Ante la negación del diálogo, hay que afirmar que el diálogo es un evento, un lugar de encuentro y deliberación y también un camino. Recuperémoslo de las imposturas y de los impostores que pretenden convertirla en pantomima y simulacro al servicio del poder
19M: EL DIÁLOGO, ENTRE EL SIMULACRO Y LA IMPOSTURA. por Armando Muyolema
Línea de fuego
23 marzo 2015
Sucedió lo previsible. Aunque los principales líderes de la marcha todavía dejaron notar su esperanza en la opción de diálogo, no habrá diálogo. Fiel a un estilo de gobierno y a su retórica arrogante, el Presidente Rafael Correa, una vez más cerró las puertas del diálogo. “No vamos a dialogar con violentos”, sentenció con virulencia. Pero después de una intensa campaña mediática oficial a favor del diálogo y de esta abrupta clausura, es necesario reflexionar sobre los significados del diálogo según el uso oficial: es decir, develando lo que su despliegue real escamotea. Recordemos que antes de la marcha, el gobierno quiso transmitir su disposición al diálogo. Antes de la Marcha, una pintoresca cena palaciega afirmó el diálogo como una práctica. El gobierno ya dialogó y lo hizo con los líderes “verdaderos”. Pero ¿Qué es el diálogo para el gobierno? Las siguientes definiciones son urgentes y necesarias tenerlas en mente como punto de partida.
Diálogo:
Plática entre dos o más personas, que alternativamente manifiestan sus ideas o afectos (RAE).
Simulacro: Ficción, imitación, falsificación.
Impostura: Fingimiento o engaño con apariencia de verdad.
Pantomima: Comedia, farsa, acción de fingir algo que no se siente.
Diálogo: mesianismo y esquizofrenia
Desde el principio, la esquizofrenia ha sido un atributo esencial del correísmo. La esquizofrenia se ha convertido en la identidad de su proyecto político: una cosa es el discurso y otra cosa es lo que realmente se hace (o se deja de hacer). Esta disociación tiene sus raíces, por un lado, en la materialidad contingente del cálculo político, en la necesitad de proyectar una imagen “progresista” sobre todo hacia fuera y, en un nivel abstracto, en la asunción de un mesianismo político del que se deriva el discurso fundacional del “cambio de época”. No hay que descartar también que esta disociación esquizofrénica, radica también en la ignorancia de los campos de acción (por ejemplo, la educación en manos de profesionales ajenos a este campo y más afines a la empresa) que afecta al discurso y las prácticas en varios niveles de la administración estatal. A las “mentes lúcidas” hace falta conocimiento y experiencia. Los “corazones ardientes” se congelan bajo el gélido manto de la arrogancia. El mesianismo político quiere redimir pero sin diálogo. Y como el diálogo es una práctica política necesaria, el correísmo lo ha convertido en un simulacro; en una mera pantomima cuyos actores en escena dramatizan públicamente la materialización de una impostura política que amenaza con multiplicarse: cada organización social histórica mira con estupor el surgimiento de su alter ego gobiernista.
En el contexto de su discurso fundacional, la noción de “principio” debe entenderse en su sentido mítico, como el origen del mundo. El anuncio frecuente de que asistimos a un “cambio de época” (en contraposición expresa a una “época de cambio”) conlleva la negación total de todas las historias. Todo lo pasado fue malo; todo el pasado es representado como el territorio de la “larga noche neoliberal”. El pasado es un pasado homogéneo y genérico. Durante 8 años se ha repetido la imagen de una realidad sombría, desoladora, de un país en ruinas. Una perversa política de la memoria social pretende borrar la memoria de lo político, esto es la memoria de las grandes luchas sociales de las últimas décadas que alimentaron la imagen de un país, de una sociedad, de un orden político totalmente diferente. En la duración histórica todo lo bueno de nuestro país empezó ayer, aunque el país “ya cambió”, todavía rige la lógica fundacional.
Empero, de ese pasado son recuperables solo algunas ruinas que pueden tener la función de darnos una dosis de energía afectiva y unas chispas de memoria que nos devuelva el sentido de que somos una sociedad que tuvimos un tiempo histórico: un personaje ilustre como Eloy Alfaro, el sintagma “sumak kawsay” celebrado como si fuera la última y única reliquia de una lengua desaparecida – no existe una política lingüística que evidencie lo contrario -, una camisa bordada. Y es así que en el tiempo de la “revolución ciudadana” vivimos los tiempos míticos de la fundación y el inicio de todas las cosas: “Ya tenemos Patria”, anuncian rutilantes gigantografías a lo largo y ancho del país. La negación y la condena del pasado implican también no solo el acto de tomar distancia y desmarcarse de ese pasado sino, sobre todo, un posicionamiento y una mirada exterior de ese pasado: ninguno de los “revolucionarios” estuvo allí ni fue parte de ese pasado.
La masiva propaganda oficial transmite el mensaje subliminal de que los operadores del cambio “revolucionario” no pertenecen a la historia; ellos irrumpieron en la “larga noche neoliberal” como llegados de algún lugar exterior. Por eso venden la ilusión de que los “revolucionarios” ni siquiera son alguna suerte de “sobrevivientes” del tiempo y de las políticas neoliberales, y como están libres de esas sombras no quieren juntarse con quienes sí lucharon contra el neoliberalismo y, si no lo derrotaron, al menos hicieron descarrilar sus proyectos de saqueo. La sociedad empieza a existir al despertar y adherir al tiempo fundacional de la “revolución”. Por esta razón, el tiempo histórico de las luchas sociales es incompatible con los tiempos míticos de la “revolución ciudadana”. Y como los operadores mesiánicos de la “revolución” tienen que enfrentarse al tiempo histórico que contiene inevitablemente las luchas sociales cuya trayectoria histórica fue la lucha contra el neoliberalismo, la esquizofrenia se ha convertido en el modo de ser de la acción política del correísmo. El despliegue esquizofrénico invoca el diálogo pero como sumisión o seducción para que el curso de la creación de la patria nueva no sea alterado en virtud de alguna eventual concesión.
En este contexto ideológico y político el recurso del diálogo es imposible. Desde la irrupción del correísmo el diálogo se ha convertido casi en un tabú; en un concepto y una práctica excluida de la política y de la forma de gobernar. El correísmo, en esencia, no ha dialogado con nadie hasta muy recientemente que se reunió, curiosamente (por su animadversión a este sector), con los empresarios; es decir, se sentaron vis a vis; seguramente hubo propuestas, contrapropuestas, negociación y acuerdos. La ideología mesiánica y los triunfos electorales han vuelto irrelevante el diálogo durante los ocho años de gobierno. Con relación a los pueblos indígenas y a las organizaciones populares, el correísmo representa no solo el diálogo imposible sino la negación total de toda posibilidad de diálogo.
Por ejemplo, con un simplismo arrogante, como condición para dialogar, exige a la UNE que “pida disculpas al país” porque según los iluminados revolucionarios, la UNE, solamente la UNE, es culpable de todos los males que afectan a nuestra educación. Como que el gremio de maestros hubiera sido la encarnación misma del neoliberalismo, cuando en realidad, más allá de todas las críticas merecidas que se le pueda hacer a este gremio, batalló contra el neoliberalismo en la educación. Y sin embargo, cada vez que sube la tensión política por las reivindicaciones de estos sectores de la sociedad, la invocación del diálogo se vuelve el elemento articulador tanto de los discursos políticos como de la prensa oficialista. Oportunismo, miedo o cinismo político han convertido el diálogo en simple pantomima. Desde luego, sabemos muy bien que todos los gobiernos han usado la misma estrategia, pero en tiempos de la “revolución ciudadana”, no solo que jamás ha habido voluntad de diálogo, sino que ha mostrado un profundo desdén y hasta un rechazo deliberado.
Digamos claramente. El correísmo en todos sus estratos de mando no sabe dialogar. Desde muy temprano ha preferido el monólogo. El discurso unidireccional. El adoctrinamiento masivo. El público que escucha, aclama y aplaude, pero no pregunta ni opina. Y no dialoga por asumirse como un proyecto fundacional, como una pléyade de iluminados de “mentes lúcidas, corazones ardientes y manos limpias” que saben a priori lo que la gente quiere ¿Para qué dialogar si todos son corruptos y culpables y pertenecen a la “larga noche neoliberal”? No dialoga porque su asumida superioridad moral implica una profunda y esencial negación de coetaneidad a sus interlocutores; los posibles interlocutores no pertenecen a los tiempos de la “revolución”. Todos los interlocutores cuyas luchas pertenecen a la historia (y no al tiempo mítico fundacional), representan al “viejo país” o son calificados como “infantiles”; es decir, en esencia, no son iguales ni moral ni históricamente. Pero como la “historia crítica” encarnada en la voz y en las movilizaciones de los sectores excluidos hace sus irrupciones en el sosegado tiempo mítico de la creación del mundo nuevo (“el cambio de matriz productiva”, por ejemplo) el oficialismo tiene que simular que la nueva tradición del monólogo político tiene la apariencia de un diálogo. Las truculentas y pintorescas imágenes de una cena palaciega, fueron recogidas por la prensa “pública” y el aparato de propaganda oficial como la evidencia de la disposición del gobierno al diálogo. Pero los rostros, el “pacha” o tiempolugar y los relatos oficiales ad hoc derivados, dejaron ver que para el poder el diálogo es solamente “comedia, farsa, acción de fingir algo que no se siente”.
Una breve historia del diálogo, según la praxis de la “revolución ciudadana”
En efecto, empecemos por lo más familiar, las “sabatinas”, con una frecuencia semanal, fueron pensadas supuestamente como espacios de rendición de cuentas y de diálogo con la gente, in situ. Este espacio, como todos sabemos, pronto se convirtió en un monólogo, en un discurso unidireccional, sin opción al diálogo que es la “plática entre dos o más personas que manifiestan sus ideas o afectos”. Donde eventualmente han surgido preguntas críticas fuera del protocolo hemos visto policías golpeando al preguntón insolente y sacándolo de escena. Y el evento se ha convertido en una tribuna para el insulto procaz y para la invocación a la fe en la revolución. Entre las creaciones emblemáticas de la “revolución” las sabatinas lo son, pero como polución del lenguaje.
Pero lo que más evidencia la negación del diálogo como práctica política del régimen es la intervención sistemática del gobierno para destruir las organizaciones populares con largas trayectorias de lucha. La marginalización, el escarnio y, sobre todo, la asociación de las organizaciones indígenas y populares con el pasado oficialmente negado (por ser el tiempo de la “larga noche neoliberal”), ha llevado al correísmo, dentro de su lógica fundacional, a la creación de organizaciones sociales paralelas a las existentes. Estas nuevas organizaciones “progresistas” impulsadas desde el estado se han constituido en la condición de posibilidad del diálogo político, el gobierno dialoga –o mejor simula dialogar- solo y únicamente con estas organizaciones derivadas; pero dado su mismo origen, estas nuevas organizaciones han servido para el despliegue del diálogo como pantomima y simulacro, y cuyos actores, no son más sino simples impostores (¿a quién representan los “nuevos” líderes indígenas”? ¿Acaso pueden demostrar que fueron electos cualquiera sea la forma de elección?) que están ocupando el lugar de una amplia gama de interlocutores procedentes de fuera del movimiento político oficialista. El correísmo ha creado, así, otras organizaciones sociales no para dialogar sino para simulando que dialoga, negar tajantemente el diálogo; lo que quiere es tener gente que les escuche y les aplauda siguiendo el mismo libreto de las sabatinas y de los discursos ante las masas; el oficialismo solo quiere repetir su monólogo, vale aclarar, hablar en voz alta ante un público fanático, delirante u obligado, llamar a tener fe y ser escuchado, volviendo el diálogo en una mera pantomima.
Durante los últimos días, ante la marcha popular de los trabajadores y de las nacionalidades indígenas anunciada para el 19 de marzo, tanto desde el gobierno como desde la prensa oficial, se ha tratado de posicionar el diálogo como el camino para resolver las demandas sociales. Pero lo que parece políticamente plausible, el posicionamiento mediático del valor del diálogo ha tenido dos objetivos claramente alejados de la verdad y de la plausibilidad política: a) presentar la imagen de un gobierno no solo abierto al diálogo sino que siempre ha estado en diálogo con las organizaciones sociales y, b) que son las organizaciones sociales, especialmente la CONAIE, las que se niegan y se han negado al diálogo. El cinismo es lo que mejor describe esta masiva intervención mediática. Dentro de esta estrategia, la prensa oficial, muy hábilmente, muy en sintonía con la propaganda y las estrategias políticas oficiales, ha tenido el cuidado de poner en boca de los “dirigentes” de las nuevas organizaciones tanto la reivindicación del diálogo como el cuestionamiento y la condena a las “viejas” organizaciones sociales. Las nuevas organizaciones sociales, aquellas que están naciendo en el tiempo mítico de la “revolución” se han expresado en sintonía total con el oficialismo. No hay fisuras, la utopía del consenso absoluto se ha hecho realidad en la cena palaciega que unió en abrazos, conversaciones y “seguimientos” de propuestas (no podía ser de otra manera), a sirios y troyanos. Veamos unos fragmentos de esa construcción (o ilusión) del consenso total. Los protagonistas del diálogo en estos días son la Alianza Indígena por la Revolución ciudadana, la Red de Maestros por la Revolución educativa y la Central Unitaria de Trabajadores (CUT), todas ellas surgidas de la maquinaria política estatal y bajo la batuta de los ministerios relacionados y de Alianza País.
Las organizaciones y gremios palaciegos: diálogo e impostura
Por ahora, tomaré como referencia La prensa “pública”, es decir, la prensa que dice la verdad, la que se recomienda leer desde el gobierno (¿para qué ocuparse de la prensa “mercantilista” y corrupta”?). Durante los últimos cuatro días, los medios públicos” han remarcado que las 14 nacionalidades, 28 pueblos y las organizaciones nacionales y regionales como la CONFENIAE, la FEI y la FENOCIN rechazan la marcha del 19-M. Se pone en boca de los dirigentes de esas organizaciones una antología de frases útiles para el oficialismo; el primer consenso establecido mediáticamente es (no faltaba más…) el diálogo; pero desde otra perspectiva, encubren el autismo oficial. Estos dirigentes, se afirma, “han escogido las conversaciones como vía para poner en marcha al Estado Plurinacional”; “apuestan por el diálogo como método para responder sus demandas históricas”; “si el Presidente …de todos los ecuatorianos quiere reunirse con las bases, con los amawtas, estamos aquí a su plena disposición”; “Todos descartaron su apoyo a la marcha”; “insistieron en la necesidad del diálogo”; “la CONAIE no representa a todo el movimiento indígena”; “rechazan que se vincule a la derecha en un posible intento de desestabilización al Gobierno”; “Este país necesita unidad y no confrontación”; “Aquí estamos los nuevos líderes, los jóvenes [Antonio Vargas, Carlos Viteri, Miguel Lluco, Delia Caguana…estuvieron allí] que tenemos otro tipo de criterio y propuestas”; “necesitamos diálogo permanente”; “la CONAIE no es la única vocería y no abarca a todas las organizaciones sociales que trabajan con autonomía”. Entre los objetivos del diálogo se repite hasta el cansancio: “su propuesta tiene 3 objetivos: político, social y económico”; “dar seguimiento a las propuestas planteadas el pasado 23 de febrero”; pero el diálogo, según los medios “públicos” no es pues una práctica traída de los pelos y al apuro al calor de la coyuntura política, todo lo contrario, la cena palaciega fue parte de una rutina de larga duración, el motivo fue también para “dar el seguimiento del masivo encuentro ocurrido hace 2 años (29 de agosto de 2013) cuando 35 mil indígenas y organizaciones de base escucharon el discurso de Correa en Riobamba”.
Por su parte, la Red de maestros por la revolución educativa, según la misma prensa “pública”, los voceros de la Red opinan: “no participará en las marchas de la UNE… esta marcha tiene fines desestabilizadores”; “dichas marchas no representan al magisterio ni a los educadores”; “la UNE no debe tomarse el nombre del magisterio”; “el magisterio fiscal estará cumpliendo sus labor en las aulas”; “Nosotros, dice un dirigente, estaremos planteando una agenda de trabajo con el Ministro”, “ellos [la UNE] son los culpables de la pésima educación que había en el pasado”; “ellos [la UNE] secuestraron la educación”; “seudo-dirigentes no quieren entender los beneficios para los niños y los jóvenes del país [?]”.
La CUT, es más explícita en identificarse con el oficialismo. Mediante un boletín oficial afirman: “La CUT denuncia que marcha del jueves busca desestabilizar la democracia”; “la CUT y varias organizaciones sociales anunciaron su rechazo a la movilización prevista para el jueves 19 de marzo”; la marcha de “ciertos grupos no representan el sentir democrático y pacífico del pueblo ecuatoriano ni de la mayoría de los trabajadores del país”; “el juego que ciertos sindicatos y ciertas organizaciones sociales le hacen a la derecha, evidencia que sus dirigentes no han logrado superar el discurso y posiciones de resistencia de la época neoliberal”; “estas acciones buscan generar violencia y desestabilizar la democracia para volver a instaurar el fracasado modelo neoliberal”; “el FUT y la CONIAE le están haciendo el juego a la derecha”. Gustavo Zurita, dirigente de la Confederación de trabajadores y trabajadoras autónomas del Ecuador (CUTTAE), es aún más explícito en dejar clara su filiación política: “Defenderemos en las calles, dijo, el proceso de la Revolución Ciudadana”. Y han de seguir repitiendo que no son organizaciones derivadas del movimiento oficialista y parte de una estrategia política más amplia de destrucción de la organización y de las luchas sociales.
Las artimañas narrativas de la prensa oficial son dignas de una antología de la infamia. Como si manejaran un guión, un libreto o una matriz discursiva (¿o lo manejan de verdad?), los “líderes” amantes del diálogo coinciden en destacar la apertura del gobierno; “antes, solo había levantamientos para hablar con un asesor”, se dice, como para destacar que ahora sin marchas ni levantamientos pueden cenar, conversar y, sobre todo, “dar seguimiento” a los acuerdos junto al presidente. Todos sabemos que la historia de las luchas sociales contiene imágenes y testimonios impresionantes de diálogos con los gobernantes, obligados claro está por la presión de las movilizaciones. El diálogo nunca tuvo el objetivo de “someter gobiernos” sino ser escuchados y atendidos sobre la base de reivindicaciones concretas. ¿A qué fueron al palacio los “nuevos dirigentes”? En virtud de las artimañas narrativas, a primera vista la banalidad se vuelve sustanciosa. Se dice, en efecto, que los líderes de las 14 nacionalidades y de los 20 pueblos junto con otras organizaciones nacionales y regionales, llegaron para “poner en marcha al Estado Plurinacional” cuya “propuesta tiene 3 objetivos: político, social y económico”. Se dice también que el propósito fue para “dar seguimiento al diálogo sobre las propuestas que entregaron el 23 de febrero en Santo Domingo”, pero también para dar “seguimiento del masivo encuentro ocurrido hace 2 años (29 de agosto de 2013) cuando 35 mil indígenas y organizaciones de base escucharon el discurso de correa en Riobamba”. Es decir, se quiere posicionar la idea de que el diálogo ha sido permanente y viene de lejos! Pero ¿qué hay de fundamental en estos objetivos difusos y generales? ¿Tiene sentido y alguna utilidad práctica “dar seguimiento a los discursos” presidenciales?
Sin duda estamos ante una estrategia propagandística vacía, pero que ha servido como plataforma para que los voceros del oficialismo afirmen sin dudar “no ha habido gobierno en toda la historia del país que haya hecho más por nuestros campesinos, los trabajadores los compañeros indígenas”. Más allá de “poner en marcha el Estado Plurinacional” basado en objetivos económicos y sociales, nada se dice de las políticas extractivistas, del desmantelamiento sistemático de la educación intercultural bilingüe, de las nuevas leyes en marcha, etc.. Los enunciados generales y difusos solo sirven a la estrategia desmovilizadora, pero no se vio ningún compromiso ni acciones concretas, por ejemplo, para “poner en marcha el Estado Plurinacional. En el fondo, la convicción mesiánica persiste y se afianza: no se necesita dialogar, nosotros sabemos lo que es bueno para todos y hay que imponer los cambios “revolucionarios” a toda costa. Por esa razón, el diálogo es solo una pantomima dentro de la estrategia de predicar lo que no se hace.
Hay mucho que analizar y reflexionar respecto del valor político del diálogo que escapa a este análisis de urgencia y de coyuntura. Lo que queda claro no es precisamente un ejercicio de diálogo político franco entre el gobierno y las organizaciones sociales. La creación de las organizaciones paralelas, el sindicalismo paralelo, el magisterio verde y la “alianza indígena”, han demostrado que la condición del diálogo es la sumisión, el sometimiento y la domesticación política. Se ha politizado, dicen, a cualquier intervención crítica; de manera que el diálogo implica la despolitización. Las mismas denominaciones inocentes de “red” o “alianza” se vacían de sentidos políticos, restan sentido político a la forma sindical. Así, el gobierno mantiene el monopolio de la política y dialoga con quienes han renunciado a la política. Frente a las organizaciones derivadas de la iniciativa estatal, el gobierno es generoso en discursos de alabanzas, en reconocimiento (la presencia del presidente y de varios ministros en la fundación de la Red de maestros, la entrega de los estatutos a esta misma organización por parte de Ministro del ramo) y en dádivas (ejemplo, miles de becas “gratuitas” para preparar a los maestros), los sindicatos asociados al oficialismo reciben a manos llenas sin luchar.
El paternalismo político estatal de estas organizaciones es evidente en un doble sentido: como organizaciones derivadas de la maquinaria estatal y como dominación dadivosa. Para estas organizaciones nuevas, el único antagonismo permitido por ese poder paternal es denigrar y descalificar a los líderes y a las organizaciones en contra de las cuales fueron creadas (la UNE, la CONAIE, el FUT): que “no representan a nadie”, dicen, y a los “seudodirigentes”, pero no pueden o no tienen imaginación para decir algo fuera de los adjetivos del oficialismo. Y no solo eso, implica también la subsunción política en la estructura partidista de AP, deben hablar como si fueran iguales, pero toda la agenda parece que se elabora cuidosamente en los escritorios ajenos a las nuevas organizaciones. O se prefiere la repetición, pues debe haber armonía total entre lo que el gobierno cree que es bueno para los indígenas, los maestros, los sindicatos y lo que le piden los indígenas dialogantes, los sindicatos defensores de la “revolución ciudadana” o la “red de maestros”. Los nuevos gremios piden justo lo que la “revolución” les tiene preparado o, al revés: el estado les ofrece justo lo que los gremios quieren. Hay sintonía total. Hasta podría preguntarse uno ¿para qué sirven los gremios “progresistas”?
En la lógica mesiánica, fundada sobre la negación absoluta del diálogo como práctica política, la tensión de las opiniones divergentes descoloca, rompe el protocolo de esa sui generis manera de dialogar, saca de quicio al poder, lo ridiculiza como sucedió en aquel único encuentro cara a cara entre el gobierno y la CONAIE, del cual lo único memorable es ese intercambio fugaz de una pregunta y una respuesta. “-¿Quién estúpido dijo eso? –Usted señor Presidente”.
La CONAIE: Una historia política del diálogo.
La CONAIE tiene una historia densa todavía no contada íntegramente desde sus raíces, sus contextos, sus propuestas y sus opciones históricas. En el contexto político de los años 80, la lucha por las reivindicaciones sociales tenía más de una opción. El grupo Alfaro Vive Carajo!, por ejemplo, optó por la lucha armada. En esta misma década, confluyeron mil historias de luchas campesino-indígenas en distintas escalas y con una acumulación política de larga duración. Los pueblos indígenas no podían desperdiciar su experiencia política de paciente articulación desde las bases comunitarias basadas en una estrategia fundamental: el diálogo y la reflexión exhaustiva sobre temas, situaciones y contextos específicos (en forma anecdótica, todavía recuerdo vívidamente, a algunos participantes de las asambleas comunitarias clamando por ser “más ejecutivos”; es decir, deliberar menos y tomar decisiones). La deliberación colectiva, el diálogo, fue una opción política acorde con el tiempo histórico como presente y como horizonte. El concepto político fundamental que sustentó el proceso de organización fue el diálogo y esa ha sido una constante a lo largo de su accionar político de las últimas décadas. La CONAIE, desde su fundación ha protagonizado las más grandes movilizaciones de la historia nacional con un solo objetivo: primero para reclamar y posicionar el derecho a tener derechos (en el contexto del levantamiento de 1990, escuché a un hombre adinerado de Alausí, cuestionar la movilización indígena con esta frase memorable: “¿Qué derechos reclaman si nunca los han tenido?”); luego, para obligar a las autoridades a sentarse a dialogar con los pueblos y nacionalidades indígenas sobre la base de una agenda propia (es histórico el “Mandato por la vida”, de 1990). Y esto ha sido así porque ningún gobierno ha convocado de buena gana a los pueblos indígenas para mantener diálogos para pensar por ejemplo sobre la reforma agraria o la educación, y menos aún sobre el lugar que les correspondería en un nuevo orden político y estatal.
El diálogo ha sido siempre la razón de ser y de actuar de la CONAIE tanto hacia fuera como hacia dentro de sus bases. Esa ha sido su fortaleza y su debilidad a veces, sobre todo, cuando ha tenido que tomar decisiones –siempre colectivas- en el vértigo de los acontecimientos políticos. Esto saben muy bien algunos mutantes que estaban allí y que gozan ahora de posiciones de poder en el gobierno. Pero la CONAIE jamás ha dialogado de rodillas. A la CONAIE nadie le ha “dado haciendo” su agenda. La CONAIE ha dialogado desde sus propuestas y desde una comprensión propia de las realidades locales, nacionales y globales. El levantamiento, las movilizaciones, las marchas multitudinarias y los mandatos son parte de la historia social y política de la CONIAE y del país no solo como eventos que interrumpieron los discursos lineales del Estado-nación y de las políticas neoliberales sino, sobre todo, porque hicieron posible el diálogo político abierto entre las autoridades del Estado y los líderes de las nacionalidades indígenas. En esa tradición, hay que recordar que, recientemente, un respetado dirigente de la CONAIE, Humberto Cholango, ingenuamente, se gastó su tiempo de dirigente invocando el diálogo. Esperó sentado durante tres años, pero el diálogo es un acto transitivo e implica por definición a más de dos interlocutores interesados en sentarse a la mesa y dialogar. Pero el mesianismo es la antítesis del diálogo. Y es así en tiempos de paz y en tiempos de movilización social.
¿Qué nos queda más allá del diálogo negado?
Las movilizaciones del 19-M han sido multitudinarias. ¿Qué ha sido un fracaso por su diversidad de reivindicaciones? ¿Qué las movilizaciones pretenden “someter gobiernos”? La arrogancia política tiene un costo y la diversidad de la marcha indica un descontento generalizado que abre el horizonte político, antes colonizado por el miedo inducido a la “restauración conservadora”. La “marcha de la paraguas”, ha dejado ver el resurgir del tiempo histórico de las luchas sociales. La miopía política, la arrogancia o el miedo, sí, el miedo puede marcar un punto de quiebre y el declive inexorable de un proyecto que pretende convertirse ingenuamente en algo irreversible. ¿Por qué negarse a dialogar? ¿Por qué entender que las movilizaciones solo buscan “someter gobiernos”? Un poquito de humildad y saliendo un paso fuera del mesianismo llevaría a sospechar de que algo está mal y haría bien escuchar las voces del descontento.
Tanto los contenidos superfluos del simulacro de diálogo teatralizado estos días entre el gobierno y las dirigencias de las organizaciones satélites del movimiento oficialista, como lo que no se ha hecho durante 8 largos años de “revolución ciudadana”, solo demuestran perspectivas antagónicas ante las cuales la sociedad ecuatoriana en su diversidad multidimensional tiene que tomar un posicionamiento claro y abierto: por un lado, el proyecto de construcción nacional autoritario y excluyente impulsado desde el gobierno y una sociedad que se define y se imagina en su riqueza cultural que incluye varias lenguas, varios pueblos, una sociedad diversa en varios sentidos, representados y fortalecidos en un nuevo orden político donde una consistente “política de la presencia”, de redistribución de reconocimiento, organice y sustente todas las formas institucionales de la sociedad.
Para los pueblos indígenas, para las mujeres, para los trabajadores, para todos los pueblos dominados el pasado vivido bajo distintas formas de dominación no es deseable ni tenemos nostalgia del control social y del control de nuestros cuerpos. Nadie quiere volver al pasado. Esa es una ficción del discurso del discurso del poder. Nadie añora el pasado, pero no estamos conformes con lo que tenemos ahora mismo. Nuestro presente es un estado que quiere “educar a la mujer”, quiere colonizar su imaginario; nuestro presente sufre el desdoblamiento esquizofrénico del poder: una superficie discursiva progresista (aunque poco a pocos se va “sincerando” públicamente) y acciones concretas retrógradas y arcaicas. Nuestro tiempo no está en recuperar lo poco que ganamos en el pasado a punta de grandes luchas sino siempre la aspiración de superar todos los ismos que nos han oprimido: el colonialismo, el liberalismo, el neoliberalismo, el capitalismo, el patriarcalismo, el imperialismo, el nacionalismo, el indigenismo, y esa última invención esquizofrénica: el correísmo, en los albores del siglo XXI.
Ante la negación del diálogo, hay que afirmar que el diálogo es un evento, un lugar de encuentro y deliberación y también un camino. Recuperémoslo de las imposturas y de los impostores que pretenden convertirla en pantomima y simulacro al servicio del poder.