Descontento con el descontento que tengo, me abro de pecho y pongo el cerebro en la escalera de ascenso de la Línea 8 del Metro. Si no se quieren quedar sin respuesta no me pregunten por qué.
Hoy saqué mi cerebro a pasear
Hermann Bellinghausen
La Jornada
Descontento con el descontento que tengo, me abro de pecho y pongo el cerebro en la escalera de ascenso de la Línea 8 del Metro. Si no se quieren quedar sin respuesta no me pregunten por qué. El viento en el corazón, el viento de la calle me golpea el rostro. Despeina a una mujer que sube del otro lado del escalón que arrastra el impulso eléctrico de un mecanismo oculto bajo nuestros pies.
Desembocamos al pie de un gran signo de duda, el calor del túnel se apaga al alcanzar la calle y ventilarse en la peste del humo y la descomposición de basura que caracteriza esta parte de la ciudad inacabable tráguese y tráguese a sí misma para nunca volver a la que ha sido, borrar las huellas de su memoria, jugar al mito o hacerle al cuento. Mientras, una fuerza superior a la población pasmada destruye lo que hay para imponer encima algo más nuevo y más feo. Como si importara. Pronto vendrá quien ruinas lo hará.
Es tiempo de aguas. Las inundaciones están de que no te las acabas. En las calzadas los rescates se realizan en lancha, y nos remiten a las antiguas canoas entre chinampas que aquí atracaban, y a todos los posteriores siglos de modernas inundaciones históricas. ¿Venganzas del lago ahogado? ¿Acoso de Tláloc para llamarnos a la cordura? ¿Efecto merecido por no dejar la basura en su lugar sino en las coladeras? Bien dosificados, los desastres se vuelven tolerables. Algo hay de anestesia en este acostumbrarnos a la calamidad imprevista, la tragedia redonda del vecino, el accidente por pendejos, la aglomeración de carros o peatones que es en sí una situación de emergencia aunque ocurra a diario.
La mujer de la cabellera despeinada por el viento, con quien compartí el escalón y unos metros de asfalto, se aleja en dirección contraria (¿contraria a que?) y mira arriba hacia los postes, cierto edificio, los anuncios espectaculares, con el alegre fastidio de quien llega a su lugar de origen, no a su destino como hubiera preferido.
Yo en cambio estoy perdido. Desconozco el rumbo, ignoro a qué vine a esta parte de la ciudad. Así que de momento no camino salvo los cuatro pasos que me toma apoyar las nalgas contra un apuntalamiento del tzompantli y me fumo un cigarro como lo haría un condenado a muerte. Al fin que todos lo estamos.
El cielo está encapotado. Es obvio que va a llover. Diversas individualidades buscan refugio en la estación que acabo de dejar o bajo un toldo color azafrán donde venden comida frita, agua teñida en botellas selladas, periódicos del día que ya son viejos pero la gente los compra para cubrirse de la lluvia o sentarse en las bancas húmedas del parque. Me dirijo a dicho parque. Caen gotas, las primeras nunca son muchas en esta clase de clima. Durante el trayecto esquivo dos taxis, un autobús asmático, tres ciclistas encarrerados y un velero viento en popa sobre los charcos, antes de alcanzar la banqueta opuesta donde una jacaranda robusta parece nacer del cemento.
El parque. Si a este pedazo de tierra no asfaltada, pasto ralo, setos y un puñado de esbeltos sauces huexotes con tordos en retirada argüendeando entre sus ramas puede llamársele parque. Supongo que sí, pues en vez de una rata me sale al paso una ardilla, no furtiva sino desafiante, es más, demandante. Limosnera y con garrote ¿eh? La ignoro. No traje cacahuates. ¿Lloverá o corro? Dicen que si corres bajo la lluvia te mojas igual que si vas despacio, que la exposición al diluvio dura poco pero la intensidad del caldo es todo menos menor. Habrá que investigarlo.
Me doy permiso para exponerme a la lluvia, empaparme y hecho una sopa no impedirlo. Así que cuando comienza el aguacero real ni lo siento, como si para mí ya lloviera hace rato y estas aguas confirmaran una premonición cumplida de antemano. No cargo paraguas que cerrar para el “Cantando bajo la lluvia” de rigor. No, soy peatón discreto, no me monto un espectáculo. Que me cale el diluvio. Sus perdigones de granizo escarchan el mustio prado y sueño con el Ártico, un sueño de tantos donde atravieso auroras boreales de un verde imposible pisando los talones de un guía inuit de grandes ojos negros que han visto lejísimos. La tarde no acaba, sólo llueve. Como si el sol, que no vemos, apenas rozara el horizonte y amaneciera otra vez. La ropa me escurre sobre el pellejo y los zapatos chapalean en sus propios charcos pero el cerebro lo conservo bajo resguardo, recién bañado, libre de polvo y paja, apacible, vacío, intacto.