Mejor hacer las cosas por gusto que por obligación
Las artes del ocio
Hermann Bellinghausen
La Jornada
Si el mundo no va bien, ¿no será que debemos desconfiar de las acciones humanas que nos abruman y bien podrían destruir todas las vidas? En sentido opuesto, quién que es no es un ocioso, hubiera dicho Samuel Johnson, prolífico escritor, observador del mundo y decidido promotor del ocio al grado de llamar a su publicación más célebre The Idler (El ocioso). Allí se permitió retratar entre 1758 y 1760 a la sociedad de su tiempo y toda la cultura que cupo en su considerable cabeza con una disciplina que se diría divergente de su profesión ociosa. Concluyó que siendo el hombre un animal, lo que lo distingue de los otros especímenes del reino es, no la risa ni el trabajo, sino su capacidad de ocio consciente. Todos la ejercen, o la desean y envidian. Un crimen mayor del capitalismo, entre los muchos que debe a la humanidad, es su prohibición, casi criminalización de ese dulce no hacer nada que está en el origen de toda creación específicamente humana. El ocioso devino marginal.
Federico Nietzsche, quien además de poeta y filósofo se consideraba sicólogo, ironizó en uno de sus “dardos”, justo el que abre ¿Cómo se filosofa a martillazos? (1888): “La ociosidad es la madre de toda sicología. ¡Vaya! ¿Será entonces la sicología un vicio?” Otro que dedicó tiempo a la cuestión fue Robert Louis Stevenson, quien no sólo pobló La isla del tesoro de nuestras mocedades sino que, como Marx, vivió la Inglaterra (y Escocia) de la Revolución Industrial. Sigue literalmente los pasos del doctor Johnson: “La llamada indolencia, que no consiste en no hacer nada, sino en hacer mucho de lo que no está reconocido en los dogmáticos formularios de las clases dominantes, posee tanto derecho a mantener su posición como la industriosidad misma” (Apología para ociosos, en Virginibus Puerisque, 1881). Esto es, la pereza también tiene derecho. No por irresponsabilidad individualista; representa otro modo de usar la vida propia y habitar la de los demás. Johnson señalaba las virtudes tranquilizadoras y armónicas del trato con personas con disponibilidad suficiente para, digamos, leer The Idler.
Stevenson apunta a la cualidad más importante del ocioso: su experiencia. Admite haber asistido a muchas horas de clase, “pero no les tengo tanta estima como otros retazos de conocimiento que adquirí en mis ratos de ocio en plena calle”. Ella no sólo fue la escuela favorita de Dickens y Balzac, sino que, sentencia el buen Stevenson, “el muchacho que no aprende en la calle es porque no tiene facultadas para aprender”.
Considera que “mostrar una excesiva diligencia, ya en la escuela o la universidad, en la iglesia o en el comercio, es un síntoma de vitalidad deficiente”. Mientras que “cierta facultad para la vagancia implica un universal apetito y un fuerte sentido de la identidad personal”. Los demasiado laboriosos acusan poca curiosidad y menos imaginación, “no saben abandonarse a la acción de excitantes imprevistos, no saben sacar placer en el ejercicio de sus facultades por ellas mismas”. La severidad de Stevenson pisa fuerte: “Es inútil hablar con semejantes individuos”. Tal vez por eso prefería dirigirse a los niños y los jóvenes.
Johnson el hablador escribió: “El ocioso es siempre inquisitivo y con frecuencia retentivo”. No ignoró la diligencia del ocioso, “rápida e impetuosa” cuando se presenta; pero tales “ejercicios diligentes del intelecto no pueden ser frecuentes, y además reciben con gusto cualquier ayuda que les permita hacerlo bien sin demasiado esfuerzo”. La de Stevenson es de hecho una apología de Johnson, un desarrollo posromántico de su línea de pensamiento. Y subraya algo que parece lugar común, sin serlo, desafortunadamente: “Las cosas que se hacen por gusto son más beneficiosas que las que se hacen por obligación”. ¿Por que no darnos el gusto de darnos el gusto? Si observamos a una de esas personas en afanosa actividad, encontramos que “va sembrando prisa y cosechando dispepsia, ha invertido un gran capital de actividad y como interés recibe una desazón nerviosa”, hasta convertirse en “un gran tormento para quienes le rodean”.
En cuanto a la marginalidad impuesta por los ocupados a los que no lo están, Stevenson recuerda cómo los de una profesión suelen despreciar a los que practican otra (los físicos a los abogados, etcétera), mas en lo que es casi un complot, “los de todas las profesiones están de acuerdo en menospreciar a los que no tienen ninguna”. De ahí que una proliferación de ociosos en rebeldía parezca una alternativa para detener la peligrosísima locura del capital y lograr un verdadero cambio social, por demás urgente.
En la modernidad, alerta Hannah Arendt, “la contemplación se vació de significado”. La “inversión” de la época moderna consistió “en elevar la acción al rango de considerarla como el estado mayor del ser humano, como si en adelante la acción fuera el significado último” para interpretar la contemplación. Y la filosofía quedó degradada como nunca antes.