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El problema con la democracia

Hermann Bellinghausen :: 20.03.16

El problema con la democracia es que no funciona. Hay un motivo intrínseco ahí: contra lo que implica su etimología, en los hechos no significa el gobierno del pueblo, sino el de los políticos, los ricos y los políticos ricos

El problema con la democracia

Hermann Bellingahusen
Desinformémonos
19 marzo 2016

El problema con la democracia es que no funciona. Hay un motivo intrínseco ahí: contra lo que implica su etimología, en los hechos no significa el gobierno del pueblo, sino el de los políticos, los ricos y los políticos ricos, que nunca son el pueblo, aún cuando algunos (los menos) hayan andado por ahí en sus comienzos. Como en otras eras, hoy los políticos en el poder constituyen una casta aparte, basada en una red de relaciones, firmas y apellidos que entre sí se mezclan o compiten. De esa casta salen las personas que formalmente nos representan. Cuántos millones de mexicanos nunca hemos dado nuestro voto -cuando hemos votado- por quien termina siendo presidente. Pero nos aguantamos, qué otra, en un acuerdo tácito para la convivencia, o algo así. Supongo. Luego, tenemos que aguantar a su gabinete, puras personas que piensan exactamente lo contrario de lo que no pocos pensamos sobre lo importante, como por ejemplo de quién es el suelo de México y para qué utilizarlo, o cuáles son los derechos concretos de nosotros los mexicanos. Para ellos, qué más da. Harán lo que les venga en gana.

Así que cuando mi gobernante, se supone que electo por una mayoría, da un paso diplomático en el mundo lo hace en mi representación. Ya ven que antes se decía que la diplomacia era lo mejorcito, lo más presentable y hasta valeroso dentro del gobierno nacional. Teníamos buena y digna fama en materia de refugio por dictaduras foráneas, no armamentismo, no intervención o negociaciones de paz. Si, digamos, el gobierno acude a Riad para condecorar y lisonjear al sátrapa en turno de la dinastía Saudita, lo hace en mi representación, aunque yo sepa que al hacerlo “pasa” de nuestra historia (bueno, a eso se dedican los últimos presidentes, a pasar de las mejores partes de nuestra historia, y a repetir uno por uno los crímenes y chanchullos del pasado, pero recargados), y que eso me parece una vergüenza. Ignorando a la ONU, a los organismos internacionales de derechos humanos y a otros gobiernos, se desentiende del criminal sometimiento que los reyes sauditas mantienen contra su pueblo, contra las mujeres, los diferentes, los ateos, ya no digamos su impune responsabilidad directa o sesgada en la peor ola de terrorismo global de que se tenga noticia, y hoy en su apogeo. Todo por hacerles ojitos a sus inversiones de las Mil y una noches. Sirva el episodio como ejemplo de su “representación”. Por este presidente votaron los mexicanos, o eso nos dijeron. Ahora, si votaron por otro, no se preocupen, lo de su partido se montaron en el mismo barco del ganador. Hicieron un Pacto (“por México”) como las hermandades más turbias.

Quizá peor que ponernos en el tablero de los blancos terroristas ha sido la decidida participación clandestina del gobierno (lo único que se nos informó fue que transcurrió a cargo de un tal Guajardo que conocen en Monterrey) en unas trascendentales negociaciones para “blindar” la cuenca del Pacífico en beneficio de Estados Unidos y contra China; negociaciones que nos encadenan como mexicanos a responsabilidades comerciales y de producción, cesión territorial y de derechos que nada tienen que ver con lo que deseamos ni nos conviene a nuestras familias, pueblos, ejidos, asociaciones, escuelas, municipios, estados.

A ver ¿qué hará nuestro gobierno si el próximo presidente de Estados Unidos (hasta la fecha la nación de referencia para socavar nuestra soberanía) es el vociferante Donald Trump, y éste decide hacer con los tratados (de por sí jodidos) lo que se le pegue la gana? Así actuaron los generales y presidentes estadunidenses a lo largo del siglo XIX con los pueblos originarios y con México. Es la fecha que se sienten orgullosos de aquellos abusos y patrañas. ¿Podrá defendernos nuestro gallardo presidente? No. Pero de qué nos quejamos: es producto de la democracia, ¿no? Cuántos años llevamos así.

Porque el problema de la democracia son las elecciones. En pocas partes del mundo resultan tan lucrativas como en México. Sólo ser candidato a cargos de elección popular es un negociazo; ya no digamos ganar comicios y ocupar funciones públicas. Aunque sea a escala chiquita: municipio, delegación, distrito electoral. Por algo se empieza. Los sueldos y prestaciones devienen atractivos de inmediato, enseguida las oportunidades, la red de relaciones a la que tienen acceso ediles y diputados locales que podrían llegar a senadores de la República o mucho más si se ponen las pilas. Es lugar demasiado común decir que el poder corrompe. La verdad es que cuándo no.

A nadie extraña entonces que por todos lados asomen los apoyos raritos en abierta lavandería para no pocos candidatos. La forma partido político no tendría problema sino no fuese pilar organizacional y justificación, favorecida por las leyes y los apostadores, para construir el caminito al poder. Para arriba, lejos de la gente (¿de quién, si no, debería emanar un “gobierno del pueblo”?). ¿Tiene esta situación remedio? En México parece que no.

Supongamos, sin conceder, que la Ciudad de México es la región más avanzada en términos de representación política, con sus modas verdes, de tolerancia sexual, pacheca y bicicletera, con sus múltiples formas de darnos atole rico con el dedo. En nuestras propias narices, las delegaciones son fuente de chulísimos negocios, tan poco transparentes que escalan a la vista de todos. Pongamos de muestra la panista delegación Benito Juárez (igual podría ser la “independiente” Miguel Hidalgo o la perredista Coyoacán): en seguimiento del guión pistas-de-hielo, cuidar-el-medio-ambiente, viva-la-buena-salud y demás, instala carriles para bicicletas en calles angostas no importa cuán poco transitadas por bicis pero en cambio qué tal de carros que al embotellarse estallan en contingencia ambiental fase tal o cuál (si algo no dejan de hacer los carros es circular y aumentar). Supongamos que dicha acción de gobierno cuida el medio ambiente y al ciclista. Ese mismo gobierno local impulsa la proliferación de edificios mamut, de lujo, fuera de cualquier racionalidad urbana y de los intereses de la mayoría, en favor de fabulosos negocios. Y dedica toda su inversión a puentear a favor de su Majestad el Coche. Bien mirado, la construcción de malls, torres, supermercados, segundos pisos y pasajes subterráneos es un equivalente urbano al extractivismo rural. Unos y otros nos chupan la sangre.

Los peores políticos son los profesionales

El punto en la actividad política de Estado es hacer negocios. Si no, nadie le entraría. Eso es el poder. Los peores son los políticos profesionales. A la postre, todos lo son. De ahí les deriva la necesidad imperiosa de tener bajo sus órdenes una feroz fuerza pública que permita y proteja los negocios de los poderosos. ¿Legales? ¿Mal habidos? ¿Ilegales? Cada día resulta más difícil distinguir, pues ellos mismos reforman y reinventan las leyes, emiten decretos, concesionan territorios, encarcelan gente digna por oponérseles, mientras crean mecanismos para desalentar o desaparecer a los inconformes. Y a ver, pruébenles que fueron ellos, que lo que hacen es ilegal.

Hay una cúpula: el Poder Ejecutivo. La componen personas de la clase dominante que nadie eligió y deciden hasta el detalle sobre nuestra economía, salud, educación, las tierras, las aguas, las montañas y para qué se emplean. A juzgar por la experiencia colectiva de los sexenios últimamente transcurridos, en dichos rubros bien que han logrado jodernos. Tan bonito que suena cuando desde el podio los y las secretarias de Estado ponderan los avances democráticos alcanzados en años recientes. Lástima que estén respondiendo a señalamientos internacionales por grandes y sangrientos crímenes ocurridos bajo su responsabilidad, inadecuadamente investigados, e impunes. Se muestran refractarios a la crítica al grado de la amenaza y el libelo.

El secreto de su éxito es a quienes y cómo reparten. Firmas de cuates de acá y, cada vez más, de megamillonarios extranjeros que ni siquiera conocen México (salvo las playas, que ya son suyas). Sean de Wall Street o Madrid, o los de Arabia Saudita que decíamos.

En un país laico y plural (pluricultural), miembros del Ejecutivo en uso de su cargo se le arrodillan y piden que les de pa’ su bendición a un jefe religioso… en mero Palacio Nacional. Y creen que cuidan su imagen. O eso creen. No les importa lo que pensemos de que en un país de desigualdades terribles, injustas, inhumanas -reconocidas al grado de un fallido Ministerio del Hambre- la consorte del jefe del Ejecutivo se compare oficialmente (toda vez que la revista Hola! ha devenido el boletín de la residencia presidencial) con las “jóvenes” reinas Rania, Letizia y Máxima; les compita en moda y fotogenia. Nótese: no se compara con “primeras damas” sino con reinas. El paseo que dio como consorte presidencial por los fastos de Medio Oriente, con sus fotos a plana entera por páginas y páginas, subraya lo bien que se la dan los cortes y las cortes. Revela crudamente que es así como ven y disfrutan ellos la democracia en un país militarizado y descompuesto a punta de balas y miedo.

La democracia mexicana sin eufemismos.


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