñaron su abuelo, su madre y su padre a Elicura Chihuailaf.•

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Notas
1 Guillermo Bonfil Batalla, México profundo. Una civilización negada, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes/Grijalbo, 1989.

2 José Bengoa, Historia del pueblo mapuche. Siglos XIX y XX, Santiago, Sur, 1985.

3 José Bengoa, Historia de un conflicto. El Estado y los mapuches en el siglo xx, Santiago, Planeta, 1999.

4 Ibid.

5José Bengoa, Breve historia de la legislación indígena en Chile, Santiago, Comisión Especial de Pueblos Indígenas, 1990.

6Ibid.

7José Bengoa, Historia de un conflicto…, op. cit.

8 Elicura Chihuailaf, Recado confidencial a los chilenos, Santiago, lom, 1999.

9El movimiento mapuche ha evidenciado el carácter colectivo y voluntario de su comunidad en la defensa combativa de cientos de mapuches residentes en el ámbito urbano (emigrados por falta de tierras) en apoyo de los derechos territoriales de sus comunidades en el sur del país, amenazados por las empresas madereras, forestales e hidroeléctricas.

10 Elicura, Chihuailaf, op. cit.

11Ibid., p. 122.

12 Ibid., p. 123.

Bibliografía

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_____, Breve historia de la legislación indígena en Chile, Santiago, Comisión Especial de Pueblo Indígenas, 1990.

_____, Historia de un conflicto. El Estado y los mapuches en el siglo xx, Santiago, Planeta, 1999.

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Guillermo Bonfil Batalla, México profundo. Una civilización negada, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes/Grijalbo, 1989.

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*Gilda Waldman es licenciada en sociología por la Universidad de Chile; maestra y doctora por la UNAM (México). Ha publicado ensayos sobre literatura, sociología, racismo y culturalismo, entre otros temas. Es profesora de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM (México) y colabora en Radio Universidad desde 1986.


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