La experiencia de las maniobras del gobierno mexicano y la lucha de los profesores de ese país, son casi un calco de las luchas de los maestros en Chile y se aplican a todos los países. Las llamadas reformas educativas son para la consolidación del sistema y no para su mejoramiento, y menos para su superación.
La gestión de las resistencias
Roberto González Villarreal*
La Jornada
Una de las estrategias del poder es aislar las resistencias. Inhibir la coordinación de las luchas subalternas es parte de sus tareas. Lo hace de muchas formas: tratos diferenciados, linchamientos morales, represiones selectivas, amenazas diversas, narrativas trucadas, entre tantas otras. No sólo desde los tres poderes del Estado, como se ha visto en todo el proceso legislativo y judicial de la reforma educativa, sino desde una coordinación multipolar, con el INEE, Mexicanos Primero, las televisoras, los medios impresos, los bots en las redes digitales, los organismos empresariales, las asociaciones reales y ficticias de padres de familia, el Banco Mundial y los académicos amaestrados.
Hasta la fecha ha tenido un éxito relativo. Por tres cuestiones: ha legitimado la calidad educativa, entendida como logro académico de los estudiantes en pruebas estandarizadas; ha logrado identificar la evaluación permanente a los profesores como mecanismo central para elevar la calidad, y ha ocultado las profundas transformaciones pedagógicas, institucionales y subjetivas que la reforma trae consigo.
Un éxito relativo, sin embargo, porque las resistencias después de dos años y medio de reforma no han disminuido, y nada indica que lo harán, a pesar del empeño mayúsculo en generar la impresión de que la reforma sigue un curso inexorable. Pero su logro mayor es la contención de las resistencias, al lograr inhibir –hasta hoy– la articulación de las diversas movilizaciones magisteriales; la inmovilidad de sectores docentes, como los del DF y de otros estados del norte y centro del país; y, sobre todo, lo que podría denominarse la gremialización de las protestas, es decir, la conversión de la lucha contra la reforma educativa en un asunto de los maestros única y exclusivamente. Para muchos, su lucha no es por la educación, ni por la calidad, ni por un mejor futuro de los niños: ¡se trata de preservar sus privilegios!
A eso, de manera paradójica, contribuyen también las críticas que denuncian la reforma como una reforma laboral. Se ha dicho que es limitada, que le faltan aspectos pedagógicos, que no contempla cuestiones infraestructurales, que no es integral.
Esa crítica concibe la reforma educativa de manera muy extraña, desconociendo que la reforma es un proceso, no un acto fundacional; que en toda reforma se tienen que contemplar las reacciones, que se procede por debilitación del adversario, por fintas y desviaciones.
Y así ha procedido este gobierno, por cambio en los primeros obstáculos de una reingeniería educativa: los maestros, su subjetividad, modos de contratación, promoción y permanencia. La cuestión no termina ahí. Los que se consideran a sí mismos como los autores intelectuales de la reforma –los panistas– lo han dicho hasta la saciedad: la evaluación no se debe quedar en los maestros, debe ligarse con las asignaciones presupuestales a las escuelas. Está dicho con todas sus letras en la iniciativa del senador Romero Hicks. La insistencia en la autonomía de gestión completa este punto, y lo lleva directamente al desafío de la charterización escolar: las escuelas subvencionadas, los vouchers y demás modos de financiar la demanda. Es un tema pendiente, que regresará más pronto de lo que se espera.
Además, los impactos de la reforma en la formación de docentes, en sus prácticas, en los objetivos y objetos educativos, son de largo alcance. Se les ha dado poca prensa, pero son igual o más relevantes que la “idoneidad de los maestros”. Entonces, no se trata de una mera reforma laboral, ni de un cambio en el régimen de control político de los maestros –que lo hay, y es necesario desmontar y esclarecer–, sino que es el vector estratégico de una trasformación profunda del sistema educativo mexicano.
Hay que reconocerlo y exponerlo abiertamente. De nada sirve decir que es una reforma incompleta, que hace falta una política educativa de Estado: ¡esta es la política de Estado! A nadie le sirve denunciarla si no se comprende su potencia transformadora. En este caso, no para bien. Es una reforma que resulta de la ignorancia, de su aplicación a destiempo, mucho después de que ha mostrado su fracaso en otras partes, pero una reforma coherente con el diseño neoliberal de país que la restauración priísta ha comprometido.
Comunicar esto es el mayor desafío de los que resisten. Un reto cognitivo y pedagógico, para sí mismos y para estudiantes, padres de familia y otros movimientos sociales. Hay que escaparse de la lógica impuesta por los poderosos, fugarse de las condiciones de un problema planteado por los otros, y reinventar las estrategias, las organizaciones, los discursos y los saberes de los que hoy luchan contra la reforma.
* Doctor en economía. Autor del libro Historia de la desaparición; nacimiento de una tecnología represiva