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Postales de la revuelta: La guerra que “no es” y sus antídotos

Hermann Bellinghausen :: 24.10.17

La ciencia contrainsurgente se tropieza, y seguirá haciéndolo, con una civilización comunitaria que piensa y actúa distinto, por eso no la quiebran ni siquiera con su escalada de violencias. Gobernantes y magnates podrán romper al país (con el empujón ojete del imperio), mas no a sus pueblos originarios que durarán más que esa guerra, y que son el mejor ejemplo para el resto de un país al borde del naufragio sin retorno.

Postales de la revuelta
Hermann Bellinghausen
21 octubre 2017 0
La guerra que “no es” y sus antídotos
Desinformémonos

Es curioso que el Estado mexicano, que ha hecho todo por desunir, confrontar y discriminar al pueblo, ahora se llene la boca llamándolo a la unidad. Los desastres naturales, económicos, diplomáticos, de seguridad, o aquellos derivados de la corrupción y la pérdida de soberanía nacional llaman a todo menos a “unirse” con un gobierno deshonesto, aprovechado y traidor.

Esta desunión-confrontación programada e inducida desde el poder se manifiesta sistemáticamente en los territorios de los pueblos indígenas, que poseen identidades fuertes, son muy reconocibles, y no tan fáciles de “desunir” como el poder quisiera. Tras el alzamiento zapatista, Chiapas se convirtió en el laboratorio de la contrainsurgencia para el México profundo. Dividir, enfrentar, corromper las relaciones comunitarias bajo pretextos concatenados: programas sociales (dinero), militancias partidarias, distintas creencias cristianas (entre más, mejor), incluso disputas familiares. Todos a uno fueron prioridad para el Estado, con los ingredientes de una militarización masiva y agresiva (instrumento para la aplicación de las tácticas divisorias más determinantes), así como un control total de la información televisiva y buena parte de los demás medios en relación con el “conflicto armado” y la miríada de sucesos desencadenados en el vasto y recuperado territorio maya y zoque de Chiapas.

Lo que hicieron los zapatistas en 1994 fue ponerle nombre a una guerra que ya había empezado y no de parte de los pueblos originarios sino contra ellos. También le pusieron apellido: Guerra de Exterminio. Y la hicieron visible.

Para la intelectualidad y los bienpensantes de la sociedad mayoritaria esos términos eran una exageración seguramente mal intencionada, de los indios no hay que fiarse. Operó un racismo en automático que siempre abona las agresiones contra pueblos, comunidades y personas de “razas” y estratos inferiores. Y se culpa a los “profesionales de la violencia” que decían los salinistas, a los curas “de la liberación”, a los antropólogos, pues a los indígenas no se les reconoce capacidad de iniciativa. ¿Cuál guerra?

Agua ha corrido bajo los puentes, sexenios progresivamente ignominiosos, trascendentales cambios tecnológicos y climáticos, y los zapatistas siguen ahí, autónomos, efectivos y pacíficos a más de dos décadas de golpeteo contrainsurgente y militar sostenidos. ¿Y qué sería lo “contrainsurgente”? Sencillo: todo lo que divida.

El Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) previó la amplitud de guerra que se venía, y con sus extendidas bases de apoyo estuvo preparado para resistirla en condiciones dignas, en creatividad continua.

Pronto la guerra sin nombre mordió más recio en casi todo el mapa indígena nacional. Iba de la mano de la contrarreforma constitucional de 27 agrario perpetrada en 1992. Las expresiones insurreccionales en territorios indígenas de Guerrero y Oaxaca sobre todo, llevaron al Estado a diseminar sus doctrinas y tácticas desarrolladas en Chiapas. El periodo zedillista fue de militarización, contrainsurgencia y persecución o fichaje de activistas. Las cárceles se llenaron de presos políticos indígenas.

El impacto del zapatismo en comunidades, en sus educadores, pensadores y representantes, encontró terreno fértil en ese México invisible pero firme, acostumbrado a la organización comunal de larga raíz. Con eso se topó la primera generación neoliberal del Estado en su contrainsurgencia al fin de siglo.

La pax foxiana supuso un cambio de rumbo de la guerra contra los pueblos. Sin que las tropas federales cedieran un palmo de lo ya militarizado ni cesaran las prácticas divisorias, se fue extendiendo una nueva “realidad” estrictamente criminal estructurada en torno al narcotráfico que abandonó las sombras para ocupar plazas y caminos. Esto crecía sin menoscabo de la represión aplastante del Estado en Atenco y Oaxaca durante 2006, en la antesala de la declaración de (otra cara de la) guerra por parte del calderonato, misma que ha mantenido su curso a lo largo el peñato.

Tenemos un país conmocionado, desgarrado, confundido. Ahora se anuncia la golosina electoral de cada seis años. Y cada uno de los ingredientes de la guerra continua -el político, el narco, el militar, el ideológico, el extractivista- se encuentra en pleno funcionamiento.

La guerra contra los pueblos no la han ganado las autoridades ni las empresas beneficiadas por las contrarreformas del último decenio; tampoco el crimen organizado. Los pueblos de la Montaña de Guerrero no dejan de estar organizados pese a que los dividan, y mantienen segura y en paz a buena parte del territorio indígena, mientras el estado de Guerrero se hunde en el desgobierno y el horror. El ataque a los estudiantes en Iguala en septiembre de 2014, la muerte y la desaparición de un centenar de jóvenes de la normal rural de Ayotzinapa fue un capítulo estelar de esta guerra de exterminio, una provocación que se topó con la sabiduría pacífica de los pueblos ñu savi, nahuas, me’phaa y ñomndá para quienes la lucha por los 43 desaparecidos es un frente más de sus resistencias.

En la Meseta Purépecha les llegaron por la espalda. La guerra contra los pueblos ha sido cruel, descarada, y las complicidades institucionales, demasiadas. En una situación incierta, se alzan hoy como luz de lo posible en Michoacán las resistencias cardinales de Cherán y Ostula A los rarámuri, pimas y tepehuanos en Chihuahua, como a los mixtecos del sur, la amapola les ha comido los campos, mientras la voracidad maderera, turística y minera llevan adelante la guerra de exterminio que no se ve, ni se admite, ni se considera, salvo aisladamente.

Qué decir de la pinza que hacen el fracking petrolero y el crimen organizado en las Huastecas y las sierras del norte de Puebla y Veracruz. Como en la sierra Wixárika, son escenario de despojos, y de resistencias comunitarias, batallas legales a las que se opone la contrainsurgencia despiadada bajo los disfraces “inocentes” de partidos políticos, religiones o “acuerdos” con empresas mineras, constructoras y de energía. Puras manzanas envenenadas. Por ejemplo, los territorios binnizá e ijkoot del Istmo de Tehuantepec quedaron severamente dañados por la industrialización de sus vientos, producto, una vez más, de la división inducida en las comunidades.

2.

Iglesias y partidos políticos parecen males inevitables, omnipresentes, obligatorios en la vida de los pueblos indígenas. Como si no bastara la tutela impuesta (traducida en control) por el Estado. Visto el panorama desde las academias y los centros de análisis y prospección, la vigencia del Estado y la “libertad” de los partidos parecen del todo deseables para la marcha de la República. Que estén desprestigiados y no sean de fiar, que hagan agua y suelten purulencias por la corrupción es menor. “Así es la democracia”, nos dicen doctos, “imperfecta”.

Quién puede tener paciencia para estas imperfecciones en lugares como Chilapa, Guerrero; los asesinatos, asaltos, secuestros, violaciones, el reinado del terror, han hecho que se volviera imposible el transporte público a la capital Chilpancingo y al municipio nahua de Zitlala, ambos caminos se supone que resguardados por las fuerzas federales y estatales. Pero este es sólo el caso más urgente de la semana pasada. El asedio bajo el cual viven los pueblos originarios adquiere muchas caras, y sus intensidades varían por zonas y temporadas, son permanentes y mantienen secuestradas grandes extensiones de terreno y vida social de los pueblos y ciudades que tienen como rehenes.

Los pueblos indígenas, con tanto en su contra, dan muestras de una capacidad de resistencia y coexistencia que la contrainsurgencia, la criminalidad ni el neoliberalismo en su guerra exterminadora no han podido quebrar. La movilidad y vitalidad de los pueblos es incesante. No pueden descansar pues la guerra no descansa una vez que se desata. Tan sólo en los recientes días de octubre ha sucedido lo siguiente:

· La vocera del Concejo Indígena de Gobierno del Congreso Nacional Indígena recorrió el territorio rebelde de Chiapas y fue masivamente recibida por los pueblos zapatistas y muchos más.

· En la Montaña de Guerrero la Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias-Policía Comunitaria conmemoró su 22 aniversario con una gran movilización en Colombia de Guadalupe, con réplicas en otras localidades. Esto marca una recuperación de los conflictos internos que han asolado a los comunitarios con fuerte componente de intrusión gubernamental.

· Haciendo valer su autonomía bien ganada, el municipio purépecha de Cherán rechazó la ley de consulta pergeñada por el congreso michoacano para echar atrás las conquistas de las comunidades dentro de sus derechos a la libre determinación y autogobierno.

. Y apenas días antes, los wixaritari de San Sebastián Teponahuaxtlán y Tuxpan de Bolaños recuperaron sus tierra en Huajimic, pero la indolencia del gobierno y las amenazas de los ganaderos invasores causaron la postergación del triunfo legal de los indígenas, y alimentan una situación que puede resultar explosiva.

Al mismo tiempo, hay un revulsión (que no postración) de los pueblos originarios devastados por los sismo de septiembre: ijkoots, binnizá, ayuuk y tu’un savi de Oaxaca, nahuas y tlahuicas de Morelos, otomíes y nahuas del Estado de México y Puebla. Mientras, el gobierno y las empresas amenazan con aprovechar la crisis para sus planes de crecimiento y expulsión paulatina por la vía del despojo. Qué pasará con ellos y cómo reaccionarán a la adversidad en el mediano plazo permanece incierto, pero todo indica que, como viene sucediendo en el México profundo y de abajo, no habrá derrota. Como expresa admirablemente Irma Pineda en su crónica “Aquí estamos” publicada en Ojarasca este mes, tras el sismo “recordamos… que somos binnizá, que alguna vez fuimos guerreros, que descendemos de las fieras, de los árboles y las piedras, eso nos enseñaron las abuelas para decirnos que la valentía, la firmeza y el carácter están en nuestros genes, que no podemos quedarnos tirados como casas viejas, porque nuestro espíritu es más fuerte que este sismo” (http://ojarasca.jornada.com.mx/2017/10/13/rari2019-nuudu-aqui-estamos-246-5956.html).

El Instituto Nacional Electoral, Slim y la banca sabotean técnicamente la campaña para el registro como candidata presidencial de la vocera del CIG del CNI, pero no pueden impedir que esta vocera recorra el país con la voz en alto sin partido ni limosnas, buscando la unión de los pueblos que saben coexistir a la larga, a pesar de las incesantes diferencias.

La ciencia contrainsurgente se tropieza, y seguirá haciéndolo, con una civilización comunitaria que piensa y actúa distinto, por eso no la quiebran ni siquiera con su escalada de violencias. Gobernantes y magnates podrán romper al país (con el empujón ojete del imperio), mas no a sus pueblos originarios que durarán más que esa guerra, y que son el mejor ejemplo para el resto de un país al borde del naufragio sin retorno.


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