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Intentar ser los otros que somos

Ramón Vera-Herrera, Desde los fuegos del tiempo :: 19.09.17

El poder no ceja en robarnos no sólo el tiempo de nuestro devenir y nuestro tiempo de resolución de nuestros asuntos más pertinentes, sino el tiempo de nuestra imaginación. Por eso busca cosificar nuestras relaciones. Hacernos meros receptores. Al hacernos así, lo que en realidad nos está robando es nuestro deambular por pasados, presentes y futuros, en una sola pasada donde nos impone su tiempo lineal, definido y compartimentado como mejor le convenga a sus intereses empresariales y políticos.

Desde los fuegos del tiempo
Ramón Vera-Herrera
Desinformémonos
18 septiembre 2017
Intentar ser los otros que somos

El mundo conocido entró en una encrucijada en el momento en que dos huracanes (Irma y José) hicieron cola para golpear el Golfo de México tras los días de lluvia e inundación en la cauda del Harvey, al tiempo en que un terremoto de 8.2 estremecía y sigue estremeciendo el Istmo de Tehuantepec y Chiapas.

Han sido días de espera ardiente donde cada quien aloja en su corazón, en su emotividad y su imaginación, a muchas de las personas con quienes comparte la vida en el cotidiano de ejercer la existencia propia con la menos zozobra posible.

Esa espera fue especialmente evidente todo el día 8 de septiembre, a unas horas del terremoto que por fortuna no golpeó la ciudad de México sino con una tercera parte de la intensidad del sismo del 85, aunque el terremoto del 7 de septiembre haya sido de una magnitud mayor. Las explicaciones están en los informes técnicos, pero las sensaciones afloran en las espaldas y las miradas, el pulso y los recorridos mentales de los habitantes de la ciudad y del país. La zozobra de la espera de una réplica (es decir, de un nuevo sismo con todas las incertidumbres agolpadas) la vivieron los habitantes de la ciudad cual si no pasara nada, pero sin dejar de trasminar esa pesantez en el tráfago de los contactos, en los modos de responder a las preguntas, en los atorados flujos de las avenidas y calles, en el desasosiego de no poder hacer nada por evitar lo que está fuera del ámbito de nuestras decisiones.

Y es difícil describir esas sensaciones pero junto a Julio Cortázar diríamos que es urgente intentar la palabra que pueda alojar la certidumbre, cualquier certidumbre, por pequeña que sea, al tiempo de aceptar el misterio de la inmensidad y lo insondable. Y que tal zozobra de espera deviene entre otras cosas de sentir que tal vez no podamos ya ser más que lo que nos imponen, si todo terminara tan pronto y sin opciones visibles, medibles, tangibles, como seguro dirá mucha gente.

La urgencia de trascender la propia existencia es algo más fuerte de lo que nadie reconoce. Ya el propio Julio nos conminaba con gran pasión a comprender con otras personas, a identificar y a la vez transgredir o borrar las fronteras que nos cruzan entre uno y las otras y otros, entre el futuro, el presente y el pasado, entre la vida y la muerte, entre el mar y el cielo (que se ven igual de azules).

En “Morelliana, siempre”, uno de los textos con más densidad sencilla y fuerza de convocatoria y pertinencia que yo conozco, Cortázar invocaba a Novalis para insistir en que “el mundo de adentro es la ruta inevitable para llegar de verdad al mundo exterior y descubrir que los dos serán uno solo cuando la alquimia de ese viaje dé un ser humano nuevo, el gran reconciliado”.[1] En ese texto, Cortázar cita unos versos del poeta medieval persa, teórico del sufismo, Far¯id ud-D¯in Attâr:

Tras de beber los mares nos asombra
que nuestros labios sigan tan secos como las playas,
y buscamos una vez más el mar para mojarnos en él, sin ver
que nuestros labios son las playas y nosotros el mar.[2]

Y ese mundo interior es ni más ni menos que el tiempo de la conciencia: ese mar de lenguaje donde nadamos tras escurrir desde nuestros propios afluentes y volver a ellos segundo a segundo, y que nos permite transitar entre las miriadas de pasados, presentes y futuros buscando un equilibrio imaginante: entender los vericuetos de nuestras posibilidades e imposibilidades de transfiguración, será siempre el corazón de la política.

John Berger pudo sintetizar en Nuestros rostros, mi vida, breves como fotografías[3] esa premura por vislumbrar y al mismo tiempo borrar las fronteras. Pudo celebrar la fuerza de la palabra como presencia, haciendo del lenguaje un nosotros trascendido, un nosotros buscando y encontrando, un ser con otros “siempre y cuando nos atrevamos a ser los otros que somos”, como dijera el pintor, grabador y filósofo Cecilio Balthazar, uno de nuestros sabios mexicanos ignorados.

Yásnaya Elena Aguilar Gil nos hace sentir esto mismo cuando insiste en que eso que llamamos lenguaje es un flujo sonoro casi indivisible, que solo alcanzamos a descifrar mediante un acercamiento puntual a sus aguas: “Cada acto de habla es único y cada vez se emite un fluido sonoro estrictamente irrepetible. La idea de que al hablar producimos unidades concretas llamadas ‘palabras’ es en un sentido, una ficción potenciada por la escritura que codifica espacios en blanco inexistentes en la oralidad”. E insiste Yásnaya: “A menudo me pregunto si mi conocimiento de la realidad opera de manera semejante, si la realidad es, en realidad, un río informe de continuos acontecimientos y procesos sobre los que hago operaciones ontológicas y logro sacar unidades, categorías discretas, objetos determinados, con límites, listos para ser utilizados. Pienso entonces que tener una conciencia de mí como una persona distinta del resto, un ser discontinuo y discreto, es resultado de una proyección mental; me asusta considerarlo siquiera. la identidad es una operación mediante la cual las personas se piensan y existen como entes discretos”.[4]

No obstante, al mismo tiempo que buscamos identificarnos ejercemos el proceso contrario, que es intentar entender con los otros, buscar ser los otros, al punto de serlo apasionadamente, en un proceso de traducción o metamorfosis continua también.

Canetti lo dijo cuando escribió sobre el oficio de narrar, que para él empezaba con la urgencia de entender, de hacer sentido, con la responsabilidad por ese entendimiento compartido, con la ansiedad de ver desde los otros, de ser los otros para abrir nuestro horizonte y reconfigurar lo que observamos, de un modo conjunto con esos otros que logramos ser, aunque sea por instantes, fulgurantes, fuera del tiempo.

En “Ser más que uno”, ensayo ultra-sugerente, Johannes Neurath nos sensibiliza a esa inquietud que los pueblos sienten por ser otros. “La apertura hacia el otro se manifiesta en muchos aspectos de su vida cotidiana y ritual. En las fiestas indígenas se observan personajes con máscaras de animales peligrosos, diablos, hombres blancos, mestizos y negros. Aunque suelen presentarse como folclor, es más adecuado pensar que los indígenas crean estos dispositivos performáticos de música, danza y artes visuales para ponerse en contacto con diferentes categorías de seres extraños y extranjeros. Todo esto se hace por curiosidad, pero también con fines prácticos. En los ámbitos de la otredad se originan la vida y la muerte, la suerte y la desgracia”.[5]

Neurath aclara que aunque en esos contactos haya un riesgo, es inevitable ese contacto con la otredad, y yo agregaría que es inevitable porque sólo creciendo nuestra circunstancia, trascendiendo nuestra propia existencia, entendemos propiamente lo que entraña ésta, lo que somos, que nunca es exclusivo. Somos todas nuestras traducciones. Somos esas otras personas que somos. Incluyendo a todos los muertos que nos habitan y todos los mundos y seres que habitamos para poder diferenciarnos y diluirnos en el flujo de la inmensidad.

En “Moreliana, siempre”, el Cortázar apasionado dice: “¿Qué le importaba a Van Gogh tu admiración? Lo que él quería era tu complicidad, que trataras de mirar como él estaba mirando con los ojos desollados por un fuego heracliteano. Cuando Saint-Exupéry sentía que amar no es mirarse el uno en los ojos del otro sino mirar juntos en una misma dirección, iba más allá del amor de la pareja porque todo amor va más allá de la pareja si es amor, y yo escupo en la cara del que venga a decirme que ama […] sin probarme que por lo menos en una hora extrema ha sido ese amor, ha sido también el otro, ha mirado con él [o ella] desde su mirada y ha aprendido a mirar como él [o ella] hacia la apertura infinita que espera y reclama”.[6]

John Berger se empeñó en devolvernos nuestra relación con todo y nuestras relaciones entre nosotros. Por eso buscó mostrárnoslas. Fuera con los campesinos, con la inmensidad del tiempo en un instante, o el tramado de los tejidos de cada acción y de cada cuidado u oficio, quiso que dejáramos de cosificar el mundo. Por eso no buscó la pintura o la foto, el dibujo o la narración sino cómo nos plantamos ante la creación, ante la obra pictórica, ante la foto o el dibujo. Cómo escuchamos y ejercemos las narraciones. Y por supuesto nos pidió paso a paso relacionarnos y entender a quienes narran o dibujan o cantan o pintan, para recuperar ese tramarnos e implicarnos entre quienes decidimos el intento de entender juntos y juntas.

Estamos entonces ante un cúmulo de fronteras que al mismo tiempo tenemos que descifrar y distinguir pero también diluir, transgredir, para rebasarnos continuamente a la vez que nos situamos. Es la otredad, la identidad, la contigüidad y continuidad, es asumirnos dentro del lenguaje como un mar o un lecho de río, es la vida y la muerte y la certeza de que lo que hablamos son palabras de los muertos que resistieron el olvido y se reconfiguran de continuo transfiguradas por la infinidad de traducciones que ejercemos todos los días. Son los muchos espacios internos conviviendo en el tiempo de nuestra conciencia (esa nuestra memoria y nuestra imaginación) y en el tiempo exterior (el espacio de Novalis) que controlamos o nos acaparan.

El poder no ceja en robarnos no sólo el tiempo de nuestro devenir y nuestro tiempo de resolución de nuestros asuntos más pertinentes, sino el tiempo de nuestra imaginación. Por eso busca cosificar nuestras relaciones. Hacernos meros receptores. Al hacernos así, lo que en realidad nos está robando es nuestro deambular por pasados, presentes y futuros, en una sola pasada donde nos impone su tiempo lineal, definido y compartimentado como mejor le convenga a sus intereses empresariales y políticos.

En ese sentido, la peor “política” deja de ser el ámbito de la responsabilidad compartida para convertirse en el reino del control de nuestros tiempos y nuestros esfuerzos, de nuestras relaciones más fundamentales.

Una de esas relaciones muy fundamentales es nuestra relación con todas las miriadas de otros y otras que somos en un flujo de ida y vuelta que nos hace sentir [creer] que somos uno mismo, que tenemos una identidad “fija” aunque podamos [o porque podemos] transitar de nuestros santos y superhéroes a nuestros monstruos, demonios y fantasmas, para regresar a ser quien lava trastos o le da de comer a su gatita.

Porque la fábrica, como dice John Berger, impide y castiga incluso el tiempo de los sueños al continuar su explotación inexorable.

Reconstituirnos como sujetos debería de ponernos a recomponer toda nuestra imaginación, a ejercer nuestras identidades y encuentros. Como decía alguna vez un esquizofrénico muy lúcido, Raimon Lars, “ser esquizofrénico es ya no poder transitar en todas nuestras personalidades. Es habernos dejado arrinconados a unas cuantas versiones de nosotros mismos, sin poder ya encontrarnos con nuestras alteridades o ser esos seres que nos habitan y a veces nos corroen, sin poder transfigurarnos en todas las presencias que podríamos ser y aprehender”.

Ya lo dijo Fanon, el crimen más grande del poder es hacernos pensar que somos incapaces, que no valemos nada, que no podemos ser todo lo que somos.

Ser los otros que podemos ser, acceder a nuestra propia transfiguración permanente, mientras esa transfiguración contribuya al bien de todos y todas, a un horizonte justicia, sería una buena vida, una donde la certeza fuera que coexistir con el misterio no significa zozobra sino maravillamiento por intuir o descubrir, la maravilla de las demás personas, o la seguridad de enfrentar y desterrar juntos el horror de infierno que nos tienen prometido.

[1] “Morelliana, siempre”, La vuelta al mundo en ochenta mundos, Editorial Siglo XXI 1967.

[2] Ibid.

[3] Alfaguara, 2017

[4] Yásnaya Elena Aguilar Gil, ”Ëëts, atom. Algunos apuntes sobre la identidad indígena”, Revista de la Universidad de México, septiembre de 2017.

[5] Johannes Neurath, “Ser más que uno”, Revista de la Universidad de México, septiembre de 2017.

[6] “Morellliana siempre”, op.cit.


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