En este libro se toma el Buen Vivir como ejemplo para
ilustrar cómo las utopías contemporáneas se están
configurando en disputa con los símbolos culturales de la
modernidad capitalista, y la manera en que se comienzan a
pensar las distintas vías en que podrían superarse las
fragmentaciones ideológicas entre naturaleza y cultura,
individuo y comunidad, y las nociones ligadas al progreso y
al desarrollo
Nota previa de Jaime Yovanovic Prieto:
El autor de este libro tiene el raro don de llevarnos por un verdadero laberinto de conceptos, experiencias y realidades de manera muy clara, profunda y pedagógico, sin perdonarse ni a él mismo, sin concesiones. Representa la ya abigarrada legión de nuevos investigadores, analistas, profesores e intelectuales de nuestro continente Abya Yala que paso a paso van trascendiendo las limitaciones de las posturas ideológicas para adentrarse en el meollo, contando para ello con un tesonero y amplio estudio de otros autores de diferentes continentes que han abordado la crisis actual y las experiencias que se están ejecutando para intentar salvarla desde abajo, desde la gente.
Recomendamos abordar el texto de manera parcelada, es decir, no haga la locura de leerlo de una vez como lo hice yo la primera vez, que quedé peor que la mañana siguiente de una buena farra bien comida y bien regada. Es mucho para digerir, el autor horada en los conceptos, en las redes intersubjetivas, la ideología, la historia, las comunidades, de una forma impresionante, ya que consigue extraer de allí una mirada muy clara de lo que realmente está aconteciendo, aunque, como dice él, se trata de sólo una mirada, lo que es mejor, pues cada uno de nosotros puede hilvanar su propia mirada.
Leyendo una parte que usted mismo puede determinar, sugerimos dos actividades o una de ellas, extraer los párrafos que le parecen más decidores y analizarlos, opinarlos, desmenuzarlos, triturarlos y sacar de allí el máximo jugo, aunque sean sólo algunas gotas. La otra es usted hacer su propio texto, corto, largo o medio, a partir de una o más de las provocaciones arrojadas por el autor.
Con ello, póngalo en el grupo para profundizar y debatir:
https://www.facebook.com/groups/TeoriaKaosFisicaCuanticaMadreTierraComunidad
El libro:
Utopías en la era de la supervivencia : una interpretación del buen vivir /
Omar Felipe Giraldo. – Primera edición. – México : Editorial Itaca ; Chapingo, Estado de México : Universidad Autónoma Chapingo, Departamento de Sociología Rural, 2014.
220 páginas ; 21 cm.
Bibliografía: páginas 211-220
ISBN 978-607-7957-71-3
1. Ecología política – América Latina – Filosofía. 2. Ecología política – América del Sur – Estudios de casos. 3. Ambientalismo – América Latina – Filosofía. 4. Ecología humana – América Latina – Filosofía. I. Universidad Autónoma Chapingo. Departamento de Sociología Rural. II. Título.
304.2098-scdd21
Biblioteca Nacional de México
© Omar Felipe Giraldo
omarfgiraldo@hotmail.com
Diseño de la portada: Sergio Amorocho y Julián Toro
Corrección de estilo y cuidado de la edición: Graciela Reynoso Rivas
Primera edición, 2014
Editorial Itaca
Piraña 16, Colonia del Mar C.P 13270, México D.F.
www.editorialitaca.com.mx
Departamento de Sociología Rural
Universidad Autónoma Chapingo
Km 38.5 carretera México-Texcoco C.P. 56230
ISBN 978-607-7957-71-3
Derechos reservados conforme a la ley
Impreso y hecho en México
A mis amados padres!
prólogo…………………………………………………………………………………………. ‘
introducción……………………………………………………………………………….()
1. la circularidad entre ideología y utopía…………………….*(
El proceso ideológico……………………………………………………………………….!”
La construcción de utopías posibilistas……………………………………………..##
2. de la modernidad a la era de la supervivencia………….. )’
La “emancipación” humana de la naturaleza y la insurrección
de la Madre Tierra……………………………………………………………………………$%
El vivir mejor y las ideologías del capital…………………………………………. &&
La disyuntiva existencial de la era de la supervivencia……………………..’!
3. la utopía del buen vivir……………………………………………………..'’
Los principios epistémicos del buen vivir……………………………………….%(%
El discurso político del buen vivir…………………………………………………..%%&
El régimen de verdad alternativo y la utopía…………………………………..%)!
4. genealogía de la utopía del buen vivir………………………..(+,
El discurso utópico y la autoextinción de la humanidad…………………%)’
El paraíso perdido y la nostalgia bucólica……………………………………….%*(
La utopía y las necesidades persistentes…………………………………………..%$%
La transformación del paradigma científico y la utopía
del buen vivir…………………………………………………………………………………%$’
5. globalización y utopías del lugar…………………………………(,’
El recorte del futuro y la revalorización del “lugar”……………………….. %”(
La crisis del capitalismo mundial y las alternativas de
la experiencia…………………………………………………………………………………%”$
El sistema global de poder y las tensiones del “pachamamismo”……. %’!
conclusión: del discurso a la acción………………………………..*-)
referencias…………………………………………………………………………………*((./01232
PRÓLOGO
Utopías en la era de la supervivencia. Una interpretación del Buen Vivir,
hermosa escritura-investigación del pensador-agricultor colombiano
Omar Felipe Giraldo, es una obra única en el panorama del pensamien-
to crítico ambiental en esta tierra llamada por los kunas, Abya Yala.
Esta potente palabra caracteriza como utopía, dos acontecimientos
inseparables: la manera como habitamos la Tierra, y la manera como la
Tierra permite que la habitemos. Abya Yala significa buen vivir-tierra
generosa, tierra en florecimiento. Para los quechuas, buen vivir
se expresa como sumak kawsay, dos palabras con fuerza ética en tanto
que se refieren a cómo habitar el ethos, o sea la casa del hombre, la tierra
generosa, madre nutricia y permanente, que permite el permanecer.
La crisis ambiental como expresión de una crisis aún mayor, la crisis
civilizatoria, exige una preocupación-otra por la tierra que habitamos.
Tierra que hemos perdido, en tanto hemos perdido el cuerpo. Esta
pérdida es en metáfora la pérdida del paraíso. El poeta que somos habi-
ta en la nostalgia del otro-lo otro. La condición de nuestro tiempo oscila
entonces entre la nostalgia y la melancolía: nostalgia del cuerpo-tierra
perdido cuando el humano occidental decidió distanciarse de la tierra,
romper amarras con la naturaleza y convertir en mercancía la vida… y
melancolía de lo otro –el otro-otro radical: la tierra-naturaleza-vida–
que, en palabras de Withman y Pessoa, es esa plétora de alteridades que
me habitan y que habito. “¿Me contradigo? Claro que me contradigo…
en mí habitan multitudes”, escribía Withman y lo recordaba bellamente
Pessoa, abriendo a un pensamiento alterno, en clave de la diferencia y
la diversidad.
El poeta no necesita del adjetivo “ambiental”. El poeta siente y ese
sentimiento lo coloca en los pliegues de la piel de la tierra. El otro, esas
multitudes que me habitan, me impelen a comprender la tierra como
un otro radical diferente. Una alteridad que permite infinitas maneras
de alteridad; una alteridad sin la cual no es posible la vida, la cultura,
el pensamiento, el conocimiento. Con anterioridad al filósofo, el poeta
nos advierte, desde el sentimiento ambiental, que “la vida, si no florece
en poesía, no vale la pena”. Esta hermosa afirmación hecha por el poe-!”#$%&’()*’%+)$#(,!
ta-filósofo ambiental Augusto Ángel Maya, en una entrevista realizada
en Cali, Colombia, el 26 de febrero del 2009, diecinueve meses antes de
su partida final, permitió que nuestro pensamiento ambiental asumiera
el reto de desplegar el hermoso acontecimiento del florecer de la vida,
como alternativa biótica-simbólica al desarrollo, paradigma económico
que ha permeado todos los hilos de la cultura moderna, acentuando,
reafirmando y consolidando la idea de la dominación de la naturaleza,
como tarea fundamental del humano moderno en la tierra.
Omar Felipe asume ese reto en clave geopoética, mostrando en su
libro cómo el sumak kawsay, vocablo quechua que significa Buen Vi-
vir, permite la armonía entre lo humano y todo lo existente, es decir,
entre lo humano y la tierra en tanto que la tierra es el lugar donde es
posible La Trama de la Vida. Vivir en estos tiempos de miseria exige la
recuperación, resignificación y reconfiguración del Buen Vivir, como
utopía de todas las utopías, cuyos principios fundamentales –nos dice
el autor– “…han sido tomados de las culturas aymara y quechua, y de
las expresiones sumak qamaña y sumak kawsay, las cuales, en términos
generales, podrían definirse como el arte de vivir en equilibrio y armo-
nía con lo existente, a través de la comprensión, y experiencia plena, de
que todo está interrelacionado con lo demás”.
Comprender la complejidad de la vida, su configuración en entra-
mados, sus procesos autopoiésicos, su sin-sentido –en tanto la vida no
tiene una única teleología–, es la tarea del pensamiento ambiental hoy,
como un ethos alternativo al de la modernidad excluyente, homogeni-
zante y presuntuosa.
Por eso la filosofía del Buen Vivir, continua Omar Felipe Giraldo, “no
puede equipararse de ninguna manera, al desarrollo o al progreso, ni
a las nociones de bienestar o calidad de vida. Es una utopía que para
su realización demanda de agudas transformaciones culturales y de la
revisión de las bases mismas de la civilización occidental moderna”.
Esa transformación cultural exige cultivar los símbolos que permiten
la sacralidad de la tierra y erradicar aquellos que han reducido la tierra
a recurso. Lo sagrado en sentido antropológico es aquello enigmático
dador de vida. Lo sagrado de la tierra, es aquello que permite el flore-
cimiento. De ahí que el pensamiento ambiental que construye el autor,
logra encontrar los indicios de aquello que permite la vida, más allá –o
más acá–, de una descripción lógica, de una racionalidad bio-lógica.
El Buen Vivir no es un nuevo humanismo. No bebe de las fuentes an-
tropocéntricas del humanismo ilustrado, ni tiene relación con el huma-
nismo renacentista. Las palabras sumak kawsay, Abya Yala, no tienen
traducción a una lengua europea como el español, porque las lógicas
que las constituyen no emergen de un sujeto que dice algo de un objeto,
10!”#$%&%
sino de una tierra que es siendo, y su ser se expresa en el florecimiento
de la vida.
Con la dificultad propia de la lógica sujeto-objeto que constituye la
lengua en la que pensamos-escribimos-habitamos esta tierra-sur,
la escritura de Omar Felipe Giraldo logra hacernos comprender el
ser-siendo-tierra, la acción de la vida misma, el permanecer. Esta
geo-oiko-onto-logía, que el agro-filósofo construye en su obra, es acon-
tecimiento, manera de habitar de comunidades originarias-sur: geopoé-
ticas-sur.
El Buen Vivir como utopía no será una razón instrumental al servicio
de una teleología estatal o epocal. Será ante todo un aprendizaje, una al-
ternativa a la política neoliberal impuesta en América Latina pero ante
todo, un ethos acontecimental donde la Tierra es la maestra que enseña
a partir de su lengua cómo habitar poéticamente, en tanto en diversos
tiempos y en diversas geografías, una plétora de comunidades vivas lo
han venido haciendo.
La tensión dialéctica entre ideología y utopía permite comprender
que el Buen Vivir es flexible a la diferencia, no tiene una teleología li-
neal sino que tiene lugar, configura y crea lugar en el pensamiento lati-
noamericano alternativo.
En un tiempo que no solo está dando qué pensar, sino que este pen-
sar se coliga con el sentir, el Buen Vivir se configura como senda que
permite la emergencia de la vida. Símbolo potente frente a una época
donde el Vivir Mejor ha permeado todos los pliegues del mundo de
la vida moderna, el Buen Vivir horada los cimientos de una política
donde el desarrollo ha ocupado todos los espacios del pensamiento. Si
la ideología se ocupa de “la deformación de las estructuras simbólicas
colectivas, la legitimación del statu quo y la integración”, Omar Felipe
Giraldo propone una circularidad temporal crítica entre ella y la utopía.
El libro se despliega brillantemente en la tensión entre estas dos pala-
bras, para construir una imagen de utopía, como aquello que posibilita
la creación de lugares-otros.
Si lo que permanece lo fundan los poetas, esta escritura permanecerá
en el pensamiento-otro latinoamericano, en tanto abre una compuerta
para pensar cómo habitar poéticamente esta tierra. Frente a la globali-
zación de la tierra, como mercancía, este libro reafirma la posibilidad
de la diferencia de lugares y sentidos, propia de un geo-pensamiento.
Ana Patricia Noguera de Echeverri
Profesora Emérita
Universidad Nacional de Colombia, Sede Manizales
Febrero 20 de 2014
INTRODUCCIÓN
El presente libro es el fruto de una tesis doctoral sustentada en el Depar-
tamento de Sociología Rural de la Universidad Autónoma Chapingo en
mayo de 2013. Durante su elaboración participaron, directa e indirec-
tamente, muchas personas a quienes expreso mi más profundo agra-
decimiento. En especial, quiero mencionar a Gabriela Kraemer Bayer,
por todo su conocimiento y experiencia, el cual fue fundamental para la
formulación, desarrollo y conclusión de este trabajo. A ella toda mi gra-
titud, cariño y respeto. A Patricia Noguera de Echeverry, por su bello
prólogo pero sobre todo por haberme enseñado la necesidad de habitar
poéticamente. Durante la estancia de investigación doctoral realizada
en el Grupo de Pensamiento Ambiental de la Universidad Nacional de
Colombia, reafirmé, reconsideré y recreé muchísimos apartados del
texto. Un agradecimiento a Juan de la Fuente Hernández, Guillermo
Torres Carral y María Virginia González, por su acompañamiento, por
la lectura cuidadosa de todo el manuscrito y por sus sugerencias y crí-
ticas oportunas. También debo un reconocimiento a Félix Hoyo Arana,
José Alfredo Castellanos, quienes leyeron algunos capítulos y me apor-
taron sus opiniones en distintos momentos.
A Graciela Reynoso por su invaluable cooperación en la corrección de
estilo, y por su incondicional patrocinio en todos los aspectos relacio-
nados con el proceso editorial. Gracias a su desinteresada colaboración
ha sido posible la publicación de este trabajo. De igual manera, tengo
que agradecerles profundamente a Sergio Alberto Amorocho, Julián
Toro y Jairo Andrés Beltrán por prestarme su servicio en el diseño de la
portada, así como a David Moreno Soto de la Editorial Itaca, y a Liberio
Victorino Ramírez, Subdirector de Investigación del Departamento de
Sociología Rural, quienes me apoyaron en la edición del libro.
A mis amigos y compañeros en México, Verónica Bello Contreras,
Julián Aquino Gutiérrez, Marco Antonio Mejía, Mónica García Abar-
ca, Giovannie Soto Torres, José Francisco Ziga, Kenya Rodríguez Díaz,
Kalib Aburto García, Pamela Peñuelas, Samuel Tlatempa Martínez, y a
mis amigos en Colombia, Andrés Felipe Escovar, Ricardo Andrés Lo-
zada, Sergio Amorocho, Jairo Beltrán, Fabio Rodríguez, Julián Toro yJorge Mario Vélez, por sus aportes afectivos e intelectuales. Ellos están
inscritos, envueltos, parafraseados de tantas maneras que no puedo sa-
ber a ciencia cierta qué tanto de lo que aquí se escribió forma parte de
ellos mismos.
A mi padre, por sus oportunos consejos de redacción y por su apo-
yo decidido, el cual, junto al de mi entrañable madre y mi admirada
hermana María Elena, ha hecho posible la realización de este sueño.
Sus esfuerzos y sacrificios, pero sobre todo, su amor, fue definitivo para
cumplir este sueño. A Ingrid Fernanda Toro, mi amada compañera de
vida, quien con su ejemplo, su forma de relacionarse con la naturaleza,
percibir y sentir el mundo, me ayudó más a escribir este libro que toda
la bibliografía reunida y citada con comillas. Gracias por la empatía que
cobija su vida.
Finalmente, deseo agradecer a la naturaleza de la que soy emergencia
por su paciencia frente a todas mis contradicciones.
——————————————————————-
Esta es la encrucijada de la historia: o la muerte o la simbiosis.
Michel Serres
El Contrato Natural
El médico helénico Hipócrates fue el primero en utilizar el término cri-
sis para referirse al momento decisivo en la enfermedad de un paciente,
durante el cual el curso de una enfermedad podría, o bien resolverse
hacia el restablecimiento de la salud, o por el contrario, evolucio-
nar hacia el desenlace fatal. De manera que la palabra crisis, derivada
del lenguaje de la medicina, enuncia un lapso crucial, en el que cierta
patología puede tomar cualquiera de los dos caminos. Recordar la an-
terior definición, sirve para llamar la atención sobre el hecho de que la
crisis ambiental contemporánea es una etapa de inflexión que debe ser
interpretada como un periodo de disyuntiva civilizatoria, en cuyos fatí-
dicos posibles se encuentra la consumación del animal humano, gracias
a sus propios méritos. Esta es la razón por la cual he resuelto denomi-
nar a nuestro presente, la era de la supervivencia, como una forma de
nombrar una época de profundas decisiones existenciales, de las cuales
dependerá la conservación de nuestra especie en el planeta.
Vivimos una era turbulenta, en la cual existe una documentada evi-
dencia del riesgo de autoextinción a consecuencia de la insostenible ci-
vilización construida. Sin exageraciones apocalípticas, pero con susten-
to científico, el suicidio colectivo es uno de los sentidos anunciados por
el cual podemos optar en caso de continuar la ruta transitada. La buena
noticia, por lo menos siguiendo las definiciones médicas, es que las cri-
sis no solo conducen a resoluciones trágicas o a catástrofes inevitables,
también existe la opción de que el paciente recupere la salud, lo que para
nuestro caso significa escoger la alternativa de crear las condiciones ade-
cuadas para sobrevivir –y de hacerlo con dignidad–. Es esa la vía en la
cual comienzan a circunscribirse las utopías del siglo xxi, o por lo menos,
es la interpretación que en las siguientes páginas trataré de sostener.!”#$%&’()*’%+)$#(,!
Aunque la palabra utopía a menudo se emplea en sentido negativo
para denotar denigrantemente un proyecto optimista que parece fanta-
sioso desde el momento de su misma formulación, en el presente libro
utilizo este concepto para referirme a proyectos políticos posibilistas,
siempre en aras de su realización. El objetivo es mostrar la manera en
que los discursos de las utopías en la era de la supervivencia están confi-
gurándose en disputa con los símbolos culturales de la modernidad ca-
pitalista y estructurándose en torno a la reproducción de la vida. Dicho
en otras palabras: intentaré explicar cómo las utopías contemporáneas
están buscando fines distintos de aquellos trazados por el proyecto de
la civilización occidental moderna.
El Buen Vivir es un ejemplo ilustrativo de este fenómeno, en la medi-
da en que lo considero una buena muestra de los lenguajes, preocupa-
ciones y objetivos de las utopías de comienzos de siglo. En lo básico po-
dría decirse que el Buen Vivir es un proyecto político alternativo que ha
surgido recientemente en Latinoamérica –especialmente en Ecuador y
Bolivia–, el cual ha capturado la atención de movimientos sociopolíti-
cos, y ha despertado un creciente interés en espacios académicos de dis-
tintas latitudes. Es prueba de su relevancia política su presencia como
paradigma orientador de las constituciones de ambos países. A mi jui-
cio, en el contexto latinoamericano, el Buen Vivir es la más atrayente
alternativa a la modernidad capitalista.
Los principios fundamentales han sido tomados de las culturas ay-
mara y quechua, y de las expresiones suma qamaña y sumak kawsay, las
cuales, en términos generales, podrían definirse como el arte de vivir
en equilibrio y armonía con lo existente, por medio de la comprensión
y la experiencia plena, de que todo está interrelacionado con lo demás.
El concepto hace hincapié en una vida plena, con acceso a lo suficiente
y necesario en absoluta correspondencia con el bienestar de la Madre
Tierra y el de los demás seres humanos. El enunciado “no se puede Vi-
vir Bien, si los demás viven mal” podría resumir el fin de una sociedad
comunitaria e interdependiente, guiada por los principios de la com-
plementariedad y la reciprocidad, según propone su discurso y a lo que
aspira su práctica política.
Según podrá apreciarse, es una filosofía absolutamente profunda –y
con frecuencia muy mal interpretada–, que debe comprenderse en toda
su riqueza. No puede equipararse de ninguna manera al desarrollo o al
progreso, ni a las nociones de bienestar o calidad de vida. Es una utopía
que para su realización demanda de agudas transformaciones cultu-
rales y de la revisión de las bases mismas de la civilización occidental
moderna.
16!”#$%&’((!)”
No está de sobra anotar que el proyecto no se restringe, ni mucho
menos, a las acciones de los gobiernos de los países en cuestión. De he-
cho, cuando uso la expresión “utopía del Buen Vivir”, no estoy haciendo
alusión a la ejecutoria de los proyectos gubernamentales en curso, sino
a la construcción política que ha venido entretejiéndose por parte de
movimientos sociales, académicos y diferentes actores en distintas par-
tes de Latinoamérica. De modo que no reduciré el proyecto a los ejerci-
cios y enunciaciones personales de ciertos gobernantes, o a los artículos
constitucionales de los países que la han adoptado, pues considero que
hacerlo significaría abaratar la propuesta e innecesariamente despojarla
del filo con la que ha emergido.
La anterior advertencia sirve para aclarar que la hermenéutica que
en ocasiones haré del discurso de ciertos políticos –en especial en el
capítulo 3 y 4–, no tiene el propósito de reflexionar sobre sus opiniones,
ni sobre la legislación hasta ahora aprobada para regularla. Se trata de
entender las enunciaciones que poco a poco se han impuesto al dis-
curso de esos sujetos. Como podrá apreciarse, la imbricación de sus
enunciados no es ni coyuntural ni fortuita; tampoco es un asunto idea-
do por unos individuos particulares ubicados en cierto nivel de poder.
El orden de este nuevo discurso utópico es, en cambio, un asunto de
época, con antecedentes de diverso tipo, el cual se encuentra situado en
un sistema global que es preciso develar.
En realidad, este libro puede ser leído como el intento por entender
la manera en que un proyecto político de este tipo pudo surgir en el
mundo contemporáneo, pero también, como el esfuerzo por aportar
con algunas herramientas teóricas a la complejidad de realización de
una utopía tan ambiciosa.
Respecto a este último objetivo, la investigación en su primer capítu-
lo, parte del reconocimiento de la necesidad de atender la sofisticación
de dispositivos de poder que reproducen el orden existente. Como se
sabrá, la ingenuidad de muchas utopías está en el hecho de ignorar que
no solo somos artífices de un futuro a ser construido, sino que además
estamos marcados por la historia heredada. De modo que la gran pre-
gunta no está únicamente relacionada con las sociedades alternativas
que debemos imaginar. Al mismo tiempo, debemos interrogarnos so-
bre la forma en que se pueden llevar a cabo esos sueños en medio de la
sofisticación de los mecanismos de poder que hacen perdurar los regí-
menes de dominio. Efectivamente, esta primera sección debe entender-
se como un marco teórico que reunirá algunos conceptos para ayudar
a interpretar la utopía del Buen Vivir, y como un entramado de instru-
mentos que aportará algunas claves para su realización pragmática.
17!”#$%&’()*’%+)$#(,!
En lo específico, se acoge la propuesta de contraponer ideología y uto-
pía, en la medida en que se acepta que la ideología es el medio más útil
para mantener el estado de cosas, y por lo tanto, la fuente de significa-
ciones más rica para la elaboración de cualquier utopía. De hecho, no se
escogió iniciar por la descripción detallada de los contenidos del Buen
Vivir, sino por un plexo abstracto de conceptos que reúne algunas cate-
gorías que ayudan a guiar la discusión a lo largo de la investigación. El
propósito es evitar la candidez que supone hablar de transformaciones
y cambios en la sociedad, sin atender primero la dificultad de despren-
derse de los presupuestos ideológicos recibidos del pasado.
En el segundo capítulo se intenta desandar el camino que nos ha
conducido a la crisis de la civilización. Particularmente se abordan las
ideologías modernas instituidas como discursos de verdad, cuyos con-
tenidos mantienen las soluciones a los problemas de hoy, cautivas en un
círculo vicioso y sin alternativa de escape. El objetivo, por un lado, es
comprender las causas estructurales y las enfermedades sistémicas que
hacen que los problemas se reproduzcan y se perpetúen a sí mismos;
y por el otro, contribuir a liberar el campo discursivo de las ideologías
modernas, para ayudar a que las alternativas utópicas se mantengan
alejadas de la cercanía de los regímenes de verdad y las prácticas mo-
dernas. Es importante tener en cuenta que la crítica que se hará durante
todo el capítulo, parte desde una perspectiva de civilización diferente,
la cual, en palabras de Guillermo Bonfil Batalla (1991:84), pone en el
centro de las críticas las premisas fundadoras y los caminos propuestos
o recorridos, “porque cuestiona en primer término el punto al que se
quiere llegar”.
Atendiendo el marco teórico presentado en la primera parte, en el
tercer capítulo se presenta el Buen Vivir como una utopía, la cual se
mantiene en una dialéctica constante con la crítica a las ideologías de
la modernidad desarrollada en el capítulo 2. Inicialmente se exponen
los principios epistemológicos de la relacionalidad de todas las cosas, la
complementariedad, la reciprocidad y la ciclicidad de la temporalidad.
En esa sección se intenta hacer una tematización de algunos presupues-
tos ontológicos y epistémicos alternativos, inspirados en las racionali-
dades vivas de algunas sociedades rurales latinoamericanas, para luego
mostrar cómo los mismos podrían aterrizarse en algunas propuestas
políticas específicas. En particular, se discuten las reformas que hasta
el momento se han emprendido en Ecuador y Bolivia, y se debaten al-
gunos de los desafíos que la utopía ha debido enfrentar en la práctica.
Durante el cuarto capítulo se hace una genealogía del Buen Vivir, con
el fin de encontrar la historia de las ideas que nutren su discurso. En este
apartado utilizo la metodología de la arqueología de Michel Foucault,
18!”#$%&’((!)”
la cual, en términos muy generales, consiste en encontrar los entrecru-
zamientos de acontecimientos y enunciados de orígenes aparentemen-
te distintos, que explican la emergencia de una práctica discursiva. La
hipótesis de trabajo consiste en que el tema de la no asegurada super-
vivencia de la especie humana en el planeta a causa de la degradación
ambiental antropogénica, es el eje que articula diversos enunciados de
orden muy diferente, pero que pueden rastrearse con relativa facilidad
en el pensamiento occidental. En efecto, se plantea que el quiebre del
discurso utópico surgió en el periodo comprendido entre 1985 y 1995,
aunque sus enunciados se siguen de diversas situaciones acaecidas du-
rante todo el siglo xx.
Se analizan de manera específica los entreveramientos del miedo a la
autoextinción de la humanidad por el holocausto nuclear; las eviden-
cias científicas en torno a la degradación ecológica; el derrumbamiento
del bloque socialista; el crecimiento del movimiento indianista en Lati-
noamérica y la “etnización” de su discurso; el renacimiento de los mitos
occidentales del milenarismo, el Jardín del Edén y la Edad de Oro; la actua-
lización de las utopías rurales, y la transformación del paradigma científico
y las correspondencias con las filosofías de los pueblos no occidentales.
Aunque parezcan acontecimientos de un orden enteramente diferen-
te, se mostrará cómo el Buen Vivir puede remitirse a las interrelaciones
de todos esos sucesos, para que al final se pueda hablar con los enun-
ciados políticos con los que hoy la utopía está hablando. El propósito
en esta parte es mostrar que las utopías en la era de la supervivencia
responden a una época específica, y que sus soluciones atienden a todo
un entramado de situaciones de un orden mayor, con las cuales se pro-
ponen caminos alternativos para tratar de cambiar el rumbo suicida en
el que nos encontramos.
En el quinto capítulo se explica la manera en que el discurso del Buen
Vivir se sitúa en el contexto de los debates de la globalización contem-
poránea. En concreto, se discute como el recorte en la percepción de la
temporalidad lineal e infinita orientada hacia el futuro, incide sobre las
fuentes de inspiración de los nuevos discursos utópicos, y las respuestas en
las acciones colectivas de los movimientos sociales latinoamericanos
en el marco del neoliberalismo. Posteriormente, se expone la ubicación
de este proyecto en el contexto de la crisis del capitalismo y el descrei-
miento de los discursos del “desarrollo”, aunque también se plantea la
sospecha de si discursos como éstos son un instrumento útil al siste-
ma mundial de poder. Se retoman las críticas de varios autores frente
a lo que ellos han llamado despectivamente el “pachamamismo”, y se
advierte sobre los perjuicios que dichos discursos podrían estar gene-
rando en los pueblos históricamente oprimidos y subordinados.
19!”#$%&’()*’%+)$#(,!
Finalmente, como una forma de concluir, se bosquejan algunas re-
flexiones sobre los retos que un proyecto de este tipo tiene que afrontar
durante el paso del discurso a la acción. Ahí se retoman los postulados
presentados a lo largo de la investigación y se arguye que las transfor-
maciones anheladas por la utopía del Buen Vivir, deben hacerse direc-
tamente sobre los símbolos de la cultura, lo cual implica una revolución
total de los fines mismos de la educación, así como de los contenidos y
formas del aprendizaje. Las conclusiones se enfocan en la dirección en
que podrán introducirse cambios en las legislaciones, reformas econó-
micas o políticas, aunque se deja claro que mientras no transformemos
los presupuestos ontológicos que hemos heredado de la modernidad,
no estaremos a la altura de una transformación como la que requiere
una era en la cual se determinará nuestra permanencia en el planeta.
20(9:14:%$/%814/$#4#:&”6/&:
$#&2123!4:;:862.!4
Cuando se derrumban los ídolos es tiempo de autocrítica. Y cuan-
do se derrumban hasta sus cimientos ha sonado la hora de revi-
sar sin clemencia los fundamentos mismos de nuestro proyecto.
Armando Bartra
La llama y la piedra
En este primer apartado se desarrollarán los supuestos teóricos que
guían esta investigación. En términos generales, se argumentará porqué
es mejor interpretar la utopía a partir del examen de la ideología, y la
razón por la que ambos conceptos funcionan como opuestos dialécti-
cos. La idea es acercarnos al entendimiento de cómo construir utopías
posibilistas, atendiendo la sofisticación de mecanismos por los cuales es
tan difícil emanciparnos de la racionalidad1 con la que cotidianamente
aprehendemos la realidad social y obramos con cierto grado de signi-
ficación dentro del orden vigente. Pido a los lectores seguir de manera
muy atenta las explicaciones que se darán en el presente capítulo, pues-
to que conformarán la base conceptual de los siguientes.
Para comenzar, es necesario que comprendamos a la sociedad como
una red estructurada en términos de sentido, manifestaciones y sis-
temas simbólicos. Lo anterior quiere decir que los seres humanos, en
nuestra intrínseca y constitutiva característica de seres sociales, estamos
inmersos en tramas de significación que hemos elaborado colectiva-
mente. Diferenciándonos del resto de los animales, hemos construi-
do, por medio de la relación social, diversos símbolos que nos sirven
como recetas, mapas, patrones o instrucciones para orientarnos en el
mundo y guiar nuestra conducta (Geertz, 1991). Dichos simbolismos
nos ayudan a comprender, interpretar y explicar nuestro mundo, y dar
En la medida en que la noción de racionalidad es central en el presente trabajo, me
adelantaré a definirla no como un asunto inherente a la razón, sino como una manera
particular en el que un grupo perteneciente a una cultura concibe la realidad y se ubica
significativamente en el mundo que le rodea. Mucho más que un asunto de pensa-
miento, tiene que ver con la manera como se siente, se vive y se construye la realidad
(Estermann, 1998).
1!”#$%&’()*’%+)$#(,!
sustento a una determinada racionalidad del qué, cómo y para qué ha-
cemos las cosas.
Los procesos semióticos que dan sentido a nuestras acciones han sido
hilvanados intersubjetivamente por medio de la interacción y comu-
nicación con otros sujetos con quienes entretejemos múltiples signi-
ficaciones de la vida, y aprehendemos e interpretamos sus abigarradas
estructuras de sentido. Es decir, los seres humanos nos encontramos
vinculados unos a otros en nuestras actividades cotidianas, y a partir
de la permanente interrelación, elaboramos conjuntamente símbolos
como esquemas para organizar nuestros procesos sociales y psicológi-
cos. Una primera y fundamental conclusión de lo anterior consiste en
que la naturaleza del pensamiento humano no es un asunto privado, ni
un proceso que se desarrolla en la cabeza de alguien de manera indivi-
dual, por el contrario, es un asunto social y público, un complejo entre-
verado de significaciones expresadas en sistemas simbólicos colectivos
(Schutz, 1974; Geertz, 1991).
La concepción de la sociedad como obra de sujetos humanos que
constituyen un mundo significativo dependiente del lenguaje como
principal medio de acción intersubjetiva, permite romper con las no-
ciones de las filosofías clásicas de la conciencia,2 las cuales parten de
sujetos autárquicos, autónomos y meditativos aislados en un mundo
solitario. Lejos de ello, la interpretación sociológica en la que se apoya
esta investigación entiende que somos parte de un colectivo con el que
interactuamos por medio de la comunicación lingüística. Justamente
en este punto se puede encontrar el quiebre con las teorías de la con-
ciencia, pues el lenguaje usado para comunicarnos es utilizado también
para pensar y emitir nuestros puntos de vista. De manera que el sistema
del lenguaje dentro del cual desempeñamos nuestras funciones de pen-
samiento, antes de ser apropiado para “hacernos conscientes”, ha sido
un instrumento público elaborado intersubjetivamente. La conciencia,
en consecuencia, es inseparable del lenguaje, porque incluso la com-
prensión de cada uno de nosotros está conectada integralmente con el
colectivo (Wittgenstein, 1988).
Como sugería Martin Heidegger (1971), estamos en el mundo de las
significaciones lingüísticas que anteceden a toda comprensión. Existi-
mos dentro de horizontes y limitaciones del lenguaje del cual dependen
nuestras posibilidades de interpretación de la realidad. Así, es la estruc-
tura lingüística la que hace posible la comprensión, puesto que todo
lo conocido está mediatizado y antecedido por las posibilidades de la
lengua de la que somos parte. Según se ve, el pensamiento está dialéc-
Me refiero a las teorías de la conciencia en las versiones de Descartes, Kant, Hegel
y Marx.
2
22!”#$%&$’!”&%(”(#)*+&)#%(),!,-.”#/#’+,0.”
ticamente relacionado con el lenguaje y procede de imaginarios co-
lectivos significativos consolidados en racionalidades y lógicas morales
que ayudan a guiar nuestras acciones. Sabemos que nadie podría actuar
sin ideas y sin moral, puesto que constituyen condiciones fácticas de
nuestra vida. Sin embargo, no pensamos, o por lo menos no fundamen-
talmente, por nosotros mismos; estamos predispuestos a hacerlo de
acuerdo con la cultura y estructura lingüística a la cual pertenecemos.
Aceptar que el pensamiento no es un fenómeno individual, que opera
fundamentalmente dentro del cráneo de alguien de manera privada,
sino que está indisolublemente vinculado a nuestra historia social y
nuestro lenguaje, nos ayudará a comprender la heterogeneidad de ar-
quetipos ideológicos utilizados para que las personas reproduzcan un
determinado statu quo, pero también, los caminos que debería recorrer
toda utopía que no quiera cimentarse en los mismos símbolos cultura-
les sobre los cuales se sustenta el sistema que se quiere superar.
Para lograr estos objetivos, en este primer capítulo me apoyaré en la
filosofía hermenéutica y fenomenológica, específicamente en las confe-
rencias sobre Ideología y utopía dictadas por Paul Ricoeur (2008). Creo
con este filósofo, que juntos, ideología y utopía, conforman un círculo
dialéctico que tipifica la imaginación social y cultural de la sociedad.
Abordaré primero las nociones de temporalidad e historicidad en
Heidegger para interpretar esta relación dialógica. Posteriormente se
delinearán las tres funciones de la ideología: la deformación de las es-
tructuras simbólicas colectivas, la legitimación del statu quo y la integra-
ción. Para la primera, me concentraré en el pensamiento de Karl Marx;
en la segunda, me apoyaré en Max Weber, Michel Foucault y Pierre
Bourdieu, y la tercera será analizada a través de la antropología simbó-
lica de Clifford Geertz, y los estudios sobre la metáfora de Ricoeur. Por
su parte, describiré las funciones de la utopía: como alternativa al poder
y exploración de lo posible en tiempos de crisis. Para ello me respaldaré
principalmente en Karl Mannheim y en los aportes de la temporalidad
heideggeriana.
***
Como análisis preparatorio para abordar la circularidad entre ideología
y utopía, iniciaré por describir la concepción de la temporalidad ex-
puesta por Heidegger (1971:253 y ss.) en la segunda sección de su obra
El ser y el tiempo. Además de considerar que aquí se encuentra la más
genial, original e inspiradora aportación con respecto a la temporali-
dad, este trabajo nos permitirá entender con mayor claridad el análisis
que guiará la posterior interpretación histórica en torno a la insepara-
23!”#$%&’()*’%+)$#(,!
bilidad, complementariedad y dependencia entre estos dos conceptos,
pero sobre todo, la propuesta teórica que realizaré en torno a la utopía.
Para Heidegger existe una concepción vulgar del tiempo, la cual hace
referencia a lo que conocemos como “pasado”, “presente” y “futuro”, es
decir, lo anterior, actual y posterior, respectivamente. Se trata de una
forma de interpretar el tiempo como una sucesión continua de ahoras, me-
dibles y calculables. Es una visión irreversible, en la medida en que lo
que fue, ya pasó; es un pasado muerto que ya no volverá a ser. El futuro
está por venir más adelante, aunque aún no se ha vuelto real; llegará a
ser después, en algún otro momento. El presente es lo único existente
y palpable; una secuencia constante de instantes, que van pasando
infinita y linealmente uno tras otro. Imaginado así, lo que ya pasó es
pasado: corresponde a lo que ya no es, mientras que lo que vendrá,
será futuro, hace referencia a lo que todavía no es. En definitiva, an-
terioridad y posterioridad se encuentran separados, el uno del otro,
por el límite del presente. Este tiempo mundano se presenta como una
multiplicidad de momentos; un flujo permanente, ininterrumpido de
secuencias de ahoras, que transcurren uno tras otro, como curso conti-
nuo e indetenible del tiempo.
Las consecuencias de esta concepción temporal irreversible, lineal e
infinita de un tiempo cuya primacía está en un presente desligado del
pasado y del futuro, residen, en primer lugar, en el hecho de estar per-
manentemente esperando lo que va a venir. Es un tiempo que no surge,
sino que simplemente pasa, como algo ajeno e impropio. Se está a la ex-
pectativa de los instantes, los cuales no se hacen ad-venir, sino que son
un destino que está por-venir. El problema de estar a la expectativa de
que ocurran las cosas, es la incapacidad de elegir por sí mismo, lo cual
conlleva a permanecer en un estado permanente de irresolución, espe-
rando que sea el destino el que tome las decisiones. En segundo lugar,
como cada ahora que pasa, es un ahora que desaparece, se está en un
continuo olvidando. En cuanto el pasado ha quedado a la zaga y se ha
vuelto irreconocible, la consecuencia resulta en una actitud de volcarse
en la búsqueda de lo nuevo, de lo que se dice que hay que hacer, en una
presurosa avidez por las novedades, en una exploración constante por
un presente desprendido del pasado.
En contraposición al tiempo vulgar, Heidegger plantea un tiempo ori-
ginal, en el cual se pone en evidencia un entrelazamiento entre las tres
dimensiones de la temporalidad. No existe pues, una disyunción entre
ellas. El acento acá no se encuentra en el ahora, como instantes que
pasan y vienen constantemente, sino en un advenir que acontece hacia
el presente. No es algo que llegará a ser, como ocurre con la concepción
vulgar del futuro; hace referencia a la capacidad de hacer que ocurra,
24!”#$%&$’!”&%(”(#)*+&)#%(),!,-.”#/#’+,0.”
de poderse proyectar hacia las posibilidades más propias, aspecto que
contrasta con el estado de expectativa característico del tiempo impro-
pio. Por su parte, el pasado, es remplazado por la noción del haber sido,
entendido como un antes que aún continua presente. Tal temporalidad
recorre un movimiento circular, puesto que el advenir retroviene hacia
el haber sido, lo que permite abrir las posibilidades.
La idea radica en proyectarse, escoger las propias posibilidades y no
esperar a que ellas lleguen solas. No es una cuestión de esperanza, ex-
pectativa o anhelo. Se trata de elegir y decidir, de resolver la existencia
por sí mismo.
Sin embargo surge una pregunta, ¿de dónde se originan las posibili-
dades sobre las cuales proyectarse? Heidegger responde: del haber sido;
es decir, de un “pasado vivo” que no ha dejado de ser. En la proyección
se determina lo que debe ser conservado, pero también lo que debe ser
ignorado u olvidado. Así las cosas, la historia tiene la función de abrir
el pasado, retroceder hacia sí mismo para hacer surgir las posibilidades
y gestarse históricamente. En consecuencia, resolverse de manera co-
lectiva como comunidad, significa volver hacia su haber sido, hacia su
tradición y herencia y producirse a sí mismos en su advenir. No se trata
de ninguna manera de abandonarse a su pasado ni apuntar exclusiva-
mente hacia el futuro. El sentido histórico sirve para resolverse, abrir lo
posible y proyectarse, lo que quiere decir no esperar o estar a la expec-
tativa, sino gestarse a sí mismo. Consiste en un movimiento circular a
partir del entrelazamiento de las dimensiones temporales.
Esta difícil, pero lúcida concepción heideggeriana de la temporali-
dad, permitirá comprender la dialéctica entre ideología y utopía, pues
como se expondrá, cada uno de estos conceptos actúa en un particular
orden temporal: mientras que la ideología intenta legitimar el estado
de cosas existente, la utopía explora lo posible, aconteciéndolo hacia el
presente. En este punto me apoyo en Mannheim (1987) quien rechaza
el modelo que opone la ideología frente a la realidad y alude, en cambio,
a confrontarla con la utopía. Tal aseveración surge del hecho de que la
utopía tiende a destruir el statu quo, en tanto la ideología preserva y
justifica lo existente. Al punto que quiero llegar es que el pensamiento
utópico recorre la misma tendencia del tiempo original, en cuanto pro-
yecta el advenir, volviendo hacia la ideología para criticarla, haciendo
emerger sus propias posibilidades. Regresaré al tema con mayor pro-
fundidad hacia el final del capítulo cuando se discuta la temporalidad
propia de la utopía.
***
25!”#$%&’()*’%+)$#(,!
Habíamos comenzado este capítulo aceptando que los grupos huma-
nos se explican su mundo por medio de la elaboración de símbolos
compartidos, los cuales operan como “guías” para dar sentido a su exis-
tencia, razón por la cual la ideología funcionaría como un entramado
simbólico que preserva la integridad social, pues hace aparecer legíti-
mas las instituciones en las que se vive (Geertz, 1991). Entendido así,
no existe posibilidad de llegar a un estado no ideológico de la realidad
porque la realidad social sería incomprensible sin una estructura sim-
bólica. “La única forma de salir –advierte Ricoeur (2008:203)– es tomar
una utopía, declararla, y juzgar una ideología sobre esa base”.
Precisamente, lo que haré en el segundo capítulo es asumir el Buen
Vivir como utopía, y a partir de ahí, hacer una crítica radical hacia el
pensamiento occidental de la época moderna. Hacer esta declaración,
siguiendo a Gadamer (1988), es poner en evidencia mis propios prejui-
cios, pues, como dice el autor, en todas las ocasiones tenemos opiniones
previas antes de hacer una interpretación. Corresponden a presupues-
tos que actuarían de todas formas, incluso si no los hiciéramos cons-
cientes. Expreso, entonces, mi posición a favor de la utopía del Buen
Vivir.
Heidegger asegura que no existe un saber objetivo, trasparente o
desinteresado sobre el mundo; no somos observadores imparciales,
ni existe una separación entre un sujeto autónomo que observa los fe-
nómenos, y un objeto a ser comprendido que se ponga en frente de
él. Ambos, en cuanto entes históricos, son parte del mundo, lo que
impide observar neutralmente la realidad. De modo que cualquier co-
nocimiento está precedido por determinados prejuicios que orientan,
pero también limitan nuestra comprensión. Por eso, hacer consciente
mi prejuicio a favor de la utopía del Buen Vivir ayudará a la presente in-
vestigación a salirse del círculo en el cual suelen sumirse las ideologías.3
Con lo anterior también estoy siguiendo a Mannheim (1987), quien
sostiene que el criterio para juzgar lo que es ideológico depende del
cuestionamiento hecho por la mentalidad utópica, en la medida en que
siempre es esta la que define lo que es y lo que no es ideológico. A la
inversa, y dialécticamente, la utopía es también criticada por la ideolo-
gía, pues los grupos y culturas defensoras del statu quo llaman a todo
pensamiento que cuestiona el orden existente como un sueño imposi-
ble e irrealizable. Los criterios para determinar lo realizable o no, están
suministrados por los representantes de las agrupaciones y culturas he-
El círculo al cual me refiero, consiste en un problema tradicional del concepto de
precisar qué es lo que no es ideológico de lo que sí lo es. El inconveniente se presenta
en la medida en que, poco a poco, todo se va volviendo ideológico, hasta el punto de no
saber si la crítica ideológica es ella misma ideológica.
3
26!”#$%&$’!”&%(”(#)*+&)#%(),!,-.”#/#’+,0.”
gemónicas, sin importar si se trata de una utopía absoluta, ficticia en
toda circunstancia, o de una utopía que solamente no puede llevarse a
cabo desde un orden determinado. Sin embargo, en defensa de la utopía
afirmo junto a Mannheim, que esta no es simplemente un sueño, sino
un sueño que indispensablemente aspira a realizarse.
La utopía tiene la inconmensurable labor de reescribir la vida, de ayu-
darnos a cuestionar y repensar la vida en sociedad, nos ayuda a evitar la
realidad como algo natural, inquebrantable, inmodificable y sin alter-
nativa. En consecuencia, la utopía está siempre en proceso de realizarse,
lo que contrasta con la ideología, la cual no tiene el inconveniente de
la ejecución, porque, precisamente, su principal función es legitimar el
orden existente (Ricoeur, 2008).
Es justo en el poder, y su consecuente legitimación, el punto de in-
tersección entre los dos conceptos. La utopía afronta el problema de la
autoridad, cuestionando el orden establecido, emprendiendo esfuerzos
por ofrecer alternativas y remplazarla por algo diferente. Entretanto,
lo que pretende la ideología es legitimar el poder por medio de la ela-
boración y repetición de discursos que se autoconstituyen en verdades
incuestionables.
Ahora bien, los dos conceptos dan cuenta de un aspecto negativo y
otro positivo, una dimensión patológica y otra constitutiva. En ambos
casos, el fenómeno nocivo aparece antes que el elemento integrador. La
ideología, por un lado, conlleva a ciertos procesos de deformación y le-
gitimación, en virtud de los cuales se enmascaran ciertas estructuras de
poder a través de diversos dispositivos de dominación. Por el otro, la uto-
pía tiende a proyectarse en el futuro con lo cual elude su responsabilidad
en el presente, así como puede convertirse en una doctrina dogmática e
intolerante frente a otro tipo de pensamientos divergentes. En cuanto al
papel positivo, la mejor función de la ideología es conservar la identidad
de una colectividad, mientras que la de la utopía es su capacidad de ex-
plorar lo posible. Dice Ricoeur (2008:326) que lo que debe intentarse es:
…tratar de curar las enfermedades de la utopía por lo que hay de saludable
de la ideología y tratar de curar la rigidez, la petrificación de las ideologías
mediante el elemento utópico… En última instancia… lo que debemos ha-
cer es dejarnos atraer por el círculo y luego tratar de convertir el círculo en
una espiral.
Me detendré para describir, con algún nivel de detalle, las funciones de la
ideología, comenzando por su capacidad de deformar los entramados simbó-
licos colectivos, para luego esbozar su rol en la legitimación del orden exis-
tente, y culminar en el papel positivo relacionado con la integración.
27!”#$%&’()*’%+)$#(,!
El proceso ideológico
La noción predominante de ideología en Occidente surge de los textos
del joven Marx, razón por la cual su obra será nuestro primer eje de
análisis. De acuerdo con la exégesis hecha por Ricoeur (2008) el con-
cepto empieza a delinearse en la Filosofía del derecho de Hegel y los Ma-
nuscritos económicos y filosóficos de 1844, aunque no será mencionado
y desarrollado sino hasta la Ideología alemana. En este último trabajo
la ideología es descrita como una representación imaginaria opuesta a
lo real. Marx procura demostrar la ilusión que supone una revolución
basada únicamente en conceptualizaciones teóricas como había sido
concebida por los jóvenes hegelianos.4 La crítica contra ellos consiste
en que es una falsedad argumentar que para modificar la vida de las
personas basta con cambiar sus pensamientos. Según la escuela filo-
sófica neohegeliana, la historia es obra de las ideas y no resultado de la
acción y la vida de individuos reales. Aparece entonces una inversión,
pues se olvida que los pensamientos son una producción derivada de la
actividad material cotidiana de los seres humanos. Tales afirmaciones
son ideológicas, asegura Marx junto a Engels (1958), porque deforman
la realidad mediante una representación imaginaria de la praxis. Lo que
tiene Marx en mente, cuando se refiere a la ideología, es algo similar a
un espejo mágico, el cual proyecta un reflejo distorsionado de un objeto
puesto frente a él.
En la Ideología alemana lo ideológico se opone a la realidad y no a la
ciencia como ocurre con el Marx maduro. La dicotomía no está entre
lo falso y lo verdadero, sino entre lo real y su representación (Ricoeur,
2008). Ciertamente, el concepto de ideología durante muchos años fue
discutido sobre la base de la verdad o la falsedad de ciertos contenidos
de conciencia; particularmente, sobre el carácter ilusorio de una cla-
se social con respecto de sí misma. De acuerdo con esta conceptuali-
zación, un trabajador asalariado, por ejemplo, adopta una conciencia
que no concuerda ni con sus intereses individuales ni con los de su
clase, sino con los intereses de la clase burguesa. Esta aseveración tiene
el inconveniente de que entra en contradicción con la hipótesis según
la cual solo pensamos dentro de los límites de nuestro lenguaje y, por
consiguiente, no habría una actividad de la conciencia esencialmente
4
Los jóvenes hegelianos –Feuerbach, Bauer, Strauss y Stimer– constituían un grupo
de izquierda seguidor de la filosofía de Georg Hegel. Los representantes de esta corrien-
te aseguraban que el Estado prusiano reposaba toda su legitimidad en la religión. Marx
y Engels escribieron La ideología alemana con el propósito de contradecir sus ideas.
28!”#$%&$’!”&%(”(#)*+&)#%(),!,-.”#/#’+,0.”
privada como el marxismo le pretendía adjudicar al trabajador. Con Ri-
coeur quiero partir entonces, del primer modelo marxista en el cual se
opone ideología frente a la realidad, e intentaré apartarme del concepto
de “la falsa conciencia”.
Sin embargo, es necesario hacer un fundamental ajuste a la idea del
joven Marx, puesto que en el modelo que opone ideología y realidad,
se encuentra el problema de que la realidad no es algo inmanentemen-
te dado. En la filosofía occidental ya David Hume (2001), desde 1739,
consideraba a la realidad como un flujo constante de percepciones que
la imaginación ordena de diferentes modos, pero que no se derivan de
elementos dados; sino creados y producidos por la imaginación. No
existen percepciones reales de los objetos, sino representaciones;
en consecuencia, todo sentido de lo real es obra de la imaginación.
Friedrich Nietzsche (1996), en concordancia con Hume, aseveraba que
no existen verdades en sí mismas, sino metáforas de las cosas, repre-
sentaciones de las cuales hemos olvidado que han sido creadas para
relacionarnos con el mundo. Por lo que sigue, debemos rechazar el
sustancialismo de la aparente falsedad o veracidad de una única apre-
ciación virtualmente real. Si esto fuera así, frente a dos percepciones
diferentes del mundo tendríamos que decidirnos por una correcta y
otra incorrecta, y para ello apelaríamos a medir con la medida de la per-
cepción correcta, una medida con la que ciertamente no disponemos.
Efectivamente, la tradición positivista ha hecho creer que la existencia
de las cosas es independiente de nosotros como sujetos, y que pode-
mos conocer el mundo como es, por medio de la percepción y la razón.
El conocimiento, según esta doctrina, consiste en acceder a la realidad
mediante la separación de nosotros como individuos del resto de los
entes. Se trata de la separación sujeto-objeto, edificio cartesiano sobre el
cual se ha construido la mayor parte de la ciencia moderna. El positi-
vismo ha supuesto que la existencia de todo lo que nos rodea tiene lugar
de manera autónoma respecto de quien las observa, por lo que el saber
radicaría en acceder a una especie de espejo que refleja la realidad tal
cual como ella es (Rorty, 1983). Al decir de Heidegger (1971) o Maurice
Merleau-Ponty (1957), el problema de esta perspectiva radica en que
el conocimiento es inseparable de nuestros cuerpos, nuestro lenguaje
y nuestra historia social. Es imposible separarnos del mundo en el que
nos encontramos para observar, describir, o reflexionar acerca de un
medio en el cual siempre habremos estado inmersos.
Así pues, el acto de conocer es dependiente de nuestra historia cor-
poral y social; surge de un vínculo entre el conocedor y lo conocido,
lo que significaría que tanto sujeto como objeto se encuentran en una
relación recíproca; emergen conjuntamente (Maturana y Varela, 2003).
29!”#$%&’()*’%+)$#(,!
Esta posición fenomenológica ha encontrado respaldo en las investiga-
ciones neurofisiológicas sobre el funcionamiento del cerebro y la cog-
nición.5 Particularmente ha sido esclarecedor el entendimiento acerca
de la percepción de los colores por el campo visual. En efecto, ha sido
documentado que la sensación del color percibido por una persona es
independiente de la longitud de onda de la luz reflejada por un objeto.
En la cotidianidad estaríamos tentados a asumir que tal cual vemos los
colores, son como ellos realmente son, sin embargo, moderaremos esta
aseveración si recordamos que otras especies animales, durante su evo-
lución, han desarrollado distintos mundos cromáticos en comparación
con el nuestro (Varela, 2000). Por lo tanto, como advertía Nietzsche
(1996), preguntar si mi percepción del color es la verdadera, o bien la de
la paloma, o la del insecto, es un cuestionamiento que carece por com-
pleto de sentido, porque el color no es un espejo de las propiedades de
la naturaleza, sino un mundo que es relevante para cada especie y que, a
su vez, es absolutamente inseparable de su vivir. Nuestra percepción del
mundo no coincide con un estándar exterior previamente dado, sino
que más bien, es una de las muchas percepciones posibles formada jun-
to con nuestra historia evolutiva. Las capacidades cognitivas dependen
de una historia que es vivida: hace muchos mundos en lugar de refle-
jarlos, trae a un primer plano, creativamente, un universo de diversas
significaciones (Varela, 2005; 2000).
Dada la inseparabilidad de la percepción y la historia corporal de los
seres vivos, tenemos que asumir que toda aprehensión en el ser huma-
no, en cuanto organismo biológico, es dependiente de su lenguaje. Y
esto es así porque la lengua ha sido parte constitutiva para la especie por
cerca de dos millones de años.6 Es la herramienta que utilizamos para
referirnos a nosotros mismos, o a cualquier otra cosa. Por ejemplo, el
rojo como lo percibimos, no es rojo en sí mismo, ni es una recuperación
visual de las características intrínsecas de un objeto. Es el ordenamiento
de un mundo que aparece en el pensamiento, precisamente, gracias a la
lengua a la que pertenecemos. La realidad, por lo tanto, no podría ser
algo objetivo y pre-dado, sino tan solo una explicación a nuestra expe-
riencia cotidiana que acontece dentro de un discurso lingüístico; con-
sistiría en un argumento, en una proposición interpretativa del mundo
en el que vivimos (Maturana, 2009).
Aunque también se le debe mucho a los aportes de la mecánica cuántica.
Entre otras razones, los cambios cerebrales en los homínidos tempranos fueron
posibles gracias al desarrollo del lenguaje. Por eso los seres humanos existimos por y
a través del lenguaje, el cual, cabe mencionar, no es un privilegio exclusivamente hu-
mano. También muchas otras especies animales como los delfines, ballenas o primates,
tienen su propio sistema de comunicación lingüística (Maturana y Varela, 2003).
5
6
30!”#$%&$’!”&%(”(#)*+&)#%(),!,-.”#/#’+,0.”
Ahora bien, veíamos con Geertz que siempre hay una mediación
simbólica en la relación entre nosotros y el mundo que aprehendemos.
Para Nietzsche esa mediación es una metáfora con la que comienza
toda percepción. En todo caso, es siempre necesario un elemento in-
termediario en nuestra relación con lo demás, aunque debe insistirse,
en que esos símbolos que mediatizan el conocimiento no están en la
mente de forma individual, ni corresponden a operaciones psicológicas
personales. Forman parte de significaciones colectivas descifrables por
los demás actores de la sociedad.
Finalmente el punto al que quiero llegar es que aquello deformado
por obra de la ideología no podría ser la realidad misma como plantea-
ba el joven Marx, sino sus representaciones simbólicas. Es la estructura
que media lo que queda distorsionado. Son las metáforas y representa-
ciones, las explicaciones que necesitamos para darle sentido a todas las
cosas, la base sobre la cual actúa la ideología.
De acuerdo con todo lo antes dicho, la ideología operaría socialmen-
te, es decir, sobre grupos que comparten una cultura determinada. Si
aceptamos que los sistemas simbólicos son constructos públicos entre-
tejidos de manera intersubjetiva a través de la interacción comunicati-
va, podría deducirse que la deformación actuaría sobre el entramado de
símbolos colectivos –y no sobre la realidad–, de modo que la imagina-
ción como elemento ordenador de las percepciones sociales quedaría
distorsionada. Una consecuencia importante se hace manifiesta: si los
símbolos primarios son deformados, del mismo modo se deforma su
significación. El sentido originario queda alterado; la información que
proveía la estructura simbólica resulta perturbada. Lo que antes signifi-
caba una cosa, a través de la ideología, termina convertida en otra dis-
tinta. Es un fenómeno en el que el colectivo ve lo mismo, pero a través
del cambio, interpreta de modo diferente.
Valgámonos de la expresión recurso natural como ejemplo para hacer
claridad en este asunto. Se trata de una connotación utilitarista y an-
tropocéntrica por la cual el concepto de naturaleza aparece como exis-
tencia y reserva; una suerte de activo para resolver las necesidades de la
humanidad. Indudablemente, es una locución con un fuerte contenido
simbólico que produce un efecto de distorsión, en virtud de la cual, se
está frente a la naturaleza, pero se aprehende de manera instrumental.
Para Ricoeur (1995a) un símbolo siempre refiere su elemento lingüís-
tico a alguna otra cosa, y en este caso, el término transfiere el sentido
hacia un medio para satisfacer los requerimientos –y ambiciones– del
ser humano. Sin embargo no siempre fue así, puesto que no podría ha-
ber deformación si no existiera una significación original que pudie-
ra ser deformada (Ricoeur, 2008). Según veremos con detenimiento en
31!”#$%&’()*’%+)$#(,!
el próximo capítulo, la transfiguración se consolida en la modernidad
gracias al método científico, pero hace parte de un proyecto inacabado
que podría remitirse a los orígenes de la institución patriarcal. De to-
das maneras, si la naturaleza era antes un ser sagrado dotado de alma
y vida, lo que hoy representa es una vulgar despensa llena de materias
primas para la industria moderna.
En contraste con la anterior configuración que domina en la mayor
parte del pensamiento contemporáneo, en muchas culturas indígenas
de América aun el entorno se concibe como la Madre Tierra, compara-
ción con la cual pretendo ilustrar que podemos estar frente a lo mismo
–en este caso la naturaleza–, pero la mediación simbólica de interpreta-
ción –recurso vs. Madre– cambia radicalmente. Mediante este ejemplo
podría comprenderse que el simbolismo, y no la realidad, es lo que re-
sulta deformado por la acción de la ideología.
Evidentemente al hablar de deformación existe un juicio ético. Un
simbolismo originario que se considera laudable y que ha sido desfigu-
rado por la ideología. Hay una posición según la cual lo que mediaba
era mejor que la metáfora transformada. Pero si es así: ¿desde la posi-
ción de quien se define lo que es lo ideológico de lo que no lo es?, ¿por
qué la posición del otro es la deformada y no lo es la mía? Es debido a
estas preguntas que he aceptado la propuesta de Manheimm –poste-
riormente reinterpretada por Ricoeur– de oponer la utopía frente a la
ideología, para ubicarnos dentro de una posición determinada –en este
caso la utopía del Buen Vivir– y escapar así de tal contrasentido. No
podemos suponer que existe una verdad absoluta, una realidad que no-
sotros conocemos de manera privilegiada pero que los demás ignoran
debido a la acción de la ideología, en la medida que no existe un mundo
pre-dado como ya se ha sugerido. Inexorablemente debemos aceptar
nuestros prejuicios y juzgar lo ideológico desde la orilla de la utopía.
En todo caso, aun cuando la primera función de la ideología sea in-
herentemente despectiva y esté dirigida de manera pragmática contra
los demás, más adelante se aceptará con Geertz, que nosotros mismos
no podríamos prescindir de ella, porque es, en sí misma, constitutiva
de “lo humano”.
***
Si una ideología pretende distorsionar la representación imaginaria de
nuestra relación con el mundo, es debido a la existencia de ciertos in-
tereses que aspiran la aceptación del resto de la sociedad. En efecto,
Marx y Engels (1958) aseguraban que una idea vinculada con un interés
32!”#$%&$’!”&%(”(#)*+&)#%(),!,-.”#/#’+,0.”
particular, por acción de la ideología, aparece como una idea univer-
sal. Desenmascarar una ideología, por lo tanto, significaría descubrir
y poner de manifiesto la estructura de poder escondida tras de ella
(Ricoeur, 2008). Lo que me dispondré atender a continuación son los
mecanismos de operación de la ideología. Los dispositivos que emplea
para deformar las estructuras simbólicas colectivas.
Se ha mencionado que nuestra percepción de la realidad se constitu-
ye a partir de la continua experiencia vivida, de nuestra historia evo-
lutiva y social, pero también –y es lo que interesa por ahora–, de la
elaboración simbólica surgida mediante la interacción lingüística. Los
símbolos, como instrumentos de conocimiento y comunicación, hacen
posible un supuesto consenso sobre el sentido del mundo. Sin embargo,
las interacciones entre actores, de donde surgen el contenido y la signi-
ficación simbólica, suelen ser asimétricas, lo cual quiere decir que los
productos intersubjetivos son el resultado de una relación de poder. La
sociedad, así vista, se formaría a partir de la articulación y combinación
de luchas de fuerza por la legitimidad, por posicionarse preferencial-
mente para proporcionar el valor de cada símbolo y su correspondiente
significado. El poder no sería así un privilegio adquirido o conservado
por quienes dominan, sino el efecto de posicionarse de manera estra-
tégica dentro del espacio social (Bourdieu, 1990). Por consiguiente, los
grupos y culturas mejor ubicadas son las que imponen su discurso, en
cuanto han adquirido la legitimidad simbólica de enunciar el mensaje
y darle valor al mismo.
Es necesario pues un complicado trabajo en la transposición de inte-
reses particulares a intereses universales para que los individuos subor-
dinados actúen en consecuencia, por lo que hablar de poder presupone
heterogéneos y complejos mecanismos por los cuales se producen los
efectos de dominación. De acuerdo con Weber (1964) la dominación
es la probabilidad de encontrar obediencia dentro de un grupo deter-
minado. Esta dominación descansa en abigarrados y diversos disposi-
tivos para lograr la sumisión pretendida. En un primer momento son
necesarias acciones coercitivas, aunque no como represión, obligación
y prohibición, sino más bien como coacciones sutiles, modestas y sus-
picaces, para que el grupo subordinado reproduzca por sí mismo su
propia dominación (Foucault, 1996). No obstante, por más tenue que
sea la coerción ella sola nunca es suficiente; es necesario lograr la legiti-
mación: la validación por la cual un grupo considera justo, adecuado y
cierto un orden determinado. En última instancia las dos dimensiones,
tanto coacción como legitimidad, procuran conseguir la obediencia de
un modo que las personas asuman y reproduzcan por sí mismas las
condiciones de su propio sometimiento.
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Foucault (2000) asegura que el triunfo del capitalismo sobre su pasado
feudal implicó la imposición de un nuevo marco basado en la libertad,
la igualdad y la democracia. Sin embargo la instauración final de esta
nueva lógica ética y cultural tuvo que sustentarse en dispositivos disci-
plinarios, los cuales se multiplicaron en Europa a lo largo y ancho de los
siglos xvii y xviii. La sociedad disciplinaria por medio de instituciones
como la escuela, la familia, la iglesia, el ejército, las fábricas, hospitales y
cárceles, ejerce control en la conducta social, a través de tenues, finos
y calculados elementos para engendrar hombres y mujeres dóciles, e
integrarlos a la lógica del sistema económico de la producción capitalis-
ta. La idea es transformar multitudes confusas, inútiles o peligrosas en
multiplicidades ordenadas; crear cuerpos fuertes para el trabajo, pero
débiles y acríticos políticamente; originar una mentalidad reglamen-
tada que convierta a los individuos en obedientes trabajadores. Para
ello no es necesario recurrir a las armas, violencia física o coacciones
materiales; por el contrario, se trata de ejercer el poder de la manera
menos costosa y más discreta posible: “basta una mirada –dice Fou-
cault (1980:18)– una mirada que vigile y que cada uno, sintiéndola
pesar sobre sí termine por interiorizarla hasta el punto de vigilarse a
sí mismo; cada uno entonces ejercerá esta vigilancia sobre y contra sí
mismo”.
Mediante la sujeción prolongada y el sofisticado mecanismo de ejerci-
cio de poder de la sociedad disciplinaria, el colectivo constituye la norma
social, hasta que finalmente sea la misma comunidad quien ejerza los
actos coercitivos, condenando, rechazando, deplorando la transgresión
a la convención, con mucha más fuerza de la que pudiera alcanzar cual-
quier forma de coacción jurídica. Wittgenstein (1988) ya enseñaba la
imposibilidad de seguir una regla de manera privada. No podría una
persona, por ejemplo, tener por su propia cuenta reglas privadas para
la solidaridad, porque el colectivo lo corregiría. Efectivamente, es la
agrupación social la que fija las reglas y solo si ella acepta su actuación,
dicho individuo está siguiendo la regla. Solo mediante la sanción de
otros es posible saber si se está o no infringiendo una norma determi-
nada. Con todo, este supuesto consenso acordado de manera armónica
para la convivencia comunal es, en muchas ocasiones, el resultado de
la lucha de poder de grupos y culturas por proporcionar el valor signi-
ficativo a los mediadores simbólicos de representación de la realidad.
Muchas normas que se imponen a la conducta humana son el efecto de
las posiciones estratégicas e intereses del grupo ganador, las cuales por
medio de la coerción prolongada y la constante reproducción por parte
de los dominados, se han convertido en una arraigada costumbre. En
esta primera dimensión, la reglamentación de hábitos precisos se finca
34!”#$%&$’!”&%(”(#)*+&)#%(),!,-.”#/#’+,0.”
en un intrincado juego de coerciones, castigos y sanciones, por parte de
una sociedad disciplinada.
La segunda dimensión del poder es la que ciertamente le concierne
al presente análisis, puesto que lo que está en disputa en toda ideología
es la legitimación del orden existente (Ricoeur, 2008). La legitimidad es
la capacidad de un poder para obtener obediencia sin la necesidad de
recurrir a coacciones. Tal obediencia, de acuerdo con Weber (1964),
reside en la creencia respecto de la validez de un orden particular, en
cuanto es la expresión de valores morales supremos. Precisamente, lo
que busca el poder es que se ejerza la dominación sobre un colecti-
vo con la anuencia del mismo, para que aun cuando exista conciencia
sobre su condición, las mismas personas contribuyan a reproducir la
eficacia de su opresión. Aquí es donde encontramos el objetivo central
sobre el cual operan las ideologías: alcanzar la legitimación del orden
para disminuir los costos que representa mantener su permanencia.
Lo que busca la ideología es establecerse como un discurso de verdad,
que sirva a su vez para reproducir el poder. Según Foucault (1979; 1996;
1999) por verdad hay que entender el conjunto de ideas por las cuales
se distingue lo verdadero de lo falso, lo bueno de lo malo, lo normal
de lo anormal, lo que debe y lo que no debe hacerse. Hay una estrecha
relación entre poder y saber, pues el poder necesita un discurso que
legitime y permita el mantenimiento del dominio. De hecho solo es po-
sible ejercer el poder legítimamente hasta que los subordinados liguen
un discurso verdadero y justo a una respectiva autoridad y se constituya
por sí mismo en incontrovertible. El binomio poder y saber se encarga
de definir los enunciados que acoge y hace funcionar como ciertos y
aceptados, pero también los mecanismos para sancionar cualquier otro
tipo de discurso. Define las técnicas, procedimientos e instancias para
obtener las verdades que le interesan al poder, además de delimitar el
estatuto de quienes se encargan de decir lo que funciona como verda-
dero. El discurso ideológico pretende encontrar validez absoluta por
parte del cuerpo social, de modo que su contenido se convierta en una
especie de máxima que gobierne la conducta del colectivo. Lo que hace
que el poder sea aceptado, es que no opera como una fuerza que dice
no, que reprime, coarta o restringe; sino que produce formas de saber,
discursos, rituales de verdad e induce placer. En definitiva, es mejor
concebir el poder como una red productiva que como una instancia
negativa que tiene la función de represión.
Justamente, la ideología asume todo su poder cuando se apoya dentro
de un marco de motivación. No existe manera de prescindir de este
elemento como estrategia de dominación (Ricoeur, 2008). Al hablar del
concepto de motivación se hace referencia a las necesidades que indu-
35!”#$%&’()*’%+)$#(,!
cen a la acción. El término abarca los casos en los cuales las personas
tienen noción de sus intenciones, pero también aquellas ocasiones en las
que su conducta está influida por fuentes no accesibles a su conciencia.
En muchas ocasiones los individuos no son necesariamente conscien-
tes de cuáles son sus intereses en las situaciones en las que participan
(Giddens, 1987). Por obra de la ideología, muchas motivaciones, ideas
y creencias aparecen como genuinas, cuando en realidad corresponden
a una mezcla de información deformada que oculta ciertas estructuras
de poder. Por ejemplo, el incremento de la cultura de consumo, que
ha sido inconscientemente impulsado por el bombardeo de la publi-
cidad, viene acompañado por la disminución de los precios de la co-
modidad y del lujo, aunque para adquirir dichos bienes suntuarios, las
personas tengan que acordar, por medio de un contrato de trabajo,
las condiciones de su propio sometimiento. Muchas libertades y gratifi-
caciones que ofrece la sociedad llegan a ser, en sí mismas, instrumentos
de la dominación (Marcuse, 1983).
Weber (1964) advertía que una de las condiciones para garantizar
la legitimidad de un orden es la expectativa de algunas consecuencias
benéficas de participar en dicho sistema. Corresponde a intereses ma-
teriales y consideraciones utilitarias que representan aparentes ventajas
por parte de quien obedece. Por mencionar otro ejemplo, no es posible
que el capitalismo funcione si antes no existe una creencia del valor de
sus productos. Para que haya una disposición de participar en el campo
económico es indispensable, en primer término, legitimar la importan-
cia de participar en dicho juego (Bourdieu, 2007). En cualquier caso,
una de las mejores formas de comprender cómo funcionan los órdenes
de una sociedad es interpretar los marcos de motivación sobre los cua-
les se sustenta su legitimidad.
El resultado final es que, mediante los intrincados dispositivos de po-
der, las normas sociales y morales, el orden y su respectiva legitimidad,
se arraigan como una vigorosa costumbre. Se convierten en una especie
de receta que guía la conducta cotidiana. Alfred Schutz (2003) señalaba
que en el curso de la vida, los seres humanos presuponemos nuestro
mundo como real como un principio incuestionable de nuestra expe-
riencia. Aceptamos el orden en el que hemos vivido y compartimos con
otros, pues constituye la base de nuestro conocimiento. Nos guiamos
por motivaciones pragmáticas y no necesitamos buscar nuevas solu-
ciones cuando la explicación a un problema es satisfactoria de acuerdo
con nuestros esquemas de referencia. La utilización eficaz de las rece-
tas vuelve innecesario encontrar distintas alternativas para resolver los
problemas, dado que podemos actuar como ya hemos actuado en otras
circunstancias equivalentes. Así concebida, la ideología termina gene-
36!”#$%&$’!”&%(”(#)*+&)#%(),!,-.”#/#’+,0.”
rando una habituación en las personas en cuanto crea un mapa para
guiar el actuar cotidiano. En la vida diaria la fórmula es simple: si las
representaciones que hemos recibido –así seamos conscientes de su de-
formación– sirven para explicarnos el mundo, no necesitamos de otras
nuevas. Existe un prejuicio a favor de la tradición, un peso enorme de
lo recibido del pasado; domina una ciega costumbre a un comporta-
miento tradicional dentro del cual interactuamos con otros, quienes
también asumen lo dado como principio irrebatible dentro del cual se
desenvuelven rutinariamente.
Estas habituaciones se incorporan en nuestros cuerpos en forma de
disposiciones permanentes, como un principio inconsciente de acción,
percepción y pensamiento. Se trata de un sistema de representación
simbólica heredado de la pertenencia a un colectivo social con un de-
terminado proceso histórico, con el cual se aprehende y se juzga la rea-
lidad. Al estar incorporado, parece innato, como un producto de los
condicionamientos que tiende a reproducir las condiciones sociales de
manera imperceptible. Por medio de lo recibido, se impone un modo
de clasificar, sentir, experimentar la vida cotidiana. Programa nuestras
prácticas, valores, creencias, y principios organizadores de la acción.
Determina una racionalidad inmanente a un sistema histórico de rela-
ciones sociales y condiciones económicas (Bourdieu, 1990; 1995; 2007).
Según se ha venido asegurando, hablar de este sistema de disposiciones
heredado significa plantear que lo individual, e incluso lo personal, es
social. Da cuenta del hecho de que somos producto de la historia, de
que nuestras ideas, valores, actos, emociones, y hasta nuestras sensacio-
nes –como anotaría Wittgenstein– son productos públicos y culturales.
Tal dimensión de permanencia hace que nuestros hábitos sean muy
difíciles de cambiar, puesto que los discursos aceptados, validados y
constantemente reproducidos se convierten en costumbres mecánicas.
Se trata de un dispositivo poderoso de dominación que terminamos
absorbiendo como el aire, sin la necesidad de sentirnos presionados.
Hay un vínculo muy potente que nos ata a la tradición, a la cultura
y lenguaje que hemos recibido. Precisamente una de las ingenuidades
de muchas utopías reside en el hecho de ignorar, con frecuencia, que
somos producto de una herencia recibida, el resultado de un pasado
adquirido y no solo actores activos de un presente que construimos. Es
imprescindible además tener en cuenta la eficacia y sofisticación de los
heterogéneos dispositivos de poder, dentro de los cuales los discursos
ideológicos desempeñan un papel fundamental en cuanto proporcio-
nan el entramado simbólico sobre el cual descansa el sistema social. En
efecto, el fracaso de las utopías socialistas del siglo xx en gran medida
puede deberse a que se constituyeron sobre la misma ética, epistemolo-
37!”#$%&’()*’%+)$#(,!
gía y ontología economicista que suministra la estructura simbólica del
capitalismo. Fueron establecidos sobre un idéntico sistema de represen-
tación de la realidad históricamente heredado.
Ahora bien, el círculo ideológico no pasa por el mismo punto de su
comienzo como parece, es decir, gira a partir de la producción, repro-
ducción y reinvención de discursos de verdad, pero no del imaginario
primario distorsionado. Como señala Bourdieu, los productos sim-
bólicos de representación son el resultado de la lucha de fuerzas entre
grupos y clases, dado que en todos los juegos sociales existen ciertos
intereses que hacen a la competencia y la disputa por la dominación
un hecho casi inevitable. Sin embargo, el círculo ideológico no vuelve
a transitar por la lucha que determinó la emisión de los enunciados de
verdad. Una vez proporcionado el valor al símbolo, el ciclo ya no regresa
a su origen. Conocemos la verdad incuestionable, la norma moral in-
controvertible, pero solemos olvidar la situación histórica de la disputa.
Y esto ocurre porque la ausencia del recuerdo es un elemento necesario
para liberarnos de la carga que representa nuestro pasado. Ya Nietzsche
(2000) advertía el peligro que significa para la humanidad el exceso de
historia y de vivir siempre encadenada al pasado. La actuación del ol-
vido histórico es indispensable para vivir el presente. Efectivamente,
cuando Funes, el memorioso –el personaje de Jorge Luis Borges quien,
producto de un accidente, era incapaz de olvidar–, intentó reconstruir
un día entero de su vida, cada reconstrucción le tomó otro día comple-
to. Funes enseña que el olvido es inevitable si no queremos cavarle una
fosa a nuestro presente. Pero quizá lo más importante consiste en que
la capacidad de olvido es un elemento ineludible para la felicidad. En la
práctica, tendemos a excluir los conocimientos históricos perjudiciales,
puesto que su evocación difícilmente nos proporcionaría alivio. Es más
fácil estar en un estado de anestesia permanente que subsistir atados a
nuestras reminiscencias.
De modo que es una necesidad humana olvidar todo aquello que
nos provoca angustia, todo lo que va en contra de nuestros principios
incontrovertibles; ignorar el peso del pasado que no podemos cargar
sobre nuestras espaldas. La ideología, justamente, conlleva a tal eva-
sión histórica, a crear mecanismos de resistencia frente a todo hecho
que amenace ciertas verdades que aparecen como incuestionables. La
evasión es un poderoso instrumento frente a nuestra incapacidad de
explicarnos el mundo y ante el desasosiego que ello nos genera; por esta
razón, es común evitar el conocimiento del origen y el desenmascara-
miento de nuestros sistemas de pensamiento y estructuras de creencias.
Y aún si intelectualmente lo comprendiéramos, de igual manera nos
resultaría un elemento insuficiente. Como ocurre en la terapia psicoa-
38!”#$%&$’!”&%(”(#)*+&)#%(),!,-.”#/#’+,0.”
nalítica, aunque el paciente entendiera el origen de su trauma, esa in-
formación no bastaría para solucionar su trastorno.
Aun cuando tiendan a olvidarse los orígenes de nuestros pensamien-
tos, es necesario insistir en que el proceso ideológico comienza con la
confrontación por enunciar un discurso que obtenga la validez absoluta
por parte de todo el grupo social, hecho que tiende a eludir la colectivi-
dad en cuanto resultaría contraria a los dogmas que sustentan su coti-
dianidad. Indudablemente, como advierte Geertz (1991), las ideologías
surgen en momentos de conflicto y tensión, en periodos de disputa,
cuando el pueblo ha perdido la capacidad de comprender el nuevo
entorno, y cuando las orientaciones culturales ya no suministran una
imagen adecuada de la sociedad en la que se vive. Me estoy refiriendo a
procesos históricos como la transición del feudalismo al capitalismo en
Europa, la caída de Constantinopla en manos del Imperio Otomano o
la colonización de América, casos todos en los cuales se desarrollaron
ideologías apoyadas por las élites como nuevas fuentes de significacio-
nes en contextos de transformaciones sociopolíticas. En estos entornos
sociales confusos son necesarias las ideologías para cubrir vacíos de
información, como una suerte de mapas que guíen a exploradores por
terrenos desconocidos. Ciertamente lo que da nacimiento a las ideolo-
gías es la pérdida de orientación, la falta de recursos culturales median-
te los cuales se le dé sentido a la vida social en situaciones de tensión,
se interpreten contextos sociales incomprensibles y se obre con cierto
grado de significación.
***
Después de haber analizado dos funciones de la ideología –la defor-
mación y la legitimación– llegamos a la tercera función que consiste en
la integración; un empleo menos peyorativo del término, que ya había
encontrado Antonio Gramsci cuando señalaba la existencia de algunas
ideologías necesarias para la organización y para dar sentido a la ac-
ción de grupos humanos. De manera que la ideología sería entendida,
bajo estos términos, como un cuerpo coherente de imágenes e ideas
compartidas que suministran orientación general para la conducta. Si
aceptamos que la cultura se aborda de un modo más efectivo como un
sistema simbólico, es decir, como una serie de planes, recetas, fórmulas,
reglas o instrucciones, en virtud de las cuales formamos, ordenamos,
sustentamos y dirigimos nuestras vidas, debemos concluir que las ideo-
logías, en cuanto parte de la cultura, son mapas de una realidad social
problemática y, a su vez, matrices para preservar la identidad grupal
(Geertz, 1991). Este último punto es en particular importante, puesto
39!”#$%&’()*’%+)$#(,!
que la ideología, en su función positiva, ayudaría a crear sentido de
pertenencia y concebirse como parte integral de una agrupación social
que se percibe como propia. En situaciones conflictivas de tensión y
cambio, cuando las soluciones que antes se le daban a los problemas ya
no resultan satisfactorias, las ideologías son decisivas para explicar lo
que ya no resulta comprensible. Es necesaria pues, la función integra-
dora, razón por la que, en el sentido amplio del término, no hay forma
de prescindir de las ideologías pues forman parte de la cultura en la que
habitamos.
Como indica Schutz (2003), cuando las experiencias y tipificacio-
nes que antes resultaban útiles en la vida cotidiana para explicarnos
el mundo se han vuelto problemáticas, necesitamos proceder a dar ex-
plicaciones adicionales, hasta que se alcance un nivel de claridad sufi-
ciente para resolver problemas prácticos. En estos casos las ideologías
sirven para llenar las carencias de información en contextos inciertos.
Sin embargo, una vez se estabilizan las situaciones de tensión y crisis,
estas explicaciones se convierten en verdades mecánicas, aunque nun-
ca se solucionen los cuestionamientos que las produjeron. Un ejemplo
de ello es la ideología del libre mercado dentro del capitalismo, la cual
ayuda a los individuos a cubrir el vacío de información acerca de las
inequidades de la repartición de los recursos, de modo que las priva-
ciones económicas se conciban como un fracaso individual, pero no
como un problema constitutivo del sistema. Es la única manera de ac-
tuar con significación ante situaciones que de otra forma resultarían ab-
solutamente incomprensibles e injustas. Así, todas las ideologías –tanto
políticas, religiosas o económicas– operan como imágenes integrado-
ras que ayudan a desenvolverse de manera consistente en un medio
incoherente moralmente. Según se deduce, y de acuerdo con Ricoeur
(2009), la tercera función de integración, nos va llevando al problema
de la legitimación y esta, por su parte, a la deformación, en donde cada
uno de los conceptos no se traslapa, sino que entra en correspondencia
el uno con el otro.
Siguiendo a Ricoeur, la ideología proporciona imágenes que proyec-
tan la identidad de un grupo, algo parecido a una pintura del entorno
donde se vive. Es una imagen social que resulta integradora para una
colectividad y que funciona como supuesto de los otros dos conceptos
–deformación y legitimación–. En efecto, el nexo o relación entre las
tres funciones de la ideología está en el papel que juega la imaginación
dentro de la vida social. Específicamente, es el mecanismo esgrimido
para preservar y conservar un determinado statu quo: representar, a
través de imágenes, el orden establecido; poner en escena un proceso de
integración y conservación de la identidad a través de lo que ya existe.
40!”#$%&$’!”&%(”(#)*+&)#%(),!,-.”#/#’+,0.”
En resumidas cuentas, la ideología provoca que los grupos humanos
se resistan al cambio por medio de la seguridad que produce el hecho
de sentir un orden determinado como propio. Es dar una explicación
a la experiencia cotidiana dentro de un discurso lingüístico, lo que re-
velaría la eficacia con que cada ideología, una vez aceptada, es capaz
de mantenerse.
En este orden de ideas, sería imposible comprender cómo opera
la ideología sin antes haber analizado sus instrumentos discursivos.
De hecho, para que un discurso ideológico funcione, tiene que orien-
tar la acción, mostrar cómo son las cosas y explicar qué hacer en
situaciones complejas; resulta pues insoslayable, considerar las diver-
sas herramientas de la retórica en la medida en que constituyen los
dispositivos lingüísticos por excelencia con los cuales se hace viable
deformar, legitimar e integrar las estructuras simbólicas colectivas.
Además, el discurso que oriente la acción no puede ser muy exten-
so, por el contrario, debe ser sintético e idóneo para explicar algo
fácilmente. La metáfora no solamente cumple a la perfeccción con
estas dos características sino que logra reunir una multiplicidad de
imágenes para hacerlas aparecer luego como poderosos conceptos.
Sin duda, la metáfora es el recurso retórico más importante del que
hace uso la ideología.
Esta figura estilística es una estrategia del discurso que busca su-
gerir algo distinto de lo que se afirma. Presenta una idea bajo el sig-
no de otra más incisiva o más conocida con el propósito de ampliar
el significado. No es una sustitución de un término por otro, ni un
adorno del discurso; lo que hace es ofrecer nueva información, decir
algo diferente sobre el mundo, crear un excedente de significación.
Algo parecido ocurre en el arte plástico, en el que se reconstruye la
realidad sobre la base de un lenguaje visual particular. Lo que hace la
pintura, por ejemplo, es ampliar el significado del universo al captu-
rarlo dentro de sus propios medios y expresarlo a través de una obra
concreta. De manera similar, en la metáfora existe una extensión de
sentido, pero por medio de elementos lingüísticos. Dicho recurso re-
tórico congrega dos ideas sobre dos cosas totalmente diferentes en
una sola expresión, fundando una tensión entre los términos. Sin em-
bargo, es el receptor quien establece la relación entre ellos, por lo que
la metáfora en rigor no existe por sí misma, sino dentro y a través de
una interpretación. Es en virtud de la hermenéutica hecha por quien
recibe el enunciado como se logra el ensanchamiento del significado,
puesto que si el mismo lo interpretara de manera literal, resultaría un
absurdo. Justamente, la expresión metafórica adquiere todo su senti-
do sobre el fracaso de su interpretación literal (Ricoeur, 1995a, 1980).
41!”#$%&’()*’%+)$#(,!
La construcción de una metáfora se apoya en materiales culturales
preexistentes, en lugares comunes ya conocidos por una comunidad
lingüística, de modo que sean susceptibles de fácil recordación. A pesar
de lo anterior, no funciona enunciando una semejanza que ya existía
antes, sino que es la metáfora misma la que la crea. Más que encontrar
y expresar una semejanza, la establece. Y lo consigue al formar una se-
mejanza con una imagen asociada, en la que encuentre una correspon-
dencia entre esta y aquello que quiere ser representado. Lleva a pensar
en alguna otra cosa considerando una imagen similar. Consiste en crear
proximidad entre dos términos, a pesar de su distancia; hace percibir
lo mismo, pero a través de lo diferente. La metáfora tiene la capacidad
de poner ante los ojos y construir una relación entre lo lingüístico y lo
no verbal, hacer fusión entre el acto del “decir” y el “hacer ver cómo”.7
Por obra de la metáfora, se reúnen dentro del lenguaje una multitud
de imágenes que son evocadas a aparecer, y así, conduce la apertura de
lo imaginario. Se trata de la relación que mantiene unidos el sentido y
la imagen. En suma, lo verbal y lo imaginario se unen estrechamente
gracias a la función provocadora de imágenes que ocurre en el lenguaje
(Ricoeur, 1980).
Examinemos, por ejemplo, en el discurso ideológico la sutil expre-
sión: una nación debe desarrollarse. Por la fuerza de la costumbre, en
principio parece lógico reunir las palabras “nación” y “desarrollo”. Sin
embargo, si analizamos con mayor atención el vocablo “desarrollo” de-
duciremos que ha sido tomado de un contexto biológico. En el caso de
los mamíferos, la vida de un animal –según el modelo tradicionalmen-
te aceptado–, comienza con la fecundación y, desde ese momento, el
individuo empieza su proceso de desarrollo biológico hasta llegar a su
máximo nivel de crecimiento. Así, un cachorro o un niño no están de-
sarrollados, sino que están “en desarrollo”. Se trata de una imagen muy
potente que se entiende puesto que entra en sintonía con otros elemen-
tos de la cultura.8 Explica una situación compleja: “vivimos así porque
nuestra nación no está desarrollada”; manifiesta qué se debe hacer: “de-
sarrollarnos”, y orienta la acción: “hay países que ya están desarrollados,
luego debemos seguir su misma ruta”. Asimismo, como ha ocurrido con
este discurso ideológico, necesita repetirse constantemente hasta que la
colectividad la adopte como cierta, se convierta en una significación
usual, y ofrezca de esta manera seguridad en su acción.
7
La vista es el sentido privilegiado en Occidente para la construcción de la realidad,
por lo que “hacer ver” algo por medio de palabras es el objetivo último de todo discurso
ideológico.
8
El éxito del discurso del desarrollo puede deberse también a que se apoya en la
noción moderna del progreso, concepto que trataré con detalle en el siguiente capítulo.
42!”#$%&$’!”&%(”(#)*+&)#%(),!,-.”#/#’+,0.”
Como se señaló antes, existe una percepción metafórica de la reali-
dad, en la cual nuestro mundo no es un mundo dado, sino representado
a través del lenguaje. El término representación aquí no se refiere a un
espejo o una copia de lo que existe independientemente del observador,
sino a la connotación que hacemos con nuestros sistemas simbólicos
para construir una realidad de las muchas que son posibles. El dominio
de la metáfora dentro del discurso ideológico consiste entonces en pro-
yectar de manera creativa un mundo determinado, traer a un primer
plano determinadas significaciones.
Ahora bien, el enunciado metafórico en el discurso ideológico en
cuanto dice algo sobre algo, busca establecerse como una verdad de
aquello a lo cual se refiere. Precisamente, lo que persigue es reescribir la
realidad y configurar el mundo, y lo logra solo cuando las verdades que
enuncia son apropiadas por el resto de la comunidad. La destreza en el
manejo del discurso ideológico radica en lo que se hace al decir, lograr
que el receptor vea a través de las palabras; provocar el efecto de que
“algo sea visto cómo”. Aquí reside el éxito del dominio metafórico. Si
retomamos el ejemplo de la expresión recurso natural antes menciona-
da, consistiría en conseguir que la gente perciba la naturaleza como un
medio para satisfacer las necesidades de los seres humanos. Hace ver
que el medio natural existe solo y para esta especie. El discurso ideoló-
gico busca entonces generar una creencia perceptiva en una colectividad.
La utopía, en la medida que se construye durante y a través de la
crítica a la ideología, en un primer momento debe desenmascarar y ex-
poner los disfraces de los discursos ideológicos, y en un segundo, buscar
otras metáforas diferentes y, de acuerdo a sus principios, emplear aque-
llas que se consideren mejores. Para Ricoeur (1980:340): “no hay otra sa-
lida que ‘remplazar las máscaras’ –por otras–”. Así, como muestra, ante
la crítica del enunciado recurso natural, el discurso de la utopía del Buen
Vivir sugiere que la naturaleza es mejor aprehenderla como la Madre Tie-
rra a la cual se le respeta y se ama en cuanto sagrada. Lo que debe hacer-
se es usar la capacidad creativa del lenguaje como el arma más vigorosa
para criticar la ideología. No existe otra manera de re-crear la realidad.
Como se ha explicado, nuestros pensamientos, creencias y convic-
ciones son heredadas de la tradición a la que pertenecemos, pues
estamos marcados por nuestro pasado, por la manera en que padece-
mos nuestra historia. Corresponde a la dimensión de permanencia, a lo
que recibimos de la cultura y del lenguaje del que formamos parte. No
obstante, en la medida en que la historia sigue su curso, no solo se trata
de una historia que sufrimos, sino también aquella que construimos
todos los días (Gadamer, 1988). Es esta última la dimensión creativa a
la que pertenece la utopía y que guiará el siguiente apartado.
43!”#$%&’()*’%+)$#(,!
La construcción de utopías posibilistas
Todas las utopías tienen horarios, tiempos, y
es tan desalentador reducir la realidad a lo
que existe, que yo pienso que nuestro tiempo
es realmente el tiempo de la utopía.
!!!!!!!!!!!!!!!!!!
Boaventura de Sousa Santos
El término “utopía” tiene su origen en la famosa obra literaria del mis-
mo nombre escrita por Tomás Moro en 1516, quien creó la palabra a
partir de la combinación de los vocablos griegos ou –usado para expre-
sar una negación en general– y topos –que significa lugar–, por lo que
la expresión utopía etimológicamente significa “en ningún lugar”. El
concepto utopía fue recurrente en la literatura del Renacimiento euro-
peo, como lo muestran las conocidas novelas La Ciudad del Sol escrita
por Tomas Campanella en 1623 o la Nueva Atlántida de Francis Bacon
en 1627, relatos que, emulando la obra Moro, describen comunidades
ideales y sociedades armónicas frecuentemente ubicadas en islas imagi-
narias protegidas por el océano de toda interferencia exterior. No obs-
tante, a comienzos del siglo xvii la palabra utopía dejó de restringirse a
recursos narrativos de la literatura, y empezó a usarse para dar cuenta
de modelos políticos alternativos al presente. Fue sobre todo en las pos-
trimerías del siglo xviii y durante el xix, cuando pensadores utópicos
circunscribieron sus sistemas de sociedades ideales en una época fu-
tura (Manuel y Manuel, 1981). Quizá el aspecto que más influyó para
que las utopías dejaran de reconocerse “en ningún lugar”, y pasaran a
denotar premoniciones de futuro, fue la tendencia ceñida a la idea mo-
derna del progreso y la historia por hacerse al margen de la voluntad
divina (Kraemer, 1993). En cualquier caso, el vocablo utopía adquirió
un carácter polisémico y comenzó a utilizarse para indicar programas
alternativos de acción política.
Sin embargo, la utopía concebida como un proyecto político cuyo
propósito es llevarse a la práctica, tiene orígenes mucho más antiguos.
Si nos remontamos a la historia del pensamiento occidental, encontra-
remos que La República de Platón –reconocida por el mismo Moro y
Campanella como la primera utopía de Occidente– fue una sociedad
ideal que para el filósofo griego no era una fantasía, sino imaginada
viable desde su misma formulación. Incluso hacia el siglo iv a.C. se
formaron discípulos de Platón para luego enviarlos al creciente mundo
helénico, con el fin de ayudar instituir las ciudades platónicas descritas
44!”#$%&$’!”&%(”(#)*+&)#%(),!,-.”#/#’+,0.”
en la obra La República (Manuel y Manuel, 1981). También podemos
citar el caso de las utopías milenaristas acaecidas entre los siglos xi y
xvi en Europa, las cuales fueron grandes movimientos campesinos que
emprendieron guerras revolucionarias para hacer realidad la profecía
del reino de Cristo por mil años en la Tierra (Norman, 1983). Igual-
mente en América es conocido el caso de Vasco de Quiroga, quien su-
gestionado por la Utopía de Moro, creó en el México del siglo xvi una
red de hospitales en los cuales se practicaba la propiedad común, días
de trabajo de seis horas, y reparto igualitario de bienes (Imaz, 1941), o
la historia del sistema comunista establecido por los jesuitas del siglo
xvii en los pueblos guaraníes de Paraguay. Que la utopía no es solo un
sueño, sino un sueño que aspira a realizarse, es una afirmación demos-
trada por un sinnúmero de ejemplos históricos.
Pero es el siglo xix el periodo durante el cual se experimentaron en la
práctica el mayor número de utopías, debido a la creencia de sus inven-
tores en que el éxito de uno solo de sus ensayos sería prueba suficiente
para demostrar en la práctica la bondad de sus sistemas. Cabe anotar
que el establecimiento de una gran diversidad de comunas resultó, en
su gran mayoría, un rotundo fracaso. No hay duda de que es esta una
de las razones por las que el uso común del término es usado de mane-
ra despectiva para aludir a caprichos quiméricos y ficciones sin asidero
en la vida real. Con seguridad Marx es el principal responsable de la
acepción peyorativa del término, dado que para él, toda utopía estaba
en contradicción con su socialismo científico en la medida en que no
tomaba en cuenta las condiciones objetivas de la sociedad y de su in-
trínseco desarrollo histórico (Manuel y Manuel, 1981).
Por eso, para liberarnos del sentido denigrante del que es lugar co-
mún el término “utópico”, no me remitiré a los experimentos fracasa-
dos de las pequeñas comunas, sino a la historia de otros proyectos que
demostraron su viabilidad de revelarse contra el estado de cosas vigen-
te y remplazarlo por un orden diferente. Es cierto que algunas utopías
que debieron considerarse absurdas en el momento de su formulación,
fueron posibles y se convirtieron en hechos que cambiaron el orden
establecido. Me estoy refiriendo, por ejemplo, a las conquistas que hoy
vemos gracias al movimiento feminista, proyecto que parecía quiméri-
co luego de cinco milenios de ideología patriarcal, o la emancipación
de los pueblos americanos de sus verdugos imperiales después de tres
siglos de sometimiento colonial. Probablemente, ambos deseos se adje-
tivaron como sueños irrealizables en un primer momento, pero hoy po-
demos clasificarlos como hechos que fueron efectivamente viables. De
manera que es la historia la que determina si es o no realizable una uto-
pía; es la ubicación temporal la que permite finalmente su juzgamiento.
45!”#$%&’()*’%+)$#(,!
Siguiendo a Mannheim (1987) diré que lo que caracteriza una utopía
es su pretensión de romper el orden establecido e imaginar otro distin-
to. Así por ejemplo, si un grupo de personas está inconforme con cier-
tas instituciones en las que vive, puede imaginar otras y erigir nuevos
modelos en contra del sistema establecido. Pero no se trata de la imagi-
nación mesiánica de un pensador solitario –como fue frecuente en las
utopías occidentales de los siglos xviii y xix–, sino de la imaginación
colectiva, por la cual ciertos grupos que abanderan un proyecto alter-
nativo, se enfrentan con las clases, culturas e ideologías hegemónicas.
Dado este conflicto en el momento de su planteamiento, la etiqueta de
proyecto utópico, en su acepción despectiva de sueño irrealizable, es
colocada por quienes creen en el orden existente puesto que, desde su
propio punto de vista, consideran que dicho ideal nunca podrá reali-
zarse. Si tomamos como ejemplo a un individuo que ha tomado par-
tido en favor del capitalismo, veremos que considerará prácticamente
imposible pensar en otro sistema que no esté inserto dentro del mismo
capitalismo, y considerará como irrealizable todo discurso que intente
rebasar el sistema en el que ha depositado todas sus creencias.9 De esta
manera, junto con Mannheim, este trabajo denominará utopía a todo
sueño que aspira a realizarse, pero que parece ilusorio desde la perspec-
tiva de quienes defienden el orden social vigente.
La anterior afirmación debe moderarse puesto que quienes empren-
den la utopía, al crear una imagen ideal, una suerte de pintura que re-
trata el sueño para servir como guía orientadora de su proyecto, hacen
que la utopía termine trasladándose a un futuro inalcanzable. Esta pri-
mera patología de la utopía puede apreciarse con claridad en la siguien-
te afirmación del escritor uruguayo Eduardo Galeano:10
¿Para qué sirve la utopía? Esa pregunta me la hago todos los días. La utopía
está en el horizonte. Me acerco dos pasos; ella se aleja dos pasos. Camino
diez pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. Por mucho que yo
camine, nunca la alcanzaré. Pero para eso sirven las utopías: para caminar.
9
Un buen ejemplo de este fenómeno podemos apreciarlo en la siguiente frase del
controvertido politólogo neoliberal Francis Fukuyama (1992:83-84): “Quienes vivimos
en democracias liberales… nos cuesta imaginar un mundo que sea radicalmente mejor
que el nuestro, o un futuro que no sea esencialmente democrático y capitalista. Dentro
de este marco por supuesto que pueden mejorarse muchas cosas… Pero no podemos
imaginar un mundo que sea esencialmente distinto del nuestro y al mismo tiempo me-
jor” (las cursivas son del original).
10
Famosa cita pronunciada durante el Foro Social Mundial en Porto Alegre, Brasil
en el año 2005, en la que Galeano parafrasea a su amigo el cineasta Fernando Birri.
46!”#$%&$’!”&%(”(#)*+&)#%(),!,-.”#/#’+,0.”
Creo que el problema radica, precisamente, en proyectar la utopía en
el horizonte, ubicarla en un tiempo lineal, en un camino inacabable
que se aleja mientras más se camina, razón por la cual termina con-
virtiéndose en un fin inaccesible. Limitarla a una función orientadora,
significa reducirla a lo irrealizable. Esta patología puede apreciarse de
manera mucho más literal en la siguiente declaración del filósofo Franz
Hinkelammert (2008:359-360), al tomar posición sobre el lema del mo-
vimiento zapatista:
… un mundo en el cual quepan todos –asegura– no es un proyecto y tam-
poco directamente una meta factible de la acción. Es, podríamos decir, una
idea regulativa de la acción… una utopía necesaria que ha de penetrar la
realidad de forma transversal. Como utopía no es en sí misma factible, es un
principio orientador básico, aunque radical. Una utopía es algo que no existe
en ningún lugar de la realidad, ni tampoco existirá.
De las dos citas podemos deducir que uno de los aspectos nocivos de
las utopías es el autoconcebirse como fantasía, como un sueño impo-
sible de llevar a la práctica. El hecho de ubicar un ideal en un futuro
indefinido que nunca se conseguirá, induce a que se evadan las res-
ponsabilidades en el presente. Se trata de un sueño de un destino me-
jor fincado en el mismo fetiche temporal del progreso. El problema
es que si la felicidad colectiva está más adelante, en un horizonte in-
determinado, entre más nos acercamos, más nos alejamos de la meta,
porque en realidad el sueño se ha planteado desde el principio como
inalcanzable. Así, no solamente los representantes del orden estableci-
do consideran la imposibilidad de lo realizable bajo toda circunstancia,
sino que, de manera paradójica, los mismos formuladores de la utopía
también aceptan que se trata de un sueño que seguramente nunca se
obtendrá, y que por tanto, su función se restringe a orientar la conduc-
ta humana.
Considero que es un mecanismo de evasión de la libertad, un miedo
a asumir las acciones en el presente trasladando las imágenes hacia
el futuro. La consecuencia consiste en quedarse “esperando”, en una
suerte de expectativa, esperanza o anhelo de un destino que será me-
jor, en algún buen día. En la cotidianidad es más fácil rehuir a la au-
todeterminación colectiva y fundirse en sueños de evasión, mientras
se somete a las motivaciones del orden existente. Hay un miedo a la
libertad (Fromm, 2006) porque ello significa fijarse horizontes próxi-
mos y factibles, trazarse tareas concretas en el ahora, limitar perspecti-
vas para hacerlas viables, en últimas: apoderarse de la responsabilidad
que ocupa el cambio al que se aspira. Se sueña con algo diferente a lo
47!”#$%&’()*’%+)$#(,!
establecido, pero existe al mismo tiempo un inconmensurable temor
de emprender los compromisos que requiere buscar cumplir el sueño.
Una consecuencia de este mecanismo de refugio en el horizonte, es
el hecho de que se omitan las labores necesarias para hacer realidad la
ilusión que se ansía. Por eso mismo, así como han existido utopías exi-
tosas, también ha habido muchas otras que no han dado los pasos nece-
sarios para hacer realidad un orden diferente. Hablo de todas aquellas
insurrecciones fallidas en la historia que han sido ciegas a la eficacia
de la ideología que hace posible la manutención del statu quo. Muchas
utopías suelen suprimir los obstáculos existentes, lo que las lleva a caer
en la ingenuidad de creer que el cambio se logra con el acceso al poder
gubernamental. Es posible convertirse en autoridad, pero no se harán
cosas muy diferentes si se construye un nuevo régimen sobre las ruinas
de los mismos símbolos culturales, como ampliamente lo demostra-
ron las utopías socialistas del siglo xx. La sublevación entonces no solo
debe dirigirse contra un gobierno. Es sencillo señalar con el dedo a los
otros como los culpables de todos nuestros males. Si bien no es posible
llevar a los hechos cualquier utopía manteniéndose al margen del po-
der, la primera emancipación, y con seguridad la más importante, es
aquella que se hace en contra de nuestros propios pensamientos.
Si el entramado simbólico permanece intacto, es previsible que la uto-
pía termine trasladándose en el tiempo, que se haga una proyección de
deseos en el horizonte y se considere que solo será posible su consuma-
ción en un remoto futuro. Lo anterior ocurre porque a ciencia cierta no
se sabe cómo hilvanar un proyecto por completo alternativo en cuanto
los símbolos culturales continúan siendo los mismos que se han recibido
del pasado. El problema, por tanto, no reside únicamente en los intereses
ocultos detrás de las estructuras de poder, se encuentra sobretodo, en los
simbolismos y representaciones que sustentan nuestra conducta. Creo
que es necesario cambiar el actual sistema económico, social y político,
así como sus relaciones con la naturaleza, pero tal utopía solo será po-
sible cuando cambien también nuestros imaginarios y significaciones
culturales. No se trata de preguntar cuál de los dos procesos debe ocu-
rrir primero, como la paradoja del huevo y la gallina, debemos enten-
derlo mejor como una mutua relación dialéctica. Mientras no seamos
capaces de entenderlo, los sueños se figurarán en un futuro como una
especie de cuadro distante del “deber ser” de una sociedad perfecta.
La imagen petrificada que se concibe en el horizonte tiene además
consecuencias que pueden llegar a ser catastróficas, pues se tiende a
dogmatizar, como si se tratara de una religión, la pintura pretendida.
Así, solo se concibe camino, una única vía, para transitar inspirados por
la imagen de la sociedad perfecta que los formuladores de la utopía han
48!”#$%&$’!”&%(”(#)*+&)#%(),!,-.”#/#’+,0.”
pincelado. De acuerdo con Hinkelammert (2008), esta ruta consiste en
un proceso calculable con etapas rigurosamente modeladas para diri-
girse a la supuesta sociedad anhelada. El problema radica en que, como
cualquier dogma, pretende instituirse como verdad absoluta y termina
aplastando, eliminando y reprimiendo cualquier pensamiento que no
sea compatible con su razón instrumentalizada. Se promete el sueño con
la condición de renunciar a toda crítica y resistencia hacia el mismo.
Planteada así, la utopía conlleva a procesos totalitarios, con un poder
destructivo absoluto, que aniquila cualquier tipo de divergencia, como
fue tristemente demostrado durante las dictaduras comunistas del siglo
pasado o en los movimientos guerrilleros anquilosados durante medio
siglo como las farc en Colombia.
Además de fetichizar la sociedad perfecta preconcebida, otra causa
de la corrupción de la utopía está en el hecho de constituirse sobre la
misma estructura simbólica de la ideología criticada. Una vez la utopía
gana la lucha de fuerzas frente al statu quo y se convierte en autoridad,
al no poder fundamentarse en un pensamiento colectivo diferente al
existente, termina construyendo una ideología mucho más enajenado-
ra y despótica que aquella a la cual se oponía. Justamente, al cimentarse
sobre las ruinas del anterior orden y utilizar las mismas herramientas
de su oponente derrotado, termina transfigurándose en lo mismo, o en
un engendro mucho peor que su enemigo. Es el caso de los fracasos
socialistas del siglo xx y de las contradicciones de los socialismos del
siglo xxi, los cuales no fueron algo muy diferente al orden criticado; se
convirtieron, sin excepciones, en capitalismos de Estado. Es este, sin
lugar a dudas, el aspecto más patológico al que puede llevar la búsqueda
de las utopías. Consiste en un círculo vicioso por medio del cual una
vez la utopía destruye el statu quo, ineludiblemente, se convierte ella
misma en otra ideología y, cuanto más se esfuerce por conservar su
conquista, tanto menos tolerará un movimiento que trate de contrade-
cir sus principios.
Ante este panorama ¿cómo evitar caer en dicha trampa? La solución
puede encontrarse en el reconocimiento de que no existe una sola uto-
pía en singular; por el contrario, se debe aceptar la existencia de muchas
utopías diversas, múltiples y plurales, fundadas desde cada territorio
y cultura, en donde cada una pueda aprender de la otra, dentro de un
mundo que no pretenda crear monocultivos de la mente –en la expre-
sión de Vandana Shiva (2007)–, sino reorientado a valorar la alteridad.
Asimismo, es preciso soslayar la evasión que significa imaginar una so-
ciedad ideal que no es, pero que podría ser. Es mucho más saludable
mirar lo que ya existe, en el aquí y el ahora, en pensamientos, accio-
nes, valores y relaciones vivas, en las cuales podamos inspirarnos para
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volvernos creativos. Debemos prestar atención a filosofías existentes,
movimientos sociales, redes solidarias, economías populares, comuni-
dades que han entretejido relaciones armónicas con su entorno y go-
biernos que sirven a su pueblo obedeciendo (Bartra, 2003).
***
De otro lado, como mencionaba, es necesario recordar que somos víc-
timas de un pasado que recibimos, pero también –y este aspecto es
fundamental–, que somos actores activos de una historia que cons-
truimos todos los días. Por una parte, como enseñaba Hegel, estamos
en la cúspide de la historia y somos los últimos que han llegado a ella;
pero por la otra, nuestro presente es la inauguración de una historia
que está por hacerse, por lo que en estricto sentido, somos los prime-
ros en llegar (Ricoeur, 1995b). En esta última dimensión se inscribe el
orden temporal de la utopía. Hay que ejercer activamente su capaci-
dad creativa para evitar caer en los arquetipos erróneos en los que han
incurrido otras utopías y, para ello, es imprescindible transformar las
estructuras de representación simbólica de la realidad, tarea que con-
siste en re-simbolizar percepciones y creencias que han sido recibidas
simbolizadas por parte de la ideología, y reconstruir sus respectivas
re-significaciones para que emerjan nuevos imaginarios sociales. No
existe otra manera que reñir con la ideología y disputarle la proporción
de valores a los mediadores simbólicos entre nosotros y el mundo que
aprehendemos.
La buena noticia es que el significado no es renuente al cambio, no
es una camisa de fuerza en la que estemos atrapados y sin alternativa
de escape. Por el contrario, si aceptamos, como dice Bourdieu, que
los sistemas simbólicos son constructos sociales que no reflejan una
realidad dada, sino productoras del mundo, “entonces debemos acep-
tar forzosamente que es posible, dentro de ciertos límites, transformar
el mundo transformando su representación” (1995:22). Sin duda, los
símbolos constituyen un aspecto central en el ordenamiento de toda
sociedad, y en consecuencia son los mecanismos sobre los cuales pri-
mero se ataca en toda lucha por el poder. Así las cosas, el desafío de la
utopía residiría en derrumbar antiguos simbolismos para luego rem-
plazarlos por otros nuevos. La dificultad es que estos no pueden cimen-
tarse de manera libre y caprichosa, sino que deben estar en sintonía con
la cultura, por lo cual es preciso que se construyan a partir de materiales
preexistentes, sobre los escombros de los edificios simbólicos preceden-
tes. En efecto, para que una significación imaginaria funcione es nece-
sario contar con unos significantes colectivamente disponibles, y hacer
50!”#$%&$’!”&%(”(#)*+&)#%(),!,-.”#/#’+,0.”
que los nuevos simbolismos se produzcan unos a partir de los otros
(Castoriadis, 1989). El reto consiste entonces en encontrar la manera de
unir lo viejo con lo nuevo, de realizar conexiones entre dos imágenes y,
en últimas, de hacer emerger la utopía transformando los simbolismos
que antes había trenzado la ideología.
Puesto que no podemos salirnos de las posibilidades de la comuni-
cación, debemos aceptar que los simbolismos se obligan a estar inmer-
sos dentro del lenguaje y las estructuras discursivas de producción de
verdad que funcionan en la sociedad. Dentro de tal orden de ideas, las
utopías no tienen otra salida que establecerse como discursos de verdad
en disputa con las ideologías, e instituirse como mapas simbólicos que
ayuden a la colectividad a comprender, interpretar y explicar el mundo
de otra manera, y con otro sustento racional del qué, cómo y para qué
hacer las cosas. Sería ingenuo prescindir de este recurso en cuanto es
un instrumento ineludible del poder. Sin embargo, es necesario tener
especial cuidado puesto que se transita por una línea muy peligrosa que
puede convertirse en imposición, situación que es preciso impedir. Para
ello, debe diferenciarse tanto de las patologías tiranas en las que han
incurrido otras utopías, como de los discursos ideológicos que enmas-
caran privilegios de ciertos grupos y clases dominantes de la sociedad.
Ambos puntos son igualmente importantes, por la extensa experiencia
adquirida y continua enseñanza de la historia acerca de que todo mo-
vimiento político tiende a traicionar su inspiración original y sus pro-
pios principios, hasta pervertir sus sueños motivadores y convertirlos,
ya sea en actitudes dictatoriales, como en artilugios para alcanzar fines
privados.
Según vimos en la exposición sobre la ideología, la metáfora es el
recurso más potente del discurso para originar creencias perceptivas
y de aprehensión de la realidad, por lo que representa un dispositivo
fundamental en la configuración del discurso utópico. Las metáforas
no deben verse como figuras del lenguaje aisladas entre sí, sino como
una vasta red de inter-significaciones, en la cual cada una llama a la
otra, como los eslabones de una cadena (Ricoeur, 1995a). Pensemos
en la interconexión de los vocablos evolución, progreso, avance y de-
sarrollo, los cuales tienen alguna semejanza de familia entre ellas –de
acuerdo con el término wittgensteiniano–, razón por la que cuentan
con la capacidad de unir un enunciado metafórico con otro, y así sus-
tentar seguridad en su significación. Más adelante, al abordar la crítica
de las ideologías modernas, se explicará la manera en que tales concep-
tos evocan una imagen de un Vivir Mejor, en cuanto se circunscriben
en el mismo orden temporal de un futuro próspero y mejor que el pre-
sente. Como se deduce del anterior ejemplo, la significación imaginaria
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es aquella que aparece en la imaginación gracias al efecto metafórico
mediante el cual a través de las palabras “algo es visto como”; es decir, el
hecho de que otros piensen en alguna cosa al pronunciar una expresión
dentro del lenguaje. Estas significaciones imaginarias tienen una poten-
te capacidad de organizar el mundo, orientar ciertas formas de vida y
estructurar la sociedad.
Hay ciertas significaciones centrales concretas que reorganizan una
multitud de significaciones sociales subordinadas, por lo que es nece-
sario prestarles especial atención, de modo que por medio del discur-
so utópico se reconfiguren por otras que se consideren más loables, y
que a su vez, sirvan para ordenar al resto de la red. El trabajo consiste
entonces en establecer prioridades entre los mediadores simbólicos es-
tratégicos que van a ser re-simbolizados y re-significados mediante re-
cursos retóricos como las metáforas. Dichas figuras lingüísticas deben
tener alguna semejanza de familia con las metáforas ideológicas a fin de
que sean congruentes con la cultura del colectivo, se comprendan con
facilidad y la comunidad lingüística se las apropie luego de la constante
repetición.
Si como se ha aseverado, la realidad no es algo inmanentemente
dado y, además, no hay un objeto que existe independientemente del
sujeto, sino que emergen en una relación recíproca, entonces tenemos
que aceptar que la realidad se construye por medio de explicaciones e
interpretaciones de las percepciones y experiencias que acontecen en
la cotidianidad. De modo que no solo es posible, sino constitutivo de
nuestra cognición, traer creativamente numerosas significaciones (Va-
rela, 2000; Maturana, 2009). Este es el punto de inflexión donde mayor
fuerza creativa le corresponde tener al discurso utópico, para disponer
de recursos penetrantes que, además de guiar a una colectividad –den-
tro de ciertos términos y en un proceso relativamente largo–, también
sirvan para que la gente se explique de otra forma su mundo, le dé un
nuevo sentido a su vida en sociedad y reoriente su pensamiento y ac-
ción. El desafío no es menor, pero si hablamos de un cambio epistémi-
co, ético y ontológico, es inevitable modificar el entramado simbólico
sobre el cual se asienta la sociedad.
Por otro lado, si bien las utopías emergen en diferentes periodos his-
tóricos al intentar romper los lazos con el orden prevaleciente, es cierto
que no siempre encuentran las bases sociales para cambiar las condi-
ciones en las que se vive. Efectivamente, no basta con que surjan nue-
vos pensamientos en rechazo a ciertas ideologías, sino que se necesita
además un contexto favorable que lo haga posible. El escenario propicio
al que me estoy refiriendo es el de las crisis, en el sentido en que las en-
tiende Gramsci, como los espacios de tiempo “en que muere lo viejo sin
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que pueda nacer lo nuevo” (1992:313); se trata de una tensión por me-
dio de la cual el presente se refugia en el horizonte de espera mientras
que el pasado “se convierte en un depósito muerto” (Ricoeur, 1995b:
981). Hablo de esos lapsos históricos en los cuales la ideología del orden
social vigente ya no ofrece la orientación necesaria a una colectividad
pero que, concomitantemente, persiste una marcada resistencia para
emprender las transformaciones que se requieren.
Como se dijo al comenzar este trabajo, el término crisis proviene del
lenguaje de la medicina humana que designa el cambio abrupto en el
curso de una enfermedad, en el cual se determina si el cuerpo enfermo
de una persona va a entrar en un proceso de recuperación, o si por el
contrario, el curso del padecimiento finalmente va a imponerse sobre
el individuo. En las crisis clínicas, el propio paciente sabe que el proceso
fisiopatológico es independiente de su voluntad, por lo que experimen-
ta su impotencia y pasividad de cambiar su propia situación. Por tal
razón la crisis, como enseña Jürgen Habermas (1999:20) “es inseparable
de la percepción de quien la padece”, puesto que ella solo existe para
el sujeto cuando él mismo advierte su falta de libertad para sobrepo-
nerse a su condición por sus propias fuerzas. De manera análoga, solo
podemos hablar de crisis cuando los miembros de una comunidad, al
igual que el enfermo, perciben los cambios de la estructura social en
la que viven como riesgosos y sienten amenazada su integridad social.
Estos lapsos de la historia, cuando la colectividad vive en un estado en
el cual ya no cree plenamente en lo que se recibe del pasado y, al mismo
tiempo, adquiere conciencia de su incapacidad para desprenderse del
orden vigente, son los momentos más plausibles para el nacimiento de
las utopías.
Sin duda, los tiempos idóneos para su emergencia, las épocas his-
tóricas cuando más las necesitamos y cuando ellas son seriamente
posibilistas, corresponden a espacios de crisis; cuando está todo en
conflicto con todo, cuando los modelos sociales, políticos y econó-
micos están bloqueados, y los sistemas ensayados y reinventados han
fracasado, pero pareciera que no pudieran ser vencidos. En dichos
momentos las utopías, a contrapelo, ayudan a explorar lo posible (Ri-
coeur, 2009). Ellas tienen la función de evitar que se aprehenda la
realidad de una sola manera y sin alternativa. Son necesarias para
criticar el statu quo y dar sentido a una sociedad cualitativamente
diferente. Se exigiría una insensibilidad, una apatía o una enorme in-
genuidad, para vivir en perfecta armonía con las condiciones inicuas
de este mundo y pensar que ha llegado el fin de las grandes causas
emancipadoras –o grandes relatos–, como han profetizado los pos-
modernos. Por el contrario, demandamos con urgencia la organiza-
53!”#$%&’()*’%+)$#(,!
ción de utopías múltiples, diversas y plurales para enfrentar nuestros
complejos tiempos de crisis.
No obstante, las utopías contemporáneas no pueden ser obras de in-
telectuales, políticos o de cualquier grupo reducido de individuos, ya
que es imposible que por sí mismos puedan modificar el orden preva-
leciente. Considero que, sin excepción, deben ser obras de movimien-
tos sociales, de grupos que mediante la acción colectiva, cuestionen las
formas de dominación social, utilizando distintos recursos para des-
legitimar los discursos ideológicos que orientan a la colectividad. Los
movimientos sociales se agrupan en torno a valores compartidos, y de-
fienden una ética diferente de aquella que impone su adversario social.
Así por ejemplo, el movimiento feminista inspirado por la utopía de la
equidad entre géneros, se contrapone al patriarcado; o los movimien-
tos indianistas, motivados por los ideales de diversidad social y cultu-
ral, pluralismo y diferencia, se oponen a los agravios producidos por la
ideología moderna de la universalización, la colonialidad y los efectos
nocivos de la globalización neoliberal. Es cierto, según advierte Alain
Touraine (1998), que los nuevos movimientos sociales ya no hablan en
el lenguaje de la revolución, lo hacen para defender su propia dignidad y
se autodefinen como actores de la democratización. Se movilizan por la
defensa de sus derechos, su libertad y equidad. En otras palabras hablan
por y para sí mismos. Pero si bien no inician sus acciones motivados por
grandes causas –y esto es lo que omiten los posmodernos–, pronto com-
prenden que sus conflictos particulares forman parte de problemas más
complejos y globales, por lo que sus demandas locales suelen adherirse
a enormes movimientos mundiales, los que a su vez, se han constituido
como respuesta ante la crisis de la civilización y el fin de la modernidad
misma. Por ende, son corrientes de protesta que critican la ideología
prevaleciente, pero también son arquitectos de polifónicas utopías.
No hay, pues, posibilidad de analizar utopía alguna sin antes conocer
la dinámica de los movimientos sociales en épocas de crisis sistémicas,
en cuanto ya no creemos en mundos perfectos pintados en cuadros pe-
trificados que se fijan en un futuro inalcanzable. Sin embargo, por lo
que sigue, tampoco podemos hablar sobre utopías sin reflexionar pre-
viamente acerca del problema de su temporalidad.
Ciertamente, se había dejado en suspenso la discusión acerca de la
obra El ser y el tiempo de Heidegger con la que comenzamos la argu-
mentación acerca de la circularidad entre la ideología y la utopía, y que
retomaré enseguida para dar solución al problema de la visión lineal,
irreversible e infinita del tiempo, la cual conduce al efecto de proyectar
la utopía en un horizonte que se aleja en la misma proporción en que se
camina hacia a ella.
54!”#$%&$’!”&%(”(#)*+&)#%(),!,-.”#/#’+,0.”
Líneas arriba se mencionó que el tiempo original heideggeriano tiene
su primacía sobre el advenir, es decir, en un futuro que no se espera
a que llegue por sí solo, sino que se escoge en el ahora. Es como si el
horizonte sobre el cual se está proyectando se hiciera presente. Por lo
tanto, no corresponde a un estado de expectativa a que las cosas pasen,
porque ello desalentaría las acciones en el presente; por el contrario
hace referencia a provocar que las cosas ocurran mediante lo que hoy
realicemos. La finalidad es resolvernos como comunidad, elegir el des-
tino por nosotros mismos y resistir a toda noción de porvenir; dicho en
otros términos, resistir aquella creencia de que necesitamos esperar a
que las condiciones de cambio lleguen más tarde, pues están por-venir
“luego”, “en algún otro momento”, pero no todavía. Muy al contrario, la
idea es que nuestra actuación sea definitiva para que advenga el futuro
que hemos planteado como utopía. Es lograr que suceda, aconteciéndo-
lo hacia el presente, y no esperar un porvenir pensado de antemano. De
hecho no consiste en hacer premoniciones, porque la única forma en
que el futuro se nos presenta es posibilidad y siempre sucede algo dife-
rente de lo que habíamos augurado. Más bien el objetivo es elegir entre
las posibilidades sobre las cuales proyectarnos y emprender en nuestro
presente las labores que dicha meta requiera.
Por otro lado, también estamos marcados por la historia, por la tra-
dición y herencia que hemos recibido del pasado y, en particular, de la
cultura y el lenguaje en donde se inscribe la ideología, como igualmente
hemos mencionado. Así entonces, la utopía al proyectar el advenir, re-
torna hacia la ideología para criticarla, y de ahí hace emerger sus pro-
pias posibilidades. Corresponde al juego de las dimensiones temporales
que muestra la inseparabilidad, complementariedad y dependencia en
el círculo dialéctico entre la ideología y la utopía. Asimismo, como en-
seña Heidegger, las posibilidades sobre las cuales se proyecta no salen
de la nada, sino que surgen de un pasado vivo, que no ha dejado de ser.
Cuando huimos de lo que hemos sido como comunidad, y nos olvida-
mos de nosotros, entramos en un proceso de negación, por lo que bus-
camos el progreso, entendiéndolo como la dura e infinita disputa que
hay que librar en contra de sí mismos. El problema, por tanto, no está
en inventar algo nuevo sino en redescubrir aquello que hemos olvida-
do, reabrir el pasado y reavivar las potencialidades asfixiadas.
En la temporalidad lineal, irreversible e infinita del tiempo, al igual
que el horizonte se aleja dos pasos mientras se avanza otros dos, el pa-
sado parece más lejano a medida que más se transcurre. Las secuelas
del distanciamiento de las dimensiones pasadas y futuras del presente
vivido, consisten en el cierre ante lo sido, y sobre la base de dicho ol-
vido, se construye el estado de expectativa propio de tal temporalidad.
55!”#$%&’()*’%+)$#(,!
Por el contrario, retornar a sí mismos, a la tradición y la herencia, hace
que las propias comunidades sean capaces de encontrarse a sí mismas y
proyectar cada utopía sobre esta base. Un ejemplo de lo anterior lo en-
contramos en un texto escrito por el grupo de tradición oral de los in-
dígenas nahuas en San Miguel de Tzinacapan en Puebla, México (2009:
33-34):
Al revivir nuestra historia –afirman– se nos abren nuevos horizontes…por-
que mirando nuestra historia comprendemos quiénes somos y se fortalecen
nuestras raíces… Al darle oportunidad a nuestros abuelos decir la palabra, la
historia oculta, la historia silenciada brota como manantial de vida… Todo
esto nos da fuerza para luchar y construir nuestro futuro.
Según se ve, el fin es reabrir el pasado para que la historia tenga acción
sobre el presente y cada pueblo proyecte sus posibilidades más propias.
De hecho, el mismo pensamiento conlleva a que se reconozca la alteri-
dad, la autenticidad, el derecho y la autonomía de las demás comunida-
des a gestarse a sí mismas y programar sus propias utopías.
En la temporalidad heideggeriana, tanto pasado como futuro ya no se
encuentran separados el uno del otro por el límite del ahora, sino que
al contrario, convergen juntos en el presente, el cual surge ensanchado
por la confluencia tanto del advenir como del pasado vivo. En el mismo
sentido, la utopía debe gestarse en el presente, nutrida por un lado, del
horizonte que adviene, y por el otro, de la experiencia que se ha reci-
bido como herencia. El presente es la categoría en la cual se topan la
proyección hacia nuestra resolución y lo que nos llega del pasado. Es
la dimensión temporal en la que comienza la iniciativa, la inauguración
de un proceso proyectado hacia un advenir próximo. Además, es muy
importante comprender que de su apropiación depende la posibilidad
de asumir el poder. En efecto, si el orden temporal de la ideología es lo
vigente, y lo que está en juego entre la ideología y la utopía es la lucha
por el poder, luego lo que está realmente en la disputa entre los dos
conceptos es la apropiación del presente. Cuando la utopía se ubica en
el horizonte se convierte en el refugio de los sometidos; en cambio, una
vez se encarga del presente se empodera para volverse realizable.
Creo que con una interpretación alternativa a la temporalidad lineal
es posible hilvanar utopías posibilistas, y así escapar de la ficción que
supone ubicar los sueños en un horizonte inalcanzable. Pero así como
es fundamental la dimensión temporal original también es imprescin-
dible la dimensión espacial propia, dado que las utopías que la crisis
demanda, tienen que ser elaboradas desde el lugar, a partir de cada te-
rritorio, entendido como un espacio construido social e históricamen-
56!”#$%&$’!”&%(”(#)*+&)#%(),!,-.”#/#’+,0.”
te. Frente a la crisis sistémica, cada territorio debe ser capaz de mezclar
de manera virtuosa sus elementos físicos con todos aquellos recursos
intangibles –memoria colectiva, saberes, valores, cultura, identidad, re-
des, entre otros– con el fin de entretejer el proyecto alternativo, hacien-
do uso tanto de lo propio, como de lo aprendido de utopías procedentes
de otros espacios. Se necesita la configuración de múltiples alternativas
autogestionarias locales, regionales, nacionales o incluso subcontinen-
tales –como ocurre con la utopía del Buen Vivir–, puesto que no existen
ni queremos recetas aplicables universalmente para todos, en la medida
en que correspondería a la misma lógica uniformadora que ya hemos
experimentado durante el proyecto de la modernidad.
No hay leyes, paradigmas, modelos o fórmulas únicas para construir
la utopía, sino una multiplicidad de posibilidades creativas construidas
desde cada territorio que requieren escenarios flexibles y multicultu-
rales. Pese a lo anterior, opino que a todas las utopías les corresponde
partir de una solitaria, forzosa e ineludible condición universal: gestarse
a raíz de la crítica a la modernidad. Justamente, para que una utopía
emerja tiene que edificarse comenzando con la negación de las ideo-
logías vigentes. Si lo que estamos viviendo es el proceso del fin de una
era, el mundo futuro tiene que ser la negación del mundo moderno. No
consiste en anatematizar hasta su última brisa, puesto que existen mu-
chos elementos que habrá que rescatar –lo que Ricoeur llama volver el
círculo una espiral–, pero tampoco podremos construir nuevos imagi-
narios sobre los mismos símbolos que hemos heredado de la tradición
moderna.
Precisamente, lo que se hará a continuación, será encontrar esos sím-
bolos culturales de la modernidad que están configurando la gran crisis
civilizatoria. Haciendo eco de la conceptualización en torno a la ideolo-
gía presentada en la primera parte de este capítulo, presentaré una muy
breve interpretación crítica de la Edad Moderna, lo cual dará la posibi-
lidad de reflexionar sobre la hipótesis según la cual las utopías contem-
poráneas, cada vez más, están configurándose relativamente desligadas
de los discursos de verdad modernos, hipótesis que será presentada en
el capítulo 3.
57*9:#&:14:52#&/”$#4#:4:14:
&/4:#&:14:78.&/< $<&"%$4
Articular históricamente el pasado no significa conocerlo
«tal como verdaderamente fue». Significa apoderarse de un
recuerdo tal como este relumbra en un instante de peligro.
Walter Benjamin
Tesis sobre la historia y otros fragmentos
En continuidad con el cuerpo teórico desarrollado en la sección pre-
cedente, se presenta la descripción de algunos símbolos centrales de la
Edad Moderna que ordenan el pensamiento contemporáneo y sirven
como guía interpretativa para darle sentido al mundo en el que vivi-
mos. Dada la complejidad del tema solo será posible hacer una muy
limitada jerarquización de algunos simbolismos estratégicos sobre los
cuales descansa el orden social contemporáneo. Sin embargo, la críti-
ca a las ideologías seleccionadas es fundamental para la construcción
de todo discurso utópico que no pretenda cimentarse sobre el mismo
pensamiento de la modernidad capitalista. Se describirán someramente
los procesos históricos de lucha de fuerzas en donde se hayan propor-
cionado sus respectivos significados y se contará cómo nos condujeron
a crisis civilizatoria contemporánea. Asimismo, se buscarán las metá-
foras que deberían ser re-simbolizadas y re-significadas por obra de las
utopías, y se examinarán las estructuras de poder escondidas tras sus
discursos de verdad, así como los marcos de motivación que hacen fun-
cionar el estado de cosas vigente.
En este capítulo se pretende mostrar que al mismo tiempo que la glo-
balización constituye el proceso más radical de profundización y con-
sumación de la modernidad capitalista, estamos viviendo en una nueva
etapa histórica que he denominado: la era de la supervivencia. Esto sig-
nifica que el ocaso de la modernidad es un proceso que determinará la
conservación de nuestra especie en el planeta, y que como respuesta,
las utopías ahora están orientadas no a criticar solo un modelo econó-
mico, sino a la crisis del pensamiento como totalidad sistémica –según
se ejemplificará más adelante con el Buen Vivir–. No quiere decir que!"#$%&'()*'%+)$#(,!
hemos salido de una época, asistimos a su agotamiento, lo cual se ma-
nifiesta de manera más dramática en la crisis ambiental, aunque por
supuesto también lo hace en las crisis alimentarias, bélicas, migratorias,
energéticas o económicas globales, pues las aristas del conflicto histó-
rico se entreveran y articulan complejamente (Bartra, 2010a). Pero lo
nuevo de la actual crisis es que debido al resultado acumulativo de la
radical escisión entre cultura y naturaleza, ahora la sociedad enfren-
ta la insurrección del planeta habitado, el cual le es imposible domi-
nar, como ha sido durante siglos la arrogante aspiración moderna. La
historia enseña que el ser humano ante los cambios socioculturales y
ambientales ha reaccionado avasallando pueblos, devastando culturas,
invadiendo territorios, sometiendo a otros y otras; en todos los casos,
siempre, sin excepciones, se trató de otras personas y culturas a las cuales
logró oprimir. En la era de la supervivencia, la cuestión es distinta, pues-
to que ya no se trata de dominar a otros seres humanos, sino de resistir
la revolución de la naturaleza, fenómeno que cae como bumerán sobre la
misma especie que produjo el estrangulamiento planetario.
Veremos que la era de la supervivencia es la consecuencia de la po-
breza de pensamiento occidental y, en particular, de la tajante eman-
cipación del ser humano de la naturaleza, la cual constituye el mayor
problema ontológico, epistémico y ético de la sociedad contemporánea.
Con los símbolos culturales heredados de la tradición moderna, muchos
creen sinceramente que la hecatombe ambiental puede detenerse con el
desarrollo e implantación de diversas herramientas técnicas y con
un modelo económico capitalista más amigable con el medio. Opino
por el contrario, junto a Boaventura de Sousa Santos (2010), que no
existen soluciones modernas para los problemas causados por la misma
modernidad. Sus simbolismos están, ahora más que nunca, totalmente
caducados. Si bien las aspiraciones de cálculo, manipulación, discipli-
narización y dominación de la naturaleza, cobran su mayor auge du-
rante la globalización y con los impresionantes desarrollos técnicos de
las sociedades industriales, al mismo tiempo, tal discurso experimenta
su impotencia e incapacidad para reparar el colosal deterioro ambien-
tal sobrellevado por la humanidad entera. La sociedad globalizada está
encontrando finalmente los límites de sus sistemas de pensamiento, y
debe abandonar la racionalidad moderna, incluyendo la jubilación del
capitalismo, si lo que desea es sobrevivir. No se trata de una decisión
opcional. Lo que está ahora en juego es su propia vida, un desafío exis-
tencial nunca antes experimentado en la historia de la humanidad.
Anthony Giddens, Jürgen Habermas, Manuel Castells o Alain Tou-
raine consideran que la globalización es el proceso irreversible de uni-
versalización de la modernidad el cual, para bien o para mal, constituye
60!"#$%#&'!"()*!%!#%#$%#"(%#!"#$%#+,-"(.*.")/*%
el destino irremediable del planeta (Escobar, 2005). Entiendo aquello
de que la globalización es un proceso de profundización del proyecto
moderno, pero no comparto la aseveración, según la cual desde aho-
ra habrá modernidad para siempre y en todos lados. El clímax de la
Edad Moderna es justamente la causa de su culminación. La realiza-
ción de este proyecto se encuentra terminado. No me estoy refiriendo
a los valores ilustrados de libertad, igualdad y democracia, puesto que
ellos no son constitutivos de la modernidad según ha sido enseñado
por la visión eurocentrista de la historia. Hablo de la universalización
del capitalismo, de la colonialidad del sistema-mundo como patrón de
poder mundial que comenzó con la constitución de América (Quijano,
2000a) tal como señalaré detenidamente más adelante. Es la cúspide de un
proceso que inició a manera de pesadilla y termina, concomitantemente,
con el riesgo de la extinción de toda la especie humana sobre el planeta. Es
esta la razón por la que no es exagerado denominar la culminación de
la modernidad como la era de la supervivencia.
Me he demorado en el primer apartado en elaborar algunos presu-
puestos teóricos sobre la determinación de nuestros sistemas de pen-
samiento, y el papel de la ideología en la imaginación colectiva, porque
considero a la racionalidad moderna como el núcleo central de la actual
crisis civilizatoria. Siguiendo los presupuestos elaborados, me concen-
traré inicialmente en describir la actual debacle ecológica y en realizar
un diálogo con el pasado que nos permita encontrar los procesos de
deformación y legitimación de los entramados simbólicos colectivos
que la hicieron posible. Después se analizará el capitalismo industrial
como el producto histórico de la brutal separación de los seres huma-
nos de la naturaleza y se buscarán los principales simbolismos que nos
han empujado a la multidimensional crisis planetaria. Por último, se
planteará la dificultad de construir nuevos marcos epistémicos en cuan-
to las ideologías modernas, en su función de integración, aún siguen
suministrando imágenes orientadoras para la vida cotidiana en las so-
ciedades occidentales.
La “emancipación” humana de la naturaleza
y la insurrección de la Madre Tierra
Comenzaré discutiendo el tema de la crisis ambiental, la cual no se
restringe a los efectos ocasionados por el calentamiento global antro-
pogénico. Mucho más, se trata de una devastación ecológica múltiple,
que incluye las alteraciones en los ciclos del nitrógeno y el fósforo, la
61!"#$%&'()*'%+)$#(,!
contaminación del agua, los efectos de los aerosoles sobre la atmósfera,
la polución química, el agotamiento del ozono estratosférico y la acidi-
ficación de los océanos, procesos que, reunidos juntos, configuran la
sexta extinción masiva de la biodiversidad. Esta crisis ambiental –que
determinará prontamente la supervivencia de la especie sobre la Tierra–
debe ser entendida dentro de un contexto mayor de esplendor y culmi-
nación de la modernidad capitalista.
El calentamiento global es sin duda la más conocida de las debacles
naturales, originada por las concentraciones de carbono atmosférico
que no tienen precedentes en medio millón de años. El cambio de la
temperatura terrestre se manifiesta, por un lado, en fuertes temporales
invernales con nevadas y copiosas lluvias que ocasionan graves inun-
daciones por el desbordamiento de los ríos y derrumbes, pero también,
en fuertes olas de calor en el verano, sequías e incendios forestales que
arrasan implacablemente bosques enteros. Las secuelas de igual forma
se hacen visibles en el derretimiento de los casquetes polares y el au-
mento del nivel de los mares, así como en el incremento en la extensión
de los desiertos y la formación de huracanes cada vez más destructivos.
Es muy probable que si continua el calentamiento de la Tierra, los da-
ños sobre la naturaleza serán por completo irreversibles, y se reducirá
aún más la disponibilidad de alimentos, con efectos desastrosos para
ciertas poblaciones, las cuales se sumarían a los más de mil millones de
hambrientos en el mundo.
A lo anterior debe añadirse el hecho de que el modelo agroindustrial de
la revolución verde no solo no satisface las necesidades alimentarias de la
humanidad, como lo demuestran las estadísticas de hambre en el mun-
do,1 sino que también ocasiona serios peligros ambientales. En efecto,
la elaboración y utilización de fertilizantes para la mal llamada “agricul-
tura”2 capitalista, y la producción de leguminosas, convierten el nitró-
geno atmosférico en compuestos reactivos que causan contaminación
atmosférica y terminan depositados en los océanos, los cuales a su vez,
también están contaminados con fósforo, elemento utilizado para el
abono de suelos con uso agrícola. El problema del último aspecto radi-
ca en que su aumento en aguas marinas está fuertemente relacionado
con la falta de disponibilidad de oxígeno, situación que podría expli-
car algunas de las extinciones masivas ocurridas en el pasado (Handoh
y Lenton, 2003). Del mismo modo, el reemplazo de bosques y selvas
1
Según la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimenta-
ción (fao), durante el año 2012 existían 870 millones de personas con hambre y subnu-
trición crónica, alrededor de la octava parte de todos los seres humanos.
2
En otro lado he discutido la inconveniencia de llamar “agricultura” a la producción
fabril de alimentos de la revolución verde. Véase Giraldo (2013).
62!"#$%#&'!"()*!%!#%#$%#"(%#!"#$%#+,-"(.*.")/*%
para monocultivos y áreas urbanas, tiene efectos sobre el calentamiento
global por la deforestación resultante, la pérdida de biodiversidad y la
alteración de los sistemas geológicos del planeta.
Ahora bien, tanto la “agricultura” de la “revolución verde”, como la
industria urbana, se apropian de más de la mitad del agua dulce del
planeta, la cual luego de ser utilizada, es devuelta al ciclo hídrico, pero
contaminada con plaguicidas, efluentes industriales y otros químicos
sintéticos, lo que afecta la salud animal, humana3 y ambiental. Por su
parte, la contaminación atmosférica con aerosoles está alterando los
mecanismos mundiales de precipitaciones, con peligro de afectar al-
gunos sistemas de lluvias como el del Sudeste Asiático y la Cuenca del
Océano Indico (Rockström et al., 2009) de las cuales dependen las
cosechas y la vida de más de la mitad de la humanidad. A ello debe
agregarse la contaminación que condujo al agotamiento del ozono es-
tratosférico y la consecuente filtración de rayos ultravioleta, así como la
emisión de compuestos radioactivos, contaminación con metales pesa-
dos y con diversos químicos desechados por la industria moderna, todo
lo cual altera la salud de los seres vivos con los obvios corolarios sobre
la biodiversidad.
En particular es importante la contaminación por dióxido de carbo-
no, responsable en gran medida del calentamiento global, compuesto
que además de quedarse en la atmósfera, se difunde en el mar, contri-
buyendo a otra ruina ambiental igual de peligrosa para la vida, como lo
es la acidificación de los océanos. El problema que conlleva el aumento
de la acidez del agua –la cual está incrementándose mucho más rápi-
damente que en los últimos veinte millones de años–, se debe a que
muchos organismos marinos como los moluscos y corales, son muy
sensibles a los cambios del pH, por lo que son previstos profundos
desastres en los ecosistemas oceánicos, pudiendo degenerar en la extin-
ción de la totalidad de la vida marina que depende de estos organismos
(Rockström et al., 2009). Si recordamos que en los ecosistemas existen
ciertas especies cuyo papel es irremplazable en las cadenas alimenticias,
concluiremos que si ellas desaparecen arrastrarían a todas las demás.
Y esto es lo que justamente está en juego en la destrucción de la biodi-
versidad originada por el “biocidio” antes descrito. Es tan dramático el
golpe sobre la vida, que se estima la pérdida de treinta mil especies por
año (Wilson, 1989), razón por la cual existe consenso en la comunidad
científica respecto a que estamos en la sexta extinción masiva de la his-
3
Hoy más de mil millones de personas no tienen acceso directo al agua y más de dos
mil millones sufren de enfermedades por culpa de la disposición de agua contaminada
(wwf, 2010).
63!"#$%&'()*'%+)$#(,!
toria natural. El Panel Intergubernamental de Expertos sobre el Cam-
bio Climático (ippc, 2007) calcula que si la temperatura mundial au-
mentara tres grados y medio Celsius, podría sobrevenir una extinción
de hasta 70% de las especies conocidas del planeta.4 Según sabemos,
la última de las grandes extinciones ocurrió hace unos 65 millones de
años, con la eliminación de los dinosaurios terrestres, mientras que la
actual hecatombe ecológica comienza activamente5 con la Revolución
agrícola de hace diez mil años, y se intensifica y consolida con la Re-
volución industrial europea del siglo xviii. De acuerdo con el premio
Nobel de Química Paul Crutzen (2002) desde ese momento se inicia
una nueva era geológica denominada Antropoceno, y finaliza la ante-
rior conocida como el Holoceno, lo que da cuenta de las alteraciones
ambientales durante la modernidad industrial capitalista.
Podemos deducir fácilmente de la rápida descripción hecha sobre las
hecatombes ambientales, que no es posible la vida humana sin biodi-
versidad terrestre y marina, puesto que solamente es viable en la inte-
rrelación con otras especies. Su subsistencia es la condición ineluctable
de la posibilidad de nuestra vida.6 Y no digo la totalidad de la vida. La
pedantería humana no puede llegar al extremo de afirmar que debido
a su obra predatoria se acabará con toda la vida sobre el planeta. Según
enseña la historia natural, la vida, luego de periodos muy largos tras
cada extinción masiva, ha sido capaz de recuperarse. Sin embargo fue
siempre necesario que la causa del evento desapareciera. En la sexta ex-
tinción, dado que la causa somos nosotros, podremos elegir el camino
de la autodestrucción para que luego de nuestra desaparición la vida
rebrote o, por el contrario, permitir nuestra supervivencia como espe-
cie, lo cual depende de la modificación radical de la sociedad moderna
y capitalista construida. Esta es la disyuntiva existencial de la era de la
supervivencia.
***
El ipcc ha advertido sobre la alta probabilidad de que la temperatura aumente tres
grados Celsius antes del 2050.
5
En realidad la sexta extinción masiva empezó cuando los primeros grupos huma-
nos se dispersaron de África a diferentes partes del mundo hace cien mil años, pero
la alteración de los ecosistemas más radical se da con la Revolución de la agricultura
durante el periodo neolítico.
6
Por citar solo un caso, se sabe que las abejas polinizan un tercio de los alimentos
consumidos por los humanos. Si ellas se extinguieran los humanos nos extinguiríamos
junto a ellas.
4
64!"#$%#&'!"()*!%!#%#$%#"(%#!"#$%#+,-"(.*.")/*%
Como bien señala Crutzen, el punto de inflexión lo encontramos a par-
tir de la segunda mitad del siglo xviii, pues a partir de este periodo
histórico se acelera el paso de los desastres ecológicos hoy padecidos
que configuran la justa insurrección de la Madre Tierra. La Revolución
Industrial europea fue posible gracias al desarrollo de la técnica mo-
derna y, particularmente, a la energía derivada del vapor y la combus-
tión de carbón, de manera que lo apropiado sería partir de la técnica para
de-construir y entender el fundamento de la crisis ontológica, epistémi-
ca y ética que tiene a nuestra especie al borde de la desaparición.
Entiendo con Heidegger (1994b) que lo conocido en nuestros días
como técnica, es la aplicación concreta y práctica de los hallazgos he-
chos por las ciencias modernas, aspecto que la hace diametralmente
distinta a todas las demás técnicas anteriores. La técnica moderna solo
pudo ponerse en marcha a partir del momento en que las ciencias fue-
ron desarrolladas en la Europa de comienzos del siglo xvii. Un examen
cronológico de los eventos históricos muestra que primero se produjo
la ciencia moderna y una vez establecida con su método científico, tuvo
lugar la invención de máquinas para la producción industrial del siglo
xviii. No obstante y siguiendo a Gadamer (1988), lo que una cosa es, la
expresión de su sentido, solo se distingue desde la distancia histórica con
respecto al pasado, por lo que si invertimos la interpretación, y la hace-
mos a la luz de los hechos acaecidos, veremos que en la medida que el
conocimiento moderno se basa en el principio del conocimiento útil,
realmente la técnica es la que emplaza el urgente progreso de la ciencia
para satisfacer los requerimientos del capitalismo mundial emergente.
Sin embargo, si todavía quisiéramos hilar más fino, y entablaramos
diálogo con el mundo presente con la pregunta: ¿qué necesita la glo-
balización para existir?, responderíamos, sin lugar a dudas, que del
auxilio técnico, puesto que los circuitos mundiales de producción y
consumo, así como la libre circulación del capital, dependen de la téc-
nica para operar globalmente. Así, al establecer la relación histórica en-
tre la contemporaneidad y los primeros años de modernidad industrial,
encontraremos que el progreso técnico ha sido demandado por la actual
globalización capitalista. De modo que desde la óptica de la “historia
acontecida”7 es la globalización la que solicita el desarrollo de la técni-
ca, y esta, a su vez, el de la ciencia moderna. Como resultado del ante-
rior análisis, al final tendríamos que concluir que la ciencia moderna
es emplazada a surgir por la globalización, en cuanto es ella el máximo
esplendor y consumación de la modernidad capitalista. Por lo que sigue,
7
Historia acontecida quiere decir representar la historia no según el orden crono-
lógico de los acontecimientos, sino pensar lo que cada hecho histórico ha solicitado de
antemano.
65!"#$%&'()*'%+)$#(,!
deberíamos concentrarnos específicamente en el primer eslabón, el de la
ciencia moderna, puesto que es el que se demanda primero, y sin el cual
no habría sido posible la técnica moderna, ni el orden social vigente.
Con Heidegger (1996)8 abordaré el tema desde su pregunta esencial:
¿en qué consiste aquello a lo cual llamamos ciencia moderna? Cuestio-
namiento que se responderá afirmando que justamente en el proceso
investigativo. Es éste el aspecto que la diferencia de la ciencia medieval
precedente, puesto que durante la Edad Media no se usaba la observa-
ción directa de la naturaleza, sino que se empleaba un método esen-
cialmente dialéctico. El procedimiento consistía en partir de premisas
aceptadas por el sentido común, las cuales debían adaptarse a las Es-
crituras y a las opiniones de los antiguos. Luego se extraían deduccio-
nes de dichos axiomas, y la prueba de la verdad no era su verificación
empírica, sino el hecho de que encajara en el sistema aceptado. Nicolás
Copérnico todavía usó el viejo método escolástico para postular su teo-
ría heliocéntrica, no observando el cielo, sino leyendo a Cicerón, quien
sugería que Hicetas había sostenido que la Tierra giraba diariamente
sobre su eje, y al griego Aristarco de Sarmos, quien dieciocho siglos
atrás había dicho que la Tierra describía rotaciones alrededor del sol
(Randall, 1952). De manera que la ciencia moderna se diferenció dia-
metralmente de la medieval por la investigación y la elaboración del
método científico.
En efecto, durante el siglo xvi el problema primordial para quienes
rechazaban la ciencia de la Edad Media consistía en cómo hallar un mé-
todo infalible para acceder a la verdad. Los científicos del Renacimien-
to pensaban que la ciencia debería partir de la experiencia y no de la
autoridad de los antiguos. Sin embargo existía aun una inseguridad. El
descubrimiento de Copérnico había hecho dudar de los sentidos como
fuente de conocimiento seguro, por lo que las causas de los fenómenos
percibidas por la observación, deberían ser demostradas además mate-
máticamente. Con los principios aceptados, se tuvo la base para cons-
tituir el nuevo método respaldado por el experimento el cual sería el
dispositivo por excelencia de todo conocimiento. Solamente a partir de
Galileo Galilei se aplicó con seriedad, y es a René Descartes a quien se
le debe la enumeración sistemática de las reglas y el método científico.
Precisamente, la ciencia moderna basada en experimentos, se aleja tan-
to de la ciencia antigua –asentada en la contemplación y la perfección
inmutable– como de la medieval –fincada en la dialéctica sin observa-
ción directa de la naturaleza–, ambas concebidas sin el requerimiento
de cualquier tipo de experimentación (Randall, 1952).
En esta parte seguiré la argumentación hecha por Heidegger en La época de la
imagen del mundo.
8
66!"#$%#&'!"()*!%!#%#$%#"(%#!"#$%#+,-"(.*.")/*%
Así, la investigación de la ciencia moderna nos lleva ahora a analizar
el papel del experimento, en la medida en que es su fundamento cons-
titutivo. El experimento puede definirse como una representación de
la naturaleza en donde se manipulan las condiciones de aquello que se
desea conocer. Usualmente se divide lo que va a investigarse en dos o
más grupos: el primero, corresponde al grupo control, el cual permitirá
la comparación de los hallazgos, mientras que en los demás se modi-
ficarán las variables que podrían determinar la causa del fenómeno. A
todos los grupos experimentales se le aplican mediciones matemáticas,
que posteriormente serán confrontadas con el grupo control, buscando
encontrar las diferencias en cada una de las manipulaciones. Como se
ve, consiste en un intrincado complejo de controles, cálculos, medicio-
nes y comparaciones de un artefacto elaborado por un investigador. El
experimento en la ciencia moderna se convierte en la fuente de toda
objetividad; en él reside la verdad y la certeza infalible que garantiza la
certidumbre del saber.
Pero lo metafísicamente relevante, según anota Heidegger (1996), es
que la ciencia moderna mediante el experimento, convierte lo que está
en frente en objeto, lo cual es un punto esencial del método científi-
co moderno que no había estado presente en ninguna época anterior.
Pero también, que en el mismo instante en que lo que está delante se
transforma en objeto, el ser humano puesto en escena, se convierte a sí
mismo en sujeto. Es este el aspecto esencial de la Edad Moderna: que
el hombre blanco y europeo, convertido ahora en sujeto, se vuelve en el
único ser sobre el cual se fundamenta todo lo existente.
A través de la ciencia podemos observar que durante la modernidad
se presenta la radical disociación del hombre occidental y la naturaleza.
La tajante ruptura en la que él se convierte a sí mismo en sujeto y todo lo
demás en objeto. Aunque es preciso hacer una distinción. No todos los
seres humanos son sujetos. Únicamente lo son los varones adultos he-
terosexuales de piel blanca y de origen europeo; todos los y las demás,
al igual que las plantas, animales o las cosas, pasan a ser simples objetos
sumisos de control, dominación y sometimiento, aspecto que se reto-
mará más adelante cuando se discuta sobre la conquista de América y
el auténtico nacimiento de la Edad Moderna
Hay además una metáfora importante encontrada por Heidegger. Por
medio del experimento se hace posible poner las cosas ante sí, como
una especie de reflejo o imagen aparecida frente al sujeto. Resulta inte-
resante que los principales instrumentos de la investigación de la cien-
cia natural, como el telescopio, el microscopio o el estereoscopio, estén
diseñados de modo que pueda “ponerse ante los ojos”. La cuestión es
que emerge la metáfora según la cual “el mundo puede ser visto como
67!"#$%&'()*'%+)$#(,!
imagen”, con la que se genera la creencia perceptiva9 de que todo lo exis-
tente se encuentra separado del observador y puede ser visto distante a
él. Evidentemente, es un proceso ideológico de deformación en virtud
del cual pareciera que el sujeto pudiera separarse del objeto. Una distor-
sión en la que ya no se forma parte del medio natural, sino que se es un
espectador que percibe las cosas de forma ajena e impropia. Sin duda,
corresponde a una operación ideológica, puesto que es imposible apar-
tarnos de un mundo en el que desde siempre hemos estado inmersos.
Además, porque no podríamos convertirnos en sujetos, si no reconoce-
mos que el árbol, la ardilla, o el agua son igualmente sujetos, y porque
ningún organismo de la Madre Tierra es en realidad un objeto. Consi-
dero que es el sistema ideológico más importante durante la modernidad,
y que se pueden explicar muchas otras significaciones derivadas de esta
brutal separación entre la cultura occidental y la naturaleza.
Durante la modernidad esta ideología se ha constituido en el discurso
de verdad que en la práctica ha permitido reproducir toda la domi-
nación sobre el medio, pero también la opresión sobre las demás per-
sonas, según trataremos después. Tal vez la expresión recurso natural
corresponde al discurso ideológico que en la actualidad muestra con
mayor claridad cómo es posible aprehender el mundo de manera ins-
trumental: “la naturaleza es un recurso para saciar las necesidades de
las personas: es y existe, solo y para los seres humanos” significa. Tiene
un potente contenido simbólico que nos indica que podemos dispo-
ner de “el recurso” a nuestra discrecionalidad, siempre y cuando sir-
va para satisfacer nuestros requerimientos. Es una ideología que no se
mantiene estática. Se enmascara ahora bajo las premisas del discurso
del desarrollo sostenible, con el que se suaviza el mismo presupues-
to ideológico heredado de la modernidad. “Satisfacer las necesidades
de las generaciones presentes sin comprometer la capacidad de las ge-
neraciones futuras de satisfacer las suyas”, como se lee en el informe
Brundtland de las Naciones Unidas, en otros términos quiere decir algo
así: “sigue usando la naturaleza, pues está ahí para ti, solo que no te ex-
cedas mucho, para que tus hijos también puedan aprovecharla”, lo cual
en definitiva sigue sugiriendo una visión antropocéntrica en donde los
recursos naturales son un objeto disponible para nuestra ahora racional
disposición (Giraldo, 2012b).
El marco de motivación más importante que ha permitido la legiti-
mación de tal ideología, ha sido la pretensión de convertirnos en amos
y dueños de la naturaleza. Desde inicios del siglo xvii con Bacon, pero
decisivamente con Descartes, se pensaba que gracias al método cientí-
Hay que recordar el argumento esbozado en el capítulo anterior según el cual la
ideología busca generar una “creencia perceptiva” en una comunidad.
9
68!"#$%#&'!"()*!%!#%#$%#"(%#!"#$%#+,-"(.*.")/*%
fico por fin había llegado el momento en el que el ser humano podría
arrebatarle a la naturaleza todos sus secretos. Había llegado la aspira-
ción de la dominación del mundo, la ambición de doblegar la naturale-
za para ponerla al servicio de la voluntad humana. En efecto, Descartes
en su Discurso del Método (2008:38) escribía:
... se puede encontrar una filosofía eminentemente práctica, por medio de
la cual, conociendo la fuerza y las acciones del fuego, del agua, del aire, de
los astros, de los cielos y todo lo que nos rodea... aplicaríamos esos conoci-
mientos a todos los usos adecuados y nos constituiríamos en amos y posee-
dores de la naturaleza.
Cerca de 300 años después, en 1955, durante un encuentro interna-
cional de premios Nobel, el científico Wendell Stanley advertiría: “Se
acerca la hora en que la vida estará puesta en manos del químico, quien
podrá descomponer o construir, o bien modificar la sustancia vital a su
arbitrio” (Heidegger, 1994a). Varios decenios después podemos verifi-
car cuán acertados estaban sus vaticinios mediante lo que hoy cono-
cemos como biotecnología, con la cual se está logrando, inclusive, la
apropiación industrial de la vida misma. Las intenciones de ser amos de
la naturaleza, continúan siendo hoy básicamente idénticas a las del siglo
xvii, pues la humanidad sigue fascinada por su enorme –y en realidad
sorprendente– capacidad de controlar, manipular y sojuzgar el mundo
natural a su antojo.
Pero el interés de extender el imperio humano sobre la naturaleza
por medio de la ciencia es un ideal absolutamente moderno. Durante
la Edad Media europea el conocimiento de la naturaleza en sí misma se
habría considerado un propósito casi blasfemo. Para Tomás de Aquino,
por ejemplo, la ciencia no tenía como fin dominar la naturaleza, sino
buscar la comprensión y contemplación, puesto que la meta que debía
perseguirse era la sabiduría y el entendimiento de las creaciones divi-
nas. Similarmente, en la antigüedad, la finalidad de la ciencia era servir
al bien, hacer posible la vida, la felicidad y la virtud. Es solo a partir
del siglo xvi cuando en Europa se comienza a sentir la insatisfacción
de todo conocimiento que no fuera útil y aplicable a los intereses de
la creciente vida urbana y al capitalismo mundial emergente. La cien-
cia moderna, en consecuencia, abandona completamente el objetivo
de alcanzar la gloria de Dios o la virtud como fines en sí mismos, y
se transforma en un instrumento para aumentar el poder del hombre
blanco y europeo sobre la naturaleza y sobre los demás seres humanos.
No quiero decir con ello que la ruptura de amarras con la naturaleza en
Europa hubiera comenzado con la modernidad, es sólo que el método
69!"#$%&'()*'%+)$#(,!
científico da por fin con el medio idóneo para un proyecto inacabado
que puede remontarse a los orígenes de la institución patriarcal.
Recordemos que en las culturas sumeria, griega, celta, nórdica, vasca,
romana, y en general, en todos los cultos europeos y egeos, existían
deidades femeninas que servían para celebrar la fertilidad de la tierra.
Particularmente, la Diosa Madre era vista como la divinidad dadora
de vida y se representaba frecuentemente como la Madre Tierra.10 Este
hecho nos hace pensar la manera sagrada en que todavía era concebida
la naturaleza. El advenimiento del patriarcado, desde antes de la civili-
zación sumeria en Mesopotamia, supuso la creación de una ideología
en donde se impusieron valores masculinos sobre los femeninos, y la
paulatina sustitución de las diosas por dioses varones. Fue gradual, por-
que en las culturas patriarcales aun subsistieron las diosas madres. El
golpe definitivo en la cultura occidental ocurre durante la institucio-
nalización del monoteísmo judeocristiano en el Imperio Romano. En
todo caso, en la ancestral lucha de fuerzas entre el patriarcado sobre las
sociedades matrilineales y el correspondiente valor de los contenidos
simbólicos de ella derivados, se ubica la primera gran separación del
ser humano y naturaleza.
Dada la importancia del monoteísmo judeocristiano en la escisión de
la cultura occidental y los ecosistemas, es fundamental prestar atención
al relato hebreo del Jardín del Edén, puesto que es el mito de origen del
judaísmo y la narración constitutiva de la “europeidad” (Dussel, 1994).
En efecto, en el primer libro bíblico se aprecia, con suma claridad, el
evidente distanciamiento de los judíos con la naturaleza: “Hagamos al
hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza –dijo Dios–;
y señoree en los peces del mar, en las aves de los cielos, en las bestias, en
toda la tierra, y en todo animal que se arrastra sobre la tierra” (Génesis
1:26). Como se estima, el mandato divino que se transmite a través de
Adán y Eva es definitivamente contundente: “Fructificad y multiplicaos;
llenad la tierra, y sojuzgadla...” (Génesis 1:28). Consiste en someter la
naturaleza, la cual ha sido puesta al servicio de hombres y mujeres por
obra de su Creador. Lo que puede analizarse es que en el mismo encar-
go de “dominar la tierra” del Génesis –escrito basado en historias orales
que datan del segundo milenio antes de Cristo– ya está implícita en el
pensamiento semita el apartamiento de la naturaleza puesto que, como
Según la historiadora feminista Gerda Lerner (1990), en las evidencias arqueoló-
gicas que datan a partir del cuarto milenio antes de Cristo, se aprecia a la diosa madre
acompañada de árboles, cabras, serpientes, pájaros, huevos y distintos símbolos vege-
tales. Dichos simbolismos aunados a los mitos de origen, han sido interpretados como
un sistema de creencias animistas que rinden culto a la deidad femenina para celebrar
la fertilidad y la unión entre humanos y la naturalez!"
10
70!"#$%#&'!"()*!%!#%#$%#"(%#!"#$%#+,-"(.*.")/*%
bien señala Javier Medina (2008), es imposible “dominar la tierra” si se
tiene conciencia de ser parte simbiótica de ella.
Otro lugar donde ya se aprecia la separación de la cultura y el me-
dio natural es la religión griega, lo cual es un aspecto identificado por
Theodor Adorno y Max Horkheimer (1987) en su obra Dialéctica del
iluminismo. Según los autores, en la mitología griega había una distin-
ción muy clara entre los dioses olímpicos y los elementos naturales. En
efecto, Zeus tenía el poder total sobre el cielo, Poseidón sobre el mar,
Apolo sobre el Sol o Potnia Theron sobre los animales, lo que anuncia
el apartamiento del entorno y esboza el esquema de dominación sobre la
naturaleza concebida en la cosmovisión de la cultura helénica.11 Pero
si además se aprecia que a las divinidades griegas se les asigna un de-
cidido parecido con la figura humana podemos deducir que, igual al
mito judío bíblico, se está avizorando el traslado del poder sobre todo
lo existente a las personas. Tanto el mito del Jardín del Edén como el de
la religión olímpica, tienen en común la invención de una ideología
de los inicios del mundo que legitiman las aspiraciones de dominación
sobre la naturaleza al atribuírselas a fuerzas divinas, y así convertirlas
en premisas fundamentales a las que debe referirse toda creencia so-
bre el justo sometimiento de la naturaleza. La aspiración patriarcal de
la dominación del mundo se sustenta en los mitos de origen, en los
cuales su legitimidad está dada de antemano por omnímodo mandato
celestial.
Así pues, podemos apreciar que el quebrantamiento cultura-ecosis-
tema (Ángel, 1996) no es asunto exclusivo del pensamiento del siglo
xvii; es un añejo ideal occidental. Incluso en la noción de la Buena Vida
griega ya está vislumbrado el desarraigo de la naturaleza,12 puesto que
desde su visión, la ciudad es el lugar por antonomasia donde ella puede
ser efectuada.
–Es la polis el espacio propicio–...en que se realiza la Buena Vida, por opo-
sición al espacio bárbaro: incivilizado, que está ligado a la agricultura, al
bosque y, por tanto, a la naturaleza... El ideal griego de la Buena vida está,
11
En realidad puede considerarse una cultura de transición, pues en su mitología, la
diosa Gea es considerada aun como la Diosa Madre, pero la idea de dominación está
advirtiendo la separación de la naturaleza.
12
En la filosofía griega la visión de un mundo separado se inicia con Platón. Espe-
cíficamente en el “Mito de la Caverna” de La República, se “muestra como todo aquello
que percibimos con nuestros sentidos es mera apariencia: lo verdadero está oculto a
nuestros sentidos... Platón funda la filosofía metafísica. Y esta manera de ver el mundo
como escindido en dos, uno fuente de verdad y otro fuente de engaño o, simplemente,
mundos opuestos, simultáneos, dialécticos o como se interprete, pero mundo escindi-
do, –que– determina todo el pensamiento occidental” (Noguera, 2004:33).
71!"#$%&'()*'%+)$#(,!
asimismo, vinculado a la actividad contemplativa, al desarrollo del intelecto,
del cuerpo y de las artes, a la política y a la posibilidad de disponer de tiempo
libre para hacer lo que el espíritu demande” (Medina, 2008:31).
Por el contrario, las tareas relacionadas con la ruralidad nunca estuvie-
ron asociadas al arte del buen vivir. Me adelantaré mencionando que en
la concepción del Buen Vivir de algunos pueblos de Latinoamérica, en
contraposición a su homólogo griego, la existencia de la vida sólo es
posible imaginarla en virtud de los vínculos con la naturaleza, en una
conexión íntima e intersubjetiva que conforma la totalidad.
Según se ha dicho, en realidad lo nuevo de la ruptura durante la Edad
Moderna, es que por fin se ha encontrado el dispositivo para doblegar
la naturaleza con la invención del método científico, y que gracias a él,
el varón europeo se alza a sí mismo como único y omnisciente sujeto
que ha hallado en el experimento la fuente de toda objetividad. Ahora,
situando al frente de sí todos los objetos –incluida toda la naturaleza–,
él se entroniza en su nueva posición, emancipándose finalmente de las
ataduras que aún lo amarraban a su medio. Estrenándose como sujeto
emprende la senda del soberbio proyecto de antaño, de convertirse,
ahora sí, en señor y amo de todo lo existente. Hoy, durante la era de la
supervivencia, pagamos las implacables consecuencias de su arrogan-
cia y de este divorcio artificioso.
La separación del ser humano y naturaleza es el mayor problema onto-
lógico de la cultura occidental. Lo es porque hemos olvidado que nues-
tro ser solo es posible que sea, en una relación intersubjetiva con todo
lo demás, es decir, en el vínculo con otros sujetos plantas, otros sujetos
animales, otro sujeto agua, e incluso, otros sujetos como el carbón o el
petróleo13 (Giraldo, 2012b). Si reconocemos la subjetividad de la natu-
raleza, y rechazamos la objetividad impuesta durante la modernidad, re-
sultaría absolutamente lógico, según demandan las utopías emergentes
del Buen Vivir, que tal como ocurrió con la declaración de los derechos
humanos durante la Revolución francesa, se promulguen los derechos de
la Madre Tierra en cuanto sujeto de derechos. Pero si seguimos apre-
hendiéndola como recurso natural, es decir como objeto para nuestro
libre arbitrio, resulta descabellado imaginar que a “un recurso” se le
puedan atribuir derechos.
13
Por miles de años las plantas almacenaron el gas carbónico bajo la tierra en forma
de petróleo y carbón. Pero al extraerlos se creó el desequilibrio climático y la contami-
nación atmosférica que nos tiene adportas de la extinción como especie. Razón tenían
los indígenas cuando advertían que el petróleo sobre el cual había puesto los ojos la
humanidad era la sangre de la tierra.
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Con este sistema simbólico de pensamiento, además, se ha construi-
do el desprecio sobre la ruralidad, pues el espacio donde se encuentran
las selvas, los bosques y el agua, y en el que se realiza la agricultura, la
pesca, la crianza de animales ha estado relacionado con el atraso, con lo
no civilizado. Su función se limita a proveer materias primas y recursos
naturales para la urbe: sitio privilegiado donde se celebra la Vida Bue-
na, como pensaban los griegos, o el lugar donde es posible el progreso
según se asegura con las ideologías de la modernidad. Durante la Edad
Media europea la relación con la tierra y la agricultura era el fundamen-
to mismo de la sociedad, por lo que la independencia de la era medieval
supuso la displicencia con la ruralidad, la cual debía subordinarse a la
vida civilizada urbana, pues la manufactura, y no las actividades del
campo, era la verdadera fuente de riqueza nacional. Gracias a lo ante-
rior, lo rural, en el imaginario colectivo, todavía representa el atraso, el
“subdesarrollo” que debe ser superado por medio de la consecuencia
técnica de la modernidad: “la modernización” –criterio que inicia en la
posguerra en América Latina, África y Asia–, mediante el avance hacia
una sociedad cada vez más industrializada.
***
La aprehensión instrumental de la naturaleza como objeto también tenía
enmascarado el objetivo de la dominación sobre los otros seres huma-
nos. Como se mencionó antes, el europeo se había concebido a sí mis-
mo como el único sujeto, y había encontrado en Descartes la certidum-
bre de su “yo”, por medio de su inherente superioridad como ser que
piensa. Pero los animales y las plantas no razonan; son tan solo objetos,
que pueden explicarse a partir de principios mecánicos, es decir, por
la separación de sus elementos y el entendimiento de cómo funcionan
sus procesos en cada una de sus partes, según predicaba el nuevo mé-
todo científico. La idea cartesiana consistía en investigar el mecanismo
implícito de toda la naturaleza. Con Descartes y posteriormente con
Newton, la naturaleza fue transformada en una vulgar máquina.
Años después, tal concepción aplicada a la biología, significaría que
la vida sería convertida en un elemental asunto de cambios fisicoquími-
cos. Surge así la metáfora ideológica que genera la creencia perceptiva
de “hacer ver” a los organismos vivos “como máquinas químicas”. No
obstante, en el mecanicismo cartesiano aún quedaba un fundamental
giro adicional: si por un lado, los seres humanos tienen el don del pen-
samiento, el cual los ubica privilegiadamente en la posición dominadora
sobre su medio, por el otro, son también organismos vivos, razón por la
que su biología puede interpretarse, al igual que el resto de la naturale-
73!"#$%&'()*'%+)$#(,!
za, en términos mecanicistas. Hoy la ciencia reduccionista del siglo xxi
no puede aceptar la metáfora más al pie de la letra: el amor, la felicidad,
el gozo o la ternura son reducidos al papel de los neurotransmisores en
la compleja máquina del cerebro.
Mediante esta ideología el ser humano comienza a ser “visto como
una máquina”, percepción que necesitaría la Revolución Industrial para
la explotación de los obreros en las fábricas. Si bien de acuerdo a los
hechos históricos el capitalismo industrial llega en la segunda mitad
del siglo xviii y el mecanicismo inicia con Descartes en el siglo xvii,
desde la perspectiva de la “historia acontecida” heideggeriana, es la Re-
volución Industrial la que solicita a la ciencia moderna la invención de
la metáfora del “ser humano como máquina”, para poder aprovecharla,
literalmente, y de la manera más brutal en el capitalismo industrial
emergente. Es, sin duda, una operación ideológica de deformación pues
al decir de Castoriadis (1989:274): “tratar a un hombre –y a una mujer–
como cosa, o como puro sistema mecánico, no es menos, sino más ima-
ginario que pretender ver un búho... pues el parentesco real con un búho
es incomparablemente mayor que el que tiene con una máquina”, y, pese
a ello, nunca una metáfora fue interpretada tan textual y cruelmente
como esta en la modernidad industrial. De manera encubierta, el anhe-
lo de la dominación de la naturaleza también significó la opresión sobre
los otros seres humanos.
No obstante, tenemos que ir aún más atrás en el análisis, pues la as-
piración del sujeto de convertirse en amo y señor de todo lo existente
fue precedida de 150 años de imperialismo sobre América. Su soberbia
pretensión tuvo que sustentarse en un ego adquirido con el avasalla-
miento de las poblaciones americanas. De manera que la idea de domi-
nar la naturaleza del siglo xvi y xvii, a la luz de la distancia histórica,
demandó inicialmente de la opresión de las culturas originarias de este
continente, por lo que, de acuerdo con los autores latinoamericanos
Enrique Dussel (1994), Aníbal Quijano (2000a) o Walter Mignolo
(1995), la modernidad comienza con la conquista de América y no con
el Renacimiento, la Reforma y la Ilustración de los siglos xvii y xviii
según sostiene Habermas (1989), o con las teorías de Rousseau y Marx
como sugiere Jean-François Lyotard (2006). Para los últimos pensado-
res, hay posmodernidad en la medida en que los valores ilustrados y los
grandes relatos pierden vigencia. Sin embargo, la interpretación históri-
ca de la posmodernidad pierde su fundamento, si la analizamos a la luz
de la conquista americana como inicio de un proceso consolidado con
la globalización del capitalismo del sistema-mundo, de acuerdo con el
concepto de Immanuel Wallerstein.
74!"#$%#&'!"()*!%!#%#$%#"(%#!"#$%#+,-"(.*.")/*%
Hasta antes del “descubrimiento” de América, Europa era un área
periférica y secundaria respecto al mundo musulmán. Era una cultura
aislada, y nunca había sido el centro de la historia, según pensaba Hegel
(Dussel, 1994). Incluso, hasta fines del siglo xvii, el emperador chino
no consideraba que había algo que pudiera aprenderse de la cultura eu-
ropea (Randall, 1952). El punto más crítico para Europa lo había cons-
tituido la ocupación de Constantinopla por parte de los turcos en 1452,
hecho que en la práctica le representaba quedar sitiada y bloqueada para
el comercio de sus productos. Sin embargo para Hegel, quien “es el pri-
mer filósofo que desarrolló un concepto claro de modernidad” según
Habermas (1989:15), Europa era absolutamente el centro y el fin de la
historia universal. Tan miope visión no solo refleja la soberbia de los
europeos de comienzos del siglo xix,14 quienes alzados soberanamente
como sujetos veían en su cultura el eje y culminación de la historia, sino
que también ignoraba la situación europea antes de la destrucción de
los pueblos del continente americano. La verdad es que Europa no había
sido nunca el centro de la historia. Tuvo que esperar hasta la conquista
de América para que su centralidad constituyera otras civilizaciones en
su periferia, y salir de los límites dentro de los cuales el mundo mu-
sulmán los había subsumido. De modo que el nacimiento de la Edad
Moderna ocurre con la conquista del continente americano en el siglo
xvi, lapso en el que Europa se vuelve el centro, y establece en su periferia
a las otras culturas, interpretación que a contracorriente, renuncia a la
tradicional historia eurocentrista inaugurada por Hegel e intenta apro-
ximarse a una definición mundial de la modernidad (Dussel, 1994).
Una vez conquistada, América se convierte en la fuente de la acumula-
ción originaria del capital, lo que permitió una progresiva monetización
del mercado global, gracias al saqueo de metales preciosos del subconti-
nente. Además, tras el “descubrimiento del nuevo mundo”, Europa ganó
una posición privilegiada como centro del comercio, con lo que pudo
fácilmente adquirir el control del intercambio de mercancías con “Chi-
na, India, Ceylán, Egipto, Siria, y los futuros Lejano y Medio Oriente”
(Quijano, 2000a:206). De tal manera, Europa surgió como sede medular
del mercado, e impuso su dominio colonial sobre todas las regiones pe-
riféricas del planeta, mediante su incorporación al sistema-mundo recién
Esta visión puede apreciarse en la siguiente cita de Hegel (1985:171) en sus Lec-
ciones sobre la filosofía de la historia universal: “Los aborígenes son una raza débil en
proceso de desaparición. Sus rudimentarias civilizaciones tenían que desaparecer nece-
sariamente a la llegada de la incomparable civilización europea. Y así como su cultura
era de calidad inferior, así quienes siguieron siendo salvajes lo fueron en grado sumo:
son las muestras más acabadas de la falta de civilización... A los europeos les tocará
hacer florecer una nueva civilización en las tierras conquistadas... hará falta un buen
lapso de tiempo para que el europeo consigna despertar en ellos un poco de dignidad”.
14
75!"#$%&'()*'%+)$#(,!
conformado. El comienzo de la Edad Moderna, por lo tanto, se presenta
con la constitución de América y del capitalismo eurocentrado a escala
mundial (Quijano, 2000a).
Hasta el momento se ha interpretado la modernidad desde la perspec-
tiva europea, no porque comparta la definición tradicional excluyente del
resto de la Tierra, sino porque desde los inicios de este periodo histó-
rico, se impuso sobre los demás pueblos su cultura hegemónica como
la única válida, y se establecieron sus respectivos discursos de verdad con
el fin de mantener el poder global, hoy reinventado bajo el sofisticado
imperio estadunidense.15
Lo que pretendo destacar por ahora, siguiendo a Dussel, es que el ob-
jetivo de dominar la naturaleza y la separación del sujeto frente al obje-
to, estuvo precedida por la experiencia de la conquista americana, pues
a partir de este momento se funda el ego europeo cuando logra vencer,
oprimir, exterminar y someter al otro, quien es aprehendido no como
humano, sino como objeto susceptible de control, manipulación y ena-
jenamiento. Con la invasión de América se crean las bases egocéntricas
del varón blanco conquistador y sus capacidades dominadoras. No es
de extrañar que en el siglo xvi hubiera adquirido la petulancia de que-
rer convertirse en amo y señor sobre todo lo existente con la invención
del método científico. Pero además, que internamente, conformara el
hábito de sometimiento sobre los otros europeos obreros, “vistos como
máquinas”, durante la Revolución Industrial del siglo xviii mediante la
invención de las ideologías y las disciplinas capitalistas.
Es deducible entonces, que la miseria del pensamiento moderno radi-
que en el hecho de poner la naturaleza ante sí como un objeto, y hayamos
olvidado que la condición de nuestra existencia no es la dominación, sino
la relación intersubjetiva con los demás sujetos naturales. Pero también
que nuestra vida solo es posible en la relación intersubjetiva con otros
seres humanos, quienes deben ser vistos como sujetos y no “como obje-
tos”, la cual es una metáfora moderna inventada en la conquista del con-
tinente americano. De hecho el capitalismo no podría funcionar sin tal
deformación ideológica. Para que alguien se enriquezca, debe ver al otro
en forma de máquina susceptible de explotación, pero nunca como radical-
mente otro. Quiero decir enfáticamente que un sujeto no puede existir sin
el otro, pues ambos adquieren sus propiedades a consecuencia de sus
interacciones. Pero el varón blanco y europeo tuvo que individualizar-
se, encumbrarse a sí mismo en sujeto, y diferenciarse en una entidad
autónoma y distinta de otros entes naturales y humanos de su entorno,
para lograr el cometido de aprehenderlas como objetos.
Para un examen detallado de la estrategia imperialista de Estados Unidos véase
Chomsky (2005).
15
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Para aspirar a someter la tierra tuvo que deformar el principio de la
intersubjetividad: el hecho de reconocer que se es parte simbiótica de
ella. Pero de igual modo, para subyugar a otros seres humanos, debió
renunciar a la aceptación de que únicamente en una relación intersub-
jetiva de cooperación es posible la existencia, y que la posibilidad de la
vida humana está estrechamente referida a la capacidad de convivencia.
Para que la enajenación del humano en el capitalismo haya sido una
realidad, el varón occidental primero ha debido emanciparse de la na-
turaleza para poder controlarla, y luego dominar al resto de los indivi-
duos. Hay suficientes elementos de juicio para creer que el capitalismo
industrial moderno es el producto histórico de la separación del ser
humano de la naturaleza.
Hasta ahora se ha partido de la crisis ambiental, porque entiendo con
Escobar (2005) que ella no es una crisis más, sino la crisis central y lí-
mite para el capitalismo en la actualidad. A partir de ella, se pudo argu-
mentar que el mayor problema ontológico contemporáneo es la tajante
separación de la naturaleza durante la modernidad, que a su vez ha
sido constitutiva del capitalismo global, de acuerdo con el enfoque de
la “historia acontecida”. A continuación se analizan las representaciones
simbólicas del capitalismo, no como modo de producción, sino como
una vasta red de ideologías económicas, políticas y culturales, cuya in-
teracción mantiene el estado de cosas existente.
Sigue en la parte 2: http://clajadep.lahaine.org/?p=15537