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Del conflicto capital-trabajo al conflicto capital-planeta

Clajadep :: 11.08.16

en su nueva fase de explotación global a escala planetaria, la crisis civilizatoria del capital se enfrenta a la destrucción de la naturaleza, de sus recursos básicos y vitales, de las materias primas fundamentales, y de la destrucción del equilibrio de todos los ecosistemas que permiten la vida en nuestro planeta.

11-08-2016
El conflicto capital-planeta

Rafael Silva Martínez
Rebelión

“Creo que no lograremos derrotar al capital con nuestros propios medios. Quien derrotará al capital será la Tierra, negando los medios de producción, como el agua y los bienes de servicio, obligando a cerrar las fábricas, a terminar con ilusorios grandes proyectos de crecimiento” (Leonardo Boff)

Para el Marxismo clásico únicamente existía (y continúa existiendo) el conflicto capital-trabajo, expresado de varias formas, pero sobre todo, en la desigual correlación de fuerzas que representa el modelo de producción capitalista, en lo que se refiere al control y la propiedad de los medios de producción. El Socialismo del siglo XXI ha de luchar, como no podía ser de otra forma, contra este conflicto, pero a raíz de las aportaciones de las corrientes ecologistas, naturalistas y animalistas, hemos de contemplar también la resolución de otro gran conflicto, que pudiéramos denominar conflicto capital-planeta. Porque en efecto, la crisis del modelo de civilización occidental, expresado como la globalización del capitalismo en su fase neoliberal, arrastra no sólo los clásicos conflictos que ya definieran perfectamente Marx y sus colaboradores, sino que en su nueva fase de explotación global a escala planetaria, la crisis civilizatoria del capital se enfrenta a la destrucción de la naturaleza, de sus recursos básicos y vitales, de las materias primas fundamentales, y de la destrucción del equilibrio de todos los ecosistemas que permiten la vida en nuestro planeta.

El conflicto capital-planeta ha de ser entendido como un conflicto derivado, consecuencia del propio conflicto originario capital-trabajo. En última instancia, otra derivación del capitalismo. Y ello porque en su afán de expansión sin límites, el capitalismo no tiene otra salida más que continuar depredando las únicas fuentes de riqueza que encuentra, siendo éstas en última instancia las que el propio entorno natural posee. Y así, el fenómeno que hemos dado en llamar “Cambio Climático”, expresado evolutivamente de mil formas distintas y con consecuencias devastadoras para todas las especies y seres vivos que habitan el planeta, no es más que la consecuencia última, terminante y definitiva derivada de la funesta acción del capitalismo sobre la faz de la tierra. Y así, el extractivismo sin límites, el especismo despiadado, la paulatina descomposición de todos los elementos naturales básicos (el mar, el aire, los bosques, el agua…), el acaparamiento y la escasez de recursos naturales (fundamentalmente el agua y el petróleo), todo ello unido a la guinda del pastel que supone la instrumentalización de la guerra como continuación del negocio capitalista, nos dibujan un desolador panorama que conducirá más temprano que tarde a la autodestrucción de nuestro planeta por parte del ser humano.

En realidad, el conflicto capital-planeta se ha agudizado como consecuencia directa de la mayor competencia internacional (derivada de la propia globalización y de la implantación de perversos tratados comerciales), y de la producción masiva de productos a partir de la transformación de materiales mediante el consumo de energías fósiles. Los modelos energéticos alternativos y renovables, cuya eficacia y eficiencia están sobradamente demostradas, están siendo ignorados expresamente por vasallos gobiernos al servicio de las grandes corporaciones transnacionales, que únicamente contemplan el aumento de sus cuentas de resultados. Esta competencia internacional se manifiesta en una carrera por el acaparamiento de los recursos naturales, en una demencial espiral diabólica que está destinada no sólo a su agotamiento, sino también, dada su creciente escasez, a la privatización de los derechos de acceso a dichos recursos. Y mientras los gobiernos de países “desarrollados” miran hacia otro lado, miles de millones de seres humanos y de otras especies mueren de hambre o de sed, o de enfermedades que podrían curarse si los medicamentos no fueran también una mercancía en manos de depravadas corporaciones internacionales. Hoy día ya la amenaza ecológica es de tal envergadura, que es imposible pensar ningún proyecto político mínimamente razonable que no integre de forma transversal la perspectiva ecológica, y que no diseñe un horizonte de sociedad que se nutra de fuentes energéticas sostenibles, limpias, naturales y renovables.

Las alternativas son muchas y de muy diversa índole, pero el problema fundamental es de voluntad política para ponerlas en marcha, y de cortedad de miras bajo modelos sociales alienados por los valores capitalistas. Muchos modelos, más o menos integrados, más o menos directos, de mayor o menor envergadura, más o menos radicales, se perfilan como soluciones: desde el tímido “capitalismo verde”, pasando por el llamado “ecosocialismo”, los modelos y patrones del “decrecimiento”, austeridad (bien entendida, no como el falso paradigma neoliberal), diversos patrones de responsabilidad ambiental ( comercio justo, consumo responsable…), hasta quizá las soluciones más integrales, englobadas en los diversos paradigmas que se han englobado bajo la expresión del “Buen Vivir”, que preconizan, desde el reconocimiento básico de los derechos de la Madre Tierra (esto es, el reconocimiento de la propia naturaleza como sujeto de derechos), pasando por una revolución en todos los modelos de producción, energéticos, de distribución, de consumo y de desecho. Ante el conflicto capital-planeta, nos encontramos en una paradógica pero peligrosa situación, en la cual están diseñadas las alternativas, pero no existe una generalización en torno a la concienciación global de la gravedad del mismo.

A pesar de las continuas evidencias científicas que cada día se aportan, y de los innumerables foros donde se conciencia sobre el tema, y se publican solemnes declaraciones de intenciones (la COP21 de París ha sido la última), no existe como decimos una clara determinación en cuanto a la adopción generalizada de políticas sociales, económicas y energéticas que puedan reducir los efectos del conflicto, pero sobre todo, que puedan atajarlo desde su base, esto es, alterando la filosofía de las relaciones de producción capitalistas. Y es que desde hace mucho tiempo que las sociedades (sobre todo las más desarrolladas) profesamos un total desprecio hacia el medio ambiente y sus leyes naturales, y únicamente se expresa, a escala tanto local como global, una voracidad sin límites en busca del beneficio de una minoría (estimada ya en el 1% más rico del planeta), cueste lo que cueste. El poder de dicha minoría es tan absoluto, y sus intereses tan irracionales y miopes, que resulta extremadamente complicado revertir dicha tendencia. Ese desprecio hacia el medio ambiente se manifiesta bajo multitud de criterios, que se trasladan después a hechos políticos determinados: políticas de trasvases, destrucción de costas, construcciones faraónicas, proyectos insostenibles, incumplimiento de normativas ambientales, extractivismo descontrolado, y progresiva destrucción de los ecosistemas naturales. ​

El expolio que la propia naturaleza viene sufriendo durante las últimas décadas de globalización capitalista no tiene límites, o mejor dicho, sí los tiene, y son los límites de un planeta y de unos recursos limitados y finitos. Por tanto, el conflicto capital-planeta está servido: el capitalismo ya sólo puede crecer a costa de destruir el medio natural, y no puede dejar de crecer porque es parte de su esencia, su razón de ser. Además, no es concebible una sociedad desregulada social y económicamente, y regulada ambientalmente, porque ambos parámetros entran en clara contradicción. De hecho, una de las primeras medidas que han ido aplicando los gobiernos conservadores y neoliberales en todo el mundo ha sido justamente destruir la legislación medioambiental, que había sido impulsada tiempo atrás por la presión social, los movimientos ecologistas y los gobiernos socialdemócratas. La nueva hornada de salvajes tratados comerciales (TPP, TTIP, TISA…) ponen también su foco en dicha legislación, que las grandes corporaciones entienden como una “barrera” para el comercio transnacional. Esta desregulación ambiental afectará profundamente a la calidad de vida de la población, porque provocará un encarecimiento de las materias primas, gravísimas hambrunas, migraciones masivas, éxodos de población y desarrollo de nuevas enfermedades, lo que limitará la supervivencia de la especie humana y la de otros muchos animales.

¿Cómo podemos y debemos enfrentarnos al grave conflicto capital-planeta? Defendiendo a capa y espada al medio ambiente, tomando conciencia de la gravedad de dicho conflicto, cambiando profundamente los modelos de relaciones productivas y sociales, por lo que su defensa consecuente pasa necesariamente por el progresivo abandono del modelo actual, y la progresiva migración hacia modelos anticapitalistas, lo que implica también asumir que la revolución ecológica es también una revolución pendiente de primer orden que debemos poner en marcha. No basta con los formales apoyos a la defensa del medio ambiente y las tímidas y contradictorias leyes y medidas prácticas, que de vez en cuando se perfilan para parchear el grave conflicto, sino que será necesario asumir la lucha ecológica como otra cara, otra faceta imprescindible en la lucha contra el modelo capitalista, y avanzar consecuentemente en un modelo de producción y de desarrollo absolutamente distinto: bajo otros moldes, con otros objetivos, con otros valores, con otros medios. En palabras de Homar Garcés: “Se hace imprescindible, por consiguiente, el surgimiento inaplazable de nuevos paradigmas culturales y económicos que tengan como rasgos destacados la interculturalidad, una filosofía de vida alejada de la lógica del capitalismo y un nuevo patrón de relaciones entre los seres humanos y con la naturaleza que sirvan como muro de contención a las ambiciones hegemónicas de los grandes centros de poder político y económico existentes”.

En vez de en el beneficio monetarista, pongamos el foco en los otros parámetros donde debemos crecer, tales como la solidaridad, los derechos humanos, la paz, la justicia social, la igualdad. Existen otros parámetros para medir el progreso y las necesidades humanas que tenemos que poner en valor. Ya no es un simple deseo, una ilusión o una quimera idealista, sino una imperiosa necesidad, si no queremos destruir todo lo que nos rodea. La necesidad de alcanzar una sociedad basada en la colaboración y la solidaridad frente a la competencia, en el aprovechamiento frente al despilfarro, en el respeto y goce de la naturaleza frente a su explotación y destrucción. Pero esto también nos obligará a cambiar nuestro concepto de ser humano con una concepción de la felicidad contraria a la cultura impuesta por el capital. Con el derecho al tiempo, al ocio, al disfrute, a la libertad y a la diversidad. Nuevas escalas de valores y una nueva concepción del trabajo también deberán imponerse. En caso contrario, el conflicto capital-planeta nos estallará en nuestras propias narices, y no podremos hacer ya nada por evitar que nos arrastre por los derroteros de su destrucción. De hecho, quizá sea ya demasiado tarde.

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