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Roberto Bolaño y su crítica a la izquierda

Marcelo Marchese :: 17.08.16

A veces uno se pregunta cómo la izquierda se ha transformado en esto, en una no izquierda

17-08-2016
Roberto Bolaño y los derroteros de la izquierda

Marcelo Marchese
Rebelión

A veces uno se pregunta cómo la izquierda se ha transformado en esto, en una no izquierda y acto seguido se pregunta qué será exactamente ser de izquierda y qué será ser de izquierda en estos tiempos confusos.

Para abordar este problema es conveniente echar una mirada al pasado reciente. Seguramente encontraremos buenos testimonios de algunos militantes y de seguro también encontraremos, si rascamos como poseídos, alguna interesante reflexión de algún filósofo pero de seguro, si queremos un punto de vista elocuente, alguien que vaya al grano y no tema las consecuencias, lo más apropiado sería preguntarle a los artistas y si encontramos un artista genial, es decir, un artista auténtico, obtendremos la respuesta buscada. Permita el lector que cite el testimonio de Roberto Bolaño en su Carta de Caracas:

“En gran medida todo lo que he escrito es una carta de amor o de despedida a mi propia generación, los que nacimos en la década del cincuenta y los que escogimos en un momento dado el ejercicio de la milicia, en este caso sería más correcto decir la militancia, y entregamos lo poco que teníamos, lo mucho que teníamos, que era nuestra juventud, a una causa que creímos la más generosa de las causas del mundo y que en cierta forma lo era, pero que en la realidad no lo era. De más está decir que luchamos a brazo partido, pero tuvimos jefes corruptos, líderes cobardes, un aparato de propaganda que era peor que una leprosería, luchamos por partidos que de haber vencido nos habrían enviado de inmediato a un campo de trabajos forzados, luchamos y pusimos toda nuestra generosidad en un ideal que hacía más de cincuenta años que estaba muerto, y algunos lo sabíamos, y cómo no lo íbamos a saber si habíamos leído a Trotski o éramos trotskistas, pero igual lo hicimos, porque fuimos estúpidos y generosos, como son los jóvenes, que todo lo entregan y no piden nada a cambio, y ahora de esos jóvenes ya no queda nada, los que no murieron en Bolivia murieron en Argentina o en Perú, y los que sobrevivieron se fueron a morir a Chile o a México, y a los que no mataron allí los mataron después en Nicaragua, en Colombia, en El Salvador. Toda Latinoamérica está sembrada con los huesos de estos jóvenes olvidados”.

No sé si es posible ser más claro y no sé cuántos dudarían de lo que hubiera pasado (de hecho, pasó) si algunas de esas guerrillas hubieran llegado al poder, sustituyendo una tiranía por otra con esa particular construcción de un arte aherrojado al nuevo poder y con la funesta imposición de la verdad única para servicio del partido único y sus jefes, la nomenklatura, que los dogmáticos y demás feligreses no quieren definir como clase social pero que sí lo es, si lo será, pues constituye la nueva burguesía burocrática e ignorante en el poder, con todos sus privilegios y suficiencias repugnantes.

Alguien objetará esa dura adjetivación de corrupción y cobardía y esa caracterización de un aparato de propaganda que era peor que una leprosería, pero mi intención no es señalar a ningún pobre pecador en este vasto continente, sino entender por qué cuando se vence una tiranía existen grandes chances de suplantarla por otra tiranía y luego por qué los jóvenes se dejaron llevar de las narices a la tumba, aunque percibieran, en algún lugar, que los estaban llevando de las narices a la tumba o en el mejor de los casos, usando como peones para encumbrar a una nueva tiranía.

Pienso que en una síntesis de este complejo problema, el por qué las revoluciones triunfantes al poco tiempo se transformaron en nuevas tiranías, la clave es que la nueva cultura que se quiso implantar, esa nueva cultura política, esa nueva cultura económica, ni siquiera fue creada y en su estado germinal fue derrotada por la anterior cultura, es decir, los vencidos salieron vencedores, o más bien, la cultura vencida salió vencedora pues no fue vencida en absoluto. Esto no tiene nada de nuevo, habida cuenta que los bárbaros que triunfaron sobre Roma fueron luego absorbidos por la cultura “superior” (permitan que use esta palabra, que significa en este caso la cultura más absorbente o eficiente en ciertos parámetros). El capitalismo demostró ser la cultura más absorbente, la que permitió las más eficientes técnicas e ideas para resolver innumerables problemas y los nuevos dirigentes reprodujeron la antigua y aceitada cultura pues las nuevas fuerzas, las fuerzas renovadoras, todavía no habían creado esa nueva cultura, que sería, para definirla de una vez por todas, una nueva cultura democrática. En el caso de la revolución paradigmática, apenas aquellos gérmenes de lo nuevo, aquellas nuevas herramientas democráticas, como fueron los soviets, derrocaron al viejo poder, fueron suplantadas por otra estructura que liquidó a los soviets desde el mismo instante en que desplazó el ámbito de toma de decisiones y liquidó la discusión interna en ese ámbito y en todos los demás.

En los tiempos actuales, al parecer, nadie (casi nadie) se plantea construir otra sociedad, otra cultura. En el mejor de los casos discutiremos la manera más eficiente de desarrollar la economía de nuestros países, de forma que hubiera más trabajo o trabajo mejor pago; discutiremos cómo lograr una educación un poco menos desastrosa, pero no que eduque para la felicidad; y discutiremos cómo alcanzar cierto grado de seguridad, o al menos que haya menos asesinatos o robos a viejos desprotegidos que luego quedan descaderados. Con respecto a aquellos años de que habla Bolaño, el injusto reparto de la riqueza creada por la humanidad se ha acentuado a niveles monstruosos, y con respecto a aquellos años, el reclamo natural por un reparto equilibrado se ha atenuado hasta su virtual inexistencia. Cuando la concentración de riquezas llega a niveles inauditos, el silencio con respecto a este crimen también llega a niveles inauditos y ese es el primer indicador del retroceso de la civilización y el segundo indicador es la casi inexistencia de debate de modelos, la creencia de que no existen otras realidades que la realidad imperante, lo que trae de suyo el desconocimiento de nuestro poder como agentes históricos.

Y así llegamos a esta política nuestra sin proyectos, a esta simplona apuesta a los capitales extranjeros, los únicos que serían capaces de sacarnos del estancamiento, lo cual permitiría, en el mejor de los casos, repartir migajas entre los más desprotegidos. Ahora bien, esta apuesta a los capitales extranjeros trae consigo el incremento de la concentración de la riqueza, con consecuencias desastrosas en varios ámbitos, comenzando por las desastrosas consecuencias sociales de la concentración y extranjerización de la tierra y trae consigo, gracias a las exoneraciones impositivas, una erosión del principio de igualdad ante la ley y en suma, una erosión de nuestra soberanía al crear feudos con el nombre de zonas francas y trae consigo una erosión de nuestra soberanía toda vez que ante un diferendo aseguramos al capital extranjero que será un tribunal anacional el que dictamine.

El capital tiene su ley de crecimiento y concentración inexorable y no se detiene en su pulsión sorda por conquistar mares, desiertos, selvas y repúblicas, pero este asalto sólo es posible en una situación de reordenamiento ideológico donde emergen y se financian reivindicaciones atomizantes; se impone una censura autoritaria en las ciencias sociales; se niegan las evidentes diferencias biológicas entre los sexos; se amañan las investigaciones de los universitarios; se crea y reproduce con saña psicótica la figura de un “otro” peligroso y como signo supremo del desastre, se niega la existencia del concepto de verdad, ahogado ante infinitos “relatos” igualmente válidos. La hybris de los griegos, la desmesura, el ir más allá de ciertos límites, ha alcanzado con el capitalismo unas proporciones que superan cualquier imaginación de cualquier mitología y en su saña por profanarlo todo, nos ha abandonado, por primera vez en toda la historia de la humanidad, a una vida sin el vinculante sentido de lo sagrado.

Pero volvamos a la pregunta ¿qué es ser de izquierda? y volvamos a aquellos jóvenes generosos y estúpidos de que habla Bolaño y digamos que el primer error de esos jóvenes fue abandonar su pensamiento crítico por la fe en los dirigentes, es decir, en sus padres y digamos que un revolucionario se define por su deseo de justicia que trae de forma inevitable, al comenzar a cuestionar el orden de ideas de un mundo injusto, el pensamiento crítico, o el pensamiento, y digamos, como es sabido, que en la historia de los movimientos revolucionarios, sea en el terreno del arte, sea en el terreno de la política, siempre encontramos una generación de jóvenes dispuesta a enfrentar la concepción del mundo de sus mayores.

Ahora bien, yendo al concepto de izquierda, cuando nos hablan de los orígenes de esa palabra nos recuerdan el lugar que ocuparon en la Asamblea Nacional Constituyente los enemigos de Luis XVI, pero esta explicación, en el mejor de los casos, es una bobada, no porque olvide que en un anterior parlamento en Inglaterra los reformadores ya se habían sentado a la izquierda, sino porque pretende que una expresión que todos creemos conveniente se deba a una mera arbitrariedad, como si repitiéramos una palabra por imposición y no porque sintamos que está vinculada esencialmente a la cosa que nombra. Si aquellos hombres en esa asamblea, y los anteriores, se situaron a la izquierda, fue porque identificaron a la derecha con el orden establecido (“a la diestra de dios padre”) y ellos pretendían alterar ese orden, subvertirlo.

Izquierda es un deseo por subvertir el orden establecido, un deseo por girar las manecillas del reloj de la historia en otra dirección y en su primer gesto, ese deseo pone en tela de juicio esta obscena división de la riqueza creada por el hombre, que tiende ineluctablemente a acentuarse. Ser de izquierda significa pensar en las alternativas a los supuestos beneficios de la tiranía del capital y abocarse a pensar significa eso, pensar, animarse a pensar con cabeza propia ¿Qué se puede esperar de quienes gobiernan como administradores de planes ajenos, sin convocar a la ciudadanía, sin convocar a un debate generalizado sobre el rumbo de nuestra vida? No nos engañemos, ya que ser de izquierda también significa partir de la verdad: casi ningún gobierno gobierna en contra de lo que piensa el pueblo que lo sostiene. Por simple negligencia, por desinterés, por creerlo la opción menos mala, por pensar que es lo que hay, por validar esta división social de las tareas por la cual unos resuelven y el resto trabajamos y pagamos impuestos, aceptamos que unos decidan, o que decidan ejecutar lo que otros deciden, en tanto nosotros, como dice Bolaño, actuamos como generosos estúpidos y actuar como generosos estúpidos no tiene nada que ver con la democracia, pues una democracia está en las antípodas de ese dejar hacer, una democracia exige como condición pensar, debatir, crear un clima de efervescencia intelectual, desatar esa sabiduría oculta que anida en una sociedad, lo que nos lleva a que ser de izquierda en estos tiempos tenebrosos, sea a lo que fuere que aspiremos, significa como método apelar a la ciudadanía y a la democracia animándonos a pensar, sin respetar otros principios que los que emanen del libre pensamiento, un ejercicio éste que si se abandona y sumerge en un sueño, produce monstruos.

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