Desentrañar, si se puede, en algo, los enrevesados mecanismos subjetivos que impulsan al gobierno a hacer lo que hace, sobre todo a decir lo que dice. En este sentido, vamos a tratar de interpretar estas conductas contradictorias, que a ratos, casi a menudo, parecen hasta extravagantes.
El entreverado recorrido laberíntico de las ensambladuras políticas
Raúl Prada Alcoreza
¿Cuál es la relación de las versiones gubernamentales con la opinión pública, usando este concepto de los saberes de la comunicación? Sobre todo: ¿cuál es el imaginario gubernamental, imaginario que se imagina convincente en la difusión de sus versiones? ¿Qué representación tiene del imaginario colectivo, que, por cierto, es variado y diverso? También: ¿qué representaciones tiene de la población, del pueblo, de la gente, sobre todo de quienes considera sus enemigos, que, por cierto, no tienen el mismo perfil, aunque el gobierno los meta a todos en la misma bolsa? Estas preguntas son importantes para desentrañar, si se puede, en algo, los enrevesados mecanismos subjetivos que impulsan al gobierno a hacer lo que hace, sobre todo a decir lo que dice. En este sentido, vamos a tratar de interpretar estas conductas contradictorias, que a ratos, casi a menudo, parecen hasta extravagantes.
En relación a la primera pregunta, que no es tan difícil descifrar, podemos decir que el gobierno popular hace lo mismo que todo gobierno, considera a la opinión pública como ingenua y manipulable. Todo gobierno busca no solo su legitimidad, por lo tanto su legitimación, la legitimación de sus actos, sino que persigue convencer a la opinión pública de los casos más insólitos e increíbles. Hay como una confianza ciega de que el poder lo puede todo, lo alcanza todo, incluso evadir la realidad, por cierto como representación del sentido común, y recorte, más o menos consensuado, de la mayor parte de las poblaciones. Considera que su representación, la gubernamental, por cierto más reducida, esquemática y prejuiciosa, de lo que pueden ser las representaciones del sentido común, es más valida que las representaciones usuales.
La segunda pregunta es más difícil de responder. ¿Cómo auscultar este imaginario gubernamental? Estamos lejos de pretender hacer entrevistas a los gobernantes; además dado el caso, de qué nos serviría lo que nos dicen, fuera de ratificar lo que dicen públicamente. No podemos hacer otra cosa que aproximarnos a partir de hipótesis interpretativas, construidas a partir de la observación de los comportamientos y la decodificación de sus discursos.
Una primera hipótesis va en el sentido del fetichismo institucional; es decir, de la “ideología” estatal. El creer que las relaciones se reducen a relaciones institucionales, como si las instituciones tuvieran vida propia, como si no fueran relaciones sociales, sobre todo relaciones de poder. Por este camino, aparecen las relaciones efectivas, que al principio, se las considera como anexos, o prácticas colaterales, prácticas que se convierten en paralelas, para después extenderse a la actividad interna de las instituciones, corroyendo la misma institucionalidad, e imponiendo su economía política del chantaje. Entonces este imaginario tiene como dos caras, por así decirlo; una la oficial, el discurso de la “ideología” estatal, el fetichismo institucional; la otra, paralela, empero, efectiva, las prácticas corrosivas de los circuitos demoledores de la economía política del chantaje. Se explica que se crea que este discurso estatal sea convincente, pues se supone que la verdad es institucional, que adquiere la forma forzada de la verdad jurídica.
Después de esta interpretación, respecto a la segunda pregunta, no es complicado avanzar a la tercera pregunta, contando con las dos primeras respuestas. El imaginario gubernamental se cree superior a los imaginarios colectivos, sociales y de la gente. Considera que el Estado está en la posición privilegiada y estratégica de representar la totalidad de la nación, mientras que la gente solo puede hacerlo respecto a sus localismos, sus gremialismos, sus regionalismos, sus particularismos. Esta es la pretensión de verdad de la razón de Estado. Empero, como hay una segunda cara, una segunda forma de manifestarse el imaginario gubernamental, la relativa a las prácticas paralelas, el imaginario tiene como una base realista, pragmática, oportunista y cínica. En un mundo cambalache, problemático y febril, lo mejor es hacer lo que este mundo impulsa a hacer: jugar a las apariencias, sin embargo, aprovechar el momento de disponibilidad para mejorar el acumulo privado, ingresando así a la clase de los privilegiados. Entonces el imaginario gubernamental es doble o, si se quiere, de dos capas; es el imaginario que corresponde a la verdad del poder; en la otra capa, es el imaginario febril del pragmatismo cínico.
La cuarta pregunta obtiene una respuesta casi como por deducción de las anteriores respuestas. Desde la perspectiva de la “ideología” estatal, las poblaciones, el pueblo, la gente son los ciudadanos; estos ciudadanos son atendidos por el Estado. En este sentido, aparecen como sujetos necesitados, sujetos demandantes. A los que se les puede atender, de acuerdo a los recursos y del presupuesto. Sin embargo, como hay la otra capa del imaginario gubernamental, la capa pragmática, resulta que la gente, el pueblo, la poblaciones, son vistas como clientelas, entonces son vulnerables a las acciones y discursos gubernamentales, son susceptibles de incorporarse a las redes clientelares, que no son otra cosa que cómplices de la economía política del chantaje.
Para los gobernantes, ya en la completa paranoia, todos los que no están con ellos, son enemigos, estén a un lado u el otro, aunque estos lados sean opuestos, puesto que para los gobernantes no hay más que dos lados, el lado bueno, ellos, el lado malo, los otros, que son los enemigos.
Ahora podemos sugerir una explicación del entreverado recorrido laberíntico de las ensambladuras políticas.
Si se revisa la secuencia de las conductas, comportamientos, prácticas, incluso políticas, sobre todo las versiones justificativas, se observa decursos sinuosos y enrevesados. Los gobernantes, los representantes delegados, los magistrados y los tribunales, parecen escoger el peor camino para justificar sus actos, el camino del laberinto, que es ciertamente el de la confusión babilónica. ¿Por qué lo hacen? No sería sugerente decir que lo hacen por que escogen este camino, que resulta un calvario; es, quizás, más conveniente apreciar que, en principio dan pasos, seguros de sí mismo, con la confianza de que controlan todo y van a controlar los decursos. Cuando no ocurre esto, cuando se encuentran perdidos en la maraña de entuertos y vericuetos, que ellos mismos han desencadenado, ellos mismos no saben qué antecede y qué sigue, cuando se encuentran desorientados, entonces acuden a recursos desesperados, para salir de este laberinto. Los recursos desesperados resultan ser más espantosos que los anteriores, pues, en vez de ayudar en la orientación, apabullan con más confusión, generando más problemas de los que había. Es cuando los gobernantes se sienten desamparados; lo único que les queda es fingir seguridad, mostrando la elocuencia del poder, el monopolio de la violencia del Estado, que es el único amparo que les queda, su tabla de salvación, que no es ya otra cosa que una embarcación a la deriva.
Este es el momento más vulnerable del poder institucional, cuando levita como fantasma en pena en una ciudad en ruinas. Se sostiene cubierto por la fortaleza milenaria de la fabulosa maquinaria estatal, en la más desolada soledad, en tanto que el pueblo asombrado, desencantado, todavía no sale de su perplejidad, y sigue sosteniendo bondadosamente al alma en pena, un tanto por compasión, otro tanto por nostalgias y otro tanto porque no tiene opciones.