Un análisis que aborde la actual cuestión política y el rol de los movimientos
sociales en América Latina debe incluir necesariamente una reflexión sobre el carácter
de las luchas socio-ambientales que hoy atraviesan la región y las diversas dimensiones
que éstas involucran. En razón de ello, con el fin de analizar el modo en cómo las
diferentes dimensiones de las luchas socio-ambientales aparecen en el paisaje político
latinoamericano, proponemos una presentación en cuatro momentos sucesivos
Consenso de los Commodities, Giro Ecoterritorial y Pensamiento crítico en América Latina
Maristella Svampa1
Un análisis que aborde la actual cuestión política y el rol de los movimientos
sociales en América Latina debe incluir necesariamente una reflexión sobre el carácter
de las luchas socio-ambientales que hoy atraviesan la región y las diversas dimensiones
que éstas involucran. En razón de ello, con el fin de analizar el modo en cómo las
diferentes dimensiones de las luchas socio-ambientales aparecen en el paisaje político
latinoamericano, proponemos una presentación en cuatro momentos sucesivos. En un
primer momento, haremos referencia a la expansión del extractivismo en la región
latinoamericana, en el contexto del Consenso de los Commodities. Luego de ello,
realizaremos un análisis del proceso de ambientalización de las luchas en América
Latina, así como de los tópicos y tensiones que atraviesan lo que hemos dado en
denominar el giro ecoterritorial, en el cual convergen matriz indígena-comunitaria,
lenguaje acerca de la territorialidad y discurso ambientalista. En tercer lugar, haremos
hincapié en los conflictos y tensiones territoriales que hoy recorren diferentes escenarios
nacionales, marcados por lo que denominamos, siguiendo a Zavaletta, la “visión
eldoradista” en relación a los recursos naturales. Por último, daremos cuenta de la
fractura que hoy se abre en el marco del Consenso de los Commodities, dentro del
pensamiento crítico latinoamericano, en relación a esta problemática.
El Consenso de los Commodities y la inflexión extractivista
En el último decenio, América Latina realizó el pasaje del consenso de
Washington, asentado sobre la valorización financiera, al Consenso de los
Commodities, basado en la exportación de bienes primarios a gran escala. Ciertamente,
si bien la explotación y exportación de bienes naturales no son actividades nuevas en la
región, resulta claro que en los últimos años del siglo XX y en un contexto de cambio
del modelo de acumulación, se ha venido intensificando la expansión de proyectos
tendientes al control, extracción y exportación de bienes naturales, sin mayor valor
agregado.
Así, lo que denominamos como Consenso de los Commodities apunta a subrayar
el ingreso a un nuevo orden económico y político, sostenido por el boom de los precios
internacionales de las materias primas y los bienes de consumo, demandados cada vez
más por los países centrales y las potencias emergentes. Tal como lo muestran los datos
de la CEPAL (2011a), la mayoría de los productos básicos de exportación de la región
mostraron un crecimiento vertiginoso en los últimos años: los precios de los alimentos
1
Investigadora del Conicet y Profesora de la Universidad Nacional de La Plata,
Argentina
2
alcanzaron su máximo histórico en abril de 2011 (maíz, soja, trigo); los metales y
minerales superaron el máximo registrado antes de la crisis de 2008, y algo similar
puede decirse sobre los hidrocarburos. Aún en un contexto de crisis económica y
financiera internacional, que anuncia mayor incertidumbre y volatilidad de los
mercados, las economías latinoamericanas continúan con un desempeño positivo: así,
los datos de 2011 proyectaban una tasa de crecimiento del PIB regional del 4,7%, contra
el 6% de 2010 (Cepal, 2011b).
Sin embargo, este modelo de crecimiento presenta numerosas fisuras estructurales. Por
un lado, la demanda de materias primas y de bienes de consumo tiene como
consecuencia un vertiginoso proceso de reprimarización de las economías
latinoamericanas, algo que se ve agravado por el ingreso de potencias emergentes,
como es el caso de China, la cual se va imponiendo crecientemente como un socio
desigual, en lo que respecta al intercambio comercial. En efecto, mientras que hacia
1990, China representaba tan solo un 0,6% del comercio exterior total de América
Latina, en 2009, ya alcanzaba el 9,7%. Este crecimiento fue en detrimento de EE.UU.,
los países de la UE y Japón. Actualmente China es el segundo socio comercial de la
región. “Las exportaciones de América Latina hacia China se concentran en productos
agrícolas y minerales. Así, para el año 2009 las exportaciones de cobre, hierro y soja
representaban el 55,7% de las exportaciones totales de la región al país oriental. Al
mismo tiempo, los productos que China coloca en América Latina son principalmente
manufacturas que cada vez poseen mayor contenido tecnológico” (Slipak, 2011). En
suma, este proceso de intercambio desigual no solo ha contribuido al incremento del
precio de los commodities, sino también a generar un creciente efecto de
reprimarización en las economías latinoamericanas.
Este proceso viene también acompañado por la creciente pérdida de soberanía
alimentaria, hecho ligado tanto a la exportación de alimentos a gran escala, como al
destino de los mismos, pues cada vez más la demanda de dichos bienes está destinada al
consumo de ganado así como a la producción de biocombustibles.
Por otro lado, desde el punto de vista de la lógica de acumulación, el nuevo
Consenso de los Commodities, conlleva la profundización de una dinámica de
desposesión (Harvey, 2004) o despojo de tierras, recursos y territorios, al tiempo que
genera nuevas formas de dependencia y dominación. No es casual que gran parte de la
literatura crítica de América Latina considere que el resultado de estos procesos sea la
consolidación de un estilo de desarrollo extractivista (Gudynas, 2009, Schultz y Acosta
2009, Svampa y Sola Alvarez, 2010), el cual debe ser comprendido como aquel patrón
de acumulación basado en la sobre-explotación de recursos naturales, en gran parte, no
renovables, así como en la expansión de las fronteras hacia territorios antes
considerados como “improductivos”.
Así definido, el extractivismo no contempla solamente actividades típicamente
consideradas como tal (minería e hidrocarburos), sino también los agronegocios o la
producción de biocombustibles, las cuales abonan una lógica extractivista a través de la
3
consolidación de un modelo tendencialmente monoproductor, que desestructura y
recorienta los territorios, destruye la biodiversidad y profundiza el proceso de
acaparamiento de tierras. La inflexión extractivista comprende también aquellos
proyectos de infraestructura previstos por el IIRSA (Iniciativa para la Integración de la
Infraestructura Regional Suramericana), en materia de transporte (hidrovías, puertos,
corredores biocéanicos, entre otros), energía (grandes represas hidroeléctricas) y
comunicaciones, programa consensuado por varios gobiernos latinoamericanos en el
año 2000, cuyo objetivo central es el de facilitar la extracción y exportación de dichos
productos hacia sus puertos de destino. Así, la megaminería a cielo abierto, la expansión
de la frontera petrolera y energética (que incluye también el gas no convencional o shale
gas), la construcción de grandes represas hidroeléctricas, la expansión de la frontera
pesquera y forestal, en fin, la generalización del modelo de agronegocios (soja y
biocombustibles), constituyen las figuras emblemáticas del extractivismo en el marco
del consenso de los commodities.
Uno de los rasgos centrales del actual estilo extractivista es la gran escala de los
emprendimientos, lo cual nos advierte tanto sobre la gran envergadura en términos de
inversión de capitales (en efecto, se trata de actividades capital-intensivas, y no trabajointensivas),
el carácter de los actores involucrados y la concentración económica
(grandes corporaciones trasnacionales), la especialización productiva (commodities), así
como de los mayores impactos y riesgos que dichos emprendimientos presentan en
términos sociales, económicos y ambientales. Asimismo, este tipo de emprendimientos
tienden a consolidar enclaves de exportación, que además de generar escasos
encadenamientos productivos endógenos, operan una fuerte fragmentación social y
regional, y terminan por configurar espacios socio-productivos dependientes del
mercado internacional (Voces de Alerta, 2011). Por último, en función de una mirada
productivista y eficientista del territorio, el Consenso de los commodities alienta la
descalificación de otras lógicas de valorización de los mismos. En el límite, los
territorios escogidos por el capital son considerados como “socialmente vaciables”
(R.Sack, 1986), o territorios sacrificables.
Ahora bien, la apelación a un “consenso” tiene la virtud de invocar no solo un
orden económico sino la consolidación de un sistema de dominación, diferente al de los
años ´90, pues alude menos a la emergencia de un discurso único que a una serie de
ambivalencias, contradicciones y paradojas que van marcando la coexistencia y
entrelazamiento entre ideología neoliberal y neodesarrollismo progresista. En razón de
ello, el Consenso de los Commodities puede leerse tanto en términos de rupturas como
de continuidades en relación al anterior período. Como ya había sucedido en la etapa del
Consenso de Washington, el Consenso de los Commodities establece reglas que
suponen la aceptación de nuevas asimetrías y desigualdades ambientales y políticas por
parte de los países latinoamericanos en el nuevo orden geopolítico.
Por un lado, contribuye a acentuar las líneas de continuidad entre un momento y
otro, porque efectivamente tanto las transformaciones sufridas por el Estado nacional
como la política de privatizaciones de los bienes públicos operadas en los `90, sentaron
4
las bases normativas y jurídicas que permitieron la actual expansión del modelo
extractivista, garantizando “seguridad jurídica” para los capitales y una alta rentabilidad
empresarial, que en líneas generales serían confirmadas –con sus variaciones
específicas- durante la etapa de los commodities.
Por otro lado, hay elementos importantes de diferenciación y ruptura.
Recordemos que en los años `90, el Consenso de Washington colocó en el centro de la
agenda la valorización financiera y conllevó una política de ajustes y privatizaciones, lo
cual terminó por redefinir al Estado como un agente meta-regulador. Asimismo, operó
una suerte de homogeneización política en la región, marcada por la identificación o
fuerte cercanía con las recetas del neoliberalismo. A diferencia de ello, en la actualidad,
el Consenso de los Commodities pone en el centro la implementación masiva de
proyectos extractivos orientados a la exportación, estableciendo un espacio de mayor
flexibilidad en cuanto al rol del Estado, lo cual permite el despliegue y coexistencia
entre gobiernos progresistas, que han cuestionado el consenso neoliberal, con aquellos
otros gobiernos que continúan profundizando una matriz política conservadora en el
marco del neoliberalismo.
El consenso de los commodities va configurando, pues, en términos políticos un
espacio de geometría variable en el cual es posible, operar una suerte de movimiento
dialéctico, que sintetiza dichas continuidades y rupturas en un nuevo escenario que
puede caracterizarse como “posneoliberal”, sin que esto signifique empero la salida del
neoliberalismo. En consecuencia, dicho escenario nos confronta a una serie de nuevos
desafíos teóricos y prácticos, que abarcan una pluralidad de ámbitos, desde lo
económicos, sociales y ambiental hasta lo político y civilizatorio.
El proceso de ambientalización de las luchas sociales
Una de las consecuencias de la actual inflexión extractivista ha sido la explosión
de conflictos socioambientales, visibles en la potenciación de las luchas ancestrales por
la tierra, de la mano de los movimientos indígenas y campesinos, así como en el
surgimiento de nuevas formas de movilización y participación ciudadana, centradas en
la defensa de los bienes naturales, la biodiversidad y el ambiente.
Entendemos por conflictos socioambientales aquellos ligados al acceso y control
de los recursos naturales y el territorio, que suponen por parte de los actores
enfrentados, intereses y valores divergentes en torno de los mismos, en un contexto de
gran asimetría de poder. Dichos conflictos expresan diferentes concepciones sobre el
territorio, la naturaleza y el ambiente; así como van estableciendo una disputa acerca de
lo que se entiende por Desarrollo y, de manera más general, por Democracia.
Ciertamente, en la medida en que los diferentes megaproyectos avanzan de modo
vertiginoso y tienden a reconfigurar el territorio en su globalidad, no sólo ponen en
jaque las formas económicas y sociales existentes, sino también el alcance mismo de la
Democracia, pues éstos se imponen sin el consenso de las poblaciones, generando
5
fuertes divisiones en la sociedad y una espiral de criminalización y represión de las
resistencias que sin duda abre un nuevo y peligroso capítulo de violación de los
derechos humanos.
En este contexto, la explosión de conflictos socioambientales ha tenido como
correlato aquello que acertadamente Enrique Leff llamara “la ambientalización de las
luchas indígenas y campesinas y la emergencia de un pensamiento ambiental
latinoamericano” (2006). A esto hay que añadir que el escenario actual aparece marcado
también por el surgimiento de nuevos movimientos socio-ambientales, rurales y urbanos
(en pequeñas y medianas localidades), de carácter policlasistas, caracterizados por un
formato asambleario y una importante demanda de autonomía. Asimismo, en este nuevo
entramado juegan un rol no menor ciertas ONGs ambientalistas –sobre todo, pequeñas
organizaciones, muchas de las cuales combinan la política de lobby con una lógica de
movimiento social-, y diferentes colectivos culturales, en los cuales abundan
intelectuales y expertos, que no sólo acompañan la acción de organizaciones y
movimiento sociales, sino que en muchas ocasiones forman parte de él. Esto quiere
decir que dichos actores deben ser considerados menos como “aliados externos”, y
mucho más como actores con peso propio, al interior del nuevo entramado
organizacional.
Así, el proceso de ambientalización de las luchas incluye un enorme y
heterogéneo abanico de colectivos y modalidades de resistencia, que va configurando
una red cada vez más amplia de organizaciones, en la cual los movimientos socioterritoriales
no son los únicos protagonistas. Desde nuestra perspectiva, lo más
novedoso es la articulación entre actores diferentes (movimientos indígenascampesinos,
movimientos socio-ambientales, ongs ambientalistas, redes de intelectuales
y expertos, colectivos culturales), lo cual se ha venido traduciendo en un diálogo de
saberes y disciplinas, caracterizado tanto por la elaboración de un saber experto
independiente de los discursos dominantes (un saber contra-experto), así como por la
valorización de los saberes locales, muchos de ellos, de raíces campesino-indígenas. Al
igual que en otros casos, esta dinámica organizacional que combina la acción directa
(bloqueos, manifestaciones, acciones de contenido lúdico) con la acción institucional
(presentaciones judiciales, audiencias públicas, demanda de consultas, propuestas de
leyes), encuentra como actores centrales a los jóvenes y las mujeres, cuyo rol es crucial
tanto en las grandes estructuras organizacionales como en los pequeños colectivos
culturales.
Una dimensión que caracteriza a los conflictos socio-ambientales es la
multiescalaridad, concepto que hace referencia a la reformulación de escalas en los
diversos procesos de globalización (Sassen 2007) y alude por ello al involucramiento
de un entramado complejo de actores sociales, económicos y políticos, locales,
regionales, estatales y globales. La multiescalaridad tiene diferentes aspectos. Por
ejemplo, para el caso de las industrias extractivas, la dinámica entre “lo global” y “lo
local” se presenta como un proceso en el que se cristalizan, por un lado, alianzas entre
Empresas Transnacionales y Estados (en sus diferentes niveles), que promueven un
6
determinado modelo de desarrollo y, por otro lado, resistencias provenientes de las
comunidades locales, que cuestionan tal modelo, y reclaman su derecho a decidir en
función de otras valoraciones. En este marco, los conflictos socioambientales suelen
combinarse perversamente con una tipología inherente al modelo extractivo, las
economías de enclave, a partir de lo cual aquellos tienden a encapsularse en la
dimensión local. Dicha localización del conflicto se traduce por un deterioro mayor de
los derechos civiles, a partir de los cuales éstos quedan librados a la intervención de la
justicia y los entes municipales y/o provinciales, cuyo grado de vulnerabilidad frente a
los actores globales es mayor que el de sus homólogos nacionales.
Por otro lado, pese a esta tendencia al encapsulamiento local de los conflictos
(sobre lo cual volveremos más adelante), la generación de espacios de cruces y la
articulación progresiva de una “red de territorios” (M.Santos, 2005) reflejan otro
aspecto de la dinámica multiescalar, que va abarcando desde lo local, lo nacional, hasta
lo subcontinental. El resultado de ello es la generación de un diagnóstico común y la
expansión de una nueva gramática colectiva, que sitúan el actual proceso de
ambientalización de las luchas en continuidad con el internacionalismo que América
Latina conoce, al menos como tendencia, desde el año 2000, con el inicio de un nuevo
ciclo de acción colectiva a nivel regional y la realización de los foros sociales.
Resulta imposible realizar un listado de las redes auto-organizativas nacionales y
regionales de carácter ambiental que hoy existen en América Latina. A título de
ejemplo, podemos mencionar la CONACAMI (Confederación Nacional de
Comunidades Afectadas por la Minería, nacida en 1999, Perú), la Unión de Asambleas
Ciudadanas (UAC, Argentina, surgida en 2006) que congrega organizaciones de base
que cuestionan la megaminería y el modelo de agronegocios; la Asamblea Nacional de
Afectados Ambientales (ANAA, México), creada en 2008, en instalaciones de la
UNAM, que agrupa diferentes organizaciones de base que luchan contra la
megaminería, las represas hidroeléctricas, la urbanización salvaje, y las megagranjas
industriales (cerdos, pollos, camarones) y cuenta con el apoyo de la Unión de
Científicos Comprometidos con la Sociedad (UCCS). Entre las redes trasnacionales
podemos citar la CAOI (Coordinadora Andina de Organizaciones Indígenas), que desde
2006 agrupa organizaciones de Perú, Bolivia, Colombia, Chile y, en menor medida, de
Argentina, y aboga por la creación de un Tribunal de Delitos Ambientales. Por último,
existen varios observatorios consagrados a estos temas, entre ellos, Observatorio
Latinoamericano de Conflictos Ambientales (OLCA), creado en 1991, con sede en
Chile, el cual asesora a comunidades en conflicto en favor de sus derechos ambientales,
así como el Observatorio de Conflictos Mineros de América Latina (OCMAL), que
existe desde 1997 y articula más de 40 organizaciones, desde México a Chile, entre las
cuales se halla el OLCA, la CONACAMI y la reconocida ONG Acción Ecológica, del
Ecuador.
Estas redes y movimientos socioterritoriales han ido generando un lenguaje de
valoración acerca de la territorialidad, opuesto o divergente al discurso ecoeficientista y
la visión desarrollista, que sostienen gobiernos y grandes corporaciones. Al mismo
7
tiempo, en algunos casos estas redes vienen impulsando la sanción de leyes y
normativas, incluso de marcos jurídicos que apuntan a la construcción de una nueva
institucionalidad ambiental, como es el caso en Ecuador, lo cual entra en colisión con
las actuales políticas públicas de corte extractivista.
Entre todas las actividades extractivas, la más cuestionada en América Latina es
la minería metalífera a gran escala. En efecto, en la actualidad no hay país
latinoamericano con proyectos de minería a gran escala que no tenga conflictos sociales
suscitados entre las empresas mineras y el gobierno versus las comunidades: México,
varios países centroamericanos (Guatemala, El Salvador, Honduras, Costa Rica,
Panamá), Ecuador, Perú, Colombia, Brasil, Argentina y Chile. Según el Observatorio de
Conflictos Mineros de América Latina (OCMAL) existen actualmente 120 conflictos
activos que involucran a más de 150 comunidades afectadas a lo largo de toda la región
(Voces de Alerta, 2011). Sólo en el Perú, la Defensoría del Pueblo de la Nación da
cuenta de que los conflictos por la actividad minera concentran el 70 % de los
conflictos socioambientales y éstos a su vez, representan el 50 % del total de conflictos
sociales en ese país, no casualmente uno de aquellos donde más acelerada y
descontroladamente se ha dado la expansión minera (De Echave et all. 2009). Este
contexto de conflictividad contribuye directa o indirectamente a la judicialización de las
luchas socio-ambientales y a la violación de los derechos en la medida en que no se
generan procesos de consultas adecuados a las comunidades, son desalojadas de las
tierras reclamadas por las empresas y éstas últimas contaminan los recursos de las
comunidades como son el agua y la tierra, de los que dependen para su vida (OCMAL,
2011).
Así, en un nuevo escenario de vinculación global que los diferentes gobiernos
latinoamericanos –sean progresistas, de izquierda o de inspiración neoliberalcomparten
en nombre del Consenso de los Commodities, la minería metalífera a cielo
abierto se ha convertido en una suerte de figura extrema, un símbolo del extractivismo
depredatorio, al sintetizar un conjunto de rasgos particulares directamente negativos
para la vida de las poblaciones y el futuro de nuestros países
Tópicos del giro ecoterritorial
En términos generales y por encima de las marcas específicas (que dependen, en
mucho, de los escenarios locales y nacionales), la dinámica de las luchas
socioambientales en América Latina ha venido asentando la base de lo que podemos
denominar el giro ecoterritorial, esto es, la emergencia de un lenguaje común que da
cuenta del cruce innovador entre matriz indígeno-comunitario, defensa del territorio y
discurso ambientalista. En este sentido, puede hablarse de la construcción de marcos
8
comunes de la acción colectiva, los cuales funcionan no sólo como esquemas de
interpretación alternativos,
2
sino como productores de una subjetividad colectiva.
Bienes comunes, soberanía alimentaria, justicia ambiental y buen vivir son
algunos de los tópicos que expresan este cruce productivo entre matrices diferentes.
3
Ciertamente, en primer lugar, y a contrapelo de la visión dominante, en el marco del
giro ecoterritorial, los bienes naturales no deben ser comprendidos como commodities,
esto es, como pura mercancía, pero tampoco exclusivamente como recursos naturales
estratégicos, como apunta a circunscribir el neodesarrollismo progresista. Por encima de
las diferencias, uno y otro lenguaje imponen una concepción utilitarista, que implica el
desconocimiento de otros atributos y valoraciones -que no pueden representarse
mediante un precio de mercado, incluso aunque algunos lo tengan- . En contraposición a
esta visión, la noción de bienes comunes integra visiones diferentes que afirman la
necesidad de mantener fuera del mercado aquellos bienes que, por su carácter de
patrimonio natural, social, cultural, poseen un valor que rebasa cualquier precio. Como
afirma D. Bollier (2008), “El concepto de bienes comunes describe una amplia variedad
de fenómenos; se refiere a los sistemas sociales y jurídicos para la administración de los
recursos compartidos de una manera justa y sustentable. /…/ llevan implícita una serie
de valores y tradiciones que otorgan identidad a una comunidad y la ayudan a
autogobernarse”. Este carácter de “inalienabilidad” aparece vinculado a la idea de lo
común, lo compartido y, por ende, a la definición misma de la comunidad o “ámbitos de
comunidad” (Esteva, 2007).
Por otro lado, en el contexto latinoamericano, la referencia recurrente a los
bienes comunes aparece ligada a la noción de territorio o territorialidad. Ciertamente, la
denominación alude a aquellos bienes que garantizan y sostienen las formas de vida en
un territorio determinado. Así, no se trata exclusivamente de una disputa en torno a los
«recursos naturales», sino de una disputa por la construcción de un determinado “tipo
de territorialidad”, centrado en un lenguaje que apunta a la protección de “lo común”, en
el marco de una concepción “fuerte” de la sustentabilidad. Es precisamente el
desconocimiento de estas otras valoraciones lo que abre las puertas a que los territorios
sean considerados como “áreas de sacrificio”.
Varios son los pilares que dan sustento experiencial a este lenguaje en torno de
“lo común”, en clave de sustentabilidad fuerte. En unos casos, la valoración del
territorio está ligada a la historia familiar, comunitaria e incluso ancestral («territorio
heredado»). Otras veces, la concepción del territorio «heredado» y/o del territorio
«elegido», va convergiendo con la concepción del territorio vinculada a las
comunidades indígenas y campesinas («territorio originario»). Por último, involucra a
2 Goffman definió a los marcos como “esquemas de interpretación que capacitan a los individuos y
grupos para localizar, percibir, identificar y nombrar los hechos de su propio mundo y del mundo
en general» (:1991). Desde una perspectiva constructivista e interaccionista existen sin embargo
diferentes enfoques sobre los “procesos de enmarcamiento”. Para el tema, véase Gamson (1999),
Rivas (1998) y Snow (2001).
3 Retomamos aquí lo desarrollado en otros trabajos (Svampa, 2011 y 2012).
9
quienes, habiendo optado por abandonar los grandes centros urbanos del país, han
elegido los lugares hoy amenazados, motivados por la búsqueda de una mejor calidad
de vida o de jóvenes que optaron por un estilo de vida diferente en el cual la relación
con «lo natural» y el ambiente juega un papel central («territorio elegido»).4
En la línea del “territorio originario”, se inserta la defensa cada vez más
dramática del derecho de autodeterminación de los pueblos indígenas, expresado en el
convenio 169 de la OIT, que recogen casi todas las constituciones latinoamericanas, el
cual se ha convertido en una herramienta en disputa para lograr el control/recuperación
del territorio, amenazado por el actual modelo de desarrollo extractivista, tal como lo
reflejan los casos de Perú, Ecuador y Bolivia (Oxfam, 2011).
Otro de los tópicos que recorre el giro ecoterritorial es el de soberanía
alimentaria, que aparece ligado a la noción de bienes comunes, a través de la afirmación
de la diversidad (Perelmuter, 2011). La soberanía alimentaria afirma el derecho de los
pueblos a producir alimentos y el derecho a decidir lo que quieren consumir y como y
quien lo produce. Dicho concepto fue desarrollado por Vía Campesina y llevado al
debate público con ocasión de la Cumbre Mundial de la Alimentación en 1996. Sin
duda, conlleva el reconocimiento de los derechos de los campesinos que desempeñan un
papel esencial en la producción agrícola y en la alimentación. Desde entonces, y en un
contexto en el cual los gobiernos latinoamericanos han optado masivamente por
consolidar un paradigma agrario basado en los transgénicos, la temática .atraviesa el
debate agrario internacional. (Via Campesina, 2004)
Asimismo, el giro eco-territorial presenta contactos significativos con los
llamados «movimiento de justicia ambiental», originados en la década de 1980 en
comunidades negras de Estados Unidos. Según H. Acselard (2004: 16) la noción de
justicia ambiental “implica el derecho a un ambiente seguro, sano y productivo para
todos, donde el medio ambiente es considerado en su totalidad, incluyendo sus
dimensiones ecológicas, físicas, construidas, sociales, políticas, estéticas y económicas.
Se refiere así a las condiciones en que tal derecho puede ser libremente ejercido,
preservando, respetando y realizando plenamente las identidades individuales y de
grupo, la dignidad y la autonomía de las comunidades”.
De este modo, la unión de la justicia social y el ecologismo supone ver a los
seres humanos no como algo aparte, sino como parte integral del verdadero ambiente
(Di Chiro, 1998). El movimiento de Justicia Ambiental es un enfoque que enfatiza la
desigualdad de los costos ambientales, la falta de participación y de democracia, el
racismo ambiental hacia los pueblos originarios despojados de sus territorios, en fin, la
injusticia de género y la deuda ecológica. En esta línea que reivindica un paradigma de
la democracia ligado a los derechos humanos, se ubican organizaciones como el
4 Para un análisis de las diferentes concepciones de territorios véase Svampa y Sola Alvarez (2010),
y de modo más detallado Sola Alvarez, 2012.
10
OLCA, ya citado, la Red de Justicia Ambiental, en Brasil5
, así como diferentes
asambleas patagónicas de la Argentina que hoy luchan contra la megaminería.
Sin embargo, hay que decir que el tópico de la Justicia ambiental hoy tiende a
ser desplazado por otros, como el del buen vivir. Ciertamente, una de las consignas que
ha otorgado mayor vitalidad al actual giro eco-territorial es la del buen vivir, vinculado
a la cosmovisión indígena andina suma kausay o suma qamaña, (en quechua y aymara
respectivamente). Sin duda, éste es uno de las tópicos más movilizadores, de origen
latinoamericano, que tiende puentes entre pasado y futuro, entre matriz comunitaria,
lenguaje territorial y mirada ecologista.
Dada su importancia, es necesario preguntarse cuáles son los sentidos que
adquiere el «buen vivir» en los actuales debates que se llevan a cabo, sobre todo, en
Ecuador y Bolivia. Todos coinciden en afirmar que es un «concepto en construcción»,
y por ende, también en disputa. Para el boliviano Xavier Albó (2009), detrás del
concepto está la lógica de las comunidades de muchos pueblos indígenas originarios,
contrapuestos a las sociedades y poderes dominantes y su plasmación como parte del
país. Por otra parte, para la ecuatoriana Magdalena León, la noción de «buen vivir» se
sustenta «en reciprocidad, en cooperación, en complementariedad» y aparece ligada a
la visión eco-feminista de cuidado de la vida, de cuidado del otro (León, 2009).
Dos Constituciones latinoamericanas, la de Ecuador y Bolivia, incorporaron la
perspectiva del «buen vivir». Para el caso del Ecuador, el gobierno elaboró, a través del
SENPLADES (Secretaría Nacional de Planificación y Desarrollo), el Plan del Buen
Vivir, 2009-2013 que propone, además del “retorno del estado”, un cambio en el
modelo de acumulación, más allá del primario-exportador, hacia un desarrollo
endógeno, biocentrado, basado en el aprovechamiento de la biodiversidad, el
conocimiento y el turismo. Como afirma el plan presentado, “el cambio no será
inmediato, pero el programa del “Buen Vivir” constituye una hoja de ruta” (P.Ospina:
2010).
En un libro reciente publicado en Bolivia, que apunta a establecer un estado del
arte sobre el tema, se indica que el Vivir Bien implica una serie de aristas, entre ellas:
una vida “dulce”, buena convivencia, acceso y disfrute a bienes materiales e
inmateriales; reproducción bajo relaciones armónicas entre personas, orientados a la
satisfacción de necesidades humanas y naturales; relaciones armónicas entre personas y
naturaleza y entre las personas mismas, realización afectiva y espiritual de las personas
en asociación familiar o colectiva y en su entorno social amplio; reciprocidad y
complementaridad en las relaciones de intercambio y gestión local de la producción;
visión cosmócentrica de la vida. (I.Farah y L.Vasapollo, 2011). Aun así, y más allá de
las diferentes posturas que van diseñando una superficie amplia sobre la cual se van
inscribiendo diferentes sentidos, el buen vivir, como afirma Gudynas (2011) involucra
5 Pueden consultarse los siguientes sitios: http://www.olca.cl/oca/justicia/justicia02.htm y
www.justicaambiental.org.br/_justicaambiental
11
una fuerte dimensión ambiental, en la medida en que postula otra mirada sobre la
naturaleza, basada en la ruptura con la ideología del progreso. Sin embargo, como todo
concepto en disputa, y en un contexto de asociación creciente entre gobiernos
progresistas y extractivismo, el buen vivir puede sufrir un temprano vaciamiento y, en el
límite, una posible vampirización, en manos de las diferentes retóricas gubernamentales.
Por último, existe un último tópico asociado al giro ecoterritorial, el de los
Derechos de la Naturaleza. El mismo reenvía a una perspectiva jurídica-filosófica
basada en la ecología profunda, que aparece por primera vez en la nueva Constitución
Ecuatoriana, e ilustra el desplazamiento desde una visión antropocéntrica de la
Naturaleza hacia otra “socio-biocéntrica” (Acosta, 2011), o “biocéntrica” (Gudynas,
2009). En dicha Constitución, la Naturaleza aparece como sujeto de derechos: esto
incluye “el derecho a que se respete integralmente su existencia, y el mantenimiento y
regeneración de sus ciclos vitales, estructura, funciones y procesos evolutivos” (artículo
71). La Naturaleza posee así valores intrínsecos (también llamados valores propios), que
están en los seres vivos y en el ambiente, y que no dependen de la utilidad o
consideración humana.
Visión eldoradista, conflictos y tensiones territoriales
Hemos dicho que el giro ecoterritorial da cuenta de la construcción de marcos
comunes de la acción colectiva, que funcionan como estructuras de significación y
esquemas de interpretación contestatarios o alternativos. Dichos marcos tienden a
desarrollar una importante capacidad movilizadora, a instalar nuevos temas, lenguajes y
consignas, al tiempo que orientan la dinámica interactiva hacia la producción de una
subjetividad colectiva común. Así, resulta claro que éstos apuntan a la expansión de las
fronteras del derecho, así como tienden a expresar una disputa societal en torno de lo
que se entiende o debe entenderse por “verdadero Desarrollo” o “Desarrollo
alternativo”, “Sustentabilidad débil o fuerte”. Al mismo tiempo, estos ponen en debate
lo que se entiende por Soberanía, Democracia y Derechos Humanos: sea en un lenguaje
de defensa del territorio y los bienes comunes, de los Derechos Humanos, de los
derechos de la Naturaleza, o del “buen vivir”, la demanda apunta a una democratización
de las decisiones, más aún, al derecho de los pueblos de decir «NO» frente a proyectos
que afectan fuertemente las condiciones de vida de los sectores más vulnerables y
comprometen el porvenir de las futuras generaciones.
En este sentido, el giro ecoterritorial de las luchas da cuenta de cómo las
organizaciones y movimientos sociales involucrados van construyendo conocimiento
alternativo, lo cual constituye una condición necesaria pero no suficiente para hablar de
alternativas al modelo de desarrollo imperante. Asimismo, las nuevas estructuras de
significación están lejos todavía de haberse convertido en debates de sociedad.
Ciertamente, son temas que tienen una determinada resonancia social, a través de su
inscripción en la agenda política y parlamentaria, pero las expectativas que muchos
ciudadanos latinoamericanos colocan en las políticas públicas y en los procesos de
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transformación social encarados por los gobiernos progresistas, opacan, subalternizan y
tienden a neutralizar la potencia de dichos marcos contestatarios.
Adicionalmente, existen otros obstáculos, vinculados a las dificultades propias
de los movimientos y espacios de resistencia, atravesados a veces por demandas
contradictorias, así como por la persistencia de determinados imaginarios sociales en
torno al desarrollo. Así, una de las dificultades aparece reflejada por la tensión de
territorialidades y la preeminencia de una mirada eldoradista sobre los recursos
naturales. Tomamos esta expresión del sociólogo boliviano René Zavaleta (1986) quien
afirmaba que la idea del subcontinente como lugar por excelencia de los grandes
recursos naturales fue dando forma al mito del excedente, “uno de los más fundantes y
primigenios en América Latina”. Con ello, el autor boliviano hacía referencia al mito
“eldoradista” que “todo latinoamericano espera en su alma”, ligado al súbito
descubrimiento material (de un recurso o bien natural), que genera el excedente como
“magia”, “que en la mayor parte de los casos no ha sido utilizado de manera
equilibrada”. Aunque las preocupaciones de Zavaletta poco tenían que ver con la
problemática de la sustentabilidad ambiental, que hoy es tan importante en nuestras
sociedades, creemos que resulta legítimo retomar esta reflexión para pensar en el actual
retorno de este mito fundante, de larga duración, ligado a la abundancia de los recursos
naturales y sus ventajas, en el marco de un nuevo ciclo de acumulación. Por ende,
entendemos la visión eldoradista de los recursos naturales como una expresión regional
de la actual ilusión desarrollista.
En este sentido, es necesario reconocer también que el actual proceso de
construcción de territorialidad se realiza en un espacio complejo, en el cual se
entrecruzan lógicas de acción y racionalidades portadoras de valoraciones diferentes. De
modo esquemático, puede afirmarse que existen diferentes lógicas de territorialidad,
según nos refiramos a los grandes actores económicos (corporaciones, elites
económicas), a los Estados (en sus diversos niveles), o a los diferentes actores sociales
organizados y/o intervenientes en el conflicto. Mientras que las lógicas territoriales de
las corporaciones y las elites económicas se enmarcan en un paradigma economicista,
que señala la importancia de transformar aquellos espacios donde se encuentran los
recursos naturales considerados estratégicos en territorios eficientes y productivos; la
lógica estatal, en sus diversos niveles, suele insertarse en un espacio de geometría
variable.
Veamos brevemente algunos casos nacionales para ilustrar esta problemática.
Para el caso del Perú, la lógica estatal se entronca claramente con una visión neoliberal,
asociada a la desposesión. Esto ha sido ilustrado emblemáticamente por el expresidente
Alan García, quien en octubre de 2007, publicó en el tradicional diario El Comercio, de
Lima el célebre artículo titulado “El síndrome del perro del hortelano”, el cual
anticipaba de manera brutal, su política en relación a la Amazonía y los recursos
naturales, basada en la expansión hacia los territorios “ociosos”. Así, a fin de facilitar la
implementación del Tratado de Libre Comercio (TLC) con los Estados Unidos, en junio
del 2008, el ejecutivo sancionó un centenar de decretos legislativos, entre ellos un
13
paquete de 11 leyes que afectaban a la Amazonía. Los decretos legislativos,
rebautizados como ‘la ley de la selva’ por las organizaciones indígenas y ONGs
ambientalistas, fueron criticados desde diferentes sectores como anticonstitucionales.
Finalmente, la represión de Bagua, en junio de 2009, que costó la vida de más de treinta
habitantes de las poblaciones amazónicas, diez policías y un número indeterminado de
desaparecidos, así como las protestas que le siguieron, no sólo obligaron al gobierno de
A. García a la derogación de aquellos decretos que afectaban directamente el derecho de
consulta, sino también permitieron que el país asomara al descubrimiento de los pueblos
amazónicos, históricamente excluidos.
En el último año, esta tendencia hacia la criminalización y represión se ha
venido agravando bajo el gobierno de Ollanta Humala, pese a que éste inicialmente
había despertado expectativas de renovación. Efectivamente, frente a los conflictos
suscitados por la resistencia social a la megaminería, cada vez más radicalizada, el giro
militarista que dio el gobierno confirmó la tendencia de retornar a la figura clásica del
“Orden e Inversiones”, asociada a la matriz neoliberal. En menos de un año del
gobierno, ya se han registrado ya 15 muertos por represión. A mediados de 2012 el
gobierno peruano declaró el estado de emergencia en tres provincias del departamento
de Cajamarca, mientras se lanzaba un paro indefinido en contra del cuestionado
proyecto minero Conga, de la empresa Yanacocha. El proyecto implicaría entre otras
cosas la destrucción de cuatro lagunas. En la actualidad, la escalada represiva y la
política de detenciones masivas es tal, que el peruano Santiago Pedraglio caracterizó a
la gestión de Humala como la formación de un gobierno minero-militar (2012). 6
Respecto de la Argentina, en los últimos años ha habido varios conflictos que
contribuyeron a instalar la problemática ambiental en la agenda pública; algunos de
modo directo, como el conflicto entablado con el Uruguay por la instalación de las
papeleras (que motivara un largo corte al puente internacional que comunica ambos
países, realizado por los vecinos de la Asamblea Ambiental de Gualeguaychú, entre
2005 y 2010), la problemática de la contaminación en la cuenca del Riachuelo, y la
discusión en el Congreso de la ley nacional de protección de los glaciares (2010).
Otros, como el conflicto entablado entre el gobierno nacional y las corporaciones
agrarias, en relación a las retenciones móviles al sector (2008), iluminaron de manera
más lateral el proceso de desposesión hacia campesinos e indígenas que hoy ocurre en
las llamadas áreas marginales, en especial en las provincias del norte, en relación a la
expansión de la soja. A esto se añadió que, en el inicio de su segundo mandato, en
diciembre de 2011, el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner, sancionó una nueva
ley antiterrorista, que torna aún más difusa la figura penal de “terrorismo”, ampliando
6 Además, una revisión del Estudio de Impacto Ambiental del Proyecto Conga, por
parte del Ministerio del Medio Ambiente, señaló serios problemas técnicos con el
proyecto y su justificación Poco tiempo después de la publicación de este informe el
viceministro de ambiente, José de Echave, renunció por serías discrepancias con el
manejo del caso, por parte del gobierno. Agradezco la información enviada por Raphael
Hoetmer.
14
su aplicación –como en el caso ecuatoriano- a las organizaciones que supuestamente
“financian dichos actos terroristas”. Esta ley obtuvo el rechazo generalizado de
organizaciones sociales, de derechos humanos e intelectuales, incluido el de aquellos
sectores que apoyan al gobierno, pues todo indica que el objetivo de la misma es el de
penalizar la protesta social.
Por otro lado, en Argentina, pese a su presencia en numerosas provincias, los
conflictos en relación a la megaminería han estado encapsulados en el nivel local y han
ido avanzando de la mano de la sanción de leyes provinciales que limitan este tipo de
actividad, con la utilización de sustancias tóxicas (Voces de Alerta, 2011). Sin embargo,
a principios de 2012, hubo una inflexión que produjo el ingreso de la cuestión minera a
la agenda política nacional: los vecinos de Famatina, en la provincia de la Rioja,
volvieron a levantarse en contra de la megaminería. En 2007, ya habían expulsado a la
empresa Barrick Gold, que se proponía explotar el cerro, y habían logrado una ley
provincial de prohibición de la megamineria. Pero en 2008 esa ley fue derogada y dejó
el conflicto en un impasse. Como suele suceder, frente a las resistencias, los gobiernos
aguardan la apertura de “nuevas oportunidades políticas” para tratar de avanzar con
tales proyectos. Así, luego de las elecciones generales realizadas en octubre de 2011, la
provincia de La Rioja firmó un nuevo convenio con otra empresa canadiense (Osisko
Minning). Fue entonces que los vecinos de Famatina iniciaron un nuevo bloqueo para
impedir el acceso de la empresa minera al cerro. Poco después, el corte se convertía en
una gran pueblada, de resonancia nacional, que obligaría a la provincia a suspender el
inicio del proyecto. Esta súbita visibilización de la lucha antiminera suscitó una
sostenida solidaridad en las grandes ciudades, y tuvo su continuidad en otras
movilizaciones y cortes, realizados en otras provincias.
Asimismo, hubo varios episodios de represión y de criminalización, que
abarcaron incluso el bloqueo de una localidad (Andalgalá, en Catamarca) por parte de
sectores promineros. Sin embargo, la respuesta del gobierno de Cristina F. de Kirchner
apuntó a la confirmación del modelo minero. Más aún, en un contexto de fuerte
polarización política, la intelectualidad vinculada al kirchnerismo y la nueva juventud
militante, buscaron mantener “blindado” el discurso, negando la responsabilidad del
gobierno nacional respecto de la lógica de desposesión y la alianza evidente de éste con
las corporaciones mineras; subrayando, en contraste con ello, el peso de las políticas
sociales y la revitalización de institutos laborales, como la negociación colectiva, entre
otros. En la actualidad, en un contexto de fuerte realineamiento entre poder político,
poder económico y poder mediático, que ha vuelto a encapsular en sus contextos locales
la cuestión minera, la crítica al extractivismo es llevada a cabo por un conjunto de
movimientos socioterritoriales (no solamente socio-ambientales), colectivos culturales e
intelectuales, ligadas a la izquierda independiente y parte de la izquierda partidaria y
clasista.
El caso de Ecuador y Bolivia ilustran una situación más paradójica. Así,
recordemos que una de las mayores expresiones del giro eco-territorial ha sido la
propuesta del gobierno ecuatoriano, en mayo de 2007, de no explotar el petróleo en el
bloque 43 del parque nacional Yasuni . Es decir, se busca mantener el crudo en tierra,
15
con la idea de proteger la biodiversidad, apoyar a las culturas aisladas, combatir el
cambio climático, en fin, de promover un tipo de desarrollo social, basado en la
conservación de la naturaleza y la promoción de energías alternativas. La comunidad
internacional participaría con una compensación financiera, creando un fondo de capital
que sería administrado por la ONU, con la participación del Estado ecuatoriano, la
sociedad civil y los contribuyentes. Vale aclarar que el Yasuni, situado en la Amazonía,
al Este del Ecuador, es el bosque más biodiverso del planeta: en una sola hectárea del
bosque hay tantas especies de árboles como en todo EE.UU. y Canadá juntos. El parque
Nacional es, además, hogar de los Huaorani y de algunos de los últimos pueblos
indígenas que aún viven en aislamiento, sin contacto con otras culturas. En estas tierras
se encuentran las reservas más grandes de petróleo ecuatoriano, en el bloque IshpingoTambococha-Tiputini
(ITT) con 900 millones de barriles.
Organizaciones de pueblos originarios, como la Confederación Nacional de
Indígenas del Ecuador (CONAIE) y ONGs ambientalistas, como Acción Ecológica,
muy activas en este campo, ilustran el giro eco-territorial de las luchas. Esto no sólo
porque estamos hablando del país en el cual se han pergeñado innovaciones jurídicas y
constitucionales importantes, como la ya referida sobre los derechos de la naturaleza,
sino porque en un contexto de grandes tensiones con el gobierno de Rafael Correa,
dichos actores colectivos apuntan permanentemente a la profundización del debate
acerca del modelo de desarrollo y la necesaria salida del extractivismo.
No obstante ello, todo esto no ha sido suficiente para frenar la implementación
del modelo de minería a gran escala, que ha sido desde el comienzo uno de los
caballitos de batalla del presidente ecuatoriano. Tengamos en cuenta que en 2008, la
Asamblea Constituyente planteó declarar el Ecuador “libre de minería contaminante”.
Los resultados, sin embargo, fueron otros: efectivamente ésta declaró la caducidad de
miles de concesiones mineras ilegales y puso en vilo proyectos extractivos millonarios,
pero posteriormente, en enero de 2009, el parlamento aprobó la nueva ley minera,
profundizando el modelo extractivista, de por si basado en la explotación de petróleo.
A principios de marzo de 2012, el gobierno de Correa firmó el primer contrato de
minería metálica a gran escala en el Ecuador con la empresa Ecuacorrientes S.A. por
veinticinco años. Días más tarde, una movilización social convocada por la CONAIE
empezó una larga marcha que inició su recorrido en Zamora y terminaría en Quito. El
primer punto de los diecinueve que formaron la agenda de la marcha fue precisamente la
oposición a la minería metálica a gran escala y la demanda de reversión del contrato con
Ecuacorrientes (P.Ospina, 2012). Esta avanzada de la megaminería se inserta, además, en
un contexto de fuerte confrontación discursiva entre el presidente Correa y las
organizaciones socio-ambientales, así como de una escalada de criminalización de las
luchas socio ambientales, bajo la figura de “sabotaje y terrorismo”, que en la actualidad
alcanza a unas 170 personas, sobre todo ligadas a las resistencias contra la megaminería. 7
7 Recordemos que, en 2008, la Asamblea Constituyente reunida en Montecristi había
amnistiado a unas 700 personas procesadas.
16
Asimismo, cabe agregar que la discusión acerca del alcance del derecho de
consulta es uno de los puntos candentes, sobre todo en los países de matriz andina. Así, en
Ecuador, el convenio 169 de la OIT, referido al derecho de consulta de los pueblos
originarios, fue ratificado por la Constitución en 1998, pero en la práctica no se ha
cumplido. Debido a ello, este corre el riesgo de ser acotado y reformulado bajo otras
figuras, como por ejemplo, la consulta pre-legislativa, o bien a través del desconocimiento
de los canales regulares de la consulta, que supone el reconocimiento de las instituciones
representativas de los pueblos indígenas.
Una línea similar parece recorrer Bolivia, a partir de la asunción de Evo Morales
al gobierno, en 2006. Recordemos que éste emergió como una de las expresiones más
innovadoras y radicales de los nuevos gobiernos progresistas latinoamericanos, ilustrando
la síntesis entre movimientos sociales y nuevo poder político. Ahora bien, es necesario
distinguir dos momentos diferentes en los seis años de gestión que ya lleva Evo Morales.
Por un lado, hubo una primera etapa de gobierno, entre 2006 y 2009, donde predominaron
los conflictos con las oligarquías del Oriente, lo cual coexistió con la creación de nuevos
marcos constitucionales (el Estado Plurinacional), y la voluntad de creación de un Estado
nacional, que apuntara a la nacionalización de los recursos naturales y la captación de la
renta extractivista. Por otro lado, una segunda etapa arrancó en 2010, luego de la derrota
de las oligarquías regionales, en la cual el objetivo es la consolidación de un proyecto
hegemónico de carácter estatalista, basado en la promoción de una serie de
megaproyectos estratégicos, de carácter extractiva (participación en las primeras etapas de
explotación del litio, expansión de la megaminería a cielo abierto, en asociación con
grandes compañías transnacionales, construcción de grandes represas hidroeléctricas y
carreteras en el marco del IIRSA, entre otros). Así, mientras que la primera fase se
apuntaba a potenciar un lenguaje descolonizador múltiple, más allá de las tensiones
evidentes, la segunda reduce los contornos del proceso de descolonización, no sólo a
través de la tendencia a desplegar una hegemonía por momentos poco plural, sino sobre
todo, a través de la exacerbación de una práctica extractivista, que viene acompañada de
un falso discurso industrialista (el “gran salto industrial”, en palabras del vicepresidente
Alvaro García Lineras).
Sin embargo, este proceso de unidimensionalización del proyecto del MAS
comienza a encontrar severos obstáculos. Si bien uno de los puntos de inflexión fue la
Contracumbre realizada en Cochabamba sobre el cambio climático (abril de 2010), sin
duda el conflicto que constituyó el parteaguas fue el del TIPNIS (Territorio Indígena y
Parque Nacional Isiboro Sécure). Recordemos que el TIPNIS se convirtió en una zona
de discordia entre los habitantes de la región y el gobierno por la construcción de una
carretera. Se trata de una zona muy aislada y protegida, cuya autonomía es reconocida
desde los años `90. En ese contexto, el gobierno de Evo Morales se propuso llevar a cabo
la construcción de dicha carretera, recortando la autonomía del territorio, sin consultar
17
previamente a las poblaciones indígenas involucradas, y a sabiendas de que éstas se
oponían a la misma.8
Después de una larga marcha de indígenas desde el TIPNIS hasta La Paz, apoyada
por organizaciones indígenas (la Confederación Indígenas del Oriente Boliviano, entre
ellas) y numerosas redes ambientalistas, y luego de un oscuro hecho de represión, el
gobierno de Evo Morales retrocedió en sus propósitos, aún si no está del todo claro cuál
será la resolución final del conflicto. Sin embargo, lo ocurrido con el TIPNIS, refleja la
fuerte disputa por la definición de lo que hoy se entiende en aquel país por
descolonización, en la medida en que muestra la tensión explícita entre la hipótesis
estatalista fuerte (un Estado Nacional que avanza con megaproyectos extractivos, sin
consultar a los ciudadanos) y la hipótesis de construcción del Estado Plurinacional
(respeto de las autonomías indígenas y de la filosofía del “buen vivir”).
En términos más generales, la visión eldoradista, promovida por los gobiernos
progresistas más radicales (Bolivia, Venezuela y Ecuador), aparece hoy asociada a la
acción del Estado (productor y relativamente regulador) y una batería de políticas
sociales, dirigidas a los sectores más vulnerables, cuya base misma es la renta
extractivista (petróleo y gas, sobre todo). Ciertamente, no es posible desdeñar la
recuperación de ciertas herramientas y capacidades institucionales por parte del Estado
nacional, el cual se ha vuelto a erigir en un actor económico relevante y, en ciertos casos,
en un agente de redistribución. Sin embargo, en el marco de las teorías de la gobernanza
mundial, que tiene por base la consolidación de una nueva institucionalidad basada en
marcos supranacionales o metareguladores, la tendencia no es precisamente que el Estado
nacional devenga un “mega-actor”, o que su intervención garantice cambios de fondo. Al
contrario, la hipótesis de máxima apunta al retorno de un Estado moderadamente
regulador, capaz de instalarse en un espacio de geometría variable, esto es, en un esquema
multiactoral (de complejización de la sociedad civil, ilustrada por movimientos sociales,
Ongs y otros actores), pero en estrecha asociación con los capitales privados
multinacionales, cuyo peso en las economías nacionales es cada vez mayor. Ello coloca
límites claros a la acción del Estado nacional y un umbral inexorable a la propia demanda
de democratización de las decisiones, por parte de las comunidades y poblaciones
afectadas por los grandes proyectos extractivos.
No hay que olvidar tampoco que el retorno del Estado a sus funciones
redistributivas se afianza sobre un tejido social diferente al de antaño, producto de las
transformaciones de los años neoliberales, y en muchos casos en continuidad –abierta o
solapada- con aquellas políticas sociales compensatorias, difundidas en los años `90
mediante las recetas del Banco Mundial. En este contexto y mal que le pese, el
neodesarrollismo progresista comparte con el neodesarrollismo liberal tópicos y marcos
8 El conflicto del Tipnis tiene empero un carácter multidimensional. El Gobierno defendía la
construcción de la carretera, porque ayudaría a la integración de las diferentes comunidades y les
daría las facilidades necesarias para mejorar la salud, la educación y el comercio de sus productos.
Sin embargo, la carretera abriría la puerta a numerosos proyectos extractivos, que traerían
consecuencias sociales y ambientales negativas (con Brasil u otros socios detrás).
18
comunes, aún si busca establecer notorias diferencias en relación al rol del Estado y las
esferas de democratización.
Por otro lado, del costado de las organizaciones y redes socio-ambientales existen
grandes problemas. Uno de los más graves es la desconexión existente entre redes y
organizaciones que luchan contra el extractivismo, más ligadas al ámbito rural y a las
pequeñas localidades, y los sindicatos urbanos, que representan a importantes sectores de
la sociedad y en varios países (México, Argentina, Brasil, entre otros) conservan un fuerte
protagonismo social. Entre estos movimientos, la falta de puentes es total, y ello reenvía
también a la presencia de un fuerte imaginario desarrollista en los trabajadores de las
grandes ciudades, generalmente ajenos a las problemáticas ambientales de las pequeñas y
medianas localidades.
Así, gran parte de los megaproyectos se extienden sobre pequeñas y medianas
localidades, cuyo poder de presión es más débil y su vulnerabilidad mayor, respecto de las
grandes ciudades. En todo caso, la lejanía respecto de los grandes nodos urbanos, ha
contribuido a reforzar las fronteras entre campo y ciudad, entre la sierra, la selva y la
costa, como en Perú y Colombia; o entre las pequeñas localidades y las grandes ciudades,
como en Argentina, en la medida en que estos megaproyectos (mineras, agronegocios,
represas, entre otros) sólo afectan de manera indirecta a las ciudades. Como corolario,
esto se ve reforzado por los procesos de fragmentación territorial, producto de la
implementación de proyectos extractivistas y la consolidación de enclaves de exportación.
Fracturas del pensamiento crítico latinoamericano
Este escenario contrastante que presenta hoy América Latina abre a un terreno de
grandes acechanzas. Uno de los rasgos más notorios de la época es que el Consenso de
los Commodities abrió una brecha, una herida, en el pensamiento crítico latinoamericano,
el cual en los `90, mostraba rasgos mucho más aglutinantes, frente al carácter monopólico
del neoliberalismo como usina ideológica. Así, el presente latinoamericano refleja
diferentes tendencias políticas e intelectuales: por un lado, están aquellas posiciones que
dan cuenta del retorno del concepto de Desarrollo, en sentido fuerte, esto es, asociado a
una visión productivista, que incorpora conceptos engañosos, de resonancia global
(Desarrollo sustentable en su versión débil, Responsabilidad Social Empresarial,
gobernanza), al tiempo que busca sostenerse a través de una retórica falsamente
industrialista.
Sea en el lenguaje crudo de la desposesión (neodesarrollismo neoliberal) como en
aquel que apunta al control del excedente por parte del Estado (neodesarrollismo
progresista), el actual modelo de desarrollo se apoya sobre un paradigma extractivista, se
nutre de la idea de “oportunidades económicas” o “ventajas comparativas”
proporcionadas por el Consenso de los Commodities, y despliega ciertos imaginarios
sociales (la visión eldoradista en clave desarrollista) desbordando las fronteras políticoideológicas
que los años `90 habían erigido. Así, por encima de las diferencias que es
19
posible establecer en términos político-ideológicos y los matices que podamos hallar,
dichas posiciones reflejan la tendencia a consolidar un modelo neocolonial de
apropiación y explotación de los bienes comunes, que avanza sobre las poblaciones desde
una lógica vertical (de arriba hacia abajo), colocando en un gran tembladeral los avances
producidos en el campo de la democracia participativa e inaugurando un nuevo ciclo de
criminalización y violación de los derechos humanos.
Asimismo, neoliberales y progresistas resaltan la asociación entre mega-proyectos
extractivistas y trabajo, generando expectativas laborales en la población que pocas veces
se cumplen, puesto que en realidad se trata de proyectos capital-intensivos y no trabajointensivos,
tal como lo muestra de manera emblemática el caso de la minería a gran
escala.9 Comparten la idea del “destino” inexorable de América Latina como “sociedades
exportadoras de Naturaleza”, en función de la nueva división internacional del trabajo y
en nombre de las ventajas comparativas. Por último, el lenguaje progresista comparte
además con el lenguaje neoliberal, la orientación adaptativa de la economía a los
diferentes ciclos de acumulación. Esta confirmación de una “economía adaptativa” es uno
de los núcleos duros que atraviesa sin solución de continuidad el Consenso de
Washington y el Consenso de los commodities, más allá de que los gobiernos progresistas
enfaticen una retórica que reivindica la autonomía económica y la soberanía nacional, y
postulen la construcción de un espacio político latinoamericano.
Ya hemos dicho que los escenarios latinoamericanos más paradójicos y
emblemáticos de la visión eldoradista son los que presentan Bolivia y Ecuador. El tema
no es menor, dado a que ha sido en estos países donde, en el marco de fuertes procesos
participativos, se han ido pergeñando nuevos conceptos-horizontes como los de
Descolonización, Estado Plurinacional, Autonomías, Buen Vivir y Derechos de la
Naturaleza. Sin embargo, y más allá de la exaltación de la visión de los pueblos
originarios en relación a la Naturaleza (el “buen vivir”), inscriptas en el plano
constitucional, en el transcurrir del nuevo siglo y con la consolidación de dichos
regímenes, otras cuestiones fueron tomando centralidad, vinculadas a la profundización
de un neodesarrollismo extractivista.
Más allá del neodesarrollismo imperante, en sus versiones progresistas y
neoliberales, en América Latina existe una perspectiva crítica diferente, que hoy aparece
ilustrada por diferentes organizaciones sociales y posicionamientos intelectuales que
cuestionan abiertamente el modelo de desarrollo extractivista hegemónico y su concepto
de naturaleza. En sintonía con los cuestionamientos propios de las corrientes indigenistas,
el campo del pensamiento crítico ha venido retomando la noción de “post-desarrollo”
(elaborada en los `90 por Arturo Escobar), así como elementos propios de una concepción
9 “La minería de gran escala se caracteriza por ser una de las actividades económicas más capitalintensivas.
Cada 1 millón de dólares invertido, se crean apenas entre 0,5 y 2 empleos directos.9
Cuanto más capital-intensiva es una actividad, menos empleo se genera, y menor es la participación
del salario de los trabajadores en el valor agregado total que ellos produjeron con su trabajo: la
mayor parte es ganancia del capital.” Para el tema, véase 15 mitos de la minería transnacoional en
argentina, Colectivo Voces de Alerta, Buenos Aires, Editorial El Colectivo- Revista Herramientas,
2011.
20
“fuerte” de la sustentabilidad. Desde este enfoque, en consonancia con el giro
ecoterritorial de las luchas, se ha venido promoviendo una crítica a la ideología del
progreso y otras valoraciones de la Naturaleza, que provienen de otros registros y
cosmovisiones.
En la actualidad, el pensamiento post-desarrollista se asienta sobre tres ejesdesafíos
fundamentales: el primero, el de pensar y establecer una agenda de transición
hacia el post-extractivismo. En razón de ello, en varios países de América Latina ha
comenzado a debatirse sobre las alternativas del extractivismo y la necesidad de elaborar
hipótesis de transición, “desde una matriz de escenarios de intervención
multidimensional” (Fundación R.Luxemburgo, 2012). Una de las propuestas más
interesantes y exhaustivas ha sido elaborada por el Centro Latinoamericano de Ecología
Social (CLAES, Gudynas, 2011), la cual plantea que la transición requiere de un conjunto
de políticas públicas que permitan pensar de manera diferente la articulación entre
cuestión ambiental y cuestión social. Asimismo, considera que un conjunto de
“alternativas” dentro del desarrollo convencional serían insuficientes frente al
extractivismo, lo cual exige pensar y elaborar “alternativas al desarrollo”. Por último, se
subraya que se trata de una discusión que debe ser pensada en términos regionales y en un
horizonte estratégico de cambio, en el orden de aquello que los pueblos originarios han
denominado “el buen vivir”.
Un ejemplo de la importancia que comienza a cobrar este debate es el interesante
ejercicio realizado por los economistas Pedro Franke y Vicente Sotelo (2011) para el
Perú, que demuestra la viabilidad de una transición al posextractivismo, a través de la
conjunción de dos medidas: reforma tributaria (mayores impuestos a las actividades
extractivas o impuestos a las sobreganancias, la supertax) para lograr una mayor
recaudación fiscal, y una moratoria minera-petrolera-gasífera, respecto de los proyectos
iniciados entre 2007 y 2011.
El segundo eje se refiere a la necesidad de indagar a escala local y regional en las
experiencias exitosas de alterdesarrollo. En efecto, es sabido que, en el campo de la
economía social, comunitaria y solidaria latinoamericana existe todo un abanico de
posibilidades y experiencias que es necesario explorar. Pero ello implica una previa y
necesaria tarea de la valoración de esas otras economías, así como una planificación
estratégica que apunte a potenciar las economías locales alternativas (agroecología,
economía social, entre otros), que recorren de modo disperso el continente. Asimismo,
también exige contar con mayor protagonismo popular, así como de una mayor
intervención del Estado (por fuera de todo objetivo o pretensión de tutela política).
Por último, el tercer gran desafío que enfrenta el pensamiento post-desarrollista es
proyectar una idea de transformación que diseñe un “horizonte de deseabilidad”
(Fundación Rosa Luxemburgo, 2012), en términos de estilos y calidad de vida. Gran parte
de la capacidad de resiliencia de la noción de desarrollo se debe al hecho de que los
patrones de consumo asociados al modelo hegemónico permean el conjunto de la
población. Nos referimos a imaginarios culturales que se nutren tanto de la idea
21
dominante de progreso como de aquello que debe ser entendido como “calidad de vida”.
Más claro, para muchas sociedades la definición de qué es una “vida mejor”, aparece
asociada a la idea de “democratización del consumo”, antes que a la necesidad de realizar
un cambio cultural, respecto de la producción, el consumo y la relación de cuidado con el
ambiente.
No obstante ello, la discusión sobre el extractivismo y el pos-extractivismo está
abierta, y muy probablemente éste sea uno de los grandes debates de nuestras sociedades
y del pensamiento latinoamericano del siglo XXI.
A modo de conclusión
En el marco del Consenso de los Commodities, son numerosos los movimientos
campesino-indígenas, organizaciones y redes socioambientales que han venido
generando un espacio común caracterizado por un saber experto independiente y
alternativo. Asistimos así a la estructuración de temas, consignas, conceptos límites, que
operan como marcos de acción colectiva contestatarios respecto de la modernidad
dominante, al tiempo que alimentan los debates sobre la salida al extractivismo y una
modernidad alternativa.
Por otro lado, lo que resulta incontestable es que, más allá de las retóricas
industrialistas y emancipatorias en boga, tanto los gobiernos progresistas como aquellos
más conservadores, tienden a aceptar como “destino” el nuevo consenso de los
Commodities, en nombre de las “ventajas comparativas” o de la pura subordinación al
orden geopolítico mundial, el cual históricamente ha reservado a América Latina el rol
de exportador de Naturaleza, sin considerar los enormes efectos socioambientales, las
consecuencias en términos económicos (los nuevos marcos de la dependencia y la
consolidación de enclaves de exportación) y su traducción política (nuevas formas de
disciplinamiento y coerción sobre la población).
En este escenario, el avance del extractivismo es muy vertiginoso y en no pocos
casos las luchas se insertan en un espacio de tendencias contradictorias, que ilustran la
complementariedad entre lenguaje progresista y modelo extractivista. Sin embargo, la
colisión entre, por un lado, gobiernos latinoamericanos y, por otro lado, movimientos y
redes socioambientales contestatarias en torno a la política extractiva no ha cesado de
acentuarse. Asimismo, la criminalización y la sucesión de graves hechos de represión,
se ha incrementado notoriamente y ya recorre un amplio arco de países, que incluye
desde México, Centro América, pasando por Perú, Colombia, Ecuador, Bolivia,
Paraguay, Chile y la Argentina. En este marco de fuerte conflictividad, la disputa por el
modelo de desarrollo deviene entonces el verdadero punto de bifurcación de la época
actual.
Finalmente, todo ello abre un gran interrogante acerca del futuro de la
democracia en América Latina. Pues no se trata solamente de una discusión económica
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o ambiental, sino también de una discusión política sobre los alcances mismos de la
democracia: se trata de saber si es posible debatir lo que se entiende por desarrollo y
sustentabilidad; si se apuesta a que esa discusión sea informada, participativa y
democrática, o bien, se acepta la imposición de los gobernantes locales y las grandes
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