Acaso la autonomía difusa se mueve en este umbral, ajeno a los partidos políticos y las instituciones que derivan de su verticalidad su capacidad de representar. Y es una autonomía que, como las movilizaciones contra la violencia en los días pasados en las ciudades del país, se extiende a lo largo de un principio elemental: la cultura de la solidaridad contra la paranoia del orden.
La otra autonomía
Ilán Semo
La Jornada
Lo que asombra en los seis años que han transcurrido desde el colapso financiero en 2008 es la capacidad de autoduplicación de las estrategias oficiales. Por todos lados es lo mismo. En México, la reforma energética de 2014 no sólo afirma la política de los últimos 20 años, sino que la radicaliza. Como escribe Béatrice Hibou (De la privatización de la economía a la privatización de los estados, FCE, 2013), ahora sería el “corazón del Estado” el que está en subasta y, con él (por esa rara singularidad del artículo 27 de la Constitución) el nomos de la tierra. Ese nomos que habría representado desde 1917 una de las almas de la historia siglo XX. En España, Grecia e Italia las medidas de austeridad son casi una copia –no del todo idénticas– de las que se aplicaron a principios de los 90. Y en Estados Unidos, la beligerancia de Obama cedió hace bastante tiempo frente al discurso de los mercados.
“La ironía –dice Reinhart Lamm– es que las mismas políticas que condujeron a la crisis sean las que se aplican para encontrar alguna salida”. Tal vez la ironía no es tal. La sociedad de mercado, cuando se le dejan las manos libres, busca soluciones donde todos observamos catástrofes: el desempleo, el cierre de ramas industriales enteras, la depredación de fondos públicos, el empobrecimiento súbito de franjas enteras de la población.
Si se compara con la de 1929, la crisis de aquellos años redundó en poco tiempo en auténticas invenciones sociales (el New Deal en Estados Unidos y el cardenismo en México), en virajes de emergencia (el populismo en América Latina) o en catástrofes inconmensurables (el fascismo en Europa). Cierto, el mundo era, en la década de los 30, muy distinto al de ahora. Pero era distinto, entre otras cosas, por experimentos inéditos como el que se gestó en España durante los breves años de la República, o por las democracias sociales que se avecinaban en Alemania e Italia.
Hoy las formas de dominación se han vuelto más sutiles, perversas y porosas. Menciono una que es particularmente impresionante.
Las grandes oleadas de migrantes que buscan trabajo en los países centrales adquieren ahí el estatus de una no existencia (civil): sin derechos ni garantías legales, se vuelven presas del poder absoluto de los sistemas de orden y control. De antemano están inmovilizados y el racismo multiplica su segregación. Son obligados a vivir en una condición que sólo era imaginable en el siglo XVII, una condición preciudadana. Si se piensa que hay países donde representan, como en Estados Unidos, más de 20 por ciento de la fuerza de trabajo, uno imagina el efecto desagregador de esta condición.
Hay otras formas de esta desciudadanización del mundo del trabajo, que afectan no a los inmigrantes, sino al mainstream de los asalariados: los contratos flexibles, el trabajo ilegal a domicilio, el desmantelamiento de los nexos jurídicos con las empresas, la terciarización en ultramar asoman como el umbral permanente del despido y el desempleo.
En Estados Unidos el movimiento obrero nunca representó una fuerza autónoma y beligerante, pero ¿dónde quedaron en Europa la CGT de Francia, Comisiones Obreras en España y el sindicalismo de Alemania e Italia? El hecho es que hoy, más que nunca, los jefes y los poderes fácticos mandan casi de manera absoluta.
No es casual que la zona de resistencia a la autoduplicación del sistema se extienda hoy, de manera molecular, en la franja de la autonomía difusa. El término no es nuevo. Proviene de la revuelta autonomista de Italia de los años 70. Lo nuevo es el significado que adquiere en la actualidad.
Movimientos como Indignados en España, Occupy Wall Street en Estados Unidos o #YoSoy132 movilizan no fuerzas sociales considerables, sino algo más contundente: el poder de la ruptura simbólica, ahí donde el mundo de la Internet y la sociedad del espectáculo representan los soportes de lo que los sociólogos llaman hoy la “seducción del poder”.
Las movilizaciones por transformar a la tierra y al patrimonio de la naturaleza en una parte del gobierno de los vivos, como muestran las iniciativas de las comunidades indígenas contra la depredación ecológica y la diseminación de transgénicos, actúan sobre espacios de afectación general.
Las zonas autónomas de Chiapas, Ecuador, así como las que se han establecido en los países centrales de Europa, congregan laboratorios de una comunalidad que no requiere de mayor universalidad.
La autonomía difusa se encuentra en el otro margen de la metáfora con la que alguna vez Luis XIV definió los límites de cualquier sistema que trabaja sobre su unicidad, sobre la cancelación de las formas de multiplicidad: “Después de mi, el diluvio”. Tal vez lo que mas teme un sistema así no es la escasez, ni sus estados de parálisis, sino todo aquello que no puede resignificar, la pérdida de forma, el “diluvio”.
Acaso la autonomía difusa se mueve en este umbral, ajeno a los partidos políticos y las instituciones que derivan de su verticalidad su capacidad de representar. Y es una autonomía que, como las movilizaciones contra la violencia en los días pasados en las ciudades del país, se extiende a lo largo de un principio elemental: la cultura de la solidaridad contra la paranoia del orden.