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El enjambre indignado: poder constituyente y experimentación con las funciones políticas 2011-2015

Fundación de los Comunes :: 13.09.15

El acontecimiento tomó a la izquierda tradicional y sus organizaciones por sorpresa. Hundió a sus partidos en una profunda crisis, y sus sindicatos desaparecieron casi por completo de la actualidad política

El enjambre indignado: poder constituyente y experimentación con las funciones políticas 2011-2015
Por Fundación de los Comunes

Enjambre

Las metáforas animales atraviesan por completo la historia del pensamiento político. Presentes en el famoso diálogo de Platón, donde ironizaba acerca de la política como el gobierno de los bípedos sin plumas, su bestiario pasa por el no menos célebre Leviatán hobbesiano hasta llegar al imaginario cibernético contemporáneo, hecho de sistemas complejos y emergentes, retroalimentaciones y autopoiesis, poblado de cyborgs ensamblados con elementos técnicos y biológicos.

La abeja y su colonia encuentran acomodo en esta última figuración cibernética de la política. Pensados a largo tiempo del siglo XX de manera distópica, tan distinta de la colmena fabulosa de Mandeville, la ordenación geométricamente homogénea del panel y el automatismo mecánico del insecto se convirtieron en símbolos del rostro más oscuro del fordismo: la disciplina en la cadena de montaje y la pesadilla kafkiana del estado burocrático. Pero en el postfordismo digital la abeja renace liberada de sus cadenas1. Alumbra las aspiraciones y los sueños, también los engaños, de una libertad fundada en la interconectividad y la polinización de los nodos de cooperación, y de una política en red todavía en busca de su propio programa.

De un lado del campo discursivo, la denuncia. Se ha dicho del enjambre digital y de sus manifestaciones en flash mobs, que carecen tanto de alma como de cuerpo. Que son ruido. Que recelan de los liderazgos fuertes tan solo para abrazar una política del anonimato que paradójicamente no puede sino chocar con el narcisismo on-line de los enredados. Se ha dicho que pasan de la acción al tecleo para formar desde el sillón nubes que toman las calles y que tan pronto como se congregan, incapaces de perseverar, se disgregan. No es que se separen como lo hace la masa presa del pánico, sino como una multitud desinteresada que una vez pierde lo único que comparte, la emergencia en la nube y el momentum colectivo bajo el foco mediático, observa como cada una de sus partículas retorna a las celdas de perfiles en las que se distribuye la colmena de las redes sociales2.

De otro lado del campo, el discurso antitético. La apología del enjambre y de la inteligencia colectiva; o dicho al modo marxista: del general intellect. En el dominio de la inteligencia artificial se habla de “swarm intelligence” para referirse a la capacidad de encontrar soluciones colectivamente sin seguir los dictados de una autoridad central o las codificaciones de un modelo predefinido. En política, el swarming insiste sobre la definición previa con un preciso sentido formal: “Si el ejército tradicional es como un solo cuerpo armado, con relaciones orgánicas y centralizadas entre sus unidades, y si la guerrilla es como una manada de lobos, con grupos relativamente autónomos que pueden actuar independientemente o coordinados, entonces la red de distribución podría imaginarse como un enjambre de abejas o un tropel de hormigas, una multiplicidad de apariencia amorfa pero que puede atacar un punto determinado desde todos los flancos, o dispersarse en el medio ambiente hasta hacerse casi invisible”3.

Para dar cuenta del ciclo político iniciado en España en 2011 hay que tomar en serio la política del enjambre, más allá por tanto de una cándida apología, pero también de ciertos prejuicios que la asedian. Si no debe minusvalorarse, esto es por una razón: desde entonces y hasta ahora, el ciclo político en España ha quedado profundamente marcado por un acontecimiento producido por el enjambre, descrito como “el movimiento de los indignados”, o señalado por su fecha de origen: el 15 de Mayo.

Ágoras en red

Hay que leer la irrupción de los indignados en el contexto de una serie de luchas concatenadas que han llegado a alcanzar, aunque de manera desigual, una dimensión casi planetaria. Tan solo lo acaecido durante el periodo que Fredric Jameson llamó “los largos años 60” fue capaz de algo parecido4. El “1968” francés, pero también checoslovaco, mexicano o japonés, se ubica en el centro de una periodización que arranca a finales de los años cincuenta —con las luchas decoloniales y la aparición del movimiento por los “derechos civiles” en Estados Unidos— para extenderse hasta finales de los setenta: con el derribo de las dictaduras en el Sur de Europa y el fin del “otoño rampante” italiano. Entonces se habló de una “nueva izquierda” y de una nueva ola de democratización, que según sus críticos consistía en un “exceso de democracia”, y en cualquier caso, una crisis de gobernabilidad5.

Como en aquél entonces, los movimientos en Europa y Estados Unidos fueron precedidos por irrupciones en las periferias planetarias de las que recibieron inspiración modificando sus propias formas de pensar la política. En los sesenta el “tercermundismo” dio lugar a los maoísmos occidentales; la revolución india de Gandhi resonó con fuerza tanto en las comunas contraculturales como en los movimientos pacifistas y ecologistas de nuevo cuño. En esta ocasión las ideas han viajado de Sur a Norte a través del llamado “movimiento alterglobal”, ejerciendo Chiapas, desde 1 de enero del 1994, como principal foco mitopoiético. Más recientemente, la Primavera Árabe exportó al Norte, si no sus ideas, al menos sus tácticas. De ella tomaron los indignados su modus operandi: ocupaciones de las plazas en el centro de la ciudad con tiendas de campaña, estrechamente conectadas al ciberespacio.

De hecho, los primeros activistas que tomaron la Puerta del Sol portaban banderas egipcias, así como otros símbolos que consideraban característicos del nuevo tiempo. La simbología no es de menor importancia. Los indignados no bajaron a las plazas con banderas nacionales —ni de las “naciones sin Estado” que reivindican los independentistas en distintas parte de la península, ni la bandera que los republicanos enarbolan contra la monarquía parlamentaria—, tampoco con los iconos de las viejas ideologías revolucionarias del siglo XIX —hoces y martillos y demás herramientas oxidadas, propias del pretérito mundo agro-industrial. El acontecimiento tomó a la izquierda tradicional y sus organizaciones por sorpresa. Hundió a sus partidos en una profunda crisis, y sus sindicatos desaparecieron casi por completo de la actualidad política. La izquierda no solo llegó tarde, sino que, cada vez que ha intentado posicionarse, o llevar las cosas hacia su propio terreno a lo largo de estos años, se ha encontrado con enormes dificultades6.

Los primeros indignados se enmantaban con la bandera egipcia, también con la islandesa, ocultando muchos su rostro tras la máscara de Guy Fawkes que habían hecho suya los activistas de la red de hackers Anonymous. Islandia representaba el deseo de dar una respuesta alternativa a la crisis, no solo encarcelando a los banqueros por sus responsabilidades, en lugar de rescatar con dinero público a sus bancos, sino también emprendiendo un proceso constituyente destinado a reescribir las leyes superiores a través de la participación telemática por la que abogaban los hackers. Egipto y su Plaza de la Liberación (Tahrir) se identificaban con la otra cara del deseo: la materialización del proceso en el íntimo contacto de los cuerpos albergados en plazas que pretendían convertir, al modo de la antigua democracia helena, en ágoras que ahora necesariamente debían traspasar el marco del estado-nación. Cuando a los pocos días se desplegó en la acrópolis ateniense una enorme pancarta con el lema “Peoples of Europe Rise Up!”, la hipótesis de los indignados pareció confirmarse.

El movimiento de los indignados se diferenció en dos puntos de otras experiencias similares. Poco antes, Portugal alumbró el multitudinario movimiento de la “Geraçao à rasca”. En ambos casos se trató de un desborde de la izquierda bajo la forma del enjambre, protagonizado por jóvenes sin filiación política defraudados por las promesas de un discurso de la “creative class” que sucumbía ante las políticas de la austeridad, lo que los postoperaistas han bautizado como el “cognitariado”, y por generaciones de mayor edad que veían terminar por desplomarse su mundo de clases medias keynesianas y aseguramiento en el Estado de Bienestar7. Pero a diferencia de los portugueses, no se trató de la expresión de un poder destituyente —al modo del “que se vayan todos” de la insurrección argentina del 2001 y 2002— sino de la composición de un poder constituyente. El movimiento no se limitaba a reaccionar ante la crisis pidiendo dimisiones y la revocación de las políticas económicas. Ante una situación económica alarmante, omnipresente en los telediarios, lo que exigía era refundar la democracia.

Las acampadas eclosionaron en unos doscientos núcleos urbanos, interconectados por una especie de “Facebook para activistas” llamado N-1, creado por hackivistas. Se sentían formando parte de una “inteligencia colectiva”8. El enjambre de acampadas enfrentaba en conjunto la represión policial y respondía a los ataques mediáticos en tiempo real, a la vez que sus múltiples comisiones elaboraban políticas en casi todos los campos. Parecían estar escribiendo una nueva Constitución, acompañada por medidas de reforma del sistema representativo y borradores de políticas públicas concernientes a la deuda, el mundo laboral, las cuestiones urbanas, etc. El slogan más repetido fue toda una declaración de intenciones: “Vamos despacio porque vamos lejos”.
A propósito de la réplica estadounidense que comenzó con Occupy Wall Street en otoño de aquél mismo año 2011, Bernard Harcourt creyó identificar el nacimiento de una nueva racionalidad política antagonista. Occupy no se regía por los modos de la desobediencia civil ―que “respeta la norma legal en el mismo momento de la resistencia y se ubica a sí misma bajo la sanción de dicha norma”― sino por lo que llamaba la desobediencia política: que desafía las leyes gubernamentales y “resiste la propia forma por la que se es gobernado”9. Dicha desobediencia no tendría por objetivo crear un nuevo orden social o un partido que los instaurase; lo suyo no era tanto ofrecer soluciones como abrir posibilidades. Pero no era solo esto lo que estaba ocurriendo en España. La ambición era mayor. Los indignados buscaban superar los problemas de las políticas del enjambre, es decir, su criticada fugacidad y sus dificultades para crear estructuras y construir una alternativa política de gran escala. De ahí que apostasen por crear una velocidad lenta —“vamos despacio”— en la vorágine del acontecimiento, para tener éxito en su objetivo de “llegar lejos”.

En referencia al proceso que asentó la democracia representativa a la muerte del General Franco en el 1975, asumieron el reto de propiciar lo que denominaron una “Transición 2.0”. Reinventar la democracia pasaba por hacer lo propio con sus instituciones. Comenzaron con el sindicalismo, siguieron con la forma-partido, luego con los municipios, apuntando al fin a la forma-estado.

Sindicato, partido y ciudad

Durante el franquismo existió legalmente un único sindicato vertical. Al terminar la dictadura las formaciones sindicales volvieron, sin poder ser ya lo que habían sido. Antes de la guerra civil, la presión en los lugares de trabajo se complementaba con una fuerte incidencia barrial. Con las mutuas obreras y los ateneos culturales en sus flancos, organizaciones como la CNT o la UGT moldearon la vida cotidiana de las comunidades populares a las que ofrecían todo tipo de protecciones. En los años setenta el sindicalismo y el movimiento vecinal siguieron caminos separados. Ambos terminaron por quedar desarmados atrapados en la nueva trama institucional. Como en tantos otros países de la zona, las centrales sindicales fueron relegadas al espacio acotado del trabajo, especialmente dependientes del ámbito funcionarial, integrados en los programas del nuevo workfare neoliberal; esto es, participando en el disciplinado de los desempleados a través de cursos de formación que regulaban el acceso al subsidio. En el 2010, sin credibilidad y con un quinto de la población activa desempleada —la tasa alcanzó un cenit del 27% en el primer trimestre del 2013— convocaron una huelga general que resultó ser un fracaso.

Tampoco el sistema de partidos ofrecía alternativas. Por esta razón, en mayo del 2011 los indignados concluyeron que no era posible obtener un buen resultado en las elecciones generales que se iban a celebrar en noviembre de ese mismo año. Las acampadas no durarían para siempre y el verano, tradicional época de desmovilización, se cernía sobre ellos. “Ir despacio para llegar lejos” significó programar la vuelta del periodo estival. La estrategia consistió en abandonar el lugar central y simbólico para dispersarse el enjambre por el medio urbano, pasar de la plaza a los barrios, fortaleciendo por ejemplo las plataformas de afectados por las hipotecas para frenar los desahucios, y desde las redes sociales forzar a los sindicatos a convocar con su apoyo una nueva huelga general. Esto ocurrió en marzo del 2012, y en noviembre volvió a ser convocada la huelga, en este caso traspasado el marco estatal, extendiéndose por el Sur del continente. Pero entonces el nuevo sindicalismo ya había dado otros pasos más innovadores y potentes.

Junto a las plataformas de afectados por las hipotecas y el ciberactivismo a favor de la “cultura libre” y en contra del uso restrictivo del copy right, cuyas redes se encontraban tras la primera convocatoria indignada, del movimiento de los indignados surgieron por doquier “mareas” coordinadas e identificadas cada una con un color: la marea verde para la defensa de la educación, blanca para la sanidad. En ellas participaban el personal sanitario junto con los pacientes; los docentes junto con los estudiantes y sus padres. En este “sindicalismo metropolitano” el oficio dejaba de ser el criterio de admisión, y el lugar de trabajo perdía su anterior ubicación como único locus privilegiado. La vivienda y el barrio retornaron al ámbito sindical. El tejido urbano se convertía así en la nueva fábrica y el enjambre reemplazaba la jerarquía tradicional de los sindicatos profesionales. Cierto que no lograron crear una institucionalidad sindical definida y con vistas a permanecer en el largo plazo, por más que las mareas lleven activas ya cuatro años. Pero sí que insinuaron posibles líneas de refundación de la práctica sindical, demostrando con sus logros la validez de sus hipótesis.

Lo mismo y con aún mayor intensidad ocurrió poco después en relación a la forma-partido. Desde el prime time televiso y haciendo uso del populismo laclauniano en las discusiones de tertulianos10, Podemos fue lanzado a comienzos del 2014. El partido pretendía reproducir la lógica del 15M. Hizo un llamamiento a la auto-organización en “círculos” asamblearios a lo largo del estado. La idea era crear un partido-movimiento descentralizado que, gracias a las nuevas tecnologías, funcionase al modo de una democracia directa electrónica, radicalizando el formato de los Verdes alemanes de los años ochenta. De nuevo, una gran movilización que llevó a la formación que acababa de nacer a conseguir el 8% de los votos en las elecciones europeas de mayo. Su estimación de voto no dejó de crecer, llegando a posicionarse meses más tarde cerca de la primera fuerza política. Lo cual encendió todas las alarmas.

Fue entonces cuando, ante el descrédito del bipartidismo español, sacudido por continuos casos de corrupción, los grupos de poder decidieron aupar mediáticamente a una cuarta formación, Ciudadanos, con el fin de fraccionar el electorado susceptible de dar la victoria en las urnas a Podemos. La operación se realizó a la par que una agresiva campaña mediática contra los dirigentes del partido-movimiento, que, por lo demás, padecía serios problemas internos.

El debate y diseño de la forma-partido reprodujo en Podemos los modos de trabajo de las comisiones en red de las ágoras del 15 de Mayo. Pero se terminó por optar por un modelo de primarias que tendría importantes consecuencias, fruto del miedo a que este partido que se creaba de cero y de manera apresurada, lo hiciese de forma caótica e ingobernable. La lista más votada asumía todos los cargos de dirección. Los miembros del resto de listas quedaban fuera. Se produjo una polarización. El partido se escindió en cada localidad dando lugar a una especie de bicefalia. Los militantes sin cargos, pero que en muchos casos controlaban los “círculos”, se enfrentaban a los Consejos recién nombrados.

En la primavera del 2015 las aspiraciones de Podemos a llegar al gobierno, aunque fuese en coalición, eran nulas. Según el CIS, su estimación de voto había caído desde el 24% en enero hasta el 16,5% en abril, siguiendo una trayectoria descendente que los ubicaba como tercera fuerza política, lejos de las dos primeras, y por tanto sin opciones de gobernar. Pero aconteció algo que sorprendió a propios y extraños. Desde el verano anterior los movimientos sociales habían estado impulsando la creación de partidos-movimiento —o como también los llamaron, “partidos-instrumentales”— para presentarse en las elecciones municipales en una amplia coalición11. Aún con el apoyo de Podemos y otros pequeños partidos, sus posibilidades de victoria tan solo parecían creíbles en Barcelona, que en efecto terminarían por gobernar con una activista anti- desahucios, Ada Colau, como alcaldesa.

Antes de las elecciones municipales y autonómicas del 24 de mayo nadie podría haber previsto que los partidos-movimiento se harían también con la alcaldía de la capital del estado, Madrid, y otras tantas ciudades como Zaragoza, Cádiz, Coruña, Santiago de Compostela o Badalona. Incluso Valencia, feudo histórico de la derecha, calló en manos de una coalición de izquierdas. En las autonómicas, a las que Podemos decidió concurrir en solitario, el resultado fue mucho más modesto —Podemos no consiguió gobernar ningún territorio.

Los partidos-movimiento innovaron en materia democrática. En Barcelona y Madrid introdujeron un modelo de primarias con voto proporcional y según una regla de paridad de género que daba representación a todas sus corrientes internas, si bien los primeros puestos fueron consensuados y repartidos según el peso de cada una de ellas. En otros lugares, como en Coruña, la lista fue por completo abierta, consensuando tan solo el candidato a la alcaldía. Allí, la asamblea general —llamada “Rede”— supervisaba la actividad del ejecutivo y estaba facultada para la toma de decisiones. Los partidos asumían la forma y las normas de los movimientos con vistas a elaborar políticas públicas en esta misma dirección. No solo se comprometieron a implementar sistemas de presupuestos participativos municipales, inspirados por el legado de la experiencia brasileña de Porto Alegre, sino que apostaron por ofrecer infraestructuras a los movimientos, y avanzaron hacia un modelo plebiscitario con consultas cotidianas y una descentralización de la toma de decisiones en la trama urbana, al tiempo que exigían una mayor autonomía municipal para incrementar las posibilidades de la democracia de proximidad. Junto a la democratización de la polis, echaron a andar un programa de choque destinado a enfrentar el drama de los desahucios y el desempleo, con la intención de crear “rentas básicas” municipales aún por concretar.

Inspirados por el éxito electoral de estos experimentos municipalistas, desde los movimientos y los sectores críticos de Podemos y otras formaciones de izquierda, en julio del 2015 fue programado un nuevo desborde. Recibió el nombre de Ahora en Común. La idea consistía en desatar una nueva movilización y una sacudida mediática que, superando el techo electoral de Podemos y el desgaste de su marca, aun sin necesariamente negar el protagonismo de éste, fuese capaz de llegar a las elecciones generales de diciembre con opciones reales.

Conclusión provisional.

No es posible prever el resultado las próximas elecciones generales en España. Pero una cosa está clara. Sea quien sea el que gobierne, lo hará en minoría o en el medio de una tensa red de apoyos. Cualquiera que sea el caso, el gobierno está abocado a la inestabilidad. El ciclo político dista de haberse cerrado, máxime dada la vulnerabilidad del proyecto europeo y el turbulento contexto financiero global.

Desde el 2008 el país ha perdido el 15% de su PIB. Las políticas de la austeridad han adelgazado sustancialmente el Estado de Bienestar, al tiempo que se han ido consumiendo los recursos de las familias. Todo parece indicar que el crecimiento económico vivido durante los últimos meses, en buena medida consecuencia de la aplicación del quantitative easing (QE) por el Banco Central Europeo durante el último año, no dudará mucho tiempo.

Hay que tener en cuenta los efectos de la guerra actual de divisas, y de la desaceleración china con su impacto en los EEUU, que ahora tendrá menos fuerza para desviar a otros territorios su propia crisis mediante el paquete de políticas monetarias expansivas y la prohibición de compra de industrias estratégicas nacionales; es decir, la manera que hasta ahora tenían de forzar a los BRICS a comprar sus obligaciones y bonos del tesoro12. EEUU verá disminuir su capacidad importadora y su potencia de atracción de capitales extranjeros, y así, su capacidad de reciclar sus déficits con estos capitales absorbidos, para refinanciar la deuda traduciéndola en créditos para el emprendimiento y consumo interno —ese “Mecanismo de Reciclaje de Excedentes Globales” de los que hablaban Haley y el famoso Varoufakis13. De esta manera, con un freno mutuo de las dos mayores economías planetarias y ante el eventual cierre o la disminución del QE europeo, es probable que el Estado español vuelva a entrar en recesión a lo largo del 2016, aumentando las tensiones políticas. En este contexto, resulta del todo improbable una salida nacional a la crisis. Ésta necesariamente pasará por una actuación conjunta transnacional que obligue a reconfigurar el concierto europeo.

“Vamos lento para llegar lejos” fue el slogan del enjambre en el 2011. Y llegar lejos siempre significo “Europa”, pero también responder a la crisis no de manera reactiva, sino aprovechándola para reinventar la política. Por el camino, como se ha dicho, el enjambre ensayó con el repertorio democrático, redefiniendo la función sindical, la relación entre el partido y el movimiento, e incluso la praxis municipal. Pero, al ir centrándose cada vez más en las campañas electorales, el imperativo que en todo momento hizo primar la estrategia orientada a ganar las elecciones, conspiró contra las pulsiones experimentales, especialmente cuando sus esfuerzos fueron dirigidos hacia la toma del gobierno del estado. En este ámbito, el discurso ha girado hacia el posibilismo y el marketing político, limitándose la tensión democrática a exigir la reorganización interna del partido. El programa político ha quedado descuidado.

Con independencia de lo que pueda ocurrir en las elecciones de diciembre, las políticas del enjambre se enfrentan a un reto: desarrollar sus prototipos y avanzar en la institucionalización de sus experimentos políticos. No solo mejorar el formato e institucionalizar las nuevas funciones sindicales y la forma del partido-movimiento, sino definir también sus programas: extraer de la racionalidad colaborativa, en abierto y polinizadora, característica del enjambre, la propia razón gubernamental vertebradora de un nuevo paquete de políticas públicas. Solo con esta doble institucionalización de las formas y sus políticas, el enjambre terminará de darse a sí mismo un cuerpo político suficientemente articulado.

Antón Fernández de Rota.
anton.de.rota@gmail.com / zoepolitik.com


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