“Sé el cambio que quieres ver en el mundo”
Mahatma Gandhi
“Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”
Artículo 1 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos
Esta obra pretende ser un homenaje a todas y cada una de las personas que han pasado por el planeta en el que habitamos. No hay ninguna excepción, puesto que hasta el ser humano más malvado ha sentido en algún momento compasión por los que sufren, ha hecho suyo el dolor de una persona desconocida o ha realizado un gesto de valentía ante una injusticia. Estos momentos, que parecen muy insignificantes, son los que en realidad dan sentido a una vida y hacen que el mundo sea un poco mejor cada día.
La Declaración Universal de los Derechos Humanos ha sido uno de los mayores consensos de la historia, ratificada por prácticamente todos los países del mundo. Pero si esto es así y todos compartimos esos valores “Humanos”, ¿por qué sigue habiendo cada vez más desigualdad económica, violaciones de derechos humanos, violencia, etc.?
Con la actual crisis surgió una ola de indignación que recorrió el mundo. Una indignación producto de la indignidad de la situación que se estaba viviendo. Y de la noche a la mañana, todo cambió. Como si se tratase de una demolición controlada, en la que la fachada se mantiene intacta varios segundos después de la explosión, aquel estallido de indignación dejó tocado a un decorado político que hoy no aguanta más.
A fuerza de repetir los valores e intereses de quienes nos gobiernan, nos habíamos convencido de que su forma de hacer las cosas era la única manera de hacerlas, que las desigualdades son tan naturales como la Ley de la Gravedad. Indignarse no era suficiente, porque señalar una situación indigna no la hace desaparecer. Los poderes políticos y económicos se encontraban cómodos con esta situación, puesto que las sociedades más estables son las que son más críticas consigo mismas, igual que pasa con las personas que señalan sus propios defectos antes de que lo hagan los demás.
Entonces la gente dejó de mirar al poder y se dignó a actuar, a crear, a creer en sí mismos, a juntarse y a empezar a solucionar ellos y ellas sus problemas. A reconocerse dignos a cada paso que daban. De indignarse por las cosas a dignarse a crear cosas.
En muchos países tumbaron gobiernos cuando fueron conscientes de la fuerza que tenemos unidos y de que muchas personas tienen más y mejores ideas que unas pocas, aunque hayan estudiado en las mejores universidades del mundo y tengan años y años de experiencia.
Nos convencimos de que solos, podemos cambiar pocas cosas, pero muchas personas cambiando un poco cada una, podemos cambiarlo todo. La metáfora del anonimato de esta obra surge precisamente del poder que reside en cada uno de nosotros, dignos desde que nacemos: que no habiendo nadie fundamental, todos somos, sin embargo, fundamentales.
“El motivo de la resistencia es la indignación”, llamó Stéphane Hessel al primero de los capítulos de su libro Indignaos. Después de la indignación y de la resistencia, llega la acción creativa. Porque al fin y al cabo, ¿qué quieres ser en el teatro de la vida: crítico o protagonista?
El miedo y el poder
I
“Es duro vivir con miedo, ¿verdad? En eso consiste ser esclavo”
Película Blade Runner
Desde nuestra más tierna infancia se nos enseña que los cuentos siempre deben acabar con un “vivieron felices y comieron perdices”. La certeza de que los malos son siempre castigados y de que los buenos son siempre recompensados está bien grabada en nuestras mentes. Pero llega un día en el que nos hacemos conscientes del lugar en el que intentamos vivir, lo que no suele resultar un golpe fácil de digerir. En ese momento sólo hay dos opciones: sufrir con cada injusticia o mirar para otro lado. La mayoría elegimos la segunda opción. Al principio cuesta acostumbrarse, pero hay que reconocer que con el tiempo se coge práctica y se apaciguan más rápidamente los remordimientos.
Desde pequeños aprendemos las certezas del mundo en el que vivimos: el mar es azul, vencimos nuestra limitación de volar, las personas sin hogar son parte del decorado de nuestras calles, ser egoísta te ayuda a sobrevivir, los políticos se aprovechan de nosotros… Es así y la realidad es que los adultos no solemos hacer demasiado para que sea de otra manera. Durante años, dimos mayorías parlamentarias a partidos que por acción u omisión han sido madrigueras para alimañas de todo tipo. Creemos, o más bien queremos creer en quienes nos gobiernan, conformándonos muchas veces con mentiras para dejar nuestra conciencia en paz, porque lo contrario significaría tener que actuar.
¿Verdad que el miedo es una de las peores sensaciones que existen? El miedo paraliza, te corta la respiración, te pone la mente en blanco, pierdes el equilibrio y hasta te puede llevar a echarte en brazos de tu asesino si no tienes otros brazos que se abran ante ti.
A todos nos ha pasado alguna vez que teniendo una idea muy clara sobre algo, nos hemos echado para atrás en el último momento. ¿En cuántas de esas decisiones ha tenido que ver el miedo? Al final, cambiábamos unas firmes ideas sobre política, religión o justicia, autoconvenciéndonos de que lo que pasaba no era en realidad tan malo o que pensábamos de otra manera distinta, solo para no enfrentarnos a la realidad: que no habíamos sido coherentes con lo que pensábamos y que preferíamos sobornar a nuestra conciencia con el regalo de la seguridad. Dejábamos actuar a nuestro corazón y después tocaba justificarlo con la cabeza.
El mundo que hay por descubrir nos da un miedo terrible y, aunque en el mundo que conocemos sabemos que vamos a sufrir, al menos tenemos más o menos claro cual es el precio. La mayoría, preferimos vivir en un mundo donde es habitual tener miedo a no encontrar trabajo, miedo a perder el trabajo, miedo a no poder pagar nuestras deudas, miedo al mañana, miedo al ayer, miedo a los que están, miedo a los que vendrán, miedo al mundo que dejaremos a nuestros hijos, etc. Sólo miedos, pero unos miedos conocidos que nos reafirman en nuestra seguridad mientras anulan nuestra libertad. El deseo por que surja esa valentía que intente liberarnos y que diluya el miedo que nos anestesia se suele quedar en el regalo de la seguridad, que nos anima a no correr ni un riesgo por si nuestra vida miserable se hace aún más miserable, en vez de pensar que en el mundo de ahí fuera nos espera felicidad y alegría, los grandes enemigos del miedo.
Sin duda, los seres humanos buscamos lo seguro y rechazamos lo inseguro, eso nos ha permitido sobrevivir como especie. Pero estamos en una época en que las certezas están dejando de serlo y lo seguro ya no es tan seguro como nos dicen. ¿Te imaginas que alguien se hubiese resistido a abandonar el Titanic cuando toneladas de agua recorrían sus elegantes pasillos sólo porque le habían asegurado que era el barco más seguro del mundo y que nunca podría naufragar?, ¿o porque le diese miedo lanzarse a alta mar en un bote salvavidas? La situación actual se parece mucho a la vivida en el Titanic: los pisos de abajo se inundan irremediablemente, mientras que en los de arriba, la fiesta sigue ajena al sufrimiento y al terror que se vive más abajo.
El miedo social tiende a sacar lo peor de las personas y de las sociedades, ya que anula el poder creador del ser humano, un poder tendente al bien y al amor, sustituyéndolo por el poder de destruir, eliminar y aniquilar. Por ello, el miedo creó las hogueras y los herejes, los campos de concentración para eliminar al diferente, ha dictado la política exterior de muchos países llevándoles a la guerra, fomentó el apartheid, el racismo y la xenofobia, levanta fronteras para separarnos, amenaza constantemente con caos e inseguridad, chantajea con el colapso económico al oír hablar de alternativas económicas… Los brazos salvadores se nos abren de par en par y una voz nos dice: Aquí puedes ser un esclavo feliz, pero ahí fuera te espera la muerte. Y si decides elegir lo nuevo, el mundo por descubrir que hay fuera de lo conocido, siempre intentarán sembrar miedo y dudas para que vuelvas a aquello que te da seguridad, pero que anula tu esencia humana de conocer, innovar y evolucionar.
Thomas Hobbes ha sido posiblemente el filósofo que más se ha preocupado por la relación entre el miedo y la política. Su reconocida obsesión por el miedo, producto de vivir una convulsa época marcada por las llamadas “Guerras de religión” europeas y muy en concreto por la “Guerra de los 30 años”, hizo que su miedo se convirtiese en una patológica desconfianza. Así, alumbró su teoría del Estado absoluto como consecuencia de su odio hacia todo el género humano, materializada en su célebre frase de que “el hombre es un lobo para el hombre”.
Esa creencia de que las personas son malas por naturaleza, permitió justificar monarquías absolutas donde se anulaba totalmente la libertad de los individuos a cambio de que el Estado facilitase seguridad, tal y como trataría un padre a su hijo pequeño. Queda por lo tanto claro que cuando el miedo acecha, siempre hay un depredador que se alimenta de él y que intenta que dejemos la situación en sus manos: el poder.
II
“Agradezco no ser una de las ruedas del poder, sino una de las criaturas que son aplastadas por ellas”
Rabindranath Tagore
En política se han empeñado en enseñarnos que lo importante no es quién tiene la razón, sino quién tiene el poder: Hace 400 años, Galileo Galilei confirmó científicamente la sospecha de Copérnico de que la Tierra no era el centro del universo, afirmación que casi le cuesta ser quemado en la hoguera por la Santa Inquisición. Tenía razón, pero sus enemigos tenían dinero e influencias muy poderosas y se estaban empezando a cansar de que no les diese la razón.
La objetividad no existe porque no somos objetos, somos sujetos y por lo tanto somos subjetivos. Pero los poderes económicos y políticos intentan esconder sus ideas bajo el disfraz de la objetividad para así perpetuar sus privilegios con el menor riesgo posible. Con la ideología oculta, convierten las crisis económicas en algo parecido a fenómenos naturales imprevisibles como los tsunamis o los terremotos, desgracias que no tienen nada que ver con una forma de pensar hecha por y para los poderosos. El paradigma de la “objetividad” ha aparecido en muchos países en forma de gobiernos tecnocráticos, donde se finge dejar a un lado la ideología para gestionar de forma “neutra”. El llamado “fin de la historia” puesto de moda en los 90 y que anunció de paso el fin de las ideologías y el pistoletazo de salida de la globalización capitalista, es más bien al contrario un régimen de “ideología única”, que ha logrado camuflarse y dispersarse por todo el planeta y al que hemos terminado aceptando como algo inevitable.
Cuando somos niños, no juzgamos el mundo, vamos descubriéndolo tal cual lo vamos conociendo, por lo que si nacemos en un lugar donde el cielo es verde, el mar amarillo y los gatos vuelan, entenderemos que es lo “normal” y la extrañeza surgirá cuando las cosas no sean de ese modo. Así, la “objetividad” puede ser guerra o puede ser paz, puede ser egoísmo o solidaridad, puede ser desigualdad o equilibrio económico, puede ser violencia o amor, resignación o esperanza. Y aunque el poder se puede disfrazar cuanto quiera, la realidad es que depende de nosotros y de nosotras aceptar sus “verdades”, que no esconden sino unos intereses que nos son ajenos en la mayoría de los casos pero que reproducimos sin pensar.
Con la crisis actual, se han puesto en tela de juicio a nivel mundial los consensos que surgieron a nivel político y económico con la caída del Muro de Berlín. Una crisis es un momento de reflexión tanto a nivel social como a nivel personal, que permite pensar en los errores pasados para no repetirlos en el futuro. Porque, ya que son momentos de sufrimiento para muchas personas, por lo menos que sirva para aprender algo, ¿no? Pero vemos que ni se reflexiona sobre los errores, ni se cambia sustancialmente desde las instancias donde se debería hacer, porque los poderes económicos y políticos muestran su masculinidad entendiendo el poder como sinónimo de fuerza, manteniéndose herméticos sobre sus fallos para no mostrar lo que son: un decorado de cartón piedra que se puede incendiar con una pequeña chispa.
Las leyes son la expresión más clara de los valores de las élites políticas y económicas, usando el poder coercitivo del Estado para convertirlas en obligaciones. La ley se suele revestir de verdad absoluta para facilitar su cumplimiento, pero la verdad es que lo legal y lo ilegal simplemente representan una correlación de fuerzas en ese momento concreto de la historia. Por ejemplo, el apartheid un día era legal en Sudáfrica y, al día siguiente, ya no. ¿Qué pasó para que sucediese esto? Las élites blancas de Sudáfrica, que habían estado controlando el país política y económicamente, comenzaron a tener problemas dentro y fuera. ¿Crees que de repente se dieron cuenta de lo inmoral de su conducta? Seguramente no, pero la correlación de fuerzas les estaba empezando a ser desfavorable y seguramente prefirieron ceder en lo político y continuar teniendo prácticamente todo el poder económico, en vez de perderlo todo. Lo legítimo tiene que ver con la moralidad, mientras que lo legal tiene que ver con quién tiene el poder. De hecho, algunos de los hechos más atroces de la historia han sido cometidos bajo el paraguas de la ley y de las normas, como por ejemplo “la solución final” nazi.
Si la correlación de fuerzas siempre ha estado inclinada hacia el lado de los poderes políticos y económicos, con la crisis actual se ha desnivelado aun más la balanza. Los ricos normalmente hacen leyes para ricos, por lo que los derechos sociales sólo se consiguen de dos maneras: si ante una gran amenaza, los poderes políticos y económicos entienden que no ceder un poco puede poner en riesgo todos sus privilegios, o si hay una situación de gran crecimiento económico, como forma de fidelización al sistema.
En una crisis, las personas que no estamos en la parte de arriba de la pirámide del poder, estamos abocadas a perder si no presionamos en el sentido de conseguir más derechos o, al menos, mantener los que tenemos. El problema es que nos repiten tantas veces que no somos dignos de conseguirlos, que al final pensamos que no lo merecemos. Por ejemplo, hace unos 150 años comenzó la lucha por las 8 horas de trabajo. Ya nos podemos imaginar los argumentos de los que disfrazan sus intereses de realidades: que no era viable, que se iba a hundir la economía, etc. Con las vacaciones retribuidas pasó algo parecido: ¿cómo iban a pagar a alguien mientras no estaba trabajando? Y lo mismo pasará con los derechos sociales que se reivindiquen en el futuro: nos contarán que no somos dignos de ellos y nosotros los justificaremos con los argumentos de los poderosos para terminarlos viendo como deseos egoístas.
El poder, posee una gran maquinaria propagandística, entre otros, con sus medios de comunicación, que buscan más crear estados de ánimo que informar. En las noticias, ¿cuántas veces nos hacen creer en la bondad humana y crecer como personas?, y en cambio, ¿cuántas noticias hay que naturalizan el asesinato, amenazan con inseguridad y potencian el miedo para tenernos asustados y controlados? Así, vemos el mundo de forma peligrosa ya que se resaltan los aspectos negativos y que nos bloquean, en vez de los aspectos que nos permitan avanzar y ser mejores personas.
Todos conocemos el éxito de muchas campañas publicitarias y, cómo al ver un anuncio, nos entran unas ganas tremendas de comprar ese producto por todas las emociones que se despiertan dentro de nosotros. La publicidad política no se diferencia en nada de la publicidad comercial, puesto que también pretende vender un producto. De hecho, la campaña de Navidad, con sus interminables anuncios, sus vallas publicitarias y sus listas de regalos, se parece mucho a una campaña electoral, con sus interminables anuncios, sus vallas publicitarias y sus listas de regalos.
Evidentemente, la publicidad (o propaganda) que se nos muestra desde el poder tiene la finalidad de perpetuar los privilegios de los que mandan y, si no estamos atentos, igual terminamos creyendo a los malos y odiando a los buenos.
En la actualidad, los poderosos que nos dirigen muestran su psicopatía jugando al Monopoli con nuestras vidas, en un juego en el que nosotros sólo somos los peones: el sistema capitalista.
III
“La auténtica compasión es más que echarle una moneda a un mendigo, es comprender que un edificio que produce mendigos tiene que reestructurarse”
Martin Luther King
Capitalismo significa literalmente “ideología del capital” o “ideología del dinero”. Habitualmente decimos que nuestros hijos solo quieren cosas caras, que los grandes empresarios son unos avariciosos o que vivimos en un mundo al revés donde las personas somos tratadas como objetos y donde los objetos son tratados mejor que personas. Pero, ¿nos hemos parado a pensar si no es el sistema económico el que lleva en su esencia todos esos valores?, ¿pensamos que un sistema que tiene al dinero, un objeto, como centro de su dogma puede tratar a las personas como se merecen?
La esencia del ser humano es “ser”, no tener, por eso nos llamamos “seres humanos” y no de otra manera. Pero el capitalismo repite que hay que poseer cosas para ser feliz y al final no sabes si eres tú el que tiene las cosas o si ellas te tienen a ti. En nuestra sociedad, el prototipo de triunfador es una persona que tiene trabajo, coche, casa, chalé en la playa, pareja atractiva, etc. Pero entonces, ¿por qué hay cada vez más gente que habiendo conseguido en teoría todo en la vida se frustra y se siente desdichada?, ¿quiénes son más felices, las personas que tienen mucho o los que disfrutan plenamente la vida? La respuesta a todas estas preguntas está en el “ser” y no en el “tener”, en un sistema que ponga al ser humano en el centro frente a uno que pone al dinero, donde se nos valore por lo que somos y no por lo que tenemos. Porque tú no eres ni tu coche, ni tu trabajo, ni tu iPhone, tú eres un ser humano valioso en sí mismo, más allá de que tengas mucho o poco. Y es que no paran de repetir que ahora tenemos de todo, pero es una verdad a medias: solemos mirar a nuestro alrededor y lo vemos lleno de cosas, lo raro es que miremos hacia adentro de nosotros, ya que ahí puede que no estemos tan llenos. Más bien, solemos tener una permanente sensación de que nos falta algo.
Por ejemplo, durante toda la historia, la palabra “austeridad” se ha vinculado con tradiciones filosóficas relacionadas con la ausencia de necesidades materiales. Eran austeros los ascetas que se iban con lo puesto a vivir a la montaña, los monjes de algunos monasterios o ciertas escuelas de la Grecia Clásica. En la actualidad se pervierte de tal manera el lenguaje que se usan palabras con un componente positivo para nombrar situaciones en las que se genera dolor a quienes las sufren y así enmascarar la realidad:
LA GUERRA ES LA PAZ, LA LIBERTAD ES LA ESCLAVITUD, LA IGNORANCIA ES LA FUERZA, LA AUSTERIDAD ES EL ROBO.
Ser austero es lo contrario de degradar la educación, la salud o la felicidad de nuestros mayores, porque la austeridad no puede consistir en privarte de cosas inmateriales, sino precisamente hacerlo con cosas materiales, pero esto supondría un problema porque atacaría la misma esencia del capitalismo: el consumismo.
Lo que hoy llaman austeridad no es más que el intento de desmantelamiento del Estado del Bienestar, porque la realidad es que ahora no existe amenaza económica alguna para el capitalismo y ya no le es necesario mantener algo tan caro. La austeridad es todo lo contrario a este hábil intento por parte de las élites económicas, creándose un nuevo término, “decrecimiento”, para entender mejor la búsqueda de un mundo donde las necesidades inmateriales, espirituales (entendidas en un sentido que trasciende las religiones) y ecológicas predominen sobre las puramente materiales y de destrucción de nuestro hábitat.
Todo el actuar de los seres humanos se centra en buscar el placer y evitar el dolor. Gracias sobre todo a la publicidad comercial, se ha conseguido vincular el placer con tener y, en algunos casos más extremos, evitar el dolor comprando compulsivamente. Pero el placer y la felicidad se pueden conseguir de mil maneras diferentes, por ejemplo, aprendiendo algo, paseando por la naturaleza o ayudando a las personas que lo están pasando mal, ya que son cosas que nos conectan con lo más profundo de nuestra naturaleza humana.
Por mucho que nos intenten engañar, las salidas de la crisis son ideológicas, porque la economía no es una ciencia exacta, es una ciencia social. Hasta ahora nos han contado que sólo hay una alternativa para salir de la crisis y ha sido el sacrificio de los de siempre, de los de abajo, de los que “siempre perdemos”, como si lo llevásemos en los genes. Y entretanto, cada poco tiempo vemos noticias de que los ricos siguen aumentando y que lo han hecho más acusadamente desde que el resto sufrimos eso que llaman crisis, pero que en realidad no es sino un “robo legal”, convirtiendo cuales hábiles magos la deuda de los ricos en deuda pública o las privatizaciones en regalos sacados de la chistera.
Día a día vemos que el capitalismo es un sistema en el que los que menos tenemos somos los que lo hacemos posible y los ricos son los que lo disfrutan. Y es que lo que molesta no es la pobreza, sino que existan desigualdades tan sangrantes, que haya mucha gente pobre y poca gente muy rica. Porque que un país crezca económicamente no tiene por qué significar algo positivo para la gente normal, por mucho que digan los gobernantes y algunos economistas. Lo verdaderamente importante es que ese crecimiento logre reducir las desigualdades en vez de acentuarlas aún más, creando empleo y garantizando la vida digna de todos sus habitantes. De hecho, países como China, que tienen tasas de crecimiento muy altas, son países altamente desiguales, donde están apareciendo cada vez más multimillonarios con una vida llena de lujo, mientras que la grandísima mayoría de la población malvive y tiene unas condiciones laborales de esclavitud. Por ello, el llamado “milagro chino” puede también llamarse “la pesadilla china” según si lo ven los ricos o la inmensa mayoría de la población, con lo que volvemos a ver que quien tiene el poder, controla el lenguaje.
Una manera habitual de redistribuir la riqueza para un Estado es por medio de impuestos. Pero la legitimidad de los impuestos se justifica en el momento en que luego se reparten en forma de ayudas sociales: si los impuestos se usan para salvar los platos rotos de los ricos y al resto nos dicen que no hay dinero, el gobierno rompe un contrato social no escrito. Si hay dinero para rescatar a los bancos, o para sueldos vitalicios de políticos retirados, pero no hay dinero para ayudas a personas dependientes o para viviendas sociales, un gobierno está haciendo una declaración de intenciones sobre cuales son sus prioridades: beneficiar a los que más tienen, en vez de favorecer a los que más lo necesitan. Tenemos que tener claro que hay dinero para muchas cosas, lo que pasa es que es más amable oír que “no hay dinero” a que te digan que “antes que a ti tengo que ayudar a mis amigos”.
Los poderes económicos se han preocupado mucho de que al capitalismo se le juzgue desde el punto de vista de la eficacia económica. Se pretende ocultar la valoración moral o humana ya que entonces nos plantearíamos lo injusto de los valores que nos enseñan desde pequeños. Por ejemplo, ¿qué piensas de una empresa que investiga para engañar a gobiernos y personas en sus emisiones de contaminación en vez de gastar directamente en emitir menos gases? Aprovecharse de los demás, no tener empatía, ver el mundo como un “todos contra todos”, engañar, ser agresivo o egoísta, son fundamentos del capitalismo, porque sin ellos sería imposible que funcionase.
La explicación que alegan para justificar el egoísmo es que si maximizas tu riqueza individual, se generará irremediablemente prosperidad para la gente que te rodea. Riqueza para todos, dicen, no desigualdades o explotación como vemos cada día. Pero, ¿qué mejor manera para generar prosperidad en la gente que te rodea que hacerlo directamente? Al esforzarnos por la prosperidad de la sociedad en su conjunto y sentirnos parte de ella, ¿no se conseguiría además de prosperidad material, prosperidad espiritual? Eso significa nuestra naturaleza de “seres sociales”, no asumir valores que nos enfrenten con nuestros semejantes y que nos hagan sacar lo peor de nosotros, sino valores que nos hagan crecer como personas y como sociedades.
La cooperación y la solidaridad generan paz, el egoísmo y la competitividad generan violencia. Por lo tanto, si queremos un mundo no violento debemos cambiar el sistema económico que fomenta los valores que lo impiden.
Esta ley de la selva que nos impone el capitalismo se parece a los puestos de descenso de una liga: te alegras más por las derrotas de los demás que por tus éxitos. La lucha por “no descender” a otra categoría hace enfrentarnos con el primero que pase, habitualmente personas con las que nos une más de lo que nos separa, dándonos de golpes entre nosotros y dejando vía libre a los que siempre ganan: el antiguo “divide y vencerás” que fomentó las diferencias que allanaron el camino para que los romanos aumentasen el poder de su imperio. Porque somos valientes si nos enfrentamos a los poderosos y cobardes cuando echamos las culpas de todo al primero que vemos, sobre todo cuando es de otro color.
La alternativa es rechazar la soledad a la que conduce el egoísmo, pasar del yo al nosotros y lograr ser “en común”. Y por supuesto, ni seguir el juego a los poderosos cuando intentan convertir las migajas del festín en un suculento manjar llamado “prosperidad para la sociedad”, ni asumir el juego tramposo en el que nos dicen que hay que alegrarse cuando a aquellos que nos explotan y tratan como súbditos les va bien.
¿Crees que en una sociedad es importante que existan unos servicios públicos de calidad?, ¿es compatible el afán de lucro del sistema capitalista con nuestra salud? Las cosas no se deberían mirar desde la óptica de la maximización de los beneficios, opuesto por definición a la moralidad, sino desde las necesidades humanas. Así, cada poco tiempo nos hablan de que lo público no funciona. Y en realidad tienen razón: no funciona desde la óptica de los inmorales fundamentos del capitalismo porque algo que no genera beneficio es inútil e improductivo, con lo que lo público siempre es la punta de lanza de los ataques de los poderes económicos. Precisamente, defender lo que es “de todos” debilita el control del capitalismo sobre nuestras vidas a la vez que refuerza el gobierno “de todos”: la democracia.
Democracia y participación
IV
“El pueblo no debería temer a sus gobernantes, los gobernantes deberían temer al pueblo”
Película V de Vendetta
Winston Churchill fue quien pronunció aquella famosa afirmación donde se asegura que la democracia es el menos malo de los sistemas políticos. Sin quererlo, lastró toda capacidad de mejora para un sistema político que ha terminado abocado a la autocomplacencia ante tal falta de confianza. Si te tuvieran que operar de algo importante y en la clínica te dijesen que lo va a hacer el médico menos malo, ¿no te pondrías a temblar? Aceptar esto nos lleva a la mediocridad, a conformarnos con lo menos malo en vez de intentar buscar algo mejor.
Quienes creemos sin fisuras en la democracia, creemos que hay que convertir al patito feo en un bello cisne y que no se puede conseguir sin un pueblo organizado que se sienta dueño de su futuro, que salga de la mediocridad a la que nos han abocado y empiece a recuperar la esencia de la democracia, oculta por multitud de intereses cuyo único fin es que termine sus días sin conocer lo que realmente es.
Porque, que la única participación sea votar cada 4 años, que los ganadores no tengan obligación de cumplir su programa electoral, que no se pueda “echar” a un cargo aunque lo esté haciendo francamente mal, que querer innovar en las políticas económicas o de otro tipo encuentre el freno de organismos no democráticos que chantajean con el colapso si no cedes, son muestras de que la democracia ha aceptado su mediocridad.
Una democracia plena es una democracia que tiene detrás a su gente, que no pide permiso para poder existir, que rompe con el capitalismo, que no se somete ni a los poderosos ni a los mercados, representantes de todo lo contrario a la vida. Porque si los mercados tienen que elegir entre personas libres o mercados libres prefieren dictadura, muerte, guerra, antes que perder.
Si un Estado decide algo y choca con los intereses de los mercados, ¿qué decisión se termina tomando? Capitalismo y democracia suelen ser mostrados como un matrimonio feliz, pero la realidad es que en esa relación la democracia no es sino una rehén de sus miedos, amargada por no poder más que mostrarse como un reflejo de lo que realmente es. Y dado que la práctica totalidad de los países acepta gustosamente las condiciones impuestas por el capitalismo, parece que el Síndrome de Estocolmo* se ha convertido en una pandemia política mundial para la democracia.
Hoy día, a los poderes económicos y políticos les parece aceptable la democracia tal y como la conocemos porque les permite legitimarse y así satisfacer sus intereses. Pero recordemos que en algunos casos, lo que eran democracias al día siguiente se convirtieron en dictaduras porque la democracia ya no satisfacía los intereses de los poderosos. Augusto Pinochet fue el alumno más brillante de los postulados de la Escuela de Chicago, el que culminó la implantación de la economía de libre mercado en Chile. En este caso, el capitalismo se impuso en forma de dictadura porque a los poderosos les interesaban más sus bolsillos que la democracia.
Sinceramente, ¿dejarías al Presidente de tu Comunidad de vecinos una delegación tan grande como dejas al Presidente del Gobierno? La democracia parlamentaria que rige en los países occidentales y en muchos otros países del mundo, es una democracia de tipo representativo, esto quiere decir que cada persona que vota, delega durante nada menos que 4 años absolutamente toda su capacidad de actuación política en personas a las que a veces ni conoce. Estas formas de representación que conocemos tienen un altísimo grado de delegación política y se basan principalmente en la confianza. Lo que pasa es que actualmente poca gente confía en los políticos, y menos en los que llevan toda la vida dedicándose a ello.
Esa es la principal trampa de la política actual, que la papeleta es un cheque en blanco para 4 años, al no haber revocaciones, ni referéndums, o escasas posibilidades de
* Trastorno psicólogico temporal que aparece en la persona que ha sido secuestrada y que consiste en mostrarse comprensivo y benevolente con la conducta de los secuestradores e identificarse progresivamente con sus ideas
iniciativas legislativas populares, ya sea por los pocos temas que pueden tratar, por la facilidad para ser rechazadas o por el alto número de firmas. Y cuando no hay controles sobre las cosas ya hemos visto que aparece la corrupción, las injusticias, la impunidad, el sufrimiento para la población y la democracia se vuelve cada vez menos democracia y cada vez más mediocre. La representación hace que la política viva en el espectáculo electoral y en el corto plazo, donde es más importante hacer política a 4 años vista que abordar los grandes problemas de la sociedad porque no son rentables en votos.
De esta manera, los políticos nos someten a una tutela basada en el paternalismo de tratarnos como niños pequeños que no saben lo que es bueno para ellos, cuando la realidad es que aunque exista el riesgo de que nos equivoquemos, es mejor equivocarnos nosotros a que se equivoquen los que nos gobiernan sobre cosas que nos afectan a nosotros. Este es el centro de toda la cuestión: para que la democracia sea de verdad el “gobierno del pueblo” y podamos pasar de ser gobernados a gobernarnos nosotros mismos, no hay otra manera que rescatar la esencia misma de la democracia: la participación.
V
“El precio de desentenderse de la política es el ser gobernado por los peores hombres”
Platón
La cultura de la Grecia Clásica es uno de los pilares de nuestra actual civilización europea. Uno de sus mitos más famosos es el mito de Prometeo. En él, Prometeo roba el fuego a los dioses para dárselo a los humanos, siendo finalmente castigado por ello. Con esta acción heroica, Prometeo consigue una “democratización de los privilegios” como era la posesión del fuego, pero con el cruel castigo que le imponen, los dioses dejan claro quién tiene el poder y qué pasa a quien ose disputarlo. Prometeo es la idea del pueblo contra el poder, la generosidad máxima, el sacrificio individual contra los privilegios de los que más tienen. Un verdadero amor hacia el género humano.
En una reformulación actual de este mito podríamos encontrarnos a Prometeo intentando robar la democracia a los dioses que la tienen secuestrada, para devolvérsela a los humanos. Los dioses actualmente tienen muchos nombres: políticos, grandes banqueros, troika, mercados… Nos han enseñado a creer que sólo los dioses saben hacer bien las cosas, con lo que cada día se hacían más dioses y a nosotros nos empequeñecían políticamente. Pero desde el momento en que aparecieron las dificultades, su divinidad se ha ido desvaneciendo y no han tenido otra opción que convertir el Olimpo de los dioses en su bunker particular.
Todos estos dioses del mundo han prostituido la palabra “política” para su beneficio personal. El origen de la palabra viene de la Grecia antigua y tenía que ver con la participación de todos los ciudadanos, con el orgullo de contribuir a la mejora de la sociedad y no a lo que a lo que tan bien conocemos hoy que ha degenerado: profesionalización, corrupción, intereses ocultos, mentiras…
Por ello, es habitual oír decir a la gente que no quiere saber nada de política, confundiendo a los políticos profesionales con la política. La política abarca todos los ámbitos de nuestra vida, con lo que es imposible desentenderse de ella. Política es que la sanidad sea de calidad, que haya colegios para nuestros niños, es poder tener trabajo o que nuestros mayores no sean una carga sino que puedan aportarnos toda la sabiduría y el amor que tienen para darnos en esa etapa final de su vida. La política es el alimento y el precio de olvidarla no lleva a otro sitio más que a la muerte como sociedad.
Es también habitual oír decir a la gente que no sabe de política. Es lógico que parezca difícil por haberse profesionalizado tanto, llegando a dar la sensación en muchos casos de evitar que sea accesible a la gente normal para que no haya “intrusismo”, como pasa con las jergas de algunos gremios. La consecuencia ha sido una cada vez mayor brecha entre gobernantes y gobernados, dejándonos tan solo la posibilidad de confiar en quienes sí saben porque sólo ellos pueden solucionarnos los problemas. Nos consiguieron convencer de que no podíamos volar, como el patito feo, y que sólo podíamos admirar el elegante vuelo de los que saben. De que somos inmaduros políticamente y solamente tenemos la facultad de quejarnos o alabar las decisiones una vez tomadas, pero no de poder influir en ellas.
Pero la realidad es que nosotros sabemos mejor que nadie solucionar nuestros propios problemas y eso es saber de política. Los políticos no son tan fundamentales en nuestras vidas como nos quieren hacer creer y eso les aterra. Diariamente nos intentan recordar que no podemos vivir sin ellos, como los padres que insinúan que comenzar una vida independiente es caos, peligro y que al final terminarás volviendo a casa. Porque contra más decisiones toman los políticos, menos tomamos los ciudadanos y viceversa. Ese es el debate entre democracia representativa y democracia participativa.
Piensa en la persona que mejor conoce las necesidades que tienes, las cosas que pueden hacer cumplir tus sueños, el dolor que hay en muchos momentos de tu vida. Seguro que has pensado en algún Ministro, el Presidente del Gobierno o quizá en un gran banquero o gran empresario. Es broma, seguro que has pensado en ti mismo. En ese caso, si sabemos que somos los mejores para decidir sobre las cosas que nos influyen, ¿por qué dejamos que sean otros los que decidan por nosotros?
La realidad es que para los políticos, por muy buenas personas que fueran y por muy preocupados que estuvieran por nuestros problemas, es imposible saber cuales son nuestras inquietudes o miedos si no nos preguntan y no cuentan con nosotros para tomar las decisiones que luego sí debemos acatar y obedecer. Por eso la democracia no es que alguien piense en qué es lo mejor para ti y lo haga sin preguntarte, sino participar para explicar qué crees tú que es lo mejor para ti, siempre llegando a acuerdos con otras personas que también puedan estar afectadas por ese mismo problema. Habrá gente que no se crea capaz de poder tomas las riendas de su vida política, pero aunque los poderosos repetirán día y noche que “No se puede” y los errores serán evidentes, esto no significa que sea imposible, sino que en cualquier proceso de aprendizaje al principio se hacen peor las cosas que cuando tienes práctica. Si no, que pregunten a los profesionales de la política, con décadas y décadas de práctica a sus espaldas y los errores que cometen.
Porque, es posible que muy pronto llegue un momento en el que las personas no quieran gobernantes buenos, sino que querrán gobernarse ellos mismos. A veces puede parecer que hay muchas opciones, pero si entramos en un bar que solo tiene cervezas, aunque tenga de todos los tipos y las mejores del mundo, ¿tenemos libertad para elegir lo que nos apetece tomar? La democracia no se acaba en los partidos políticos.
En política no existen mesías, ni superhéroes, nadie va a llegar al Gobierno y va a solucionar todos tus problemas. Parece duro, pero es el primer paso para recuperar la democracia. Suele ser habitual echar la culpa de todo a los políticos, y no faltan razones, pero al actuar así les damos poder sobre nosotros al hacerles tan importantes para nuestra felicidad. La política institucional sólo puede ser una ayuda, un catalizador para dar soluciones a las personas, no una fortaleza de verdad absoluta y de desprecio hacia los gobernados. El verdadero poder para cambiar las cosas está en la organización de los ciudadanos en colectivos relacionados con sus problemas, sueños y proyectos. Es cierto que votar puede ayudar a solucionar un poco las cosas, pero depositar todas las esperanzas en las elecciones a la larga traerá frustraciones y decepciones.
En psicología se ha puesto de moda un término, zona de confort, que representa la predisposición de toda persona a ponerse unos límites, dentro de los cuales se sienta segura. En política funciona exactamente igual: no lo voy a hacer bien, me van a decepcionar, lo que haga no sirve para nada, prefiero no asumir responsabilidades y así me puedo seguir quejando tranquilo… En realidad no tenemos confianza política en nosotros mismos, porque siempre nos han medio sacado las castañas del fuego, nos han dicho lo que teníamos que hacer, las cosas que necesitábamos y que ellos eran fundamentales en nuestras vidas como si fueran nuestros padres. Al fin y al cabo, si somos las personas corrientes las que sacamos el país adelante y las que hacemos funcionar todo, entonces, ¿por qué no lo vamos a hacer bien? Salir de nuestra zona de confort es no conformarnos, es vivir y es evolucionar, porque aferrarnos constantemente a la seguridad nos hace más miedosos, menos curiosos, nos mata poco a poco y no nos permite desarrollar el potencial que nos hace únicos como personas y como sociedades.
Porque un cuerpo sano es como una sociedad sana, hay que dedicarle tiempo y sacrificios y nadie lo puede hacer por ti. Los métodos milagrosos donde se consiguen las cosas sin esfuerzo no suelen funcionar y al final nos cansamos de que los mesías nos rueguen otro poco de paciencia porque falta poco para que la crisis pase, que esta legislatura es la buena. Porque lo peor de la política “no institucional” es que te hace perder mucho tiempo, pero que decidan por ti suele traer problemas a la larga como vemos cada día.
Democracia participativa significa poder acordar las normas con las que nos queremos gobernar en vez de que nos las impongan desde el poder, ya sea nacional o extranjero; significa responsabilidad, porque cuando nos sentimos parte de una decisión, nos obligamos más a cumplirla; significa cercanía, porque los problemas los “vives” y no te los cuentan; significa libertad para vivir tu vida y que no te marquen por dónde han de pisar tus pies. Porque participación es, en definitiva, estar vivos como sociedad.
No queremos esperar más para tomar las riendas de nuestras vidas. ¡Que empiece el espectáculo!
Un mundo nuevo
VI
“Sé el cambio que quieres ver en el mundo”
Mahatma Gandhi
Se cuenta que a los elefantes del circo les enseñan desde pequeños a vivir atados con una cadena a una estaca. Si todos sabemos que la fuerza necesaria para liberarse es minúscula en proporción a la energía que poseen estos animales, ¿por qué no escapan? Desde el día en el que nacen, les atan a la estaca. Los primeros días, seguro que intentaron liberarse, pero no tenían suficiente fuerza y terminaron agotados y desanimados. Hasta un día en el que aceptaron que no podían hacer nada y se resignaron a vivir así. Y aunque de mayores son capaces de liberarse, ese recuerdo de la impotencia y la derrota es tan fuerte en sus mentes, que acaban sus días arrastrando las cadenas que les quitan su libertad simplemente porque piensan que es imposible quitárselas.
Desde pequeños se nos enseña cuán limitados somos y que “el mundo es como es”. En un ejercicio de supuesto realismo y de madurez tienes que pasar de soñar con un mundo feliz, divertido y lleno de amor, a despertar e intentar literalmente sobrevivir en un mundo que “ya no tiene solución”. A tener que contentarnos con soñar de noche porque durante el día hay que aceptar la realidad con toda su crudeza.
Como en la historia anterior, nos resignamos a aceptar nuestra triste realidad, puesto que si cambiar las cosas es imposible, ¿para qué lo voy a intentar? Al fin y al cabo, la idea general de realismo en nuestra sociedad tiene mucho que ver con la resignación y con aceptar no ser dueños de nuestro futuro. Si fuera por los pesimistas, los amargados, los que piensan que toda innovación, avance o derecho adquirido va a poner en peligro su seguridad y les va a hacer salir de su zona de confort, aún estaríamos escondidos en las cavernas.
Seguro que a prácticamente todos los grandes inventores de la historia, esos que recordamos por la valentía de oponerse al pensamiento inmovilista de su época, les dijeron en muchos momentos de su vida que no se podía, que dejasen de intentarlo y fueran “realistas”, que aceptasen las cosas como son y que dejasen de intentar curar ciertas enfermedades, de volar o de conocer la órbita de los planetas. Recordemos que a varios de estos genios se les tachó de locos o directamente de herejes, en definitiva, por decir cosas fuera de la lógica del momento y demasiado avanzadas para su época, mientras que la práctica totalidad de las personas estaban equivocadas pensando que defendían una verdad.
El realismo siempre intentará atarte a la estaca y hacerte aparentar que eres feliz en un mundo que no te gusta, aceptar unas limitaciones impuestas y sentarte a esperar que las cosas cambien poco a poco, sobre todo gracias a los que no se resignan.
Evidentemente, los poderosos intentan que identifiquemos realismo con eficacia, con lo práctico, aunque esta relación sea una trampa ya que es el miedo a lo desconocido quien toma el control y nos hace caer en el conformismo de los resultados inmediatos. En cambio, evolucionar, que es algo innato a los seres vivos, lo relacionamos con lo utópico, con los sueños y con lo imposible. Pero algo utópico e imposible deja de serlo cuando se consigue. Deberíamos cuidar mucho de usar la palabra “imposible” porque puede hacerse pasar por no-posible algo que ahora es desconocido y simplemente llegará dentro de un tiempo, como los que decían que era imposible curar ciertas enfermedades, volar o acabar con la esclavitud. Sólo hay que esforzarse un poco más.
Las personas que tienen poder político o económico siempre recurrirán a este supuesto realismo. Evidentemente, contra mejor le vayan las cosas a la gente, menos piensan en cambiar. Aunque la crisis hunda a muchas personas en la miseria, y algunos en cambio ganen más cada día, lo normal es que quien tiene poder alegue realismo con frases como “mejor trabajar por 400 € que nada”, “si no ganan las elecciones los de siempre seguiréis sufriendo la crisis”, para frenar esas ganas de cambiar la situación de las personas que sueñan con que las cosas sean más justas. Esto sirve muy bien para el mantenimiento de los privilegios de los poderosos porque el lobo con piel de cordero es el miedo con piel de realismo.
Seguir con las recetas que nos han traído hasta donde estamos, nos hará seguir igual o, en el mejor de los casos, nos hará estar unos años tranquilos para pasarles la patata caliente a las generaciones que vengan. Porque la base del cambio es que no podemos esperar resultados diferentes si seguimos haciendo lo mismo, por lo que hay que dar soluciones nuevas y eso nos lleva inevitablemente a salir de lo conocido, de lo seguro. Hay principalmente dos opciones para salir de la crisis: hacer algún cambio estético y salir rápido, o construir algo distinto para evitar que dentro de unos años, cuando se nos haya olvidado lo cruel de la crisis actual, volvamos a permitir excesos a los poderosos y nos contagiemos de la bacanal de injusticias económicas, hipotecando la vida de nuestros hijos y de nuestros nietos.
Este mundo puede cambiar, hay muchos pequeños ejemplos en la historia de dignidad personal y colectiva. ¿Puedes imaginar la satisfacción que sentirías al conseguir aquello que piensas que arreglaría el mundo? Porque, ¿cuáles son las personas más admiradas en nuestra sociedad?, ¿no lo son aquellas que tienen claros sus valores y además los llevan a cabo?
Muchas veces nos convencemos de que “el cambio trae sufrimiento”, que “tampoco están tan mal las cosas”, que “por mucho que me esfuerce por cambiar, no sirve para nada”, que “es imposible”, que “las cosas siempre han sido así”. Pero realmente, seguir igual genera mucho sufrimiento, pero alargado en el tiempo; que aceptar el sufrimiento y autoconvencerse para no actuar, es permitir que nos controle el miedo y al final ser incoherentes con nosotros mismos; que no ver resultados inmediatos no quiere decir que no se esté cambiando, sólo que hay que tener paciencia; que muchas veces somos nosotros los que convertimos algo en imposible por miedo al fracaso; y que anclarnos en reproducir automáticamente las tradiciones o la manera en que hemos actuado anteriormente, nos frena como personas y como sociedades, al repetir algunos comportamientos que lastran nuestra capacidad de mejora pero nos dan seguridad.
Otras veces, hay gente que no cambia su forma de pensar porque piensan que tendrán que aceptar que han hecho algo mal. Las sociedades avanzan y los seres humanos evolucionan gracias a eso que algunas personas entienden que son errores y que otras lo vemos como ensayos para conseguir una sociedad cada vez mejor. Lo difícil es aceptar que para cambiar, primero tienes que dejar de identificarte con lo que has sido hasta ese momento y resulta duro perder esa parte de nosotros mismos, porque pensamos que vamos a adentrarnos en un mundo peligroso que nos hará perder las certezas a las que tan fuertemente nos aferramos porque nos aportan una falsa sensación de seguridad.
A la vez, es paradójico seguir anclados a un mundo que no soluciona muchos de nuestros problemas y rechazar todo aquello que huela a novedad. Cambiar siempre es difícil, si no, imagina algún momento en el que has estado muy mal en una situación y te ha dado miedo lo desconocido, aunque supieras que tenías que cambiar esa situación porque era insostenible. Lo habitual es postergar los problemas, pero lo ideal es cambiar antes de llegar a situaciones extremas.
Los cambios son contagiosos, porque ver que se van produciendo resultados en uno mismo, en los demás y en las cosas que nos rodean, nos genera confianza como individuos y como sociedades. Igual que pasa con las modas, donde la primera persona pensamos que es “ridícula”, terminamos por ver los cambios como normales y los que le han puesto ese calificativo terminan por entrar en el juego, por ver esa opción como posible. Lo que buscamos es un impulso que nos haga coger confianza como pasó con las primaveras árabes o el movimiento de los indignados, ver que si en otro lugar se puede, ¿por qué no vamos a poder nosotros?
Y cuando el cambio sea inevitable, los poderosos, los políticos que han estado aprovechándose de la situación dirán que las cosas se hicieron mal pero que de ahí en adelante todo va a ser distinto. Y quizá nos lo creamos, como se cree al amado cuando te ha traicionado y te dice que a partir de ahí nada va a ser igual, que ahora ha cambiado de verdad y caemos en la trampa, pensando que esta vez es la buena, para comprobar que sólo hay promesas vacías, cambios de caras, de logos, de vestimenta y que el cambio está por fuera. Porque un giro de 360º no es un cambio de rumbo, es una treta para marearnos y que no nos demos cuenta de que en el fondo seguimos por el mismo camino.
Pero vivimos un momento en el que hay que dar la vuelta a todo lo que no funciona, hasta al refranero. “Si no lo creo, no lo veo” es un refrán que marca muy bien esta nueva época. Creer en nosotros mismos y que las cosas no ”son como son”, crear realidades ”paralelas” ajenas a las injusticias, al poder establecido y al sufrimiento del mundo en el que vivimos, son la base para empezar a crear las estructuras de una nueva forma de relacionarnos. La esclavitud, el apartheid, etc., posiblemente parecieran cosas “imposibles” de solucionar, pero un día llegaron, porque hubo gente que no se resignó a pensar que la estaca fuera imposible de arrancar. Y para crear, hay que creer.
“Tanto si piensas que puedes, como si piensas que no puedes, estás en lo cierto”
Henry Ford
La base del progreso humano es la creatividad, la capacidad que tenemos de hacernos nuevas preguntas y así poder mejorar nuestra realidad. Las viejas preguntas generan viejas respuestas que acaban por limitarnos y por frustrarnos porque entramos en un bucle que no nos permite ver las cosas más que de una manera que quizá no sea adecuada para ese momento. Si no hubiese habido alguien que se preguntase cómo poder comunicarnos con personas a miles de kilómetros, cómo iluminarnos en la oscuridad o cómo viajar al espacio, aún pensaríamos que son cosas imposibles.
En política, es importante centrarnos en preguntas constructivas que nos hagan avanzar como sociedad, en vez de la respuesta instintiva que nos aparece a todos de quejarnos de lo que no queremos: por qué tenemos tantos políticos corruptos, por qué hay tanto paro, por qué existen tantas desigualdades… Dedicamos más tiempo a pensar en lo que no queremos en vez de en lo que sí queremos y la realidad es que debería ser al revés ya que de la primera manera sufrimos porque no le vemos salida, mientras que de la segunda se nos abren nuevas puertas que nos pueden llevar a mejorar como personas y como sociedades. En resumen, es más productivo pensar en cómo cambiar lo que no nos gusta en vez de entrar en un bucle destructivo de culpabilidades. Unas preguntas más adecuadas para hacernos podrían ser ¿cómo se puede acabar con la corrupción y por qué tiene tanto que ver con el poder?, ¿cómo podemos organizarnos para crear empleo desde una lógica más sostenible, innovadora y cooperativa?, ¿cómo repartir la riqueza para que nadie se sienta excluido y fracasemos como sociedad democrática?
Una queja es tan solo la expresión de un pensamiento, pero por sí sola no cambia nada, son las acciones las que transforman las cosas. Quejarse de los errores cometidos o quejarse de los errores de los demás realmente no sirve para nada más que para alimentar el ego. Así, pensamos que nos vamos de rositas creyendo que las responsabilidades de todo siempre las tiene alguien que no somos nosotros: los políticos que nos deberían favorecer y cuidar, los grandes banqueros que no deberían ser tan avariciosos, los grandes empresarios que no tendrían que explotar y aprovecharse de sus trabajadores. Echar la culpa a los demás hace tener la conciencia más o menos tranquila, pero nos quita nuestra libertad, la capacidad que tenemos para elegir nuestro destino, atándonos voluntariamente a miles de cadenas que enganchamos a personas, cosas y situaciones que condicionan nuestras vidas al darles una importancia exagerada.
Imagina que estás sentado cómodamente en el sofá, viendo la serie que más te gusta y tomando tu bebida favorita y te comienza a caer una gotera justo en la coronilla, ¿qué harías?, ¿quejarte y seguir sentado en el mismo lugar donde te caen esas molestas gotas que están arruinando tu agradable momento?, ¿insultar al vecino porque seguro que es su culpa?, ¿despotricar contra los constructores del edificio? Lo normal sería que mínimo te movieses un poco para evitarlo y lo ideal sería que si puedes, lo solucionases. Una vez solucionado, ya podrás pedir cuentas a quien debas. En política pasa algo parecido: nos quejamos todos los días y a veces a todas horas de los políticos y sus privilegios, de las injusticias del mundo, de la crisis que golpea a los de siempre, de que los ricos y los políticos corruptos no pisan la cárcel… tenemos una gotera encima y asistimos impávidos al espectáculo sin movernos del lugar, sin solucionar nuestros problemas y sin que los que en teoría nos los deberían solucionar tampoco lo hagan la mayoría de las veces.
Construir y cambiar las cosas implica amor hacia las personas que te rodean y por supuesto hacia ti mismo, mientras que quejarse genera a la larga resentimiento, frustración y una gran impotencia. Tomar partido de nuestros problemas, intentar cambiar las cosas que nos oprimen, tomar las riendas de nuestras vidas, y hacernos cargo de nuestra libertad en su faceta más amplia, genera una gran satisfacción al tener el destino en nuestras manos y no en las manos de aquellos que cuando quieran, pueden cerrarlas y aplastarnos.
No somos víctimas de la situación, sino creadores de nuestro futuro. La “vida no es así”, la vida será lo que queramos que sea. En eso consiste ser libre, en no aceptar el camino marcado, en que “se hace camino al andar” y poder ir como sociedad por donde queramos. Aunque es cierto que la libertad a veces da un miedo terrible porque supone ser responsable de todo lo que haces y no poder echar la culpa a nadie, supone alcanzar la mayoría de edad y ser libre para coger con tus manos tu propio futuro y acabar con que los demás vivan tu vida por ti. Porque al ser adaptativa la naturaleza humana nos podemos llegar a acostumbrar a vivir en un mundo injusto y nuestros hijos y nietos nacerán conociendo eso.
¿Qué crees que puedes aportar al mundo para que sea un sitio mejor donde vivir? Si cada uno, de aquí a un año, hiciésemos alguna cosa que pudiese cambiar un poco la situación, avanzaríamos infinitamente más que con cualquier queja, porque estaríamos haciéndonos cargo de nuestras vidas y de la sociedad de la que formamos parte. Pueden ser desde cosas sencillas como transformar un momento competitivo en una muestra de solidaridad, hasta juntarte con amigos para gestionar tus problemas de vivienda, trabajo, etc., formando cooperativas que se salgan de los inhumanos valores del capitalismo. Porque si queremos un mundo nuevo, debemos empezar a vivir como si estuviese ya aquí. Rosa Parks, la mujer negra que en 1955 se negó a levantarse de su asiento en un autobús para dejar sentarse a un blanco, soñó con un mundo sin segregación racial.
Y lo empezó a vivir.
“Mucha gente pequeña en lugares pequeños, haciendo cosas pequeñas pueden cambiar el mundo”
Eduardo Galeano