La crítica permite enfrentar los obstáculos y las herencias estructurales de las dominaciones polimorfas; en cambio, la apología del gobierno supone que la llegada al Estado es el fin del proceso, el logro supremo del proceso, su realización. La apología es una manera de terminar con el proceso
Defensa crítica del proceso
Raúl Prada Alcoreza
La vida no es esquemática, menos se nos presenta como una película en blanco y en negro; incluso, en este caso, hay tonalidades entre el blanco y el negro. Cuando intervienen los colores como señales, no sólo hay un intervalo de tonalidades, sino muchos intervalos posibles, una gama abierta de posibilidades, de juegos, de combinaciones y composiciones. Si a todo esto le añadimos espesores e intensidades, la proliferación creativa de las variedades posibles es, por decir algo, infinita. En política es insostenible moverse esquemáticamente, mucho peor si se ofrece como alternativa la polaridad pura del blanco o el negro. Sin embargo, lo que decimos no puede usarse como argumento para apoyar el oportunismo y el “pragmatismo” vulgar de los políticos. Hablamos de cosas distintas; el primer tópico tiene que ver con la complejidad, en tanto el segundo tópico tiene que ver con la inconsecuencia, el aprovechamiento del momento en beneficio de objetivos pedestres, el uso de la ocasión para lograr ventajas “tácticas”. De lo que estamos hablando ahora es del primer tópico, de la complejidad que hay que enfrentar como desafío, de las exigencias de esta complejidad a políticas comprometidas con emancipaciones y liberaciones.
En relación a estos desafíos de la complejidad como realidad, en coyunturas determinadas y en periodos dados, descartamos, de entrada, dos posiciones, que parecen contrarias, empero se complementan. Hablamos, por un lado, del esquematismo político, del contraste polarizado, de lo uno o lo otro, ambos opciones puras; y hablamos, por el otro lado, del oportunismo, que considera que todos los movimientos son posibles, como en una simulación contante, todos los medios son validos, con tal de conseguir los fines perseguidos. En el último caso, el oportunismo se combina con un maquiavelismo vulgar. Aparentemente ambas opciones son opuestas, el esquematismo y el oportunismo, empero extrañamente se complementan. El esquematismo político, que tiende a polarizar, que muchas veces se combina con el ultimatismo, anula la posibilidad de la acción, del movimiento y del desplazamiento político; fija el dilema en una estática abstracta, como si se tuviera que esperar que se cumplan las condiciones para decidir entre lo uno o lo otro. Muchas veces esta posición se convierte en una espera eterna. El oportunismo, en cambio, acepta cualquier situación para intervenir, se camufla con mucha facilidad, se mueve en un permanente simulacro, todas las opciones son validas, se puede juntar lo uno y lo otro, por más contrastadas que se encuentren. Si bien el esquematismo estanca la acción política, el oportunismo disemina la política en múltiples puntos de aprovechamientos y astucias, puntos que se conectan por curvas sinuosas. En ambos casos, la política como emancipación, como suspensión se los mecanismos de dominación, como efectuación radical de la democracia, no se realiza. O queda fijada en una suspensión eterna de un dilema irresoluble o se diluye en la nada mediante la efectuación compulsiva de conductas puntuales, de “tácticas” singulares, de astucias momentáneas.
El ejercicio de las políticas emancipatorias requiere responder a la complejidad del momento, de la coyuntura, del periodo, del proceso. Obviamente que no se puede perder de vista los campos encontrados, los frentes de lucha, la diferencia de los proyectos de sociedad; por lo tanto, no se puede dejar de distinguir las opciones enfrentadas. Todas las acciones tácticas están íntimamente vinculadas a las estrategias, todos sus movimientos se despliegan de acuerdo a los proyectos emancipatorios; no hay en ningún momento una renuncia a la emancipación, a la liberación. No se parece en nada al “pragmatismo” vulgar, al llamado realismo político. A diferencia del esquematismo político y el ultimatismo, no se inmoviliza, sino que se desplaza actuando sobre las condiciones histórico-políticas concretas, adecuando sus recorridos sin perder la perspectiva contra-hegemónica y de contra-poder. No se renuncia a la política, sino que se la realiza en el espacio-tiempo en el que se mueve, no disemina la política, sino que articula sus pasos y movimientos en función de los proyectos sociales. Su perspectiva es crítica y su actitud contestataria, no cede a las veleidades del poder, ni se apacigua en los momentos de transición; al contrario, se mantiene vigilante ante la posibilidad de quedarse atrapada en las redes institucionales del poder. De lo que se trata no es de reproducir el poder, sino de destruirlo, de liberar la potencia social, de la que se alimenta el mismo poder.
Las políticas emancipatorias tienen que responder a la estructura de la complejidad de la coyuntura, tiene que asumir las condiciones de posibilidad histórica en las que se mueve, lo que equivale a reconocer el “principio de realidad”, y, al mismo tiempo, tiene que buscar desplazar, cambiar, las condiciones de posibilidad, incidiendo en la creación de las condiciones apropiadas. Comprender la estructura de la coyuntura es como tener una memoria del periodo, tener un mapa, una cartografía, del contexto, a los que pertenece la coyuntura, en tanto secuencia de coyunturas, también en tanto territorios y espacios más o menos amplios que contienen al contexto. De la misma manera, se debe tener en cuenta no sólo lo que comúnmente se llama “realidad”, sino también la “realidad” efectiva, el campo de posibilidades abierto. En este sentido, se entiende que las políticas emancipatorias requieren una comprensión, así como también el entendimiento, del proceso, es decir, del desplazamiento del espacio-tiempo político, de las dinámicas inherentes al espaciamiento mismo del proceso, a sus ritmos, intensidades, expansión, alcances y cambios. El proceso como producción histórica. Por lo tanto, el proceso entendido como acontecimiento y el acontecimiento como espacio-tiempo de múltiples singularidades. En esta perspectiva y desde este enfoque es menester una mirada teórica del proceso, la conceptualización de su desplazamiento, de su espaciamiento, de sus dinámicas, concibiendo también sus contradicciones, los obstáculos históricos, las resistencias y las posibilidades abiertas.
Al respecto quizás sea conveniente contar con una genealogía de las políticas emancipatorias, así como una genealogía específica del proceso político en cuestión, el que toca entender, el que se vive como “realidad” empírica y “realidad “efectiva. Comprendemos genealogía como acoplamiento de los conocimientos eruditos y las memorias locales, acoplamiento que permite la constitución de un saber histórico de las luchas y la utilización de ese saber en las tácticas actuales[1]. Entonces un enfoque adecuado, entre otros que pueden haber y asumirse, es el genealógico.
El proceso en cuestión es de por sí complejo y problemático, pertenece a varias historias, por así decirlo, el ciclo de larga duración, el ciclo de mediana duración y el ciclo de corta duración; en el mismo sentido, forma parte de interpretaciones sedimentadas de larga y reciente data. Hablamos de la memoria larga, la memoria mediana y la memoria corta. Nos referimos en otros textos a estas memorias como memoria indígena, memoria nacional-popular y memoria reciente de los movimientos sociales[2]. El proceso nombrado como de cambio se mueve en distintos planos y temporalidades; recoge los ciclos de larga duración, los ciclos de mediana duración y los ciclos de corta duración, que lo atraviesan como condicionamientos de múltiples temporalidades, interpretadas desde distintas memorias y subjetividades. Usando los conceptos propuestos por Boaventura de Sousa Santos, el proceso se vive y se experimenta abiertamente desde una ecología de los saberes y desde una ecología de las temporalidades[3]. La experiencia plural del proceso dibuja su propia complejidad dinámica. Las políticas emancipatorias requieren comprender y reconocer estas dinámicas moleculares, actuar en los distintos planos y temporalidades, incidir en la pluralidad de subjetividades, encarar la comunicación con ellas de tal forma que haga posible su participación plural, la construcción de consensos y composiciones dinámicas, el ejercicio plural de la democracia.
Ahora bien, el proceso de referencia es el que experimentamos a partir de sus propios devenires y acontecimientos, de sus propias contradicciones inherentes; proceso abierto por las formas de movilizaciones prolongadas de los diferentes sectores sociales del campo popular. Proceso en el que también se enfrenta el desafío de gobernar, mejor dicho de construir una gubernamentalidad de las multitudes, una democracia plural. Desafío al que no se ha respondido adecuadamente, pues el curso de los eventos políticos derivó en la reproducción de la forma liberal de gobernar, en los marcos del Estado-nación. Quizás sea esta la dificultad mayor que enfrentan los movimientos sociales; ¿cómo cruzar ese límite impuesto por las condiciones estructurales del poder? ¿Cómo cruzar el límite que se comporta como una barrera donde se rebota y se repite la reproducción del poder y la reproducción del Estado? Todas las revoluciones se han estrellado con esta barrera, al llegar al límite, no pudieron cruzarlo, rebotaron. Ante esta historia de las revoluciones, ¿hay que renunciar al proyecto emancipador, al proyecto de liberación? ¿Es esta una utopía, que aparece como horizonte lejano, pero que no puede alcanzarse? ¿Tiene razón el realismo político y el “pragmatismo” de sentido común cuando dice que lo único real es el Estado y hay que usarlo para transformar, aunque esta transformación se efectúe de una manera diferida y contradictoria? ¿O, al final, cuando se opta por el realismo político ya se experimenta el rebote, el retroceso, por no haberse atrevido a cruzar el límite y entrar a otro espacio-tiempo de agenciamientos? Estas preguntas son cruciales, deben ser tratadas en toda su extensión y consecuencias. Por otra parte, es importante comprender que si bien los procesos son productos de composiciones intensas de dinámicas sociales moleculares, éstos se convierten, en su periodización, en condicionamiento histórico y político, en un desplazamiento espacial y temporal que articula de una determinada manera sus componentes, sus ciclos, sus memorias, sus subjetividades, sus dinámicas moleculares. Las políticas emancipatorias tienen que actuar reconociendo las singularidades del proceso; actuar en el proceso, desentendiéndose del mapa de sus singularidades, como si el proceso fuese homogéneo, parecido a otros, interpretado desde universales, es preparar errores y derrotas. Tanto el realismo político como la perspectiva opuesta, la perspectiva esquemática, perspectiva polarizante, que empuja al ultimatismo, a escoger entre lo uno o lo otro, toman el proceso en el sentido homogéneo, compuesto por tendencias y figuras universales. Ambas son interpretaciones que anulan la pluralidad del acontecimiento.
Mientras se vive y se experimenta un proceso político es indispensable actuar en su complejidad singular, no ignorar tanto su complejidad y su singularidad cuando entra en contradicciones y tiende a deshacerse, suponiendo que se puede inventar procesos con sólo imaginarlos. La incursión en los procesos, el activismo político, equivale a entender que su defensa sólo es posible mediante su profundización. La defensa de un proceso exige entonces una actitud crítica, la defensa no es posible de una manera acrítica, reduciendo la defensa a la apología del gobierno. Esta no es una defensa del proceso, sino que se ha reducido la defensa del proceso a la defensa de un gobierno entrabado en sus propias contradicciones; cuando de lo que se trata es desmontar los obstáculos, desmontar las resistencias institucionales y estructurales, desmontar las estructuras de poder heredadas y sus habitus concomitantes. La crítica permite enfrentar los obstáculos y las herencias estructurales de las dominaciones polimorfas; en cambio, la apología del gobierno supone que la llegada al Estado es el fin del proceso, el logro supremo del proceso, su realización. La apología es una manera de terminar con el proceso, es la expresión del Termidor[4]. Por eso, la apología es no solamente conservadora y termina siendo restauradora, sino que acaba con el proceso mismo, lo termina. Es una renuncia a las transformaciones.
Por otro lado, abandonar el proceso, porque se lo considera acabado por sus contradicciones proliferantes, en la perspectiva de abrir otro proceso, es también terminar con el proceso a cambio de una ilusión. El otro proceso no aparece por arte de magia, ni por un deseo recóndito que ocurra, ni por el ejercicio voluntario. El proceso político de transformación ha sido gestado largamente, como por acumulación de crisis múltiples, en distintos niveles, acumulación de experiencias y formas de organización, formas de interpelación, de movilizaciones prolongadas. Mientras otro proceso no se dé efectivamente, y esto puede durar un dilatado tiempo, no se puede abandonar el proceso que se vive, por más contradictorio y deteriorado que se encuentre. Esto también significa terminar con el proceso. Es como dice Albert Camus:
Lo difícil es asistir a los extravíos de una revolución sin perder la fe en la necesidad de ésta. Para sacar de la decadencia de las revoluciones lecciones necesarias, es preciso sufrir con ellas, no alegrarse de esta decadencia[5].
El activismo político emancipatorio es crítico y contestatario, enfrenta a los apologistas y a los ultimatistas, ambos termidorianos del proceso, ambos universalistas. Cuando se trata de reconocer la singularidad del proceso a partir de su pluralidad componente, buscar su prolongación creativa profundizando sus posibilidades emancipatorias. La defensa del proceso no es la defensa del gobierno ni del Estado; es esta la reducción institucional de los apologistas. La defensa del proceso no es la defensa de una ida no realizada, de una utopía traicionada; esta es la reducción abstracta de los ultimatistas. La defensa del proceso es la defensa de las posibilidades de transformación inherentes todavía al devenir intenso y contradictorio del proceso, la defensa de las posibilidades del cambio social, defensa de las posibilidades creativas en la perspectiva de las emancipaciones y liberaciones múltiples. La defensa del proceso es la defensa de las praxis comunitarias, colectivas, sociales, feministas, diversas. La defensa del proceso es, en cierto sentido, contra-gubernamental y contra-estatal; es la defensa de la apertura y el desplazamiento a otras formas de composiciones de cohesión social, de articulación “política” o post-política, más allá del Estado moderno y del Estado-nación. Esta transición posmoderna, pos-capitalista y de-colonial es la perspectiva subversiva del Estado plurinacional comunitario y autonómico, reducido por los apologistas a la representación folklórica del mismo Estado-nación; Estado plurinacional descartado por los ultimatistas en la búsqueda del Estado socialista traicionado, a pesar de qué este fue experimentado, se hundió en el drama sus contradicciones por no haber salido del circulo vicioso de la reproducción del Estado.
Los apologistas y ultimatistas se mueven en la misma episteme universalista, historicista, moderna; su diferencia radica en que son dos expresiones, aparentemente opuestas, del mismo suelo epistemológico. El desplazamiento del Estado plurinacional no puede decodificarse ni comprenderse desde la episteme moderna, forma parte de otra modo de pensar, es una representación política que forma parte de la epistemología pluralista[6]. Es difícil que apologistas y ultimatistas comprendan el desplazamiento teórico y político del Estado plurinacional, pues ellos piensan el Estado como unidad homogénea, universal, como síntesis social; no pueden pensar las unidades heterogéneas, plurales, singulares, como composiciones creativas de las dinámicas sociales moleculares. Apologistas y ultimatistas son modernistas, creen que son anticapitalistas, sin embargo, reviven alguna de las formas consumadas del capitalismo, por la vía de la reforma o la vía “revolucionaria”, reducida ésta también al telos socialista, que no es otra cosa que el mismo modo de producción capitalista donde la burguesía es sustituida por la burocracia del Estado.
Entonces las políticas emancipatorias están lejos del dilema ultimatista del todo o nada, también lejos del “pragmatismo” del sentido común de todo vale, el juego de las pequeñas tácticas y las puntuales astucias, pues el fin justifica los medios, enunciado del maquiavelismo vulgar. Las políticas emancipatorias hacen estallar las pluralidades y singularidades, ocultadas por la represión universal y homogeneizante del pensamiento moderno. Las políticas emancipatorias requieren moverse en el devenir del acontecimiento, comprendido como desplazamiento de múltiples singularidades. Requiere actuar en la variación de ritmos y de los intervalos de las ondas de los procesos, buscando sus desplazamientos, sus transformaciones y trastrocamientos, las rupturas iniciales que cruzan las líneas e inician otros agenciamientos. Cuando se habla de defensa crítica del proceso se habla de esta actitud abierta a las posibilidades, a las fuerzas de la potencia social.
En el proceso político boliviano, la defensa del proceso pasa por la defensa del germen del Estado plurinacional comunitario y autonómico, que se encuentra en la Constitución, en los territorios indígenas, en las resistencias comunitarias, en la defensa de los derechos de los seres de la madre tierra, en la defensa de la democracia participativa y pluralista, en la defensa del ejercicio de la democracia directa, de la democracia comunitaria y la democracia participativa. La defensa entonces de la participación social en la construcción de la decisión política, en la construcción de la ley, en la construcción de la gestión pública. La defensa de los derechos fundamentales, de los derechos de las naciones y pueblos indígenas originarios, de los derechos de las mujeres, de los derechos de las diversidades, de los derechos de los trabajadores y el proletariado nómada, de los derechos de los seres de la madre tierra. La defensa de las dinámicas asambleístas, deliberativas, colectivas, de la construcción de consensos, defensa de las movilizaciones, de los ejercicios participativos y democráticos en el despliegue de las transformaciones especificas y singulares. La defensa crítica del proceso es la defensa de la potencia social contra las usurpaciones y suplantaciones de representantes y funcionarios, de políticos que hablan a nombre del pueblo, a nombre de los movimientos sociales, a nombre de la sociedad. Es defensa de la potencia social contra las estructuras de poder y relaciones de dominación heredadas, contra las prácticas burocráticas de gobierno, contra las prácticas despóticas de los jefes, contra la dominación masculina, contra la política beligerante de definición del enemigo externo e interno, que corresponde al enunciado de la política como hostilidad, política experimentada en sentido moderno, enunciado vanguardista y estatalista, a la vez. Este enunciado ha sido compartido tanto por Nicolás Maquiavelo como por K. von Clauzewitz, tanto por Lenin como por Carl Smith, tanto por bolcheviques como por los nazis, tanto por liberales como por “revolucionarios”. Esta forma de política tiene como matriz la fraternidad masculina, la dominación patriarcal, donde la guerra es el recurso inicial y final de la concurrencia de las fuerzas.
No se trata de descartar la posibilidad del enfrentamiento, que siempre está presente, tampoco de descartar una guerra emancipatoria, que puede desatarse como defensa contra la violencia de las dominaciones, sino de interpelar al paradigma de la política, que toma a la guerra como inicio o final de la misma, convirtiendo la beligerancia en el procedimiento primordial, por medio del cual se depura a enemigos internos y se ataca a enemigos externos, buscando conservar el monopolio y el control del poder. Este sentido de la política es conservador, conserva el Estado, y anti-emancipatorio. Incluso puede llegar a simular que emplea los procedimientos de la depuración y de la destrucción para lograr la emancipación buscada, cuando efectivamente descarta las emancipaciones al apropiarse de su representación. Por lo tanto, se trata de buscar la “política” más allá de la política, la política más allá de la fraternidad masculina, la política más allá de las estructuras patriarcales. La política ya no como representación y delegación sino la “política” como participación plural, como construcción colectiva, la “política” como autonomía, en el sentido de autodeterminación.
La degradación de la política, como definición, identificación y combate con el enemigo, ha llegado a tal punto que es usada en el sentido más pedestre y policial del término, no sólo depuración del enemigo interno y destrucción del enemigo externo, sino la extorsión del enemigo indefinido, que puede variar desde el catalogado como delincuente, hasta el demandante de democracia interna, pasando por los supuestos conspiradores, incluyendo a los defensores críticos del proceso, desde los catalogados como resentidos, hasta las mujeres indomables. La degradación de la política es notoria cuando se incorpora a abogados extorsionadores en los mecanismos represivos, quienes se convierten en “defensores del proceso”. Estos “defensores”, calificados por un ex-ministro de gobierno como “profesionales”, se dan el tupe, desde las celdas, donde se encuentra recluidos, de denunciar al ministro de gobierno, que los llevó a la cárcel y les inició un juicio, de ser agente de la embajada estadounidense. Ellos dicen que cumplieron órdenes, acusan al ministro y no dan nombres de quienes les dieron las órdenes. Esta gente “profesional” está disponible al servicio de cualquier gobierno, son incorporadas por su perfil osado, por su subjetividad sin escrúpulos, a los aparatos represivos. Son como los torturadores que han seguido sirviendo a distintos gobiernos. No se hacen problema de que los gobiernos sean diferentes y hasta opuestos, lo importante es ejercer la “profesión” represora y extorsionadora al servicio de celosos y paranoicos gobernantes. Se ha llegado muy lejos en el deterioro y la degradación de la política en tanto definición del enemigo, se han borrado las fronteras de lo lícito y lo ilícito, de lo legal y lo ilegal; se ha llegado lejos cuando vemos que estos personajes inescrupulosos y estas “profesiones” coercitivas se han convertido en “defensores del proceso”. De la usurpación e impostura de políticos astutos, de funcionarios, burócratas, jefes, que sustituyeron a los movimientos sociales y simulan la escena “revolucionaria”, pasamos a la usurpación e impostura grotesca de los “profesionales” de la extorsión, convertidos en paladines de la “defensa del proceso”. La política de la hostilidad se ha convertido en el mejor instrumento del diagrama de poder de la corrupción y la economía política del chantaje.
Los que pueden hablar con propiedad de la defensa del proceso son las y los movilizados, las y los insurrectos, las y los interpeladores, las y los que resisten a la distorsión de la política y la usurpación del proceso por “profesionales” de la extorsión y astutos políticos. Son las comunidades indígenas que resisten a la destrucción de su territorio, son las mujeres más pobres del mundo[7], reducidas a la subalternidad más oprobiosa, son el proletariado nómada, que hacen un recorrido itinerante en la oferta del trabajo del capitalismo salvaje, son el pueblo que se levanta contra medidas monetaristas como las del “gasolinazo”, son las y los que abrieron este proceso usurpado, luchando y entregando su gasto heroico. Todas ellas y ellos son el contenido ético y la potencia del proceso, la posibilidad de la re-conducción del proceso.
La defensa crítica del proceso enfrenta la problemática del poder, de las relaciones de dominación, de las estructuras y diagramas de fuerza, que atraviesan los cuerpos modulándolos en adecuación a las estrategias de domesticación, disciplinamiento, control, simulación. En lo que respecta al Estado-nación y a la sociedad moderna, estas estructuras y diagramas de poder parecen tan inscritas en los cuerpos, tan internalizadas en las subjetividades, en los habitus y prácticas, en los imaginarios sociales, que parecen forman parte de la “realidad natural”, de condiciones históricas fosilizadas, que parecen hacer imposible sus transformaciones. El mensaje del realismo político respecto a esta constatación es que hay que aceptar lo que hay y actuar bajo la determinación de sus condiciones. Acompaña al realismo político una suerte de mentalidad oportunista, que se presta a apoyar esta versión “ideológica” del fetichismo del poder; una de las consignas de este oportunismo es que todo tiene que cambiar para que nada cambie; la política del gato pardo. Se trata de la adecuación a la fuerza dominante del momento. Otra versión, menos relevante del oportunismo, empero, de efectos masivos, es la actitud servil a los nuevos amos; cuyas expresiones son la sumisión, la adulación, el servilismo. Estas dos formas de respuesta a la irrupción de la plebe, de la insurrección de las multitudes y de la movilización prolongada, son no solo conservadoras, pues se adaptan a los cambios para detener sus alcances, sino son formas destructivas e inhibidoras del impulso popular, por lo tanto son formas demoledoras del proceso. La primera forma, la relativa a la simulación y adaptación, termina mimetizándose a tal punto que convierten a la política de gobierno en una constante puesta en escena, en una teatralización donde todo cambia en la escena, pero no pasa nada en la “realidad”. La segunda forma, llamada popularmente “llunkerio”, termina creando atmósferas de pleitesía, climas de alabanza, espacios de propaganda, que desconectan al gobierno de la “realidad”. Se puede comprender que ambas formas oportunistas forman parte de la gama de posicionamientos apologistas. Aunque el oportunismo no cuente necesariamente con un discurso explicativo y auto-justificativo, dejando este papel a la apología con pretensiones teóricas, es de las prácticas más difundidas en el campo burocrático y en el campo político. En los gatos pardos y en los “llunkus” encuentra la posición apologista a la masa de seguidores, que aplauden y actúan en consecuencia de lo que entienden, a su modo, la “defensa del proceso”.
Fuera del consabido enfrentamiento con las clases dominantes, las oligarquías regionales, y sus expresiones políticas, hay que considerar seriamente el enfrentamiento constante, permanente, minucioso y detallado, con la masa difundida de las formas del oportunismo, pues estas masivas prácticas de mimetismo y de adulación se han convertido en el principal obstáculo a las transformaciones que empuja el proceso de cambio. El apologismo, en general, y el oportunismo, en particular, consideran que el proceso está en ascenso, se encuentra como en una quinta o sexta fase ascendente, que el punto de inflexión ya se ha dado, se ha dado la bifurcación, se pasó por la consolidación del proceso, ahora se avanza en la resolución de las tensiones creativas. Que el Estado plurinacional se ha conformado, por lo tanto se ha cumplido la revolución democrática y cultural. Ahora compete cumplir con tareas económicas y administrativas que aprovechen el crecimiento y redistribuyan adecuadamente los ingresos, cumpliendo con los derechos establecidos en la Constitución. Si esta es la situación, los que critican, los que interpelan, los que resisten, están fuera de escena; son llamados conspiradores, resentidos, infiltrados, agentes del imperialismo, libres pensadores. Como puede verse este posicionamiento, que combina el apologismo, el realismo político, el “pragmatismo” de sentido común, con el oportunismo de simulación y el oportunismo adulador, es un Termidor, una manera de terminar con el proceso. La “defensa del proceso” por parte de este apologismo político es una terminación del proceso mismo. La “defensa del proceso” los lleva a la represión, a la descalificación, a la persecución, a emplear métodos de coerción y de cooptación. Procedimientos justificados por la “defensa del proceso”. Nada se tiene que cambiar, nada se tiene que corregir, nada se tiene que re-conducir. Los problemas que se enfrentan son tensiones creativas. De esta forma la “defensa del proceso” se convierte en la culminación del proceso mismo.
El discurso apologista y la masa de comportamientos de simulación y de pleitesía institucionalizados, con los que se cruza, terminan reforzando las estructuras de poder establecidas, termina reproduciendo el Estado en sus formas más teatrales, en la ceremonialidad del poder, tanto espectacular así como minuciosa y detallada, tanto como escenificación gigantesca así como drama cotidiano, detallado, puntual. A los apologistas y oportunistas lo que les interesa es convencer y convencerse que las cosas son como dicen que son. Este es el efecto de la representación; el efecto práctico es el reforzamiento del Estado y de las estructuras de poder y dominación. Por una parte se construye una ilusión, por otra parte se construye un aparato represivo, tan grande como el tamaño de la propia ilusión. El aparato represivo no solamente sirve para el enemigo externo, sino sobre todo para el enemigo interno, para el control, la vigilancia, la persuasión de los propios, y cuando las cosas van más lejos, para la depuración. Entonces las tareas de transformación son sustituidas por las tareas policiales, represivas, de espionaje, de control y vigilancia. El Estado en cuestión se convierte en un Estado paranoico, una fortaleza rodeada por la proliferación de conspiraciones externas e internas.
Ahora bien, la aparición del discurso apologista y de las prácticas oportunistas se han dado, a partir de un determinado momento, en todos los procesos revolucionarios. El impulso de las luchas que abren el proceso irradia su fuerza y su espíritu a un principio; empero, a partir de un punto de inflexión, como que se tiende mas bien a restaurar el Estado, a reforzar las estructuras de poder y dominación, a conservar lo que se tiene y no arriesgarlo, a optar por la defensa del Estado, ha reproducir las mismas tácticas represivas que otros gobiernos, que los gobiernos depuestos, aunque se lo haga en otro contexto. ¿Por qué sucede esto? Las “vanguardias”, usemos esta palabra aunque no nos guste, para ejemplificar, son desplazadas, son sustituidas por camadas de obedientes, por funcionarios burocratizados, por perfiles represivos, por personajes sin escrúpulos, por serviles y oportunistas. Esto puede suceder desde un principio, al día siguiente de la toma o la llegada al poder, o puede tardar un tiempo previo, donde se vive la primavera del entusiasmo. Cada proceso tiene su propia historia singular. ¿Después de la tormenta viene la calma y las aguas vuelven a su sitio? ¿Después del entusiasmo vuelve el apaciguamiento y la “racionalidad”? ¿Por qué ocurre esto, de tal forma que no se pueda escapar a esta trama dramática, donde no se tiene un final feliz? Para responder a estas preguntas no caigamos en la ingenua hipótesis de que si hubieran sido otros hombres hubiera sido otra cosa. Las personas le dan su carisma, inciden en las características subjetivas, producen ciertos desplazamientos, que hacen distintos a los procesos, empero la trama parece sucederse de todas maneras. No es un problema de personas, otras hubieran quizás dado otro carisma, incidir en otras características subjetivas, ocasionar otros desplazamientos, empero, en algún momento se enfrentan al mismo problema, la reproducción del Estado y de las estructuras de poder y dominación. El problema no es de personas, sino de mapas institucionales mantenidos, estructuras y diagramas de poder conservados, Estado restaurado. Si una revolución, si un proceso de transformación, no desmonta estas estructuras de poder, termina tragada y subsumida a la lógica de la reproducción de poder.
La defensa crítica del proceso lucha en los lugares, los territorios, los espacio-tiempo con los que se cuenta, enfrenta los problemas singulares que emergen en el desplazamiento del proceso; comparte las desilusiones y desencanto popular ante la experiencia de un proceso contradictorio y un gobierno teatral, perdido en el laberinto de su soledad[8]; también se anima cuando las organizaciones sociales salen a las calles, denuncia, resiste, interpela, cuando las comunidades indígenas defiende sus territorios, cuando el pueblo defiende la Constitución contra la impostura de un gobierno que promueve leyes inconstitucionales, cuando el pueblo defiende nuevamente los recursos naturales contra parciales y mediáticas nacionalizaciones. La defensa crítica del proceso no renuncia a la utopía, no deja de concebir la lucha por las emancipaciones múltiples, por las liberaciones heterogéneas, por la descolonización radical. Respecto al proceso que se vive, aunque las evidencias muestran el declive y desmoronamiento del proceso, quizás hasta su propia muerte anunciada, no acepta esta evidencia como fatalidad, sino como desafío, como una convocatoria al gasto heroico. El “realismo” de la defensa crítica del proceso es el de la consigna de 1968 heroico: Seamos realistas, pidamos lo imposible[9]. Aunque parezca imposible la reconducción del proceso, la defensa crítica del proceso apuesta a este imposible. La realidad se realiza a veces por el lugar de lo improbable y por lo inesperado de lo imposible.
[1] Esta definición se encuentra en Defender la sociedad. Curso del Collège de Fance (1975-1976) de Michel Foucault. Fondo de Cultura Económica 2000. Buenos Aires. Pág. 22.
[2] Raúl Prada Alcoreza: Horizontes de la descolonización. Plural 2013; La Paz.
[3] El milenio huérfano. Ensayos para una nueva cultura política. Trotta 2005; Madrid.
[4] Termidor, término relativo a la Revolución francesa, término referido a la actitud política de terminar con la revolución.
[5] Albert Camus: El hombre rebelde.
[6] Ver de Raúl Prada Alcoreza Epistemología pluralista y descolonización. Para su publicación en Bolpress; La Paz.
[7] Las mujeres más pobres del mundo, descripción usada por Gayatri Spivak. Crítica de la razón postcolonial. Akal; Valencia.
[8] Alusión al Ensayo de Octavio Paz: El laberinto de la soledad.
[9] Seamos realistas, pidamos lo imposible; consigna de los estudiantes parisinos movilizados del mayo de 1968.