Clajadep :: Red de divulgación e intercambios sobre autonomía y poder popular

Imprimir

Estado asesino

Raúl Prada Alcoreza :: 11.11.14

Dedicado a los estudiantes normalistas de Ayotzinapa, víctimas de un Estado narco y asesino.

Estado asesino

Raúl Prada Alcoreza

Dedicado a los estudiantes normalistas de Ayotzinapa, víctimas de un Estado narco y asesino.

No solo lo acaecido con los normalistas de Ayotzinapa, los ataques en contra de los alumnos de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa, en Guerrero, ocurridos el pasado 26 de septiembre, en los cuales seis personas fueron asesinadas, así como no menos de 43 estudiantes secuestrados y “desaparecidos”, con la posibilidad de que hayan sido ejecutados y enterrados en fosas clandestinas, de acuerdo a lo que describe Eugene Gogol, sino una larga lista de crímenes tolerados por el Estado, si es que no está en complicidad, muestran que ya nos encontramos ante la forma de un Estado asesino, un Estado que se reproduce no sólo como separación respecto a la sociedad, no solo imponiéndose a la sociedad, a la que la obliga a moverse por la determinaciones elitistas, de las clases dominante, determinaciones institucionalizadas, sino también desplegando en contra la sociedad el terror de Estado, la amenaza constante, la practica paralela de las desapariciones forzadas, y el asesinato colectivo. Al respecto Eugene Cogol escribe:

La guerra criminal — supuestamente en contra del narcotráfico —, iniciada durante la administración de Felipe Calderón (2006-2012), no se tradujo sino en la muerte de decenas y decenas de cientos — así como en la desaparición de otros miles de personas. ¿Son sus cuerpos los que ahora están siendo encontrados en las fosas clandestinas que “han aparecido” en medio de la búsqueda de los normalistas de Ayotzinapa, o más bien estos cadáveres son responsabilidad de Peña Nieto, quien ha continuado la “guerra contra el narco” con ayuda de la policía y el ejército? Este país está lleno de cementerios clandestinos: ¿decenas?, ¿cientos?

Con Peña Nieto, antes de la masacre de Iguala, ya habíamos sido testigos de la ejecución de 22 jóvenes, por parte de la armada federal, en Tlataya; de igual forma, hemos vivido la continua represión a los pueblos indígenas, quienes luchan por la autonomía y la autodeterminación, ya se trate de los zapatistas en Chiapas o de los yaquis en Sonora. Estos hechos, sin embargo, apenas si son una muestra de la barbarie en que los gobiernos local, estatal y federal han querido sumirnos en las más recientes décadas.

Ser joven en México — niño, adolescente, o una mujer apenas entrando a la madurez — significa vivir ante la posibilidad de ser asesinado repentinamente — un asesinato en el que el gobierno estará seguramente involucrado (o ante el que, por lo menos, permanecerá indiferente). ¿Nos hemos olvidado, por ejemplo, de la impunidad ante el caso de la guardería ABC en Hermosillo, Sonora, en 2009, donde 49 niños murieron quemados y 79 más sufrieron graves heridas, todos ellos, de entre cincos meses y cinco años de edad? Asimismo, hemos atestiguado la muerte de cientos de jóvenes mujeres en Ciudad Juárez, todas ellas, acompañadas por la indiferencia del gobierno por prevenir la violencia feminicida o por traer a los responsables ante la justicia. Por si fuera poco, hemos visto también cómo un número cada vez mayor de jóvenes muere en incidentes violentos[1].

Cogol, refiriéndose a los hechos de Ayotzinapa, escribe:

Ahora bien: este ataque fue más que un hecho aislado cometido por un alcalde homicida, en colaboración, por supuesto, con las fuerzas policiales y el narcotráfico. ¿Por qué? En primer lugar, porque el gobierno municipal contó muy probablemente con el apoyo de otros elementos del Estado: ¿el Ejecutivo de Guerrero?; ¿la armada federal, la cual se ausentó misteriosamente durante todo el “operativo”?; por ello mismo, pensó que podía salir impune de esta situación: a fin de cuentas, en diciembre de 2011, cuando 500 estudiantes de Ayotzinapa habían bloqueado la autopista Del Sol — pidiendo una audiencia con el gobernador del estado para protestar por los cortes que se le habían hecho a su ya de por sí reducido presupuesto escolar —, alrededor de 300 miembros de las “fuerzas de seguridad” (diversas agencias de policía y el ejército) los atacaron con gas lacrimógeno — y, al ver que los estudiantes se resistían, los atacaron con armas de fuego —; tres normalistas fueron asesinados, mientras que varios otros golpeados y heridos — así como, cincuenta o más, arrestados: hasta el día de hoy, nadie ha sido acusado como responsable de estas muertes.

En segundo lugar, porque las acciones de la policía de Iguala son parte de un proyecto de criminalización de la protesta social en México — principalmente, en contra de la juventud “rebelde” —; en efecto: si bien las autoridades del municipio y los cárteles de la droga en el narco-estado de Guerrero pudieron haber sido los ejecutores de este acto brutal en contra de los jóvenes estudiantes de Ayotzinapa, lo cierto es que en todo el país gobierna un Estado criminal[2].

¿Por qué se puede hablar de un Estado asesino? Se trata que la crisis múltiple del Estado ha llegado lejos; esta vez permeada extensamente, atravesando todas sus instituciones, por las redes paralelas de poder del narcotráfico, organizado en Carteles; Carteles que han tomado literalmente todos los estados y todas las ciudades de México, a excepción del Distrito Federal (DF), que paradójicamente se ha vuelto la ciudad más segura de México, cuando antes era lo contrario, debido a la militarización de la metrópoli. Es sintomático tener descrita la figura donde los policías entregan a los grupos paramilitares del narco a los jóvenes raptados de la normal. ¿Qué significa esto? La autoridad en ejercicio no son las autoridades institucionales, sino las autoridades que ejercen el poder, estos son los Carteles. Esa figura muestra claramente lo que sucede en México, los Carteles son el poder real; el gobierno y las instituciones del Estado se han convertido en los instrumentos del diagrama de poder de la economía política del narcotráfico. Todo esto se hace en connivencia con las agencias de inteligencia de los Estados Unidos de Norte América.

Si la violencia inicial, la conquista, es la que instituye al Estado, es la continuidad de la conquista por otros medios lo que consolida y preserva al Estado. Es, como dice Michel Foucault, la guerra en la filigrana de la paz, la política restringida a la formalidad institucional, la que reproduce legalmente al Estado. Cuando el Estado se corroe, deja que la economía política de chantaje invada el mayor espacio de su campo político, de su campo burocrático, cuando la crisis de legitimidad hace del Estado una impostura grotesca, la sociedad se le presenta como peligrosa, a pesar que es ella la que da vida al Estado. Entonces el Estado recurre a la violencia abierta, aunque investida por una forzada legalidad, ocultando las prácticas despóticas, autoritarias, criminales. La relación del Estado con la sociedad se ha convertido en una relación homicida; el Estado no encuentra otro recurso que asesinar a sus ciudadanos, sobre todo los más sospechosos, jóvenes, indígenas y mujeres. La escritora Elena Poniatowska se ha preguntado dramáticamente en el Zócalo del DF ¿qué clase de Estado es el que asesina a los jóvenes? Es un Estado asesino.

El caso mexicano no es un caso aislado, es un caso entre muchos, incluso es la tendencia contemporánea de los Estado-nación, con todas sus variantes, diferencias, contextos, particularidades. No es desconocida la práctica de lavado de los gobiernos, tanto en los llamados estados desarrollados, como de los estados subalternos. Todos apoyados subrepticiamente por el sistema financiero internacional, colaborado por los sistemas financieros nacionales. Todo esto acaece con la concomitancia de las llamadas burguesías, compuestas, ahora también, con los nuevos ricos, quienes han acumulado dinero ilícito. Burguesías donde las composiciones de las oligarquías se refuerzan y se complementan; la burguesía tradicional es reforzada por la reciente burguesía narco.

La prepotencia y los niveles desmesurados de violencia han llegado muy lejos en México. La intensidad y expansión de la violencia hablan de por sí no solo de la abismal decadencia del Estado-nación, decadencia que se quiere compensar precisamente con la espiral de violencia, sino también del alcance de la crisis estatal. El Estado, la institución imaginaria de la sociedad de clases, subyugada por clases dominantes angurrientas, corrompidas, que incluso son capaces de acabar con la columna vertebral del Estado mexicano. Columna vertebral que son sus recursos hidrocarburíferos y la empresa pública del petróleo, recursos entregados al dominio de las empresas trasnacionales extractivistas; acabando de este modo con la misma institucionalidad de la revolución, que ha perdurado, por lo menos, en las representaciones y en lo que quedaba de la nacionalización realizada por Lázaro Cárdenas. Esta privatización de la empresa pública del petróleo no solamente significa la muerte de la revolución institucionalizada, sino también la muerte del Estado mexicano. Lo que se mantiene es el cadáver de la revolución, que algún día fue, y el cadáver de un Estado-nación, ahora carcomida por los gusanos, las clases dominantes, la burocracia, los Carteles, las agencia de inteligencia del Imperio.

La sociedad mexicana, vital y apasionada, romántica y práctica, a la vez, pretende ser sacrificada para que los gusanos tengan que comer. Esta sociedad, su acontecimiento revolucionario, que ha inspirado a las siguientes revoluciones sociales y políticas en América Latina y el Caribe, así como en el mundo, tiene la potencia social para levantarse como lo ha hecho en los momentos de crisis, de emergencia y convocatoria. Todas las sociedades de América Latina y el Caribe, así como del mundo, debemos levantarnos para defender a la sociedad Mexicana de la constante, perseverante, descarnada violencia que se ha desencadenado contra ella. Violencia desencadenada por los dispositivos del poder más atroces y despiadados. Tenemos que defender a la sociedad mexicana, a sus pueblos, a sus jóvenes, a sus mujeres, a sus indígenas, defendiendo, a la vez, a nuestras sociedades, que no son distintas a la mexicana. También enfrentamos problemas parecidos, con todas las diferencias, contextos, coyuntura, perfiles políticos, que puedan darse. Lo que ocurre en México es la tendencia inherente a los Estado-nación en la contemporaneidad, sólo que en México, ahora, se expresa de la manera desmesurada como acaece.

El capitalismo contemporáneo, el ciclo del capitalismo vigente, el momento o el periodo de este ciclo, que puede ser denominado como tardío, se caracteriza por la dominación del capitalismo financiero respecto a las otras formas del capitalismo, la comercial y la industrial. La articulación del capitalismo financiero con el capitalismo extractivista muestra la complementación entre especulación y destrucción, entre acumulación especulativa y acumulación por desposesión y despojamiento. Que estas formas perversas del capitalismo vengan acompañadas y apoyadas por las formas de la economía política del chantaje más rentables, como el tráfico de armas, el narcotráfico, el tráfico de cuerpos, no es más que una consecuencia de las formas corrosivas del capitalismo tardío. Este capitalismo especulativo, extractivista, traficante, no puede funcionar legítimamente, como funcionaba el capitalismo clásico, imbuido por la “ideología” liberal, pues la crisis de legitimidad ha escarbado todas las estructuras “ideológicas”, políticas y jurídicas. La ausencia de legitimidad requiere de violencia desmesurada, de terror demoledor desplegado contra la sociedad constantemente; la que tiene que sentirse aterrada y amenazada, por lo tanto inhibida en sus capacidades, y disminuida en dignidad.

Entonces estamos ante una problemática de poder a escala mundial. El poder mundial, conformado por los poderes regionales y locales, está en crisis; por eso, descarga guerras policiales, inventa guerras interminables contra el “terrorismo”, descarga recortes neoliberales en los presupuestos estatales, sacrifica a los pueblos, inventa “terroristas” que hacen guerras en las geografías políticas de Estado-nación molestosos. Se ha llegado a un punto donde el dilema es: el poder o la potencia social, el Estado o la sociedad. Las sociedades no pueden esperar a la convocatoria de las víctimas. En memoria de las víctimas las humanidades tienen que levantarse y clausurar la historia del poder, que vive a costa de captura de fuerzas de la potencia social.

El Estado-narco

En Gramatología del acontecimiento, en el capítulo El Estado como institución corrosiva de la sociedad, escribimos:

El presente del que hablan Figueroa y Sosa es el de un mundo afectado por la dominación del capitalismo financiero, cuyo mecanismo político es el proyecto neo-liberal, mundo que parece seguir siendo el nuestro, el presente desde donde escribo este ensayo (2014). Quizás la diferencia entre un periodo y otro, fines del siglo XX, hasta la primera década del siglo siguiente, comienzos del siglo XXI, el primer quinquenio de la segunda década de este siglo, radique, en América Latina y el Caribe, en la irrupción de los gobiernos progresistas de Sud América, incluyendo al gobierno centroamericano de Nicaragua. Gobiernos que se reclaman de anti-neoliberales. Empero, en su generalidad, incluso la extensión traumática del proyecto neoliberal, el mundo de hoy es el mundo de fines del siglo XX. Las luchas anti-neoliberales se han extendido a Europa y los Estados Unidos de Norte América. Los autores nos muestran el decurso de la implantación de este proyecto de despojamiento y desposesión, que muchos de nosotros conocemos, sobre todo nuestros pueblos. Después del desmantelamiento de las empresas públicas, su privatización y la privatización de los recursos naturales, las consecuencias sociales son alarmantes; el costo social perfila una estructura donde se incrementa la “pobreza”, la desocupación, disfrazada como informalidad, la deuda pública se hace insostenible, ni hablar de la deuda externa. Con la incursión del neoliberalismo hemos pasado de la condición de países dependientes a la condición de estados fracasados, usando la jerga del discurso político neo-conservador norteamericano.

Esta pincelada es elocuente, sirve de contexto; la exposición apunta a descifrar la corrosión del Estado y los mecanismos de poder de las clases dominantes, que han convertido al Estado en su patrimonio. El relato se centra en la guerra sucia de estas clases dominantes contra el candidato encumbrado por las clases populares, Andrés Manuel López Obrador. Se describe minuciosamente toda la maquinaria puesta en marcha por las clases dominantes, sus partidos políticos, las empresas e instituciones que controlan, sobre todo la intervención estatal, que se encuentra en sus manos, incluyendo a la institución encargada de garantizar las elecciones. El cuadro es decadente, el recurso a toda clase de violencias, encubiertas y abiertas, a todos los medios, mecanismos, estrategias y tácticas, abarcando la desplegada guerra sucia contra el candidato popular. La violencia descomedida, el desprecio a la democracia, la falta de rubor ante el empleo de estos recursos delictivos y el racismo, clasismo, sexismo, descomunales desatados por los dueños del Estado y patronos de México. Este cuadro es ilustrativo e iluminativo de lo que podemos llamar la efectuación descarnada del poder, sobre todo la realización grotesca de las violencias múltiples, contra la sociedad y el pueblo mexicano.

Ahora bien, es indispensable auscultar el cuadro de la decadencia del poder, es menester pasar de la denuncia, de la descripción exhaustiva, a la comprensión de la complejidad. ¿Cómo se estructura, cómo se compone, cómo funciona y se articula, esta cartografía del poder singular que se plasma en el Estado-nación de México? ¿Cuáles son los diagramas de poder engranados que se inscriben en el cuerpo social, induciendo comportamientos y conductas, inoculando habitus, haciendo uso de imaginarios, con el objetivo dramático de la reproducción del poder? Un poder, por cierto, como dijimos singular, no abstracto, históricamente derivado de la genealogía de violencias pretéritas. Proponiendo una hipótesis interpretativa, diríamos que:

Se trata de una estructura de poder singular, patriarcal y patrimonial, que coloca como principio primordial, en el substrato de donde emerge y que lo sustenta, al pre-juicio del patrón, quién supone que tiene derecho y acceso a todo, pues todo le pertenece. Este prejuicio supremo expresa la psicología de los amos del Estado; pero, también ilustra acerca de las bases materiales específicas sobre las que se sostiene la reproducción estatal. Se trata de una malla institucional, que, en la forma, se parece a las instituciones universales de la democracia formal, liberal y de la modernidad; sin embargo, en lo que respecta al contenido histórico concreto, se trata de una institucionalidad constituida, desde sus cimientos, por el cemento mezclado de la proliferación de violencias manifiestas y encubiertas. Se trata de la institucionalidad adulterada en sus comienzos; por lo tanto de una génesis institucional corrompida, corroída por dentro; aunque también se podría decir que la corrosión es congénita, es la argamasa con la que se plasman las instituciones. La lógica del poder es la del aprovechamiento, la del oportunismo, la del usufructúo, usando polifacéticamente los instrumentos del Estado, desde las normas hasta sus dispositivos represivos, pasando por la apabullante irradiación de los medios de comunicación.

No se crea que esta mezcla adulterada en la materialidad institucional del Estado, se da sólo en México. Lo que pasa es que la desbordante y descomunal violencia con la que ocurre en México ilumina sobre lo que ocurre en todos los estados, se consideren o no modernos, respetuosos de la institucionalidad, desarrollados, civilizados o todo lo contrario. El desborde de la violencia múltiple, cubierta y abierta, en el despliegue de la reproducción estatal, que en el fondo, es el despliegue de las dominaciones polimorfas de las clases dominantes, sus partidos, sus empresas, sus instituciones, acaecida en México, es el mismo que en los distintos y variados Estado-nación del mundo. La diferencia se encuentra en las composiciones, las tonalidades, los ritmos, el atempera-miento, el manejo adecuado o más teatral de la división de poderes de la república. Todos los Estado-nación tienen su nacimiento en ese código de suspensión que es el Estado de excepción.

Esta concomitancia entre violencias y Estado-nación no excluye, de ninguna manera, que se busque la especificidad en la genealogía del Estado mexicano. Es a esta tarea a la que debe responder también la corriente de la historia reciente[3].

¿Se puede hablar de Estado-narco? Aunque esta sea una metáfora, una figura dibujada a partir de la impresión que deja la experiencia de la invasión de las formas de la economía política del chantaje, como en el caso de la metáfora del Estado clientelar, figura dibujada a partir de la impresión que deja la experiencia de las relaciones clientelares entre Estado y sociedad, la metáfora ilustra sobre el ejercicio práctico del poder. El Estado-nación no deja de ser tal; sin embargo, no hay que olvidar que este concepto, que caracteriza al Estado moderno, corresponde a composiciones singulares, dependiendo del país, del periodo, de sus relaciones con otros estados, sobre todo, dependiendo de su ubicación en la geopolítica del sistema-mundo capitalista. La figura atiende a la composición singular que se da cuando la malla institucional es invadida por el tejido de redes paralelas a la institucionalidad, redes que corroen la institucionalidad misma, que corrompen a los funcionarios, que afecta a la solidez de las cohesiones sociales, lanzando no sólo a las instituciones, sino también a la misma sociedad, a la premura de la riqueza fácil; por lo tanto, a la ilusión del dinero por astucia, por chantaje o por tráfico. Del fetichismo de la mercancía hemos pasado al fetichismo de la mercancía prohibida, la que tendría la virtud de volver rico a cualquiera de la noche a la mañana.

La figura del Estado-narco ayuda a ilustrar sobre el carácter de las relaciones de poder singulares que componen un Estado, en un determinado periodo de su historia. Cuando lo que manda no es la estructura formal de poder instituido, sino la estructura informal de poder establecido por la preponderancia de relaciones colaterales, sin embargo, abrumadoramente proliferantes, entonces asistimos a la transferencia de los mandos a personajes tenebrosos detrás del trono. El Estado, que, materialmente, corresponde a la malla institucional de captura, se convierte en el Estado sostenido o afectado por la malla no institucional de los Carteles. De esta manera, se puede decir que si, que se puede hablar de Estado-narco de una manera figurativa e ilustrativa. Políticamente pertinente para hacer inteligible las relaciones de poder concretas.

La economía política del narcotráfico

En Diagrama de poder de la corrupción escribimos:

En el contexto de lo que hemos llamado economía política del chantaje se encuentra la economía política de la cocaína. Se trata de toda una economía que dibuja sus circuitos comerciales, sus recorridos de tráfico, sus transacciones, su propia contabilidad, además de sus rutas; también conforma su industria y su propio sistema financiero; por otra parte, tiene gobiernos comprometidos. Se trata de toda una geografía dispersa y mundializada, enfrascada en sus propias guerras de baja intensidad. Esta economía genera enormes ganancias, que no son escatimadas por las grandes potencias que dicen oponerse al narcotráfico, empero han decidido controlarlo, contenerlo y participar en él, aprovechándose de sus ingentes recursos. La expansión e irradiación de la economía política de la cocaína no solamente es un hecho sino que también disputa cuotas de decisión y de poder; no sólo ha penetrado a las instituciones, sino que orienta ciertas políticas de ampliación de la frontera agrícola, en beneficio de la plantación de coca excedentaria. Esta economía política del chantaje ya forma parte de concomitancias perversas, narcotráfico, tráfico de tierras, contrabando, enriquecimiento ilícito, lavado de dinero. Lo peligroso es que ya se bordea la posibilidad del tráfico de armas a gran escala. Ese es el caso de México. No hay muestras de ninguna preocupación de lo que ocurre, se dan mas bien manifestaciones de un cierto oscuro beneplácito, como si esta inyección dineraria coyuntural pudiera salvarnos de la crisis económica. Ocurre como si no se dieran cuenta que a mediano plazo la economía política de la cocaína destroza la cohesión social, corroe las entrañas intimas de la sociedad y convierte a sus supuestos benefactores en monstruos de una modernidad ilegal, transformando a la sociedad en rehén de una violencia descomunal y sin rostro. Desde nuestras fronteras hasta todos nuestros interiores, los espacios de las actividades económicas ya se encuentran penetrados, comprometidos; el silencio hace cómplices. Al respecto, en la defensa de la sociedad, si no se hace nada pronto, mañana será tarde. No se trata ni de optar por la represión, lo que es un absurdo y un contrasentido; este error lo cometió el gobierno mexicano. Se trata de una movilización social plenamente convencida de su lucha. También se trata de discutir sin tapujos la legalización, pues parece que no hay otro camino para acabar con el negocio exuberante de las mafias[4]

Se puede hablar de economía política en la medida que se produce la separación entre lo concreto y lo abstracto, valorizando lo abstracto y desvalorizando lo concreto. ¿Qué es lo concreto en la economía política del narcotráfico? ¿Qué es lo concreto, que es lo que hace de valor de uso? Ciertamente la sustancia, cualquiera sea ella, es tratada como mercancía, es convertida en mercancía por el orden de relaciones que hacen de estructura externa; entonces como cualquier otra mercancía, se diferencia el valor de uso del valor de cambio, su materialidad de su cuantificación abstracta. Sin embargo, esta sustancia adquiere valores de cambio extremadamente altos, lo que la hace altamente cotizable, a pesar de los peligros que su producción y su venta conllevan. El valor de cambio descomunal es determinado por la demanda compulsiva, extensa e intensificada por sus ritmos rápidos. En una economía que funciona en el imaginario del fetichismo de la mercancía, por lo tanto, del fetichismo del dinero, el objeto apreciado es el dinero, el equivalente general, que, de acuerdo al fetichismo del dinero, lo consigue todo, es la llave del paraíso terrenal. En estas condiciones la sustancia, lo que vendría a ser el valor de uso, transporta en su materialidad el exacerbado valor de cambio.

Esquematizando se podría decir que para los propietarios de los medios de producción de la sustancia lo que se busca es la acumulación dineraria; por lo tanto, el valor de uso, la sustancia, de alguna manera, es desvalorizada como materia concreta, en tanto que se valoriza el valor de cambio que conlleva esta sustancia. Ocurre algo distinto con los consumidores; para ellos lo que se valoriza es la sustancia, su valorización es cualitativa, no cuantitativa; se valoriza sus propiedades, el efecto que causa en el cuerpo. En tanto que no importa, cualitativamente, lo que cuesta este valor de uso, cotizado desesperadamente como el producto que lleva también al paraíso terrenal. En este caso el paraíso terrenal no es el de los propietarios de los medios de producción de la sustancia, que es el paraíso dinerario, que lo consigue todo; sino es el paraíso de las sensaciones, el paraíso donde se consigue el sosiego o la extrema vitalidad. Claro que estas sensaciones son coyunturales, duran poco; forman parte de otra ilusión, la ilusión de la artificialidad, de que la felicidad se consigue con manipulaciones artificiales del cuerpo.

Hay como dos mundos en esta economía política del narcotráfico; por un lado, el mundo de los consumidores, atrapados en el imaginario de la artificialidad, en el fetichismo alucinante de la sustancia; por otro lado, el mundo de los propietarios de los medios de producción de la sustancia, de los comerciantes de la sustancia, de los que controlan los territorios y las rutas, atrapados en el imaginario del fetichismo de la mercancía, de una mercancía singular, que tiene el atributo de transportar valores de cambio exacerbados. No se enfrentan propietarios, vendedores, de la sustancia, con los consumidores; al contrario, ambos son cómplices del funcionamiento de esta economía política del narcotráfico. Por otra parte, tampoco se enfrentan, como se ha hecho creer, Estado, dispositivos de interdicción del Estado, y propietarios y vendedores de la sustancia; también en este caso, el Estado termina siendo parte de una economía política desbordante, aunque solo lo haga tolerando, mejor, lavando dinero, peor, comprometiéndose en garantizar el negocio, incluso metiéndose en el negocio, seleccionando personas para hacerlo. Como dijimos, el Estado no combate el narcotráfico, lo contiene, lo controla y participa.

Se puede dibujar un cuadro, por cierto hipotético, de cómo la economía política del narcotráfico invade la malla institucional del Estado. Primero, es una economía externa, ajena a la economía nacional, por lo tanto ajena al propio Estado. Un espacio extraño, incluso un espacio enemigo, en la medida que el Estado se mantiene, aunque sea como pose, en los códigos morales acostumbrados. Cumpliendo con los convenios, acuerdos y compromisos internacionales de combatir, erradicar el narcotráfico, ofreciendo alternativas para la sustitución de la cadena de producción de la sustancia. Sin embargo, esta fase dura poco, en la medida que la economía política del narcotráfico crece, cuenta con una acumulación nada despreciable, incidiendo en los circuitos de la economía nacional. Los contactos entre propietarios de medios de producción de la sustancia, incluso vendedores, y funcionarios del Estado comienzan, como en los lobbies acostumbrados para aprobar contratos. En una segunda fase, se comprometen personas contadas; estas hacen de cabeza de playa, comienza la invasión a la malla institucional del Estado. Después dejan de ser personas, para integrarse dispositivos, agenciamientos de las instituciones, hasta terminar de comprometer a las instituciones. Es cuando se ingresa a una tercera fase, la de cuando las instituciones ya no responden a la Ley, a la Constitución, a los mandos establecidos institucionalmente, sino que responden a otros mandos, los paralelos, responden a los requerimientos de esta economía política, responden a la ley de los Carteles. Es cuando la sociedad se ha convertido en rehén de los Carteles, apoyados por el Estado, aunque su conducta sea doble; por un lado, tratando de ocultar con apariencias, con montajes, sobre todo publicitarios, de que el gobierno combate el narcotráfico; por otro lado, efectivamente, usando todo el aparataje para garantizar el funcionamiento de esta economía política desbordante.

Lo que pasa en México es ilustrativo por las secuencias dramáticas de los hechos y sucesos que evidencias este recorrido de la acumulación ilícita. Como dijimos, sería ingenuo creer que es un caso aislado; de ninguna manera. Es, mas bien, la manifestación clara de la tendencia dominante en el mundo, ocurra de una manera o de otra, con más montajes o menos, con más estilo o descarnadamente grotesco, esto no importa.—

[1] Eugene Cogol: Los normalistas de Ayotzinapa: asesinato y criminalización de la juventud en México. Carta Politico-Filosofica, Num. 1. México, D.F., a 4 de noviembre de 2014.

[2] Ibídem.

[3] Ver de Raúl Prada Alcoreza: Gramatología del acontecimiento. Dinamias moleculares; La Paz 2014. Págs. 86-90.

[4] Ver de Raúl Prada Alcoreza Diagrama de poder de la corrupción. Bolpress; La Paz 2013. Rebelión; Madrid 2013.


https://clajadep.lahaine.org