El choque de civilizaciones es también un choque de gastronomías. Las cocinas tradicionales, producto de un proceso de miles de años de experimentación agrícola y de manejo y preparación de los alimentos y sus combinaciones, deben enfrentar a la “comida moderna” que buscan imponer las gigantescas corporaciones y sus cadenas de producción, distribución y mercadeo.
Agroecología y revolución
Víctor M. Toledo
La Jornada
Comer o no comer es la cuestión. Comer sano para vivir o comer para morirse. Dime qué comes y te diré quién eres. A lo largo de la historia las grandes hambrunas han provocado rebeliones y revoluciones, masacres y migraciones. El estómago exige comer, y los individuos y las sociedades deben responder a esa exigencia. Aun las grandes reflexiones filosóficas o las virtuosas creaciones abstractas dependen del estómago. En su genial obra El vientre de los filósofos, Michel Onfray mostró la relación ineludible entre el pensamiento filosófico y la comida: Rousseau y los lácteos, Nietzche y las salchichas, Sartre y los crustáceos, Marinetti y la carne de puerco.
Hoy seguimos viviendo una batalla culinaria. El choque de civilizaciones es también un choque de gastronomías. Las cocinas tradicionales, producto de un proceso de miles de años de experimentación agrícola y de manejo y preparación de los alimentos y sus combinaciones, deben enfrentar a la “comida moderna” que buscan imponer las gigantescas corporaciones y sus cadenas de producción, distribución y mercadeo. Cada semana nos lo recuerdan en esta páginas Cristina Barros y Marco Buenrostro en su columna “Itacate”.
Hoy, la modernidad dominada por el capital corporativo no sólo manda a la tumba a un millón de ciudadanos cada año a través del automóvil (datos de la Organización Mundial de la Salud), sino que enferma y envía al cementerio a decenas de millones mediante la comida convertida en alimentos industrializados, procesados, transportados a largas distancias y preservados mediante artificios químicos o genéticos, cuyos efectos apenas se conocen. Ser moderno es comprar en los supermercados mercancías alimentarias o vegetales y carnes provenientes de enormes factorías donde la vida de plantas y animales son manipulados mediante agroquímicos, hormonas y trucos genómicos (las fábricas masivas de alimentos reproducen los campos de concentración); también es saciar la sed tomando bebidas azucaradas, refrescos, jugos artificiales, líquidos estimulantes, incluyendo las alcohólicas. No serlo es adquirir los alimentos en mercados o tianguis tradicionales, de pequeños productores, confeccionados artesanalmente y traídos de los alrededores o de distancias cercanas.
Los estómagos y aun los paladares de la mayoría de los habitantes del mundo dependen de estas dos opciones contrapuestas. El movimiento agroecológico mundial ofrece hoy una tercera alternativa que parte de los sistemas alimentarios tradicionales y que exige sistemas de producción ecológicamente sanos de alimentos sanos, que no enfermen al planeta ni al ser humano, autosuficiencias locales y regionales, comercio justo y consumo ético y responsable.
Buena parte de los preceptos anteriores fueron discutidos por unos 800 participantes en el segundo Encuentro internacional sobre agroecología y economía campesina, que tuvo lugar hace unos días en la Universidad Autónoma Chapingo para celebrar los 25 años de su departamento de agroecología.
La actividad reunió a investigadores, profesores, estudiantes, organizaciones campesinas, periodistas, movimientos agrarios y ambientalistas. Asistieron además invitados especiales de Brasil, Guatemala, Venezuela, Haití, Colombia e India. La reunión culmina en cierta forma un proceso de más de dos décadas en que la agricultura orgánica en México pasó de 22 mil hectáreas en 1996 a más de 500 mil en 2012, el número de tianguis de alimentos sanos a casi 60 y las cooperativas agroecológicas, mayoritariamente indígenas, se multiplicaron por decenas, especialmente en el centro y sur del país.
El encuentro también lo enmarcaron los impactos desastrosos del sistema alimentario industrial que dejan a México en una situación de emergencia sanitaria con severos problemas de obesidad y sobrepeso, diabetes, enfermedades cardiovasculares y cánceres, y sin una política pública alimentaria. Como han señalado El Poder del Consumidor y otras organizaciones civiles, los gobiernos neoliberales se niegan a implementar una política que regule de manera rigurosa los alimentos que se ofrecen. Buena parte de los alimentos que se venden masivamente contienen venenos, sustancias peligrosas y hasta cancerígenas, como los colorantes y saborizantes artificiales, sin que quienes lo consumen dispongan de información para tomar decisiones. El etiquetado es tramposo o ilegible (usted requiere de una lupa para leerlo). No hay prácticamente en la oferta moderna de alimentos una gelatina, cereal, yogur, helado, bebida azucarada, golosina que no sea potencialmente dañino. Para colmo, sigue la amenaza aún vigente de la entrada de maíz y soya transgénicos. A la desnutrición de algunos se ha sumado la malnutrición de muchos.
Hoy la toma de conciencia social, ambiental y política, debe ser también una toma de posición alimentaria. En un mundo enfermo y que se enferma con lo que se come o se deja de comer se torna decisivo. La cruenta lucha por la vida es una batalla por alimentos sanos generados en cadenas sanas (producción, transporte y transformación) y bajo el paradigma agroecológico. El cambio viene por el estómago.