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Las tres muertes de Cohen

Hermann Bellinghausen :: 12.11.16

Las tres muertes de Cohen
Hermann Bellinghausen
La Jornada

Así como moría, renacía. Fue un hombre con suerte, por más que se quejara con la crudeza de su voz inconfundible y lenta que le dio 50 años de fama mundial. A diferencia de los trovadores de la época (de Brassens a Moustaki, de Serrat a Silvio, de Guthrie a Dylan) y de las estrellas de rock que brotaron en los sesentas gritando presunta o real poesía y transformando los sonidos y las funciones públicas de la música, Leonard Cohen ya era un autor reconocido, estrella emergente de la literatura canadiense. Con cuatro libros de poesía y dos novelas extraordinarias, iba camino a ser una gloria en el universo de papel de la literatura. Pero en 1967 toma una decisión anormal. De pronto quiso ser como Bob Dylan. Y se fue a reinventar a Nueva York con la disquera de su nuevo modelo (Columbia), con su agente (Albert Hammond) y su productor (Bob Johnston). Nunca un músico completo más allá de los acordes a la Hank Williams y las lecciones folclóricas de García Lorca, musicalizó poemas publicados con antelación. El impacto cultural supera su éxito comercial. Canciones de Leonard Cohen (1967) y Canciones desde un cuarto (1968) lo vuelven un poeta fundamental en muchos lugares del mundo y sobrevive a su primera muerte.

Nacido en Montreal en 1934 en una familia burguesa y religiosa, estudia en McGill y viaja. De su abuelo rabino Salomon Klinitsky hereda la vena mística que tanto lo atormentará. Entre Comparemos mitologías (1956) y Flores para Hitler (1964) prefigura lo que sus dos novelas desnudarán: quién es y quién quiere ser. De la historia de juventud y sexo muy Henry Miller de El juego favorito (1963) al masoquismo místico en Los hermosos vencidos (1966), cerca de Bataille y Klossowsky, con sus vírgenes santas, Catherine Tekakwitha y Bernardita, están las claves del Leonard por venir: “Me metí en el mundo siguiendo a las mujeres porque amaba al mundo”, dice uno de sus personajes-él. Y otro: “Sólo somos hermosos cuando cantamos”.

Estuvo en Cuba en vísperas de la revolución, y en París en vísperas del 68, pero nunca fue profeta (su “la democracia ya viene para Estados Unidos” hoy no pasa ni como chiste). Las diferencias y similitudes con Dylan lo asediaron toda la vida. Similares origen judío, obsesión con el cristianismo, relación ambigua con la revolución y gusto por el country. Nueve años mayor, Cohen hizo en Historia de Isaac la versión dramática del episodio bíblico que Dylan resolvió, cínico y chiflando, en Highway 61. Su insignia fue la lentitud. Pertenecía a la generación que sí recordaba la Segunda Guerra. Se asumió poeta con conocimiento y lecturas. En Dylan todo era improvisación.

Con la estampa muy mexicana de El ánima sola en llamas por delante, Cohen abandona la literatura convencional y nace como trovador. Su voz tristona se integra a la banda sonora de los adoloridos y los enamorados con arreglos afortunados y unos versos certeros, definitivos como todo lo clásico instantáneo. Menos masivo que adorado, le sonríe la buena vida del rocanrol. Hombre de mujeres más que mujeriego, canta-escribe rodeado de musas reales y ficticias, siempre divinas y casi siempre inalcanzables. Pronto su cancionero encuentra eco en los intérpretes del momento, sumándose al repertorio Dylan-Neil Young-Jim Morrison-Joni Mitchel, e influye en futuros roqueros como Nick Cave y PJ Harvey. El Mariscal de Campo Cohen se define como “un espía muy importante herido en cumplimiento del deber” que oye a su amada hacer el amor con otro a través de las paredes de papel de un hotel.

No proviene de los beats. Poeta con voz europea y fundamentalmente lírica, en el más guarro de sus discos, La muerte de un mujeriego (música y escandalera de Phil Spector, 1977), se permite usar para el coro de una canción borracha (”No te vayas con eso tieso”) a Dylan y Allen Ginsberg. Famosas siempre sus coristas arropando los sensuales arreglos sonoros, sus gruñidos de varón y hasta sus lágrimas para la ecuación definitiva: no hay curación para el amor.

En la cresta de esa vida, Cohen decide su segunda muerte y deja todo. Asciende al Monte Baldy como monje zen. Escribe otra vez sin-para-la-música: “Me rapé/ me puse un hábito/ duermo en el rincón de una cabaña/ a 65 mil pies de altura./ Es triste aquí./ La única cosa que no necesito/ es un peine”. De esas alturas lo sacará la necesidad. Su administradora lo desfalca y retorna al talón. Hace giras triunfales y graba los tres álbumes últimos de un poeta bien y en pie. Reinando sobre la angustia y las exigencias de la pasión, Cohen murió por tercera ocasión un jueves de lluvia, como quería César Vallejo.

Qué agregar a Kenneth Rexroth en 1969: “Ésta es la poesía del futuro –la poesía del pueblo– directa de uno a otro, Yo a Tú. Cohen consigue lo que los surrealistas no. Su poesía es fundamentalmente subversiva. Es la voz de una nueva civilización”. Ese año le concedieron el prestigioso Premio del Gobernador General de Canadá por sus Poemas selectos. “Los poemas mismos me lo prohíben absolutamente”, replicó en un telegrama.


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