La exposición parisina, criticada por forzar el paralelismo (parece que el museo prometió no volver a hacerlo), propone una progresiva línea de afinidades. Los experimentos de Giacometti, que lo acercan a la abstracción o a los cuerpos volátiles del cubismo suave, pasan por las reinvenciones poscubistas y el primitivismo picassiano.
Vidas para verlas
Hermann Bellinghausen
La Jornada
Picasso y Giacometti pueden o no remitir la obra de uno a la del otro, a la idea que tenemos de ellas. Quién sabe si es más lo que los diferencia que lo que los identifica. El exuberante malagueño, señor de todos los estilos, arquetipo del artista moderno, referente universal tanto por su obra como por su impacto en el mercado del arte, ¿qué puede tener en común con un escultor parco, seco, magro y depurado a extremos comparables a los de Samuel Beckett, y como éste, sin posibilidad de ser continuado por nadie, nunca? La pregunta viene al caso ante la exposición presentada estos días por el museo Picasso, en París, cuya tesis central es: sí, son artistas paralelos. Dos vidas que Plutarco hubiese usado. Sus biografías, ¿son contrapunto, paradoja, opuestas?
El tour de force funciona. Hay una especial sutileza en los paralelismos encontrados por los curadores de la muestra. Con 20 años de diferencia, Pablo Picasso (1881-1973) y Alberto Giacometti (1901-1966) nacen en bandeja de plata: su primera escuela de arte es su casa y su primer maestro, su padre, que los guía a la escuela necesaria y pronto están listos para alcanzar el fin del horizonte: París. Picasso se instala allí en 1904, a los 23 años. Giacometti en 1922, a los 21.
La muestra tiene el cuidado de comenzar por sus autorretratos veinteañeros. Colorido y temperamental el de Giacometti, seco y fúnebre el de Picasso. Realistas todavía. El estallido de Picasso en París tomará tantas direcciones como la plástica del siglo XX. Sus periodos de ilimitados recursos y discursos: el cubista, el azul, los eróticos, el narrativo, el disruptivo, el comentario a Goya o Velázquez, el rosa, el surrealista puro, el naturalista a la Cézanne. Cuando sucede, su escultura nace de las cosas, los desechos de las cosas. De la partida de dardos y el hallazgo extrae su realidad.
Por su parte, el escultor y dibujante suizo italiano, si bien toma como punto de partida muchas de las intenciones de Picasso, ya desde los años 20 se dirige a un lugar opuesto, distinto y muy particular, casi privado. De Picasso salen todos los gritos y gemidos de la vida. En Giacometti madura sólo el grito de la soledad de cara a la muerte, pero su intensidad más allá del dolor revela una sed de vida no menor al apetito voraz de “lo” Picasso. Desde 1924 sigue con interés el desarrollo del siempre célebre pintor español, las derivaciones del cubismo y esas cosas. En 1929 hace amistad con Max Jacob, amigo también de Picasso, pero será hasta 1931 que Giacometti lo conozca en persona por medio de Joan Miró.
La exposición parisina, criticada por forzar el paralelismo (parece que el museo prometió no volver a hacerlo), propone una progresiva línea de afinidades. Los experimentos de Giacometti, que lo acercan a la abstracción o a los cuerpos volátiles del cubismo suave, pasan por las reinvenciones poscubistas y el primitivismo picassiano. Los perros y gatos escuálidos de Giacometti, siempre dramáticos, pasean por la sala con la cabra de Picasso. Y convergen las musas de la metamorfosis de los cuerpos y los rostros de la amada-modelo, Dora Maar, y Annet Arm, compañeras hasta llorar, hasta las puertas del infierno.
Ellos discuten. Se escriben. Se visitan. Se adentran en la materia. Cada uno roza la última frontera, donde la forma está abolida y crece la angustia de la página, el lienzo, la piedra en blanco. Giacometti deviene mineral, alámbrico, o rugoso, casi impresionista pero con el espanto del hombre moderno. Ahora, si hurgamos en el caudal Picasso, seguro encontraremos algo que remita al joven amigo suizo. O a muchos otros; su catálogo da para todo. Las coartadas del museo funcionan. Sí, podemos leer sus vidas-obras paralelas, hermanos que fueron en la sublimación plástica de la materia.
La guerra los separa, y los acerca de otro modo hasta que retornan de sus exilios y se rencuentran en 1945, en París, nuevamente. El amigo común Max Jacob no lo consigue, pues muere en un campo de detención en Bélgica poco antes de ser embarcado a Auschwitz, en 1944. Próximos como nunca, su evolución los enfrenta. Picasso asume la figura solar de la fama. Giacometti tiende a la sombra, al existencialismo, a Jean Genet, y reprocha a Picasso su frivolidad y oportunismo ya desde 1951. No obstante, tras la muerte de Giacometti, en 1966, Picasso solía repetir que los únicos amigos que le gustaría volver a ver son André Malraux y Giacometti.