La hora de los pueblos
Por primera vez una mujer indígena recorre el país para cambiarlo por entero, apoyada por 153 concejales de 52 pueblos originarios.
La hora de los pueblos
El apoyo a la aspirante a la presidencia no tiene que ver con el deseo de participar en la farsa, sino de lograr que, en medio del carnaval de la autopromoción, se escuche la ignorada voz indígena
El diario de Coahuila
domingo, 12 de noviembre de 2017
Por primera vez una mujer indígena recorre el país para cambiarlo por entero, apoyada por 153 concejales de 52 pueblos originarios.
CIUDAD DE MÉXICO (Apro).- Aunque aspira a la Presidencia de la República, a María de Jesús Patricio, Marichuy, no se le llama “candidata independiente”. Se le define como vocera del Congreso Nacional Indígena. Nacida en una familia campesina de Jalisco, la niña que estaba destinada a no estudiar se rebeló a ese designio y llegó a ser practicante y docente de medicina herbolaria en la Universidad de Guadalajara, aunque ahora está en campaña como representante de los pueblos originarios de México, aquellos que una vez más levantan la voz, su voz, para reclamar que su hora ha llegado.
Una niña de 13 años vende semillas de calabaza en Ciudad Guzmán, Jalisco. Es la tercera de 11 hermanos. En su casa, en la comunidad nahua de Tuxpan, a una hora en camión, hay tortillas pero no hay nada que ponerles. La cena de la familia depende de que María de Jesús Patricio Martínez venda una bolsa de semillas. La escena ocurre en 1976. Hoy, esa niña aspira a la Presidencia de la República.
La gesta de Marichuy, o Chuy, como la llaman sus más allegados, comenzó al modo de las cosmogonías prehispánicas: en medio del maíz. “Mi papá era agricultor; yo iba con él al campo, en la tarde estudiaba y en la noche le ayudaba a mi mamá con mis hermanos pequeños”, comenta en la sede del Concejo Indígena de Gobierno, en la colonia de los Doctores de la Ciudad de México. Nos reunimos mientras el resto de los concejales desayuna, en vísperas de una asamblea. Son las 09:00 horas del sábado 4 de noviembre. Por la tarde, Marichuy reanudará su intenso recorrido por las comunidades indígenas, esta vez rumbo al Golfo. Su esposo, el abogado Carlos González, defensor de tierras comunales, la escucha respetuosamente y sólo interviene cuando ella le pregunta una fecha o el nombre de una organización. Carlos es un preciso banco de datos. Cuando suena el celular de Marichuy, ella ve la clave lada y pregunta a qué estado corresponde. “Guerrero”, contesta Carlos de inmediato.
Nacida en el sur de Jalisco, tierra de los mayores narradores mexicanos, Juan Rulfo y Juan José Arreola, Marichuy se expresa en forma concisa y directa. Sus discursos suelen ser los más breves de su campaña, en la que sólo hablan mujeres. En pocas palabras señala que lucha contra la opresión de las mujeres y los pueblos originarios, y contra el capitalismo que ha convertido las tierras comunales en propiedad de unos cuantos.
¿Puede el país ser cambiado desde abajo, por los que menos tienen y no figuran en la historia patria? En la escuela primaria se encomia la grandeza guerrera de los aztecas y el refinamiento matemático de los mayas, pero no se estudian sus idiomas, su cosmogonía ni sus costumbres. Algo aún peor: no se habla de ellos en tiempo presente. Y sin embargo, más de 10 millones de mexicanos son modernos en la medida en que son indígenas.
EL CAMINO A LA ESPERANZA
El 14 de octubre de 2017 Marichuy Patricio inició un recorrido por los cinco caracoles zapatistas, donde recibió el apoyo de indígenas mayas, tzotziles, choles, zoques, tzeltales y mames, y despertó la curiosidad de los “neutrales”. Bajo la lluvia de La Garrucha, el sol de Palenque y la niebla de Oventic, los pasamontañas se mezclaron con los sombreros de palma y las gorras de beisbolista para oír a las mujeres indígenas. Convencidas de que no hay cambio sin arte, las zapatistas remataron los actos con coreografías, obras de teatro y recitales de música. El 19 de octubre, en Oventic, asistimos a la puesta en escena de una frase. Un grupo apareció en escena mostrando palabras sueltas, desarticuladas, un “diccionario amotinado”, como diría Borges al referirse a los vanguardistas. Poco a poco, al compás de la música, esas voces aisladas se unieron en un lema legible, la promesa de acompañar a Marichuy “en su caminar por la geografía nacional”.
Todo en esta causa es inaugural. Por primera vez una mujer indígena recorre el país para cambiarlo por entero, apoyada por 153 concejales de 52 pueblos originarios. “Antes no existía el discurso indígena; nosotros sólo éramos vistos como campesinos”, dice Marichuy: “El levantamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) de 1994 y el Congreso Nacional Indígena de 1996 cambió eso por completo”. No es casual que su gira comenzara por los caracoles zapatistas.
En 2001 participó en la marcha por El Color de la Tierra. Fue la última ocasión en que los zapatistas trataron de que el país grande los escuchara. Los Acuerdos de San Andrés, firmados en 1996 con representantes del presidente Ernesto Zedillo, que garantizaban autonomía a los pueblos originarios sin vulnerar la soberanía nacional, no se habían convertido en ley. Ningún partido político luchaba por ellos. En 2001 los zapatistas hicieron un intento final por ser escuchados. Salieron de Chiapas y en su camino a la capital recibieron un respaldo sin precedente. En el Congreso, la comandante Esther pidió que los consideraran parte del país. Otra de las oradoras fue Marichuy. También ella clamó por renovar en forma igualitaria el contrato social que une a los mexicanos. Pero sus palabras se toparon con diputados que no comparten la pasión de Locke o Rousseau por idear nuevas formas de convivencia y se concentran en la prioridad de subirse el sueldo.
Al firmar los Acuerdos, los zapatistas confiaban en la legalidad más que el gobierno. Cuando vieron que sus demandas jamás serían ley, se replegaron en su territorio y se dedicaron al heroísmo de la vida diaria. Desde entonces se dice que han “desaparecido”. Esta opinión ignora el trabajo de las Juntas de Buen Gobierno, los seminarios que organizan en sus caracoles y que ellos, en tanto intelectuales agrícolas, prefieren llamar “semilleros”; los festivales CompArte y ConCiencia; las publicaciones en las que señalan que otro mundo es posible. Otro mundo que, asombrosamente, ya está en éste.
Los zapatistas son enemigos de una lucha electoral donde el dinero decide la contienda y la democracia es meramente representativa. “Nuestro voto vale el domingo de elección y caduca el lunes”. El apoyo a Marichuy Patricio no tiene que ver con el deseo de participar en la farsa, sino de lograr que, en medio del carnaval de la autopromoción, se escuche la ignorada voz indígena. Por ello, Marichuy no se presenta como candidata, sino como vocera.
UN PAÍS CON MAL DE OJO
Marichuy fue la única entre 11 hermanos que concluyó la preparatoria y se adiestró en la herbolaria. Sus tías practicaban la medicina natural. Desde niña las vio preparar cojoyitos (tallos tiernos) de estafiate con hierbabuena para combatir la diarrea. En Pedro Páramo, Juan Preciado encuentra el retrato de su madre en una cazuela donde hay ramas de ruda. Le pregunto a Marichuy para que sirve esa planta de la que sólo conozco el sonido. “Para la gente que se enferma de ojo”, dice. “La hoja de ruda tiene mucha carga eléctrica”, interviene su marido. Pienso en el retrato que el más célebre personaje de la literatura mexicana lleva en la bolsa de su camisa, encima del corazón: ha sido guardado con las plantas que combaten el mal de ojo. La tensión entre ver y ser visto se condensa en ese pasaje.
“Mucha gente piensa que el mal de ojo es una superstición”, comenta Carlos González: “En realidad se trata de un calor estomacal, muchas veces provocado por tensiones”. Los síntomas pueden ser irritación, tener un ojo más chico, dolor y ardor de cabeza, vómitos, diarreas, mareos. Los urbanitas, que no paramos de hablar de estrés y neurosis, solemos pensar que el mal de ojo es mera superchería, pero la base de toda la farmacéutica está en la herbolaria que ha convertido a Marichuy en docente de la Universidad de Guadalajara, donde pidió licencia por un semestre para luchar por su registro como candidata independiente.
A sus 54 años, Marichuy ha asumido numerosas responsabilidades. En 1996 fue delegada de Tuxpan al Congreso Nacional Indígena. Entonces se discutía mucho si los indígenas querían pertenecer al país o separarse de él. Por eso le impactó tanto que la comandante Ramona llegara al Congreso con la bandera de México.
Otro momento decisivo fue la marcha del Color de la Tierra, que la llevó a hablar ante el Congreso: “Fue pesado porque yo no busqué estar ahí. Sabía que tenía que hacerlo, pero no porque yo lo quisiera. Las compañeras zapatistas me tranquilizaron diciendo: ‘Cuando estés ahí no le vas a hablar a los diputados y diputadas. Le vas a hablar a la gente que está afuera’. Salí y hablé con mucha calma”.
Hace unos meses un grupo de mujeres zapatistas se reunió con ella en la Universidad de la Tierra de San Cristóbal de Las Casas. Ahí le dijeron: “Sabemos que tú sí vas a poder; muchas de nosotras que ni sabíamos hablar fuimos aprendiendo en el camino”. Después de recibir este apoyo, Marichuy habló con sus tres hijos. “No puedes ir, mamá”, fue el veredicto. Temían que algo le sucediera. “Tienen miedo de que yo no regrese”, baja la vista y se rasca el antebrazo.
¿Es posible medir con cifras el tamaño de la esperanza? De aquí al 8 de febrero de 2018, Marichuy necesita reunir 867 mil firmas en al menos 17 estados y en cada uno de ellos debe rebasar el 1% del padrón electoral. Los partidos políticos crearon este obstáculo a los candidatos independientes. En rigor, se trata de exigencias que sólo pueden cumplir quienes ya disponen de logística. En estas condiciones, ser “independiente” es una oportunidad de repechaje: el plan B de los políticos profesionales.
Hasta el jueves 9, Marichuy llevaba reunidas alrededor de 25,000 firmas.
El Concejo Indígena de Gobierno se fundó para luchar contra la discriminación. La paradoja es que enfrenta requisitos discriminatorios. El Instituto Nacional Electoral ha creado una aplicación para recabar firmas que se debe bajar en celulares de gama media, que tienen un costo de 5 mil pesos (más de tres veces el salario mínimo). En un país donde 81.7% de la población gana hasta tres salarios mínimos, el INE exige que se destine el sueldo de un mes para comprar un celular.
Además, esto ocurre en un país donde no todas las regiones tienen luz eléctrica ni conectividad a internet. El acceso “ciudadano” se diseñó con una tecnología que excluye a los indígenas. De buena fe, los contendientes aceptaron las condiciones, pero… ¡las máquinas no funcionan! La aplicación del INE traba numerosos celulares y tarda hasta media hora en registrar una firma (en vez de los cuatro minutos y 30 segundos prometidos).
Esta democracia de robots descompuestos fue ideada por una clase hegemónica ajena al país. Hace unas semanas, Aurelio Nuño, que desde la Secretaría de Educación aspira a ser candidato del PRI, dijo que quería que México fuera como Corea del Sur. Por su parte, otro suspirante del PRI, José Antonio Meade, secretario de Hacienda, asistió a un almuerzo en El Colegio Nacional donde presentó un modelo de superación social tomado de la NFL.
Mientras los miembros de gabinete proponen la no muy realizable tarea de ser coreanos o jugadores de futbol americano, Marichuy Patricio recorre las comunidades más pobres del país.