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La revolución india

Raúl Prada Alcoreza :: 01.09.14

Recordando a los y las movilizadas del bloqueo indígena-campesino de 2000, cuando se sitiaron cuatro ciudades, El Alto, La Paz, Cochabamba y Santa Cruz, haciendo emerger los sitios indígenas de la guerra anticolonial.

La guerra de razas
La revolución india

Raúl Prada Alcoreza

Recordando a los y las movilizadas del bloqueo indígena-campesino de 2000, cuando se sitiaron cuatro ciudades, El Alto, La Paz, Cochabamba y Santa Cruz, haciendo emerger los sitios indígenas de la guerra anticolonial.

El discurso histórico-político que más se acerca a su matriz es el discurso de la guerra de razas. Se trata de una guerra de conquista, guerra inicial de violencias desatadas, de usurpaciones de tierra, y de imposición de dominaciones institucionalizadas, del poder que se inviste de legitimidad, imponiendo leyes, que son la expresión de la fuerza. Frente a esta guerra y a esta dominación, frente al poder de los conquistadores, se postula una guerra de razas, la raza conquistada frente a la raza conquistadora, la raza de la tierra usurpada frente a la raza usurpadora, el derecho a la subversión frente a las instituciones y leyes del dominador. Se trata de un discurso antiguo; nacido en los umbrales de la modernidad, cuando las instituciones, las leyes, el Estado, eran cuestionados por los hijos y los nietos de los conquistados. Desde el siglo XVI hasta la fecha, podemos seguir la genealogía de este discurso histórico-político. Ahora, no nos interesa, como en textos anteriores, anotar sobre la genealogía de la guerra de razas que se transforma en la teoría de la lucha de clases, sino, nos importa hacer el seguimiento de este discurso en sus manifestaciones anticoloniales, como discurso descolonizador, sobre todo en su tonalidad de guerra. No hay nadie mejor para ejemplificar este discurso que Fausto Reinaga, teórico indianista. Vamos a concentrarnos en ensayos seleccionados de La revolución india, sobre todo en La revolución India y el Manifiesto del Partido Indio.

Crítica de las lecturas e interpretaciones

Para comenzar, antes de partir en nuestra interpretación, debemos detenernos en las lecturas e interpretaciones hechas de la obra de Fausto Reinaga. Hay como tres tipos de lecturas; primero, las que asumen la narrativa histórica-política de la guerra de razas, en la forma expuesta por Fausto Reinaga, como “ideología” propia. Se tiende a una lectura a-crítica; sin embargo, hay que recordar que se trata de un discurso de combate, discurso convocativo, que busca aglutinar fuerzas, contar con la mayor disponibilidad de fuerzas, que busca interpelar, arrasar con la pretendida legitimidad del poder instituido. El valor de este discurso se encuentra en esta proyección intensa. El discurso de la guerra de razas de Fausto Reinaga ha sido transversal en las movilizaciones indígenas, desde la formación del Partido Indio hasta la llegada al palacio quemado de Evo Morales Ayma. No sólo ha sido asumido y usado como dispositivo discursivo y de lucha por las organizaciones indianistas, sino también por las organizaciones kataristas, incluyendo al katarismo indiano-marxista del EGTK, así como por el mismo MAS, aunque lo haya hecho de una manera oportunista y demagógica, sin entender la estructura enunciativa del discurso de la guerra de razas.

Un segundo tipo de lecturas corresponde a los “críticos” de Fausto Reinaga. En este caso, hay diversos estratos; están los que encuentran ambivalencias en el autor de La revolución india, señalando sus “diletantismos”, incluso señalan como demostración categórica de lo que dicen su apoyo a caudillos militares, sobre todo, el más criticado, su apoyo a la dictadura del general García Meza. Están los que lo critican desde la interpretación marxista, observando en Fausto Reinaga, no solo “diletantismo”, sino también inconclusiones, propuestas que se quedan a mitad del camino, que terminan favoreciendo a la burguesía. Esta condena se debe a sus limitaciones teóricas, superables si estas tesis indias se convierten en parte de la teoría de la revolución permanente. Incluso, hay intelectuales “indígenas” que observan tanto el discurso radical de Fausto Reinaga, así como su “diletantismo”.

Un tercer tipo de lectura de Fausto Reinaga es académica. Esta lectura académica ha convertido la obra de Fausto Reinaga en objeto de Estudio. Se estudia los escritos de Fausto Reinaga como expresión de las luchas indígenas, de las luchas anticoloniales y descolonizadoras. Se estudia como parte de las “ideologías” en movimiento, insertas en las movilizaciones sociales recientes. Algunas de estas lecturas académicas los toman como particularismo significativo de los discursos indigenistas de los Andes; otros los toman como caudal propio de las comunidades indígenas y de las comunidades campesinas, en confrontación con el Estado. En tanto que otras lecturas los toman como parte de las tesis de-coloniales.

No vamos a analizar el primer tipo de lectura; esta lectura ha sido en parte compartida por el colectivo Comuna. Se puede consultar sus escritos para indagar sobre estas aproximaciones. Nos interesa evaluar las lecturas “criticas” de los escritos de Fausto Reinaga. Quizás dejemos para después la evaluación de las lecturas académicas.

La “crítica” descentrada

Cuando la pretendida crítica no encuentra el blanco, podemos hablar de una “critica” descentrada o, si se quiere, desenfocada. Los que creen encontrar algo, que delata la ambivalencia de Reinaga, cuando señalan su “diletantismo”, indican la curva del comportamiento, se refieren a la conducta; sin embargo, no dicen algo sobresaliente sobre los escritos, que es lo que se esperaría. Esto es salirse de la crítica teórica y enfocarse en una crítica de la conducta política. De entre estos “interpretes” hay quien ha reducido la obra de Reinaga a la cuestión indígena, incluso ha explicado su beligerante discurso como parte del resentimiento, también de una confusión. Estas lecturas “criticas” están lejos de acercarse a la temática en cuestión, a la problemática planteada, a la estructura enunciativa de la guerra de razas. La crítica no se realiza, salvo en el imaginario de esta diatriba.

Es más sugerente la crítica “marxista”. La crítica “marxista” considera, de principio, que la interpelación indianista de Reinaga adolece de una falencia, no comprende la lucha de clases en las sociedades capitalistas, sobre todo en las sociedades periféricas, coloniales y semi-coloniales. Incluso, la crítica “marxista” que llega a considerar el planteamiento indio como parte de las luchas anti-coloniales y antiimperialistas, considera que la interpelación india a la dominación q’ara-mestiza se queda a medias, al no entender que no se trata de guerra de razas sino de lucha de clases. Esta “crítica” plantea que la dominación colonial y capitalista no es solamente racial, sino fundamentalmente de clases; que la burguesía indígena termina comportándose como la burguesía q’ara-mestiza, que opta por los intereses de clase y se opone a una demanda nacional de los aymaras y quechuas. En otras palabras la tesis interpretativa de esta crítica “marxista” es que la dominación racial se combina con la dominación de clase, siendo la dominación de clase la determinante.

Por otra parte, esta crítica “marxista” observa que no solamente Reinaga sino la intelectualidad indígena “idealizan” la comunidad indígena, sin tener en cuenta sus transformaciones sufridas bajo la expansión y la dominancia de las relaciones capitalistas. Al hacerlo no ven que la comunidad o se disemina, afectada por la fuerza destructiva del mercado, o se convierte en un dispositivo orgánico de la acumulación de capital local. En otras palabras, descartan toda posibilidad de que la comunidad sea un espesor histórico de las resistencias anti-capitalistas y anticoloniales. La salida no es por la perspectiva comunitaria, que se les antoja utópica, incluso utópica y conservadora. La salida es a través de la alianza de los explotados, incluyendo a los subordinados por la discriminación racial. Esta alianza se enfrenta a la burguesía, sea blanca, mestiza o indígena.

Para comenzar, es indispensable que para que la crítica se realice o tenga el chance de realizarse debe enfocar su objeto o materia de crítica. Debe tener en cuenta la teoría o la estructura de tesis que conforman el discurso en cuestión. La teoría que sustenta o, si se quiere, la concepción que sustenta, las tesis de Reinaga es la de la guerra de razas. Así como hay una teoría de la lucha de clases hay una teoría o concepción de la guerra de razas. Si no se toma en cuenta este referente, este núcleo enunciativo, se hace la “crítica” a cualquier cosa menos al discurso y la concepción en cuestión. Es indispensable entonces una mínima comunicación entre el enfoque de la crítica y el enfoque de lo criticado; si no hay esto, lo que sucede son malos entendidos y pretensiones a partir de un monólogo, no de un diálogo, menos de un debate.

La concepción de la guerra de razas, para no hablar de una teoría, es conformada a partir de las resistencias de los pueblos conquistados y dominados por medio de la guerra de conquista. Estas resistencias se pronuncian, construyen sus discursos, denuncias e interpelan al poder opresor, desconocen sus leyes y sus instituciones, reclaman sus derechos consuetudinarios, transgreden y subvierten el orden impuesto. Ciertamente la formación discursiva histórico-política de la guerra de razas es variada, adquiere distintas tonalidades, distintos alcances, distintas formas de expresión, distintas conceptualizaciones, dependiendo del contexto, del periodo y de la coyuntura. Los pueblos colonizados han elaborado discursos interpeladores a partir de sus lenguas y culturas, atravesadas por la modernidad heterogénea, afectadas por la vertiginosidad de un capitalismo devastador. También lo han hecho en la lengua dominante, en la medida que se convirtió en la más hablada del país colonial, semi-colonial y poscolonial. Estos discursos se orientan no solo a denunciar la dominación, sino a explicar la génesis de la dominación y sus mecanismos de opresión. Si hay algo que se puede decir que es común o análogo en estos discursos histórico-políticos diversos es que enfocan la dominación colonial como dominación racial.

La concepción, la formación discursiva y enunciativa de la guerra de razas vive sus desplazamientos, mutaciones, transformaciones, mezclas, combinaciones y composiciones, en relación a otras formaciones discursivas y enunciativas, dependiendo de los problemas que se comparten, en distintos periodos. La misma acepción de raza se modifica, sobre todo en la medida que se va imponiendo una concepción “bilogista” de razas, elaborada por los discursos racistas modernos. La concepción de raza era directamente asimilable a la de nación, en sentido consanguíneo. Cuando la raza ya no implica a la nación dominante y a la nación dominada, sino se la menciona como problema, en sentido de alteración, de afectación, de mezcla, de saturación, de perturbación, la concepción racista predomina. El sentido es elaborado por la dominación, como discurso del poder, de un poder que quiere ordenar y limpiar la sociedad, efectuar una profilaxis. Ya no tiene el sentido inicial de la guerra de razas, sino el sentido construido por el racismo; es decir, el sentido de la descalificación corporal. Aparece de manera clara el bio-poder, institucionalizado, instituido en las estructuras del Estado, así como en las estructuras mentales.

El racismo colonial adquiere distintas connotaciones, características, formas, contenidos y prácticas, a diferencia del racismo europeo nacional, encuadrado de manera atrofiada en el antisemitismo, como ocurrió con la doctrina nazi. El racismo colonial responde a la vez a una geopolítica racial y a una economía política colonial. La geopolítica racial divide al mundo no solo entre imperios coloniales e inmensas territorialidades conquistadas y colonizadas, sino entre centros del sistema-mundo capitalista y periferias. Centros de acumulación y concentración de capital y periferias de despojamiento y desposesión de recursos naturales. La economía política colonial bifurca, separa, divide, estableciendo una relación de jerarquización entre el hombre blanco y el hombre de color. El hombre blanco es la representación de la valorización abstracta de la cultura moderna, en tanto que el hombre de color es desvalorizado, disminuido y subordinado, obligándolo a procesos de blanqueamiento; es decir, de aculturación y supeditación a la “ideología” cultural moderna.

Las formas de dominación colonial pasan desde el sometimiento crudo, impuesto por la violencia inicial, incluso la esclavización como el caso de las poblaciones del África mercantilizadas y comercializadas, hasta las proliferantes formas sutiles de dominación racial institucionalizadas, mimetizadas en las relaciones y en los tratos, en los habitus, en el campo de las representaciones, en los valores sociales. Atravesando toda clase de formas raciales de dominación, mezcladas, combinadas, donde se explota la fuerza de trabajo y la condición indígena, sumándose la condición de mujer, en las formas más dramáticas y descalificadoras. Quizás, incluso tendríamos que decir, que el substrato de la dominación es patriarcal, la dominación masculina es la base histórico-cultural de las dominaciones. Sobre esta estructura arcaica, sobre esta representación y simbolismo, se construyen las otras dominaciones, adquiriendo los dominados, pueblos, comunidades proletariado, subordinados, las características de feminización frente al patrón, al jefe, al macho mayúsculo, que es precisamente la clase dominante, compuesta por las fraternidades concomitantes y cómplices.

Este racismo colonial no es una guerra de razas, sino la dominación colonial de la estructura de poder de la colonialidad múltiple; no habla a nombre de la guerra de razas, sino desde un discurso de legitimación de la jerarquía racial y del poder. El discurso de la guerra de razas es como el discurso de la lucha de clases un discurso interpelador, de convocatoria y de lucha emancipadora. Si bien ya no se habla de guerra de razas, como antiguamente se lo hacía; sin embargo, el sentido subversivo de la nación subyugada, de pueblo dominado, se renueva en distintas expresiones en los discursos contemporáneos anticoloniales y descolonizadores. Es muy sugerente encontrar las formas, los contenidos, las expresiones, los enunciados, los supuestos, de la concepción de la guerra de razas en la narrativa de Fausto Reinaga.

Entonces, cuando se sitúa el núcleo enunciativo de Fausto Reinaga, se puede comenzar el debate. En lo que sigue, haremos comentarios a textos seleccionados del teórico indianista.

La trama de la conquista y el trauma colonial

La narrativa histórica-política, centrada en la guerra de razas, de Fausto Reinaga, teje la trama de la tragedia y el drama de las naciones y pueblos de Abya Yala, conquistados y colonizados. Esta trama parte de la memoria ancestral y antigua de los pueblos y naciones del continente antes de la llegada de los europeos; memoria rota por la conquista, empujando a los pueblos a su sometimiento, dominación y hasta esclavización. Es también el desenvolvimiento del relato de la larga guerra anti-colonial desatada por las resistencias indígenas, desde los tempranos años de la Colonia. La narrativa contrapone la anterioridad precolombina, compuesta por sociedades armónicas consigo mismas y con la pachamama, a la posterioridad a la conquista, compuesta por sociedades rotas, escindidas, dualizadas, empujadas al abismo del hambre y de la destrucción, mientras una minoría blanca-mestiza se enriquece a costa del trabajo y el sometimiento de los indios. La crítica demoledora es elocuente cuando se la efectúa a las composiciones políticas de los periodos de la república, el Estado-nación, las formas de gobierno y los perfiles políticos de toda clase, desde la “derecha” más conservadora hasta la “izquierda” más radical. La trama de la narrativa contiene una mediación con-figurante para exponer el tejido del desenlace, esta mediación en la textura narrativa es la rebelión indígena, que atraviesa los tiempos, y prepara el desemboque emancipatorio y de liberación. Reinaga, en el Manifiesto del Partido Indio llama socialismo indio[1].

Se puede decir que el discurso histórico-político de la guerra de razas de Reinaga es también uno de los discursos de la de-colonialidad o de la descolonización, comprendiendo sus matices y diferencias. Ciertamente estamos ante un discurso de la descolonización distinto al de Frantz Fanon. El teórico de la descolonización martinico está más influenciado por la crítica marxista, sobre todo, en su versión antiimperialista. Sin embargo, Reinaga y Fanon se encuentran en ese espesor de la crítica de-colonial que interpela la dominación racial.

Se ha observado la virulencia del lenguaje de Reinaga. Sin embargo, no lo descalifica este uso lingüístico, como pretenden sus detractores; el lenguaje virulento forma parte de su carácter. Cuando ataca a los perfiles políticos blanco-mestizos lo hace dibujando sus perfiles psicológicos, sus costumbres, sus deleites y sus decadencias. Se puede estar de acuerdo o no con esta forma de ataque; empero, forma parte de una argumentación que valoriza la ética comunitaria. Para unos, los “marxistas”, pueden parecerles subjetivos estos argumentos, para otros, los nacionalistas, rencorosos; el tema no es este. Si forman parte de una forma de narración, si hacen a la composición de la misma, entonces son necesarias en el relato. Como se trata de un discurso convocativo a la lucha, la pregunta es: ¿si el discurso histórico-político de la guerra de razas ha logrado sus objetivos, ha logrado realizarse en la acción multitudinaria de los pueblos indígenas, ha logrado concretar las emancipaciones prometidas?

La contrastación se encuentra en la llegada de Evo Morales Ayma al Palacio Quemado. Hablando en el lenguaje de la guerra de razas, llega un indio al poder, lo que no quiere decir que los indios conquistan el poder. No es lo mismo. Pero, Evo Morales llega al poder en parte invistiéndose de los símbolos trabajados por el discurso de la guerra de razas, aunque el presidente indígena no los comparta. En el imaginario de la gente es esto precisamente lo que acontece. Para la mayoría “campesina”, que no ha asumido plenamente la condición indígena, por lo tanto la guerra indígena anti-colonial, desde la perspectiva de Reinaga, lo que ha acontecido es precisamente la revolución india, aunque en esto no esté de acuerdo Reinaga. Así como podemos decir del proyecto socialista, en la práctica, en su efectuación, es lo que se conoció como socialismo real; lo demás, sus no realizaciones, lo que faltaría, está en la cabeza de los “marxistas”. La “realidad” acontece de acuerdo al juego de fuerzas, de condiciones de posibilidad histórica y de viabilizaciones materiales. Lo que falta es sólo una posibilidad hipotética, mientras no se realice históricamente. Así también podemos decir de la revolución india; es lo que se ha conocido en las gestiones de gobierno de Evo Morales Ayma. Si se quiere, se puede llamarla revolución india real, a la que le falta el cumplimiento de la utopía india; empero, muestra también, como en el otro caso, las posibilidades efectuadas y los límites del proyecto.

Es menester, en este caso, el de la revolución india, el de la descolonización por la vía radical de la guerra de razas, hacer una evaluación autocrítica. Esto también era necesario cuando se dieron las experiencias del socialismo real, mucho más cuando se hundieron en sus contradicciones. Como se sabe, en este caso, no se hizo la evaluación crítica, salvo en contadas y puntuales excepciones; se prefirió construir hipótesis ad hoc para salvar la teoría y escapar de la contrastación de la “realidad”. Esperemos que esto no ocurra con la revolución india, con la teoría de la guerra de razas, recogida en un específico y particular discurso-histórico-político de la descolonización.

Fausto Reinaga caracteriza a la formación colonial boliviana a partir de su dualidad intrínseca, que titula Las dos Bolivias. Frase que se hizo famosa cuando el líder de la CSUTCB del 2000, Felipe Quispe, interpeló al gobierno neoliberal, en el contexto del bloqueo indígena-campesino que sitió a cuatro ciudades, El Alto, La Paz, Cochabamba y Santa Cruz. Escribe:

DOS BOLIVIAS

En el Kollasuyu de los inkas, desde 1825 hay dos Bolivias: Bolivia europea y Bolivia india. La Bolivia india tiene 4 millones de habitantes, y medio millón la Bolivia europea. Y sin embargo ésta es una nación opresora; esclaviza y explota a la Nación India. La Nación india no tiene Estado. El Estado es de la Bolivia mestiza; y asume la autoridad de las dos Bolivias. Toma sin su consentimiento la personería de cuatro millones de indios. El Estado boliviano suplanta la voluntad de la Nación india. La Bolivia europea discrimina al indio por eso es que desde 1825 no hay un Arzobispo indio, un General indio, un Ministro indio, un presidente indio. La Bolivia europea esclaviza la lengua y la religión del indio, oculta su historia y su cultura, e impone como lengua, religión y cultura oficial de Bolivia, la lengua, religión y cultura del conquistador Pizarro.

La Bolivia mestiza no nace de la tierra, de la Pachamama, su raíz se halla en Europa; por eso aquí el SER NACIONAL es el indio, y no otro. Tiwanaku es el documento irrebatible e indestructible de nuestro SER NACIONAL. La Bolivia mestiza, como apéndice que es de Europa, no tiene nada, nada. Aquí la tierra es india, la mitología es india, la música es india, el baile es indio, el color es indio, el espíritu es indio; en suma, si hay algún pensamiento propio y genuino de Bolivia, ese pensamiento es indio. Por ello la acusación de Papini a la intelectualidad hispanoamericana, (a la boliviana), de no haber producido un escritor ni un artista, de haber “dilapidado los tesoros culturales que recibió de Europa”, es justa.

Bolivia con su religión europea, con su escuela europea, su universidad europea, sus instituciones europeas, con su socialismo y sus “revoluciones” europeas quiere europeizar al indio; la Bolivia mestiza quiere matar al SER NACIONAL; quiere matar a la Patria. Porque la Patria es tierra hecha hombre; Patria es el indio… El cholaje boliviano, hoy disfrazado de nacionalista y comunista, quiere dar, mejor, está a punto de dar la puñalada final por la espalda a esta Patria. ¡Patria de indios y de los hijos de las indias!

El agente o autor de este asesinato del SER NACIONAL, es el cholaje, mestizo apátrida…Al mestizo España lo repele, no le traga; lo vomita, diciéndole: “tú no eres hispano; eres indiano”. Y el indio la maldice porque es hijo del conquistador: carne y alma de maldad; le apostrofa, le grita: “tú no eres indio; eres mestizo…” A su turno Francia asoma y le susurra: recibe e imita mi forma de gobierno, mi indumento y mi moda literaria, y serás de mi raza, raza latina…” Y el mestizo, que no es ni hispano, ni indio, ni “latino”, este mestizo indefinido, que hoy se nombra y luce alegremente el apelativo de “latinoamericano”, dada su terrible hambre de “sovietización”, delira por ser “eslavo-americano”; “latinoamericano soviético”.

La guerra civil entre Quito y Cuzco era una crisis, que no comprometía el SER NACIONAL inka, la prueba perentoria de esta afirmación se halla en que el victorioso Atawallpa, no mata a su prisionero Huáscar. ¡La cósmica conciencia social! no estaba mellada. El preamericano a la llegada de Pizarro al Tawantinsuyu, era un hombre, íntegro. Para aquel, hombre, cualquier otro hombre era su misma persona, su propia imagen. Su semejante no era sólo su hermano; era su mismo ser. El “ama llulla, ama súa, ama qhella”, era un imperativo universal y cósmico.

Atawallpa y su ejército, fueron al cuartel de Pizarro sin armas a darle más fraternal bienvenida… y se dejaron matar sin levantar un dedo. Los semidioses se entregaron al deguello de los bárbaros. Los cafres sí pelean; porque son cafres; los hombres-inkas no se defendieron de sus asesinos, porque como pensamiento, como moral y como conducta superhumana estaban a una distancia sideral respecto a aquella horda española de homicidas presidiarios.

La división de la historia de América que ha hecho el Occidente, no es válida para el indio. Porque en la conquista, la colonia y la república, su condición de esclavo no ha variado. Bajo el dominio español, como bajo el mestizo republicano, el indio ha sido nada más ni nada menos que una bestia esclava. Por eso en su lucha de cuatro siglos y medio, cada vez que se levanta, que se alza, que se rebela, mata como bestia a su enemigo. Ningún espíritu equilibrado puede condenar los hechos de Ayo-Ayo y Mohoza en la revolución liberal de 1898. Es tanta la opresión y la injusticia, que cuando puede el indio: devora, sí devora, a su enemigo blanco-mestizo.

El indio no es ningún cobarde ni raza inferior. Cuatro siglos y medio de su historia, criminalmente silenciada y tergiversada, habla de la lucha heroica por la reconquista de su libertad. Las huestes inkas, apenas se dieron cuenta de que se hallaban frente a salvajes y asesinos, se armaron y desataron su epopeya que comienza con el primer cerco de cinco meses a Cuzco (febrero, 1536), bajo la dirección y comando del Inka Manko II.

Juan Santos Atawallpa, derrota a los españoles y gobierna trece años (1742-1755) toda la Sierra del Gran Perú. Tupaj Amaru y Tupaj Katari, en la grandiosa gesta, más grandiosa que la de Espartaco, se afrontan al poder español. Ambos mueren descuartizados; pero la causa india no ha sido apagada. Los españoles pidieron PAZ a los indios. Y gracias al Tratado de Paz concertado en los campos de Lampa (11 de diciembre, 1781), los indios depusieron sus armas y amainaron su ira guerrera.

Las mestizas revoluciones de 1809-1810 fueron aplastadas una tras otra. Pasadas aquellas “revoluciones altoperuanas”, entró en escena el valor del indio. El indio lucha solo durante los años más críticos de la Guerra de la Independencia. Juan Huallparrimachi, Casimiro Irusta. Eusebio Lira, Santiago Fajardo, José Manuel Chinchilla, Santos Pariamo… todos indios, sin tregua sostienen la Guerra contra los ejércitos realistas y los guerrilleros mestizos, que por miedo a la restauración del Tawantinsuyu, se dan en ocasiones con los realistas la mano contra el indio. Gracias al indio, en plena Guerra de la Independencia, surge inclusive una república: la República de Ayopaya.

Tras la fundación de la República de Bolivia, República con esclavos indios, el valor indio edifica la Confederación Perú-boliviana; puesto que el ejército del Mariscal de Zepita Kalahumana Santa Cruz, es un ejército indio. Belzu llega a ser el ídolo del pueblo merced a su ejército indio. Cuando Bolivia gime bajo el tacón de Melgarejo, el indio es quien vence la “espada invencible” del tirano. En la Guerra con Chile, la única Victoria de Bolivia de la Canchas Blancas, es Victoria india. En la Guerra civil de 1898, los indios de Willka destrozan al ejército constitucional de Alonso y le alcanzan la Victoria al Gral. Pando. De los 50.000 muertos en la Guerra del Chaco, 15.000 son indios. En la Revolución del 9 de abril de 1952, mineros indios y fabriles indios vencen los ejércitos de la Rosca-gamonal, mueren en estos tres heroicos días, en las calles de La Paz y Oruro, centenares de indios, en tanto que no hubo un cadáver de un movimientista blanco-mestizo. Es más. El 7 de octubre (1970) en la revolución del Gral. Torres, donde cual lobos, nacionalistas y comunista se disputaban los ministerios, cuando el Regimiento Ingavi, Regimiento indio abrió la boca para decir:…”…que no había depuesto las armas y que no permitiría los comunistas se trepen al poder”; desaparecieron, como por ensalmo, las ratas nacionalistas y comunistas, y el Gral. Torres quedó en “libertad” para formar su Gabinete. Una vez más el fusil indio definió la situación.

En la dialéctica de los acontecimientos que estamos analizando, el indio no debe olvidar jamás, esta “ley de hierro” del cholaje: cuando el indio-pongo se rebela, el General o Doctor mestizo-blanco descarga una ferocidad sin entrañas contra el “alzado”, que de solo pensar, se le corta a uno la respiración y se le hiela la sangre. Pando llega al Poder gracias a Willka, y cuando Willka funda su Gobierno en Peñas, Pando masacra a las masas indias y asesina a Willka. Cuando los indios del Norte de Potosí se levantan contra sus opresores, el MNR –creador y organizador de los “regimientos campesinos”- aplastan con su ejército la rebelión, y como escarmiento, descuartiza –igual que a Tupaj Katari- a Narcizo Torrico, y “cuelga” su cabeza en la Plaza de San Pedro de Buena Vista. El Gral. Barrientos, “Líder del Campesinado”, sube y se sostiene en el Poder gracias al “apoyo masivo” del indio; y cuando éste pide su liberación, el Gral. Barrientos extermina a sus dirigentes y consuma masacre tras masacre en el valle keswa y en el altiplano aymara. A su turno el Gral. Ovando, otro “Líder del Campesinado”, se trepa al Poder y se sostiene como su antecesor gracias al indio; pero el “Líder” se olvida del indio y se va a España, la Patria de Pizarro, el degollador de Atawallpa.

Sobresale un lenguaje de guerra; se define claramente al enemigo. Es el lenguaje de la guerra de razas. Bolivia es este enfrentamiento. Es también, por lo mismo, una guerra anti-colonial y descolonizadora. El núcleo del problema es civilizatorio. Se ha destruido una civilización, se ha impuesto otra, foránea; no emergida de la tierra, sino de la conquista y la colonización. Los blanco-mestizos han heredado la dominación colonial española, en la forma de república. Esta república no es más que imitación, una mimesis grotesca de las formas liberales de la republica dadas en Europa. La república criolla se sustentó sobre la expoliación y explotación del indio. Es el indio el que ha construido sus ciudades, sus carreteras, el que sostiene la economía extractivita, el que produce. Es una minoría blanca-mestiza que domina y explota a la mayoría indígena.

Reinaga cuestiona la historia oficial y la demuele. Construye otra historia, la historia desde la mirada india. Por eso es elocuente su discurso como discurso histórico-político, poniendo en evidencia las dominaciones que atraviesan la república. Al cuestionar la república criolla, su legitimidad, sus instituciones, sus castas dominantes, cuestiona la historia universal, al mostrar que la republica no es sinónimo de libertad para el indio, sino la continuación de su esclavización y sumisión por otros medios y por los sucesores de los españoles. El Estado-nación no es la síntesis, ni la superación de la contradicción entre el discurso histórico-político y el discurso jurídico-político, como pretende la dialéctica de la burguesía universal, burguesía ausente en Bolivia, sino la restauración colonial por medio de los mecanismos republicanos. La guerra continúa hasta la liberación plena del indio.

¿Cuál es el aporte al saber o los saberes de este discurso histórico-político de la guerra de razas o, mas bien, y al mismo tiempo, de qué saber o saberes emerge? El enfoque histórico-político se concentra en las dominaciones, pone en evidencia las dominaciones; en este caso, se refiere a las dominaciones coloniales y de la colonialidad, que son dominaciones raciales. Así como la guerra hace inteligible el acontecimiento histórico social, mejor dicho, el enfoque de la guerra hace inteligible el acontecimiento histórico-social, de la misma manera, se puede decir que el enfoque de la guerra de razas en una formación social colonial hace inteligible esta formación, sus estructuras de poder inherentes. El saber, los saberes, incluso, mejor dicho, la intuición de la que emerge, esta concepción, deviene de la experiencia y memoria social. Se puede incluso decir que es un saber que deviene de los cuerpos oprimidos, pues el colonialismo y la colonialidad es una experiencia corporal; este diagrama de poder se inscribe en los cuerpos de una manera penetrante, más que los otros diagramas de poder. Los marca, los descalifica, les exige trabajo de manera agobiadora sin retribuirles, los margina y discrimina, disminuyendo su condición humana. La experiencia del colonialismo y la colonialidad es la matriz de este saber sobre las dominaciones coloniales.

El aporte es lograr explicaciones de los sucesos, eventos, de los procesos, es decir, de ese conjunto de secuencias que llamamos historia, desde la perspectiva dramática de los dominados. Se está ante otras formas de narración, ante otras visones de mundo, que descubren en el mismo sus desgarramientos y destrucciones.

La pregunta que se hace Michel Foucault sobre el enunciado de la guerra en Defender la sociedad es: ¿La guerra puede valer efectivamente como análisis de las relaciones de poder y como matriz de las técnicas de dominación? Responde:

En la medida en que la guerra puede considerarse como el punto de tensión máximo, la desnudez misma de las relaciones de fuerza. ¿La relación de poder es en el fondo una relación de enfrentamiento, de lucha a muerte, de guerra? Por debajo de la paz, el orden, la riqueza, la autoridad, por debajo del orden apacible de las subordinaciones, por debajo del Estado, de los aparatos del Estado, de las leyes, etcétera, ¿hay que escuchar y redescubrir una especie de guerra primitiva y permanente? Ésa es la cuestión que querría plantear desde el inicio, sin desconocer todas las demás cuestiones que sin duda habrá [que plantear] y que trataré de abordar en los próximos años, y entre las cuales se pueden citar simplemente, a título de primera referencia, las siguientes: ¿la existencia de la guerra puede y debe considerarse efectivamente como primera con respecto a otras relaciones (las de desigualdad, las disimetrías, las divisiones del trabajo, las relaciones de explotación, etcétera)? ¿Los fenómenos de antagonismo, rivalidad, enfrentamiento entre individuos, grupos o clases pueden y deben reagruparse en ese mecanismo general, en esa forma general que es la guerra? Y también: las nociones derivadas de lo que en el siglo XVIII y aun en el XIX se llamaba el arte de la guerra (la estrategia, la táctica, etcétera), ¿pueden constituir en sí mismas un instrumento valedero y suficiente para analizar las relaciones de poder? Podríamos preguntarnos y tendremos que preguntarnos, además: ¿las instituciones militares y las prácticas que las rodean ―y de una manera general todos los procedimientos que se ponen en acción para librar la guerra― son, en mayor o menor medida, directa o indirectamente, el núcleo de las instituciones políticas? Por último, la cuestión primordial que querría estudiar este año sería ésta: ¿cómo, desde cuándo y por qué se empezó a advertir o imaginar que lo que funciona por debajo de y en las relaciones de poder es la guerra? ¿Desde cuándo, cómo, por qué se imaginó que una especie de combate ininterrumpido socava la paz y que, en definitiva, el orden civil —en su fondo, su esencia, sus mecanismos esenciales— es un orden de batalla? ¿A quién se le ocurrió que el orden civil era un orden de batalla? […] ¿Quién percibió la guerra como filigrana de la paz? ¿Quién buscó en el ruido, la confusión de la guerra, en el fango de las batallas, el principio de inteligibilidad del orden, del Estado, de sus instituciones y su historia?[2]

Todo esto le lleva a plantear que la tesis que invirtió Clausewitz es la de la política es la continuación de la guerra por otros medios; tesis anterior a Clausewitz. Considerando esta tesis Foucault escribe:

Por lo tanto: la política es la continuación de la guerra por otros medios. En esta tesis ―en la existencia misma de esta tesis, anterior a Clausewitz— hay una especie de paradoja histórica. En efecto, puede decirse, esquemática y un poco groseramente, que con el crecimiento, el desarrollo de los Estados, a lo largo de toda la Edad Media y en el umbral de la época moderna, las prácticas y las instituciones de guerra sufrieron una evolución muy marcada, muy visible, que podemos caracterizar así: en principio, unas y otras se concentraron cada vez más en las manos de un poder central; poco a poco, el rumbo de las cosas llevó a que, de hecho y dé derecho, sólo los poderes estatales estuvieran en condiciones de librar las guerras y manipular los instrumentos bélicos: estatización de la guerra, por consiguiente. Al mismo tiempo, por obra de esa estatización, se borró del cuerpo social, de la relación de hombre a hombre, de grupo a grupo, lo que podríamos llamar la guerra cotidiana, lo que se llamaba, efectivamente, la “guerra privada”. Las guerras, las prácticas de guerra, las instituciones de guerra, tienden cada vez más, en cierto modo, a existir únicamente en las fronteras, en los límites exteriores de las grandes unidades estatales, como una relación de violencia efectiva o amenazante entre Estados. Pero poco a poco, el cuerpo social se limpió en su totalidad de esas relaciones belicosas que lo atravesaban íntegramente durante el período medieval. Por último, en virtud de esa estatización, y debido a que pasó a ser, en cierto modo, una práctica que ya sólo funcionaba en los límites exteriores del Estado, la guerra tendió a convertirse en el patrimonio profesional y técnico de un aparato militar cuidadosamente definido y controlado. En términos generales, ésa fue la aparición del ejército como institución que, en el fondo, no existía como tal en la Edad Media. Recién al salir de ésta se vio surgir un Estado dotado de instituciones militares que terminaron por sustituir la práctica cotidiana y global de la guerra y una sociedad perpetuamente atravesada por relaciones guerreras. Habrá que volver a esta evolución; pero creo que la podemos admitir, al menos en concepto de primera hipótesis histórica.

Ahora bien, ¿dónde está la paradoja? La paradoja surge en el momento mismo de esa transformación (o tal vez inmediatamente después). Cuando la guerra fue expulsada a los límites del Estado, centralizada a la vez en su práctica y rechazada a su frontera, apareció cierto discurso: un discurso extraño, novedoso. Novedoso, en primer lugar, porque creo que fue el primer discurso histórico político sobre la sociedad y resultó muy diferente del discurso filosófico jurídico que solía tener vigencia hasta entonces. Y ese discurso histórico político que aparece en ese momento es al mismo tiempo un discurso sobre la guerra entendida como relación social permanente, como fondo imborrable de todas las relaciones y todas las instituciones de poder. ¿Y cuál es la fecha de nacimiento de ese discurso histórico político sobre la guerra como fondo de las relaciones sociales? De una manera sintomática, aparece, creo ―voy a intentar demostrarlo―, tras el final de las guerras civiles y religiosas del siglo XVI. De modo que no surge, en absoluto, como registro o análisis de las guerras civiles de ese siglo. En cambio, ya está presente, si no constituido sí al menos claramente formulado al comienzo de las grandes luchas políticas inglesas del siglo XVII, en el momento de la revolución burguesa inglesa. Y a continuación se lo verá aparecer en Francia, a fines del siglo XVII, al término del reinado de Luis XIV, en otras luchas políticas ―digamos, las luchas de retaguardia de la aristocracia francesa contra el establecimiento de la gran monarquía absoluta y administrativa―. Como ven, discurso, por lo tanto, inmediatamente ambiguo, puesto que, por un lado, fue en Inglaterra uno de los instrumentos de lucha, polémica y organización política de los grupos políticos burgueses, pequeño burgueses, y eventualmente hasta populares, contra la monarquía absoluta. Y fue también un discurso aristocrático contra esa misma monarquía. Discurso cuyos titulares tuvieron, a menudo, nombres oscuros y, al mismo tiempo, heterogéneos; porque en Inglaterra encontramos a gente como Edward Coke o John Lilburne, representantes de los movimientos populares; en Francia, tenemos igualmente nombres como los de Boulainvilliers, Freret o de ese gentilhombre del Macizo Central que era el conde d‘Estaing. A continuación, fue retomado por Sieyès, pero también por Buonarroti, Augustin Thierry o Courtet. Y finalmente lo encontraremos en los biólogos racistas y eugenistas, etcétera, de fines del siglo XIX. Discurso sofisticado, discurso culto, discurso erudito, pronunciado por gente de ojos y dedos polvorientos, pero también discurso -ya lo verán— que tuvo, sin duda, una inmensa cantidad de emisores populares y anónimos. ¿Y qué dice ese discurso? Pues bien, yo creo que dice lo siguiente: contrariamente a lo que sostiene la teoría filosófica jurídica, el poder político no comienza cuando cesa la guerra. La organización, la estructura jurídica del poder, de los Estados, de las monarquías, de las sociedades, no se inicia cuando cesa el fragor de las armas. La guerra no está conjurada. En un primer momento, desde luego, la guerra presidió el nacimiento de los Estados: el derecho, la paz, las leyes nacieron en la sangre y el fango de las batallas. Pero con ello no hay que entender batallas ideales, rivalidades como las que imaginan los filósofos o los juristas: no se trata de una especie de salvajismo teórico. La ley no nace de la naturaleza, junto a los manantiales que frecuentan los primeros pastores; la ley nace de las batallas reales, de las victorias, las masacres, las conquistas que tienen su fecha y sus héroes de horror; la ley nace de las ciudades incendiadas, de las tierras devastadas; surge con los famosos inocentes que agonizan mientras nace el día[3].

Después de este cuadro impresionista, Foucault desemboca en el balance. En conclusión:

Pero eso no quiere decir que la sociedad, la ley y el Estado sean como el armisticio de esas guerras o la sanción definitiva de las victorias. La ley no es pacificación, puesto que debajo de ella la guerra continúa causando estragos en todos los mecanismos de poder, aun los más regulares. La guerra es el motor de las instituciones y el orden: la paz hace sordamente la guerra hasta en el más mínimo de sus engranajes. En otras palabras, hay que descifrar la guerra debajo de la paz: aquélla es la cifra misma de ésta. Así pues, estamos en guerra unos contra otros; un frente de batalla atraviesa toda la sociedad, continua y permanentemente, y sitúa a cada uno en un campo o en el otro. No hay sujeto neutral. Siempre se es, forzosamente, el adversario de alguien. Una estructura binaria atraviesa la sociedad. Y ahí vemos surgir algo a lo cual trataré de volver, que es muy importante. A la gran descripción piramidal que la Edad Media o las teorías filosófico políticas daban del cuerpo social, a la gran imagen del organismo o del cuerpo humano que dará Hobbes e, incluso, a la organización ternaria (en tres órdenes) que vale para Francia (y hasta cierto punto, para una serie de países de Europa) y que seguirá articulando cierta cantidad de discursos y, en todo caso, la mayoría de las instituciones, se opone ―no por primera vez, pero sí por primera vez con una articulación histórica precisa― una concepción binaria de la sociedad. Hay dos grupos, dos categorías de individuos, dos ejércitos enfrentados. Y tras los olvidos, las ilusiones y las mentiras que tratan de hacernos creer, justamente, que hay un orden ternario, una pirámide de subordinaciones o un organismo, tras esas mentiras que intentan que creamos que el cuerpo social está gobernado sea por unas necesidades de naturaleza sea por unas exigencias funcionales, hay que reencontrar la guerra que prosigue, con sus azares y peripecias. Hay que reencontrar la guerra: ¿por qué? Pues bien, porque esta guerra antigua es una guerra […] permanente. Tenemos que ser, en efecto, los eruditos de las batallas, porque la guerra no ha terminado, los combates cruciales aún están en preparación y tenemos que imponernos en la misma batalla decisiva. Vale decir que los enemigos que están frente a nosotros siguen amenazándonos y no podremos poner término a la guerra con una re-conciliación o una pacificación, sino únicamente en la medida en que seamos efectivamente los vencedores[4].

Se trata del nacimiento de los discursos histórico-políticos; Foucault explica:

En primer lugar, a causa de lo siguiente: el sujeto que habla en ese discurso, que dice “yo” o “nosotros”, no puede ni procura, por otra parte, ocupar la posición del jurista o el filósofo, es decir, la posición del sujeto universal, totalizador o neutral. En la lucha general de la que habla, quien habla, quien dice la verdad, quien cuenta la historia, quien recupera la memoria y conjura los olvidos, pues bien, ése está forzosamente de un lado o del otro: está en la batalla, tiene adversarios, trabaja por una victoria determinada. Es indudable, desde luego, que emite el discurso del derecho, hace valer el derecho, lo reclama. Pero lo que reclama y lo que hace valer son sus derechos: “son nuestros derechos”, dice; derechos singulares, fuertemente marcados por una relación de propiedad, de conquista, de victoria, de naturaleza. Será el derecho de su familia o su raza, el de su superioridad o el de la anterioridad, el de las invasiones triunfantes o el de las ocupaciones recientes o milenarias. De todas maneras, es un derecho a la vez anclado en una historia y descentrado con respecto a una universalidad jurídica. Y si ese sujeto que habla de su derecho (o, mejor, de sus derechos) habla de la verdad, ésta tampoco es la verdad universal del filósofo. Es cierto que ese discurso sobre la guerra general, ese discurso que trata de descifrar la guerra debajo de la paz, se propone expresar con claridad, tal como es, el conjunto de la batalla y restablecer el recorrido global de la guerra. Pero no es, pese a ello, un discurso de la totalidad o la neutralidad; es siempre un discurso de perspectiva. Sólo apunta a la totalidad al entreverla, atravesarla, penetrarla con su propio punto de vista. Vale decir que la verdad es una verdad que no puede desplegarse más que a partir de su posición de combate, a partir de la victoria buscada, en cierto modo en el límite de la supervivencia misma del sujeto que habla.

En esta perspectiva hermenéutica, de interpretación en los contextos histórico-culturales, Foucault continúa con la argumentación:

Tenemos un discurso histórico y político -y es en este aspecto que está históricamente anclado y políticamente descentrado— que aspira a la verdad y el buen derecho, a partir de una relación de fuerza, para el desarrollo mismo de esa relación y con exclusión, por consiguiente, del sujeto que habla ―el sujeto que habla del derecho y busca la verdad― de la universalidad jurídico filosófica. El papel de quien habla no es, por lo tanto, el del legislador o el filósofo que se sitúa entre los campos, personaje de la paz y el armisticio, en la posición que ya habían imaginado Solón y también Kant. Establecerse entre los adversarios, en el centro y por encima, imponer una ley general a cada uno y fundar un orden que reconcilie: no se trata en absoluto de esto. Se trata, antes bien, de plantear un derecho afectado por la disimetría, fundar una verdad ligada a una relación de fuerza, una verdad arma y un derecho singular. El sujeto que habla es un sujeto —ni siquiera diría polémico— beligerante. Éste es uno de los primeros aspectos por los que es importante ese tipo de discurso, e introduce sin duda un desgarramiento en el discurso de la verdad y la ley tal como se emitía desde hace milenios, desde hace más de un milenio. Segundo, es un discurso que trastoca los valores, los equilibrios, las polaridades tradicionales de la inteligibilidad y que postula y exige la explicación por abajo. Pero el abajo, en esta explicación, no es forzosamente, sin embargo, lo más claro y lo más simple. La explicación por abajo es también una explicación por lo más confuso, lo más oscuro, lo más desordenado, lo más condenado al azar; puesto que lo que debe valer como principio de desciframiento de la sociedad y su orden visible es la confusión de la violencia, las pasiones, los odios, las iras, los rencores, las amarguras; es también la oscuridad de los azares, las contingencias, de todas las circunstancias menudas que hacen las derrotas y aseguran las victorias. En el fondo, lo que ese discurso demanda al dios elíptico de las batallas es que ilumine las largas jornadas del orden, del trabajo, de la paz, de la justicia. Corresponde al furor dar cuenta de la calma y el orden.

Dibujando el perfil o los perfiles, la analogía entre ellos, Foucault resume:

En consecuencia, tenemos, en este esquema de explicación, un eje ascendente que es, creo, muy diferente, en los valores que distribuye, del que conocemos tradicionalmente. Tenemos un eje en cuya base hay una irracionalidad fundamental y permanente, una irracionalidad bruta y desnuda, pero en la que resplandece la verdad; y en sus partes más elevadas, una racionalidad frágil, transitoria, siempre comprometida y ligada a la ilusión y a la maldad. La razón está del lado de la quimera, la artimaña, los malos; del otro lado, en el otro extremo del eje, tenemos una brutalidad elemental: el conjunto de los gestos, actos, pasiones, furores cínicos y desnudos; tenemos la brutalidad, pero la brutalidad que está también del lado de la verdad. Esta última, por ende, va a estar del lado de la sinrazón y la brutalidad; la razón, en cambio, del lado de la quimera y la maldad: todo lo contrario, por consiguiente, del discurso explicativo del derecho y la historia hasta entonces. El esfuerzo explicativo de ese discurso consistía en separar una racionalidad fundamental y permanente, que estaba ligada por esencia a lo justo y al bien, de todos los azares superficiales y violentos, vinculados al error. Inversión, entonces, según creo, del eje explicativo de la ley y de la historia.

El tercer aspecto importante de este tipo de discurso que me gustaría analizar un poco este año es, como ven, que se trata de un discurso que se desarrolla íntegramente en la dimensión histórica. Se despliega en una historia que no tiene bordes, que no tiene fines ni límites. En un discurso como éste, no se trata de tomar los tonos grises de la historia como un dato superficial que hay que reordenar de acuerdo con algunos principios estables y fundamentales; no se trata de juzgar a los gobiernos injustos, los abusos y las violencias, refiriéndolos a cierto esquema ideal (que sería la ley natural, la voluntad de Dios, los principios fundamentales, etcétera). Se trata, al contrario, de definir y descubrir bajo las formas de lo justo tal como está instituido, de lo ordenado tal como se impone, de lo institucional tal como se admite, el pasado olvidado de las luchas reales, las victorias concretas, las derrotas que quizás fueron enmascaradas, pero que siguen profundamente inscriptas. Se trata de recuperar la sangre que se secó en los códigos y, por consiguiente, no el absoluto del derecho bajo la fugacidad de la historia: no referir la relatividad de la historia al absoluto de la ley o la verdad, sino reencontrar, bajo la estabilidad del derecho, el infinito de la historia, bajo la fórmula de la ley, los gritos de guerra, bajo el equilibrio de la justicia, la disimetría de las fuerzas. En un campo histórico que ni siquiera se puede calificar de relativo, porque no está en relación con ningún absoluto, en cierto modo se “irrelativiza” un infinito de la historia, el de la eterna disolución en unos mecanismos y acontecimientos que son los de la fuerza, el poder y la guerra[5].

Comprendiendo el conjunto de la composición abigarrada de los discursos histórico-políticos, sus mezclas, sus combinaciones, sus despliegues y transformaciones, Foucault concluye:

De hecho, desde su origen y hasta muy avanzado el siglo XIX, e incluso en el XX, es un discurso que también se apoya y a menudo se inviste en formas míticas muy tradicionales. En él se acoplan, a la vez, saberes sutiles y mitos, no diría groseros pero sí fundamentales, pesados y sobrecargados. Puesto que, después de todo, se ve con claridad cómo puede articularse un discurso como éste (y verán cómo se articuló de hecho) en toda una gran mitología: [la edad perdida de los grandes antepasados, la inminencia de los nuevos tiempos y las revanchas milenarias, el advenimiento del nuevo reino que borrará las antiguas derrotas. En esa mitología se cuenta que las grandes victorias de los gigantes se olvidaron y taparon poco a poco; que se produjo el crepúsculo de los dioses; que algunos héroes fueron heridos o muertos y ciertos reyes se durmieron en cavernas inaccesibles. Es también el tema de los derechos y los bienes de la primera raza, que fueron escarnecidos por invasores astutos; el tema de la guerra secreta que continúa; el tema del complot que hay que restablecer para reanimar esa guerra y expulsar a los invasores o los enemigos; el tema de la famosa batalla del día siguiente a la mañana que por fin va a invertir las fuerzas y hará de los vencidos seculares unos vencedores, pero unos vencedores que no conocerán ni ejercerán el perdón. Y de ese modo, durante toda la Edad Media, pero incluso más adelante, va a reactivarse sin cesar, ligada al tema de la guerra perpetua, la gran esperanza del día de la revancha, la espera del emperador de los últimos días, del nuevo jefe, el nuevo guía, el nuevo Führer, la idea de la quinta monarquía, el tercer imperio o el tercer Reich, que será a la vez la bestia del Apocalipsis o el salvador de los pobres. Es el retorno de Alejandro perdido en las Indias; el regreso, tan largamente esperado en Inglaterra, de Eduardo el Confesor. Es Carlomagno dormido en su tumba, que despertará para reanimar la guerra justa; son los dos Federicos, Barbarroja y Federico II, que esperan, en su caverna, el despertar de su pueblo y su imperio; es el rey de Portugal, perdido en las arenas de África, que volverá en busca de una nueva batalla, una nueva guerra y una victoria que será, esta vez, definitiva.

De modo que el discurso de la guerra perpetua no es sólo la triste invención de algunos intelectuales que efectivamente fueron mantenidos a raya durante mucho tiempo. Me parece que, más allá de los grandes sistemas filosóficos jurídicos que elude, este discurso une, en efecto, a un saber que es a veces el de los aristócratas a la deriva, las grandes pulsiones míticas y también el ardor de las revanchas populares. En suma, ese discurso es, tal vez, el primer discurso exclusivamente histórico político de Occidente, en oposición al discurso filosófico jurídico, en el que la verdad funciona de manera explícita como arma para una victoria exclusivamente partisana. Es un discurso sombríamente crítico, pero también intensamente mítico: el de las amarguras […], pero también el de las más locas esperanzas. Por sus elementos fundamentales, en consecuencia, es ajeno a la gran tradición de los discursos filosóficos jurídicos. Para los filósofos y juristas, es forzosamente el discurso exterior, extranjero. Ni siquiera es el discurso del adversario, porque no discuten con él. Es el discurso obligadamente descalificado, que se puede y se debe mantener a distancia; precisamente porque hay que anularlo como un elemento previo, para que pueda comenzar por fin —en el medio, entre los adversarios, por encima de ellos― como ley, el discurso justo y verdadero. Por consiguiente, ese discurso del que hablo, ese discurso partisano, ese discurso de la guerra y de la historia, acaso figure, en la época griega, con la forma del discurso del sofista taimado. En todo caso, se lo denunciará como el del historiador parcial e ingenuo, como el del político encarnizado, como el del aristócrata desposeído o como el discurso gastado portador de reivindicaciones no elaboradas.

Ahora bien, creo que este discurso, mantenido fundamental y estructuralmente a raya por el de los filósofos y los juristas, comenzó su carrera, o tal vez una nueva carrera en Occidente, en condiciones muy precisas, entre fines del siglo XVI y mediados del siglo XVII, en relación con la doble impugnación ―popular y aristocrática― del poder real. Creo que a partir de ahí proliferó de manera considerable y que su margen de ampliación, hasta fines del siglo XIX y en el XX, fue cuantioso y rápido. Pero no habría que creer que la dialéctica puede funcionar como la gran reconversión, por fin filosófica, de ese discurso. La dialéctica bien puede aparecer, a primera vista, como el discurso del movimiento universal e histórico de la contradicción y la guerra, pero creo que en realidad no es en absoluto su convalidación filosófica. Al contrario, me parece que actuó más bien como su reedición y su desplazamiento en la vieja forma del discurso filosófico jurídico. En el fondo, la dialéctica codifica la lucha, la guerra y los enfrentamientos en una lógica o una presunta lógica de la contradicción; los retoma en el proceso doble de totalización y puesta al día de una racionalidad que es a la vez final pero fundamental, de todas maneras, irreversible. Por último, la dialéctica asegura la constitución, a través de la historia, de un sujeto universal, una verdad reconciliada, un derecho en que todas las particularidades tendrán por fin su lugar ordenado. Me parece que la dialéctica hegeliana y todas las que la siguieron deben comprenderse —cosa que trataré de mostrarles— como la colonización y la pacificación autoritaria, por la filosofía y el derecho, de un discurso histórico político que fue a la vez una constatación, una proclamación y una práctica de la guerra social. La dialéctica colonizó ese discurso histórico político que (a veces, con brillo, a menudo, en la penumbra; en ocasiones, en la erudición y de vez en cuando, en la sangre) hizo su camino durante siglos en Europa. La dialéctica es la pacificación, por el orden filosófico y quizás por el orden político, de ese discurso amargo y partisano de la guerra fundamental. Tenemos aquí, entonces, una especie de marco de referencia general en el que querría situarme este año, para rehacer parcialmente la historia de ese discurso.

Me gustaría ahora decirles cómo llevar adelante ese estudio y de qué punto partir. En primer lugar, descartar una serie de falsas paternidades que se suelen atribuir a ese discurso histórico político. Puesto que, desde el momento en que pensamos en la relación poder/guerra, poder/relaciones de fuerza, se nos ocurren de inmediato dos nombres: Maquiavelo y Hobbes. Querría mostrarles que no hay nada de eso y que, en realidad, ese discurso histórico político no es y no puede ser el de la política del Príncipe o, desde luego, el de la soberanía absoluta; que de hecho es un discurso que no puede considerar al Príncipe sino como una ilusión, un instrumento o, en el mejor de los casos, un enemigo. Es un discurso que, en el fondo, le corta la cabeza al rey, que prescinde en todo caso del soberano y lo denuncia. A continuación, tras haber desechado esas falsas paternidades, me gustaría mostrarles cuál fue el punto de surgimiento de ese discurso. Y me parece que hay que tratar de situarlo hacia el siglo XVII, con sus características importantes. En primer lugar, nacimiento doble de ese discurso: por una parte, vamos a verlo surgir, más o menos hacia 1630, por el lado de las reivindicaciones populares o pequeño burguesas en la Inglaterra prerrevolucionaria y revolucionaria: será el discurso de los puritanos, será el discurso de los Niveladores. Y después vamos a reencontrarlo cincuenta años más tarde, del otro lado, pero siempre como discurso de lucha contra el rey, en el bando de la amargura aristocrática en Francia, al final del reino de Luis XIV. Además ―y éste es un punto importante―, desde esa época, es decir, desde el siglo XVII, vemos que la idea de que la guerra constituye la trama ininterrumpida de la historia aparece con una forma precisa: la guerra que se desarrolla así bajo el orden y la paz, la guerra que socava nuestra sociedad y la divide de un modo binario es, en el fondo, la guerra de razas. Muy pronto encontramos los elementos fundamentales que constituyen la posibilidad de la guerra y aseguran su mantenimiento, su prosecución y su desarrollo: diferencias étnicas, diferencias de idiomas; diferencias de fuerza, vigor, energía y violencia; diferencias de salvajismo y barbarie; conquista y sojuzgamiento de una raza por otra. En el fondo, el cuerpo social se articula en dos razas. Esta idea, la de que la sociedad está recorrida de uno a otro extremo por este enfrentamiento de las razas, se formula en el siglo XVII y será la matriz de todas las formas bajo las cuales, de allí en adelante, se buscarán el rostro y los mecanismos de la guerra social.

A partir de esta teoría de las razas o, mejor, de esta teoría de la guerra de razas, querría seguir su historia durante la Revolución Francesa, y sobre todo a principios del siglo XIX, con Agustín y Amédée Thierry, y ver cómo sufrió dos transcripciones. Por una parte, una transcripción francamente biológica, que por lo demás se efectúa bastante antes de Darwin, y que toma su discurso, con todos sus elementos, conceptos y vocabulario, de una anatomofisiología materialista. Va a apoyarse igualmente en una filología, y así nacerá la teoría de las razas en el sentido histórico biológico de la expresión. También en este caso es una teoría muy ambigua, un poco como en el siglo XVII, que va a expresarse, por una parte, en los movimientos de las nacionalidades en Europa y la lucha de éstas contra los grandes aparatos estatales (esencialmente el austríaco y el ruso); y también la veremos articularse en la política de la colonización europea. Ésa es la primera transcripción -biológica- de esta teoría de la lucha permanente y la lucha de razas. Y después encontramos una segunda transcripción, que se va a operar a partir del gran tema y la teoría de la guerra social, que se desarrolla desde los primerísimos años del siglo XIX que tenderá a borrar todas las huellas del conflicto de razas para definirse como lucha de clases. Así, tenemos ahí una especie de reconexión esencial que trataré de resituar, y que va a corresponder a una reedición del análisis de esas luchas en la forma de la dialéctica y a una reedición del tema de los enfrentamientos de las razas en la teoría del evolucionismo y la lucha por la vida. A partir de allí, siguiendo de manera privilegiada esta segunda rama —la transcripción en la biología-, trataré de mostrar todo el desarrollo de un racismo biológico social, con la idea —que es absolutamente nueva y va a hacer funcionar el discurso de muy distinta manera— de que la otra raza, en el fondo, no es la que vino de otra parte, la que triunfó y dominó por un tiempo, sino la que se infiltra permanentemente y sin descanso en el cuerpo social o, mejor, se recrea constantemente en el tejido social y a partir de él. En otras palabras: lo que vemos como polaridad, como ruptura binaria en la sociedad, no es el enfrentamiento de dos razas recíprocamente exteriores; es el desdoblamiento de una única raza en una superraza y una subraza. O bien, la reaparición, a partir de una raza, de su propio pasado. En síntesis, el reverso y el fondo de la raza que aparece en ella.

Con ello, va a producirse esta consecuencia fundamental: el discurso de la lucha de razas —que en el momento en que apareció y empezó a funcionar, en el siglo XVII, era en esencia un instrumento de lucha para unos campos descentrados— va a recentrarse y convertirse, justamente, en el discurso del poder, de un poder centrado, centralizado y centralizador; el discurso de un combate que no debe librarse entre dos razas, sino a partir de una raza dada como la verdadera y la única, la que posee el poder y es titular de la norma, contra los que se desvían de ella, contra los que constituyen otros tantos peligros para el patrimonio biológico. Y en ese momento vamos a tener todos los discursos biológico racistas sobre la degeneración, pero también todas las instituciones que, dentro del cuerpo social, van a hacer funcionar el discurso de la lucha de razas como principio de eliminación, de segregación y, finalmente, de normalización de la sociedad. A partir de ahí, el discurso cuya historia querría hacer abandonará la formulación fundamental del comienzo, que era ésta: “Tenemos que defendernos de nuestros enemigos porque en realidad los aparatos del Estado, la ley, las estructuras del poder no sólo no nos defienden de ellos sino que son instrumentos mediante los cuales nuestros enemigos nos persiguen y nos someten”. Ahora, ese discurso va a desaparecer. No será: “Tenemos que defendernos contra la sociedad”, sino: “Tenemos que defender la sociedad contra todos los peligros biológicos de esta otra raza, de esta subraza, de esta contrarraza que, a disgusto, estamos construyendo”. En ese momento, la temática racista no aparecerá como instrumento de lucha de un grupo social contra otro, sino que servirá a la estrategia global de los conservadurismos sociales. Surge entonces —y es una paradoja con respecto a los fines mismos y la forma primera de ese discurso del que les hablaba― un racismo de Estado: un racismo que una sociedad va a ejercer sobre sí misma, sobre sus propios elementos, sobre sus propios productos; un racismo interno, el de la purificación permanente, que será una de las dimensiones fundamentales de la normalización social. Este año me gustaría, entonces, recorrer un poco la historia del discurso de la lucha y la guerra de razas, a partir del siglo XVII, y llevarla hasta la aparición del racismo de Estado a principios del siglo XX[6].

Muy lejos de lo que se cree, que hay grandes diferencias culturales y continentales, a tal punto que, incluso, no podrían reconocerse ni comunicarse, podemos observar que, al contrario, nos encontramos, mas bien, ante similitudes sintomáticas. Parece que el nacimiento de estos discursos histórico-políticos, que comienzan con su matriz de la guerra de razas, se da al comienzo mismo de la modernidad, siglo XVI. Esto es sintomático pues, como dice Silvia Federici, se conforman las grandes dominaciones institucionalizadas en el sistema-mundo capitalista; la dominación masculina, es decir, la dominación patriarcal; la dominación colonial; la dominación de explotación del proletariado y la dominación de la naturaleza. No es casual pues que estallen resistencias y levantamientos contra esta conformación del poder, en sus múltiples formas, a escala mundial. Los levantamientos indígenas contra la dominación colonial en todo el continente de Abya Yala son una temprana manifestación de las resistencias y de la subversión indígena. La movilización popular y comunal anti-feudal desatada contra la edificación de estos poderes descomunales, en parte articulados por el tejido de mujeres rebeldes, quienes expresan el entramado comunitario, es otra manifestación de la sublevación popular y de las mujeres contra el naciente capitalismo moderno. Las primeras huelgas salvajes del proletariado inicial también son otra manifestación de las resistencias anti-capitalistas. El enfrentamiento directo es, en principio, contra la forma legítima del poder, el Estado, sus instituciones, sus alianzas, el poder eclesial y el poder de la nobleza. La represión contra los indígenas levantados, contra las comunidades rebeldes, contra las mujeres transgresoras, contra el proletariado inicial, se efectúa, en principio, a nombre de la religión. La evangelización es una excusa del sometimiento, la estigmatización, la demonización de la mujer, es otro recurso religioso para llevar a cabo la represión más larga de la historia, que dura tres siglos, la caza de brujas. La ideología del progreso o lo que se va a llamar el progreso, usando argumentos económicos, va a ser el otro recurso discursivo para efectuar la represión contra el proletariado amotinado.

Los discursos histórico-políticos que emplean las y los sublevados, como dice Federici metafóricamente, el Calibán y la Bruja, también el proletariado desarrapado, son pues convocatorias a la guerra contra los enemigos de raza, contra los enemigos del cuerpo de la mujer, contra los enemigos del proletariado productivo. Las representaciones son configuraciones cargadas de simbolismos, saturadas de memorias sociales, estructuradas en imaginarios efervescentes. De estos discursos guerreros muchos se han perdido, los que han sido recuperados y transmitidos a los tiempos son los que ha podido preservar la memoria oral, también los que ha logrado rescatar la investigación histórica, por medio del manejo de fuentes, documentos y registros. Algunas versiones teóricas han sido retomadas, sobre la base de esta matriz histórico-cultural abigarrada, por intelectuales iconoclastas.

A pesar de las transformaciones de estos discursos histórico-políticos, incluso de su domesticación dialéctica, a pesar de haberlos manipulado, vaciando sus contenidos, convirtiéndolos, en el caso extremo, en discursos racistas, la matriz histórico-cultural emerge desde el fondo, de tiempo en tiempo, intermitentemente. Uno de estos retornos o emergencias es precisamente el discurso de la guerra de razas de Fausto Reinaga.

Como dice Foucault no se puede buscar en estos discursos histórico-políticos la pretensión de universalidad, menos la pretensión jurídica de legalidad, tampoco la pretensión de cientificidad. Estos discursos no se colocan en ninguna de estas posiciones ni creen en ninguna de estas pretensiones. Son discursos de combate, conocen el mundo por la experiencia de las luchas sociales, constituyen mundos con la capacidad creativa de la potencia social, iluminan las sombras donde se gesta el poder, descubren los mecanismos minuciosos de las dominaciones en los intersticios de las estructuras sociales, develan el fragor de la guerra y la violencia en la filigrana de la paz, recuperan la memoria de antiguas guerras inconclusas. Se trata de comprensiones, conocimientos, saberes, usados para transformar el mundo, no para encontrar ninguna verdad inmanente, pues no creen en ella, en esta sustancialidad metafísica. Se trata tanto de comprensiones y conocimientos populares, así como intelectuales, en la medida que estos saberes se los retoma en el mismo sentido, teorías para la acción.

Tratar de convertir estos discursos o alguno de ellos en un discurso verdadero, no es otra cosa que traicionarlos, imitando el papel que cumplen los discursos jurídico-políticos de legitimación del poder; por lo tanto, convirtiéndolos en dispositivos del Estado, cualquiera sea este. Este procedimiento de conversión adultera el sentido histórico de estos discursos, con lo que termina matándolos, pues se convierten en momias, que hacen las veces de fetiche discursivo de poder, antes o después de la “toma del poder”. Este es un acto conservador, que termina llevando el agua al molino de las estructuras de dominación imperantes, entre ellas las que tienen que ver con la malla de la colonialidad.

[1] Ver de Fausto Reinaga La revolución India. Ediciones PIB; La Paz 1969.

[2] Ver de Michel Foucault Defender la sociedad. Curso del Collège de France (1975-1976). Fondo de Cultura Económica; México 2000. Págs. 51-52.

[3] Ibídem: Págs. 54-56.

[4] Ibídem: Pág. 56.

[5] Ibídem: Págs. 51-61.

[6] Ibídem: Págs. 61-66.


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