Los revolucionarios combaten contra el Estado, aunque unos crean que combaten contra una forma de Estado; de acuerdo al lenguaje marxista militante, combaten al Estado de la dictadura de la burguesía, para sustituirlo por la dictadura del proletariado, que corresponde al Estado en transición al socialismo. Sin embargo, la experiencia social política nos ha mostrado que no se puede luchar contra la explotación capitalista, menos desmontar su modo de producción, desde la otra cara del Capital, que es el Estado
Los revolucionarios están demás porque no se necesita deconstruir nada, ni demoler nada, ni destruir el Estado. Se necesita de funcionarios leales, de una burocracia rutinaria y confiable; en lo que respecta a la defensa de la “revolución” en el poder, no se necesitan revolucionarios sino policías
En lo que respecta a los movimientos sociales, a la sociedad insurgente, son, poco a poco retirados, pues tampoco se requiere de ellos; ahora es su gobierno el que gobierna, ahora es su Estado el régimen político.
30.10.2016 21:43
Raúl Prada Alcoreza
El Estado no requiere de revolucionarios.
Para decirlo fácilmente, los revolucionarios combaten contra el Estado, aunque unos crean que combaten contra una forma de Estado; de acuerdo al lenguaje marxista militante, combaten al Estado de la dictadura de la burguesía, para sustituirlo por la dictadura del proletariado, que corresponde al Estado en transición al socialismo. Sin embargo, la experiencia social política nos ha mostrado que no se puede luchar contra la explotación capitalista, menos desmontar su modo de producción, desde la otra cara del Capital, que es el Estado. Dejando esta aclaración, incluso retomando esa creencia de que se lucha contra una forma de Estado y no contra el Estado como estructura histórica de dominación, el revolucionario combate contra el Estado, en las condiciones singulares del periodo y del contexto donde se efectúa esta lucha. Cuando logra derribar al gobierno burgués y tomar el cielo por asalto, cuando llega al poder, el revolucionario está demás. Pues, en esas condiciones de posibilidad histórica, las que le otorga la toma del poder, lo que hay que hacer es defender el Estado socialista contra las amenazas imperialistas y de la “conspiración conservadora”, de la oligarquía y burguesía nacional, que se niegan a perder sus propiedades y dominios. Se necesita hacer marchar los aparatos de Estado, hacer que la máquina de poder funcione.
Los revolucionarios están demás porque no se necesita deconstruir nada, ni demoler nada, ni destruir el Estado. Se necesita de funcionarios leales, de una burocracia rutinaria y confiable; en lo que respecta a la defensa de la “revolución” en el poder, no se necesitan revolucionarios sino policías, que obedezcan ordenes, que repriman y vigilen a toda organización, colectivo, movimiento e individuos sospechosos. Esta es una de las razones por las que los revolucionarios desaparecen del Estado “revolucionario”; este almatroste se llena de antiguos funcionarios civiles y policiales, también militares. Al haber pertenecido a la maquinaria del Estado, saben hacerlo funcionar; al haber participado en la vigilancia y la mantención del orden, el haber incursionado en acciones punitivas contra movimientos sociales, les da el curriculum vitae para cumplir funciones en el nuevo Estado.
En lo que respecta a los movimientos sociales, a la sociedad insurgente, son, poco a poco retirados, pues tampoco se requiere de ellos; ahora es su gobierno el que gobierna, ahora es su Estado el régimen político. Poco a poco la composición del sujeto social cambia; los insurrectos son aislados; en vez de ellos se incorporan gente que siempre, en todo gobierno, sea del color que sea, apoya al poder. Son los fieles creyentes del poder. No es extraño, que perfiles sociales que apoyaron a las dictaduras militares, después a los gobiernos neoliberales, aparezcan, de nuevo, apoyando al “gobierno revolucionario” y al nuevo Estado. De estos escenarios políticos conquistados han desaparecido los revolucionarios y la sociedad insurrecta.
Lo expuesto, ciertamente es una descripción muy sucinta y esquemática; sólo se quiere reunir los rasgos generales, reiterados, en distintos periodos y en distintos contextos. Lo que queremos decir es que este derrotero dramático se ha repetido una y otra vez, después de las llamadas revoluciones. Se trata pues de una regularidad histórico-política. No hay porque volverse a sorprender ahora, con el decurso seguido por los “gobiernos progresistas”, que vistos, desde la perspectiva histórico-política, no son revolucionarios como lo fueron los gobiernos emergidos de las revoluciones socialistas, sino reformistas. En todo caso, gobiernos socialistas y “gobiernos progresistas” sufren del mismo decurso de regresión política.
Si quedaron algunos “revolucionarios” en estos “gobiernos progresistas”, en el Estado tomado, es porque se asimilaron al común denominador de los funcionarios y de la burocracia. Son unos más de ellos; su pasado revolucionario ha quedado en las fotografías. Esta presencia simbólica de los ex-revolucionarios, para decirlo de esa forma, lo que hace es legitimar al gobierno y al Estado vigente, que se apresura a hacer funcionar la máquina del poder; además de confirmar el proceso irreversible de decadencia.
Dadas estas circunstancias, que pueden ser calificadas como las del eterno retorno del Estado y de las órbitas del círculo vicioso del poder, no debería sorprender que los voceros del “gobierno progresista” se desgañiten culpando a la “conspiración” de la “derecha” y del “imperialismo” de los fracasos sociales, económicos y políticos del “gobierno revolucionario”. Tampoco debería sorprendernos que los gobernantes, que se consideran “revolucionarios”, por lo menos lo dicen a voz en cuello, empleen los mismos procedimientos políticos y policiales que los gobiernos que señalan como enemigos del pueblo y de la nación. De la misma manera, no debería sorprender que los voceros gubernamentales sean declarados defensores del progreso, del desarrollo y de la modernidad, como lo eran antes los gobiernos neoliberales; antes, los gobiernos nacionalistas y anteriormente los gobiernos liberales. Es esto lo que comparten todos estos gobiernos; comenzando por el “gobierno progresista”, siguiendo con los gobiernos neoliberales, continuando con los gobiernos nacionalistas y los gobiernos liberales. Comparten el mismo paradigma histórico, linealista y evolucionista, aunque se distingan sus menudas interpretaciones y en sus discursos.
El Estado no requiere de revolucionarios y el gobierno no los necesita. Si los medios de comunicación oficiales, incluso los no oficiales, a veces por razones distintas, se desgañitan por mostrar a los gobernantes, a los representantes oficialistas, a los congresistas de mayoría, a los jueces y magistrados, incluso a oficiales policías y militares, como “revolucionarios”, es porque es el único medio donde puede aparecer, por lo menos, la imagen estereotipada del “revolucionario” de dibujos animados.
No vamos a entrar a lo que los descalifica de entrada, a estos pretendidos “revolucionarios” en el poder, que tiene que ver con la compulsión por la vieja práctica compañera del poder, la corrupción; sugestivamente extendida e intensificada por gobiernos populares y de “izquierda”. Hemos tratado sobre estos tópicos en otros escritos[1]. Dejando de lado esta evidente práctica gubernamental, estatal e institucionalizada; solamente manteniéndonos en las descripciones generales del proceso de regresión de los gobiernos que emergieron en sublevaciones y movilizaciones sociales, podemos interpretar estas regularidades políticas, buscando configurar explicaciones integrales, aunque sea de manera hipotética.
Laberinto político
1. Las dinámicas moleculares y molares del sistema-mundo moderno se encuentran en la economía política generalizada, que es una constelación de economías políticas, articuladas e integradas, que hacen a lo que se definió y configuró conceptualmente como sistema-mundo capitalista[2]. Estas dinámicas son efectivas relaciones de poder, efectivas prácticas de dominación; actúan directamente sobre los cuerpos, sobre los territorios, sobre la vida. No solamente inscribiendo historias políticas, no solamente hendiendo en sus espesores estructuras de dominación, que se adhieren a los cuerpos como subjetividades, sino ocasionando el efecto esperado de la economía política; separar de lo concreto lo abstracto, para valorizar lo abstracto y desvalorizar lo concreto.
2. Es en el contexto extendido de estas separaciones donde emerge la dominación como genealogía del poder. Los cuerpos, los territorios, las formas de vida, son capturadas, aunque en parte, en las redes lanzadas por las mallas institucionales. Los cuerpos son inducidos a atender no sus cuerpos sino, mas bien, los fetichismos institucionalizados, ya sea culturalmente, ya sea económicamente, ya sea políticamente; en términos amplios, ya sea ideológicamente. La realidad definida y mostrada por el poder es esta realidad reducida a proliferación de fetichismos, que sustituyen a las dinámicas concretas de la vida. Entonces, la economía política generalizada corresponde al magnífico despliegue histórico y mundial realizado por dispositivos institucionales de la homogeneización axiomática. Dispositivos que pueden considerarse como máquinas de colonización de la biodiversidad, de sus ecosistemas, de sus sociedades orgánicas. Plataformas que se adelantan como organizaciones operativas, como cumpliendo el papel arquitectónico y de albañiles en la fabulosa edificación de la economía política generalizada.
3. Aparecen primero formas aisladas de economía política, que solo muestran también su proyección aislada. Por ejemplo, la economía política religiosa, que separa espíritu del cuerpo, valorizando el espíritu y descalificando el cuerpo; mostrando su proyección salvadora de los espíritus, presos por cuerpos pecadores. Poco a poco va armándose la economía política patriarcal, que otorga el símbolo de la unidad familiar, comunal y social, al patriarca; separando este símbolo paternal de las concretas y efectivas dinámicas familiares, comunales y sociales; separando el símbolo patriarcal de la pluralidad familiar, comunal y social. La unidad abstracta se opone a la dispersión concreta. El símbolo, que corresponde a la simbolización del concepto filosófico de unidad, se convierte en símbolo sagrado, pues repite en la finitud mortal la unidad cósmica o de la creación, que es Dios, el concepto supremo teológico. Sin embargo, la economía política patriarcal va a tardar en conformarse; se requiere resolver otros problemas concomitantes. Es con la emergencia del capitalismo que la economía política patriarcal termina de conformarse y de consolidarse.
La misma emergencia del capitalismo, en tanto economía política restringida a la economía, se topa con los mismos problemas que la economía política patriarcal. En este decurso a la unidad absoluta, a la homogeneización, al mando central y a la administración nuclear, que es el Estado moderno, se requiere demarcar los roles de género. La economía política de género, que separa hombre de mujer, definiendo roles claramente demarcados para el hombre y la mujer, valoriza al hombre como ideal civilizatorio, desvalorizando a la mujer, más cerca del cuerpo y la reproducción de la vida. La conformación de esta economía política de género ha sido lograda violentamente, como consecuencia de la victoria del poder emergente en la guerra prolongada contra las mujeres; una guerra que, en principio, duro los tres siglos, el largo lapso de persecución a las brujas. Sintomáticamente tres economías políticas se benefician con la conformación de esta economía política de género; la economía política religiosa, la economía política patriarcal y la economía política restringida a la economía.
Solo citando estas cuatro economías políticas, que se dieron como acontecimientos históricos, se observa que no solo se benefician mutuamente, sino que se articulan y se integran, constituyéndose en el substrato histórico-social-cultural-económico-político de lo que va a ser el sistema-mundo capitalista.
4. El sistema-mundo capitalista no puede constituirse, instituirse, edificarse, sino es mundo. La economía política que hace que esto ocurra es la economía política colonial. Economía política que separa hombre blanco de hombre de color; valorizando al hombre blanco como ideal de la civilización, descalificando al hombre de color como incivilizado, bárbaro, hasta salvaje. La economía política colonial es el tejido que cohesiona, articula e integra a todas las economías políticas. Las hace funcionar como civilización mundial; en otras palabras, como sistema-mundo.
5. La economía política colonial tiene una relación estrecha con la economía política de género y la economía política patriarcal. Al coaligarse estas economías políticas no solamente se descalifica al hombre de color sino también se lo feminiza, haciendo del hombre blanco el ideal masculino. El colonizador se presenta como el padre civilizador, el padre educador, que, en la figura concreta de la colonización española, es, primero, el encomendero.
6. Se puede hablar de la economía política del Estado, que separa Estado de sociedad; valorizando el Estado como sociedad política, síntesis de la sociedad, a la que se la presenta como pluralidad ingobernable. Otra vez, lo abstracto es valorizado, desvalorizándose lo concreto, la sociedad, la que efectivamente construye el Estado, lo edifica y lo reproduce todos los días. El fetichismo estatal es parte de los fetichismos institucionales, que separan institución de las relaciones, prácticas, circulaciones, concretas y múltiples, que realizan los individuos, los grupos, los colectivos, dando vida a este vampiro, que, en verdad, no existe, el Estado, salvo en la ideología.
7. El Estado como macro-institución ha sido sacralizado. Siendo una institución más; es más, siendo una institucionalidad sostenida por las mallas institucionales tanto políticas como civiles, es presentado como la institución por excelencia; la que norma, garantiza el cumplimiento de la ley; la que ordena, mantiene el orden; la que distribuye la riqueza nacional, la que entrega tierras; incluso la que se encuentra por encima de la lucha de clases. El Estado como símbolo y signo político del imaginario moderno es el lugar preciado y deseado donde se reúnen, mezclan, se articulan y sintetizan todos los fetichismos del poder.
8. Antes dijimos que el Estado es la otra cara del Capital. Seguimos compartiendo esta tesis; sin embargo, es más complejo que eso. El Estado es la otra cara de todas formas de dominación, que adquieren, como el Capital, un nombre propio. En este sentido es iluso, como dijimos, pretender liberarse de la explotación del capital recurriendo a su otra cara, el Estado. De la misma manera, es iluso pretender emanciparse y liberarse de las otras formas de dominación recurriendo al Estado. La otra cara de todas las dominaciones no puede abolir las mismas, pues si lo hiciera, desaparecería el Estado.
9. Las revoluciones socialistas fueron, por parte de las multitudes, del proletariado, los campesinos y lo nacional-popular, durante el siglo XX, las apuestas heroicas por transformar el mundo de las dominaciones polimorfas. Mundo concebido, en ese entonces, desde la restrictiva figura estructural del modo de producción capitalista. Empero, también fueron las apuestas políticas ilusorias de las llamadas vanguardias; que confiaron y creyeron con que al hacerse cargo del Estado, esta ocupación, incluso su destrucción parcial, acompañada por la reconstrucción de otro Estado, coadyuvaría a la transición al socialismo. Las revoluciones socialistas nacieron con su derrota casada, al recurrir al Estado; el querer o buscar adecuarlo como dictadura del proletariado, no arregla la situación. La dictadura del proletariado es un concepto teórico político, construido en el marco del esquematismo dualista; a la dictadura de la burguesía se le opone la dictadura del proletariado. Estos son ejercicios teóricos; que no tienen incidencia en la realidad, sinónimo de complejidad, pues el Estado no responde a la lógica sino al juego complejo de los múltiples planos y espesores de intensidad de la realidad integrados.
10. Los “gobiernos progresistas” del siglo XXI son reformistas; están lejos de las pretensiones transformadoras de las revoluciones socialistas del siglo XX. Se reconoce en ellos no solamente el apoyo popular, que entrega sus expectativas a estos gobiernos, sino el haber emergido de movilizaciones populares. Este es el contenido histórico-político de partida; empero, la partida no define los procesos de cambio. El proceso político se encuentra dinamizado por distintos campos de fuerza, en los distintos planos de intensidad que abarca; las distintas correlaciones de fuerzas, en estos campos de fuerzas, dan direccionalidad al proceso, de acuerdo a las resultantes de las fuerzas concurrentes encontradas. Los gobiernos reformistas se encuentran más expuestos a las contingencias políticas, en los escenarios definidos por el Estado-nación heredado; ni siquiera transformado, como en el caso de las revoluciones socialistas. En estas circunstancias y condicionamientos de la arquitectura estatal, no debería sorprender la llegada, más temprano o más tarde, de la crisis múltiple del Estado-nación; mostrando los límites infranqueables, en el intervalo del margen de maniobra aceptable. Los populistas están condenados a administrar la crisis múltiple del Estado, así como también los neoliberales; solo que lo hacen de distinta manera, con distintos discurso, distintas ideologías y distintos procedimientos. Empero, ambos, como dice Víctor Álvarez, administran la economía extractivista y el Estado rentista a su modo, en los Estado-nación subalternos donde se dieron lugar los “gobiernos progresistas”.
11. Otra condición de imposibilidad histórica, que expone más a los “gobiernos progresistas” y los hace más vulnerables, es lo que denominamos el conservadurismo acumulado de los “gobiernos progresistas”. A diferencia de los gobiernos de los Estado socialistas, que, por lo menos, en el primer periodo, despejaron conservadurismo ideológicos y culturales, ateridos en los imaginarios sociales, mas bien, reúnen todos los conservadurismos ideológicos heredados; los mezclan, y pretenden convertir este coctel saturado en dispositivo barroco del cambio. Lo que a todas luces es una pretensión estrambótica. El simbolismo patriarcal es retomado en la figura crepuscular del caudillo; la proclama y convocatoria revolucionaria es convertida en una convocatoria mesiánica; el vanguardismo es reducido a la autoridad de un estamento de oficiales políticos, que tienen el mando de soldados, no de revolucionarios, que entre sus atributos se encuentra la crítica; la política económica soberana hacia la independencia es reducida a la expansión calamitosa del modelo extractivista colonial del capitalismo dependiente; lo que podía haber sido, por lo menos, una figura modesta de Estado en transición es circunscrita a una versión compulsiva del Estado rentista.
[1] Ver Diagrama de poder de la corrupción. También Consideraciones sobre el diagrama de poder de la corrupción.
http://dinamicas-moleculares.webnode.es/news/diagrama-de-poder-de-la-corrupcion1/.
http://dinamicas-moleculares.webnode.es/news/consideraciones-sobre-el-diagrama-de-poder-de-la-corrupcion/.
[2] Ver Crítica de la economía política generalizada.
http://dinamicas-moleculares.webnode.es/news/critica-de-la-economia-politica-generalizada/.