El artículo analiza el levantamiento de los indígenas nasa contra el Ejército de Colombia, llevado a cabo en el cerro Berlín, norte del Cauca, en el 2012. Argumenta que este levantamiento cuestiona la primacía del sujeto humano y de la racionalidad técnico-instrumental, ideas a partir de las cuales la tradición hegemónica de la modernidad comprende las relaciones entre vida y política. El artículo busca hacer un aporte a la comprensión de la complejidad ética de las formas de acción política más radicales del movimiento indígena nasa.
“Es la vida lo que está en riesgo”: ontología y política de un levantamiento*
Jesús Alejandro García**
Resumen
El artículo analiza el levantamiento de los indígenas nasa contra el Ejército de Colombia, llevado a cabo en el cerro Berlín, norte del Cauca, en el 2012. Argumenta que este levantamiento cuestiona la primacía del sujeto humano y de la racionalidad técnico-instrumental, ideas a partir de las cuales la tradición hegemónica de la modernidad comprende las relaciones entre vida y política. El artículo busca hacer un aporte a la comprensión de la complejidad ética de las formas de acción política más radicales del movimiento indígena nasa.
*Este artículo recoge parte de los resultados de la investigación sobre las imbricaciones entre espiritualidad y política presentes en las formas de movilización de algunos movimientos sociales. Dicha investigación fue desarrollada y concluida con fondos propios del autor entre los años 2014 y 2016, para optar al título de Magíster en Filosofía de la Universidad de los Andes.
**Investigador de la Coalición de Movimientos y Organizaciones Sociales de Colombia (Comosoc). Magíster en Filosofía de la Universidad de los Andes; Politólogo con opción en Economía de la misma Universidad. E-mail: jesusagarcia407@gmail.com
Introducción
Las sublevaciones pertenecen a la historia. Pero, en cierto modo, se le escapan.
Michel Foucault
Las sublevaciones, los levantamientos y los motines constituyen para nuestros esquemas de entendimiento de la política acciones difíciles de pasar por alto, pero también arduas de comprender. Éstas se nos presentan como marcadas por la ingenuidad propia del primitivismo, inmersas en las dificultades de la espontaneidad o arrastradas por los excesos de la irracionalidad. No obstante, resulta cuando menos apresurado afirmar tales lecturas sin preguntarse cuál es la comprensión de la política y de la vida que las sostienen, y si la racionalidad política y la ontología de los levantamientos y las sublevaciones puede corresponderse con éstas.
En su ensayo “La caída y decadencia de la economía espectacular mercantil”, Guy Debord previene contra lecturas del levantamiento ocurrido en el barrio negro de Watts, Los Ángeles, en 1965, que deploran su supuesta irresponsabilidad, su aparente desorden y su tendencia al saqueo. De manera provocadora, Debord se propone realizar una defensa de dicha acción y explicarla a la luz de sus propias razones. En sus análisis el autor nos muestra que no se trata de “actos de violencia sin justificación” (2006: 13), sino de la negación fáctica de la racionalidad del trabajador-consumidor característica del capitalismo norteamericano, que condena a los seres humanos a perseguir la abundancia indefinidamente en una carrera de acumulación cuyo saldo principal es la dilación de necesidades sociales (Debord, 2006). Para Debord, el levantamiento de Watts nos pone, nada más ni nada menos, que frente a la revuelta del hombre contra una vida inhumana, una insurrección que niega el modo de vida alienado de toda la sociedad moderna.
Como si siguiera las inquietudes del ensayo incendiario de Debord, Edward Palmer Thompson (1984) se opone abiertamente a una visión “espasmódica” de las acciones en las que campesinos, artesanos y mineros de la Inglaterra del siglo XVIII se manifestaban airadamente contra los precios del pan y los granos, y en ocasiones las tomaban directamente por la fuerza. Frente a la visión espasmódica de los motines de subsistencia, que los reducía a simples revueltas del estómago producto de la ley del hambre y de la pura necesidad instintiva, Thompson observa la complejidad de sus motivaciones y conductas, para mostrar la existencia de preceptos y nociones de justicia que los legitiman intrínsecamente. En los levantamientos populares de la Inglaterra del siglo XVIII nos encontramos, según el autor, ante la lucha entre un modelo de comportamiento que reprueba y castiga el hecho de que un hombre se lucre de las necesidades de otro en tiempos de escasez, y otro que ve en ese mismo hecho el curso del desarrollo natural de la sociedad y la garantía de su bienestar; entre una economía moral para la cual el motín era un mecanismo de fijación del precio de los granos, y la economía política del libre mercado, según la cual, el precio debía fijarse sin la injerencia de preceptos morales en el juego entre oferta y demanda. Para Thompson, los levantamientos por el pan son la muestra palpable del conflicto entre dos configuraciones sociales y dos formas de vida colectiva: una preindustrial y otra protocapitalista.
Estos autores extienden perspectivas de comprensión de la acción política que es necesario tener en cuenta cuando se consideran los levantamientos indígenas de Latinoamérica de finales del siglo XX y principios del XXI. Cuando se los mira a la luz de ciertas comprensiones hoy hegemónicas, estos levantamientos aparecen insertos en una oscilación entre el rechazo de los canales de mediación y agregación política de la democracia liberal y la búsqueda de prerrogativas o transformaciones estatales. La perspectiva más acabada de esta comprensión la ofrece el exvicepresidente y sociólogo boliviano Álvaro García Linera, para quien “los levantamientos de 2003 han sido la expresión máxima de la disidencia de la plebe respecto al Estado Neoliberal-Patrimonial, y por tanto del agotamiento de esta forma estatal”, pero “tampoco hay disidencia exitosa sin la capacidad de postular un orden Estatal alterno”, y las acciones tras las barricadas “[fueron capaces] de paralizar al Estado, pero sin ser ellas mismas un proyecto de poder alterno y legítimo” (García, 2009: 439-440). En esta perspectiva, la relación con el Estado tiende a hacerse el criterio por excelencia de verificación y de validación del éxito, la eficacia o la legitimidad de los levantamientos. Frente a lo anterior es necesario recordar, siguiendo a Debord y Thompson, que la potencialidad de los levantamientos está lejos de decidirse en la configuración de aparatos de Estado, ya que estos se desarrollan en bastas redes morales, y constituyen sus razones y su racionalidad en la disputa entre formas de vida y de acción política en las cuales la forma de organización estatal es apenas una más.
• Monstrum triceps capite Vulpis, Draconis & Aquilae | Ulysses Aldrovandi, “Historia de los monstruos”
Lecturas como la de García Linera hacen necesario preguntarse, ¿a qué debemos la primacía de esta racionalidad que se adjudica a los levantamientos y que los inscribe en una circularidad estatalizante? Y, ¿por qué razón habríamos de aceptar esa perspectiva estadocéntrica como único criterio para evaluar todas las formas de acción política y todas las formas de vida? Hay razones para preguntárselo, pues justamente de estos levantamientos provienen hoy los retos más importantes a la configuración moderna dominante (estatista, secular y capitalista) de las relaciones entre vida y política. Si una nueva perspectiva de los levantamientos es importante, se debe a que de éstos provienen nociones, relaciones y prácticas que señalan posibles horizontes de transformación de la vida en común.
Este artículo analiza el levantamiento indígena nasa llevado a cabo el 17 de julio del 2012 en el cerro Berlín, norte del departamento del Cauca (Colombia), en el que cerca de 2.500 indígenas se desplazaron a la cima del cerro en zona rural de Toribío y, armados con sus bastones de mando, desafiaron y expulsaron a empellones a los militares del Batallón de Alta Montaña No. 8 del Ejército Nacional. En la cima del cerro se vivieron momentos de altísima tensión. Justificaciones desoídas, llamados al orden y la cordura, disparos y amenazas de granada del lado de los militares; notificaciones, reiteraciones, y una actitud retadora e insumisa por parte de los indígenas. En la cima de ese cerro los nasa se enfrentaron cuerpo a cuerpo al acero de un ejército armado y asustado. Cualquier cosa pudo suceder. Finalmente, los militares fueron levantados de pies y manos y retirados ilesos del cerro por los indígenas, quienes acto seguido realizaron rituales de armonización de la Madre Tierra. Como lo han manifestado en muchas ocasiones intelectuales nasa, los voceros de sus organizaciones y sus medios de comunicación, acciones como éstas se llevan a cabo porque “es la vida lo que está en riesgo” (ACIN, 2012a).
¿Qué comprensiones y significaciones de la vida posibilitan la emergencia de un levantamiento como éste?, pero también, ¿qué racionalidades políticas son puestas en práctica en éste? Y ¿cómo estas comprensiones, significaciones y prácticas posibilitan configuraciones de la relación entre política y vida diferentes a aquellas que busca imponer la tradición hegemónica de la modernidad? El artículo muestra que en el levantamiento indígena nasa emerge y opera un resquebrajamiento de la primacía del sujeto humano y de la racionalidad técnico-instrumental, pilares fundamentales de la tradición hegemónica de la modernidad. Este artículo busca aportar a la comprensión de la complejidad ética de algunas de las formas de acción política más radicales del movimiento nasa, de aquéllas donde la vida es puesta en juego en el proceso mismo de su defensa.
Este artículo se divide en cuatro partes. En la primera presentamos la compleja trama de relaciones de poder que sostienen aquello que los indígenas nasa denominan el proyecto de muerte que se despliega en el norte del Cauca y en el marco del cual emerge el levantamiento. En la segunda parte explicamos la manera en que el levantamiento parte de una ontología específica, que se distancia de la ontología dualista, naturalista y antropocéntrica, propia de la versión hegemónica de la modernidad. En la tercera sección analizamos la racionalidad política que sigue el levantamiento y la manera en que ésta socaba la racionalidad técnico-instrumental que orienta la ontología antropocéntrica. Finalmente, mostramos por qué el levantamiento es una acción política radical y señalamos algunos de sus aportes para la construcción de una ética de la vida plena.
El proyecto de muerte del norte del Cauca
Hoy soportamos la imposición de un proyecto de muerte llamado Globalización.
ACIN
El levantamiento del cerro Berlín ocurrió como parte de un proceso de ocupaciones y desalojos de actores armados, legales e ilegales, que en julio del 2012 tuvo su momento más álgido, quizá el mayor de lo que va corrido del siglo:
Desde comienzos de junio los habitantes de la región empezaron a protestar y a desplazarse por la presencia de la base, los combates y las minas antipersonales sembradas por las partes en conflicto […]. Frente a esta situación la ACIN se declaró en “resistencia permanente” y movilizó a los resguardos del norte del Cauca, incluyendo unos 3.000 guardias indígenas de Toribío y 10 mil en todo el departamento para resistir. La primera acción consistió en la retirada el 9 de julio de las trincheras instaladas por la Policía en el casco urbano de Toribío. Luego, el movimiento tomó posiciones en varias de las poblaciones más castigadas y lograron una repercusión internacional importante. El mismo día del desmantelamiento de las trincheras de Toribío, unos 300 indígenas increparon a dos grupos de guerrilleros que realizaban retenes en los alrededores, instándoles a que se retiraran de las proximidades del municipio. Cuando el Presidente Santos participó en un consejo de ministros en Toribío, la Guardia Indígena fue informada de la instalación de dos retenes de la guerrilla en la vía de Toribío a Caloto. La Guardia Indígena salió, encontró a los guerrilleros y confiscaron seis cohetes […]. El 10 de julio siguió la avanzada de la resistencia cuando 500 indígenas se tomaron el cerro Las Torres, donde hay una base militar que custodia antenas de comunicaciones. […]. Unas horas después del desalojamiento del cerro El Berlín, campesinos e indígenas bloquearon la vía entre Caloto, Corinto y Toribío, ocuparon El Palo y Guasanó, dos puntos estratégicos de control militar. (Rudqvist y Anrup, 2013: 541-542)
Estas acciones de desmilitarización de los territorios indígenas del norte del Cauca responden, en primer lugar, a que los actores armados constituyen una clara amenaza contra la integridad de las comunidades indígenas. En el 2012, mientras algunos departamentos del país mostraban indicios de desaceleración del conflicto armado producto de los acercamientos de paz entre el Gobierno nacional y la guerrilla de las FARC, los indicadores del conflicto armado del norte del Cauca regresaban a niveles de los años 2000 y 2006, caracterizados por una cruenta confrontación bélica (Carvajal y Santos, 2014). Los enfrentamientos entre el Ejército Nacional y la Policía Nacional, de un lado, y el Sexto Frente de las FARC y las columnas móviles Gabriel Galvis y Jacobo Arenas, de otro, tuvieron las poblaciones de Corinto, Caloto, Toribío, Miranda y Florida por principales escenarios, donde se concentraba más del 60% de los enfrentamientos de la región (Carvajal y Santos, 2014). Entre el 2011 y el 2012 la tasa de homicidios de la región “se ubicó cuarenta puntos por encima del promedio nacional” (Carvajal y Santos, 2014: 54) y los desplazamientos forzados siguieron una tendencia similar, especialmente en Suárez, Miranda, Caloto y Toribío (Carvajal y Santos, 2014).
La confrontación armada en el norte del Cauca se ha valido de masacres, asesinatos selectivos de líderes y pensadores, persecuciones y estigmatizaciones, que son utilizadas por todas las fuerzas armadas que se han disputado el control de esta región del país. Tristemente célebres son la masacre de la hacienda El Nilo, perpetrada en diciembre de 1991 por agentes de la Policía Nacional con el apoyo de grupos paramilitares, en la que fueron asesinados 20 indígenas nasa en retaliación por sus 4 años de ocupación del predio; la masacre del Naya, cometida por el bloque Calima de las AUC en Semana Santa del 2001, en la que paramilitares en complicidad con el Ejército Nacional asesinaron a cerca de 50 indígenas y desplazaron a más de 3.000, por su supuesto apoyo a la guerrilla de las FARC; y la explosión de una chiva-bomba plantada por las FARC frente a la Estación de Policía de Toribío en julio del 2011, que dejó 4 indígenas muertos, más de un centenar de heridos y destruyó el casco urbano de la población. Todas estas acciones son resultado del despliegue de un conjunto de técnicas bélicas de control de las comunidades indígenas, que se ejercen directamente sobre la vida de sus integrantes.
Dichas técnicas funcionan en articulación con otras formas de violencia y amenaza. Como lo manifestaba la Asociación de Cabildos Indígenas del Norte del Cauca (ACIN) en el comunicado emitido sobre el levantamiento del cerro Berlín, “[e]sa es la verdad que hay frente a este problema de la guerra, aquí hay resistencia pacífica, hay tierras fértiles para la agricultura y además riqueza mineral” (ACIN, 2012a: s/p). La guerra en el norte del Cauca ha estado ligada a los intereses de las empresas mineras transnacionales o nacionales, de los ingenios de caña que se extienden desde el Valle del Cauca y de los terratenientes herederos de la estructura de privilegios colonial y republicana. En el 2012, el departamento del Cauca contaba con más de 1.000 solicitudes de títulos de exploración minera, de los cuales, 241 habían sido aprobados y cubrían más del 10% del área del departamento. En el norte del Cauca existían al menos 90 títulos de exploración minera que cubrían 178.000 hectáreas ubicadas principalmente entre los municipios de Santander de Quilichao, Buenos Aires, Morales y Suárez, en su mayoría concedidos a la transnacional AngloGold Ashanti para a la extracción de metales preciosos (Duarte, 2015). La gran minería, pero también, y principalmente, la mediana y pequeña minería, legal e ilegal, han sido un caldo de cultivo para el crecimiento de actores armados en la zona noroccidental del departamento (Caro y Valencia, 2012), en la medida en que estos actores se insertan en toda la cadena productiva, desde la exploración, extracción y transporte, hasta la comercialización; adicionalmente, esta vinculación se produce de varias maneras, desde el alquiler de maquinaria, pasando por la venta de servicios de seguridad, hasta el cobro de impuestos y la extorsión.
A la violencia derivada de la minería se suma, desde mitad de la década de los cincuenta del siglo pasado, la violencia ejercida de la mano de la expansión del monocultivo de caña, primero destinado a la industria de licores, luego a la de azúcar refinada y hoy también a la agroindustria de los combustibles. El monocultivo de caña ocupa las zonas planas del norte del departamento ubicadas entre las cordilleras Central y Occidental, y se disputa las tierras más fértiles con monocultivos de uso ilícito. La Asociación de Cultivadores de Caña (Asocaña), que agrupa a los ingenios del Valle y norte del Cauca, lideró entre el 2012 y el 2013 la Red de Aliados para la Prosperidad, un programa del Ministerio de Defensa Nacional orientado a la construcción de una red ciudadana de informantes destinada a prevenir actos delictivos y violentos (Mindefensa, 2013); a su vez, el Ejército y la Policía Nacional brindan seguridad a los cultivos de caña de los ingenios y enfrentan de manera violenta a las comunidades afrocolombianas o indígenas cuando estas intentan hacer retroceder su expansión mediante marchas, protestas o la tala directa de los cañaduzales. De manera similar, los grandes hacendados del Cauca se han valido siempre de un brazo armado, sean paramilitares, chulavitas o sus ejércitos privados, para expropiar tierras, cuidar sus predios y producir la obediencia que demanda su proyecto de despojo, acumulación y extracción de recursos y de fuerza de trabajo.
Sin embargo, la violencia ejercida por parte de las técnicas de extracción de recursos no deriva de manera exclusiva de su imbricación con las técnicas bélicas de control. La minería y el monocultivo, con sus socavones y grandes plantaciones, acaban con los ecosistemas nativos; sus pesticidas y químicos envenenan la tierra y el agua; y sus formas de producción, despojo y desplazamiento, destruyen las formas de producción propias de las comunidades y sus lazos comunitarios. La destrucción y producción de formas de vida es otra de las formas de violencia derivada de las técnicas de control y de extracción de recursos, aunque es también, en cierta medida, una técnica que funciona de manera autónoma en la configuración del ensamblaje de las relaciones de poder del norte del Cauca. La recolonización minera y la expansión del monocultivo legal e ilegal ponen en riesgo la vocación agrícola de los territorios y el carácter rural que ha caracterizado a las comunidades indígenas. Afirma Houghton que la minería legal e ilegal, y podríamos agregar el monocultivo de coca y amapola, producen modos de vida “marcados por los criterios del enriquecimiento rápido y el ascenso socioeconómico, e incluso político, por medios no convencionales” (2011: 89). En lo que respecta al monocultivo de caña, puede afirmarse que produce formas de vida a partir de la expropiación y pauperización de las comunidades, que terminan por convertirse en un ejército industrial de reserva y en sujetos asalariados completamente dependientes del trabajo a destajo.
Por s u parte, la agudeza del conflicto armado y el andamiaje jurídico que reviste la acción estatal producen, como lo muestra Manrique, prácticas gubernamentales que definen e identifican a las comunidades indígenas del Cauca como víctimas, esto es, como un cierto tipo de sujeto jurídico desvalido frente a la violencia, cuya única salida, fuera de suplicar al Estado la garantía de sus derechos, es esperar su ayuda y su asistencia técnica (Manrique, 2016). La producción jurídica del sujeto indígena hunde sus raíces en la Ley 89 de 1890, primera ley sobre indígenas de la República, que determinaba cómo debían “ser gobernados los salvajes que fueran reduciéndose a la vida civilizada”, y se extiende, a través de múltiples vaivenes, hasta la Constitución de 1991 que, a través de la promulgación del carácter pluriétnico y multicultural de la nación, constituye a los indígenas como sujetos de derechos diferenciales en materia de participación política, transferencias económicas, aplicación de justicia, salud, educación, entre otros, a la vez que consagra su subordinación al ordenamiento y las dinámicas político-administrativas estatales (Chaves, 2011).
• Monstrum cornutum, and alatum aliud | Ulysses Aldrovandi, “Historia de los monstruos
En la reunión desarrollada el 15 de agosto del 2012 en La María, Piendamó, entre voceros de las organizaciones indígenas del norte del Cauca y el Gobierno nacional para superar la crisis política desatada por el levantamiento del cerro Berlín, pensadores y líderes de la Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC), el Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC) y la ACIN ubicaban el levantamiento en la compleja red de técnicas de poder que modulan las relaciones entre vida y política en el departamento. En dicha reunión, los nasa sentaron su postura y realizaron exigencias sobre temas directamente vinculados a dichas técnicas, como las políticas públicas de seguridad y protección de las comunidades indígenas, el avance de la minería en sus territorios, los señalamientos del Gobierno a las organizaciones indígenas y los impedimentos al desarrollo del Sistema de Educación Indígena Propio (SEIP), del Sistema Indígena de Salud Propia Intercultural (Sispi), del gobierno propio y de la guardia indígena (Rudqvist y Anrup, 2013).
Desde esta perspectiva, la acción del cerro no es solamente un levantamiento contra el Ejército o en contra de los actores armados del norte del Cauca. Es, más bien, un levantamiento contra el cruce y el encabalgamiento de técnicas de control bélico de las comunidades, de extracción de sus recursos y de constitución de sujetos sometidos a la política estatal y adaptables a las necesidades de los mercados (legales e ilegales) de la región; en suma, un levantamiento contra el proyecto de muerte de la globalización, que busca generar condiciones, escenarios y subjetividades necesarias para el sometimiento de los territorios y comunidades indígenas a la dinámica del capital global y la política estatalizada.
Ontología política del levantamiento
Pedimos a los espíritus que nos protejan en esta lucha que es justa.
ACIN
En su misma facticidad, el levantamiento pone de presente que, pese al complejo entramado de relaciones de poder que constituye el proyecto de muerte de la globalización, otras formas de vida y de acción política aún son pensables y practicables. ¿Cuál es, pues, esa forma de vida que subyace y que se manifiesta en el levantamiento? El comunicado oficial expedido por la ACIN con motivo del levantamiento del cerro nos ofrece claves importantes para comprender las concepciones y significaciones de la vida que emergen en una acción como ésta. Afirman los nasa:
El cerro Berlín es un sitio sagrado para los y las indígenas nasas. Es un cerro que hace parte de la Yat Wala (casa grande). Es un lugar que tiene un dueño espiritual. Por eso cada vez que lo atropellan, se manifiesta. Después de cada combate las nubes se visten de gris y comienzan a llorar. Los mayores (rayos) se expresan con fuerza. Sus gritos claman justicia porque ya no aguantan más tanto atropello a la vida. Asimismo, hoy miles de hombres y mujeres manifiestan que están cansados de ser víctimas de los actores armados y del gobierno que cada vez abre paso a los proyectos extractivos, que desangran la Mama Kiwe (Madre Tierra). (ACIN, 2012a: s/p)
En primer lugar, este fragmento nos muestra una convergencia de seres espirituales y humanos en torno a la acción política llevada a cabo en el cerro. Esto es lo que encierran afirmaciones como “el cerro tiene un dueño espiritual”, “las nubes se visten de gris y comienzan a llorar” o “los mayores (rayos) se expresan con fuerza”. Si la acción del cerro no debería ser vista exclusivamente como un levantamiento contra el Ejército o los actores armados, sino como un acto contra un encabalgamiento particular de técnicas de poder, habría que agregar que, desde la perspectiva de los pensadores nasa, tampoco era exclusivamente un levantamiento de la población indígena, sino una insurrección de una forma de vida particular que comprende las nubes, los rayos y el cerro como entidades dotadas de agencia. Frente a esta perspectiva podría objetarse que la afirmación “las nubes lloran” es enunciada por los indígenas en un sentido metafórico, y que el verbo llorar es utilizado por ellos para designar el verbo llover, o que el verbo gritar es utilizado como metáfora del trueno. No obstante, no hace falta que las acciones de los mayores o de los seres espirituales y la acción de los indígenas sean literalmente las mismas, para señalar que, en el fragmento que acabamos de citar, las dos son orientadas por las mismas razones y afirmadas como acciones políticas. Los nasa nos dicen que así como los indígenas están cansados de ser víctimas, los rayos no soportan más los atropellos, que cada uno a su manera se manifiesta y pone de presente que se ha rebasado su límite, y que los gritos de unos o los truenos de otros claman igualmente justicia. Esta convergencia entre seres espirituales y seres humanos que relata el anterior fragmento ocurre en un plano de igualdad, en el que las acciones de unos y de otros se suceden, se asemejan y se complementan, para impugnar el encabalgamiento de técnicas que desangran a la Mama Kiwe.
Este fragmento nos ubica en las antípodas de aquello que Philippe Descola (2012) llama la ontología naturalista, hegemónica del Occidente moderno, y que se caracteriza por trazar una continuidad material y una discontinuidad de interioridad, entre la naturaleza y el ser humano. En la ontología naturalista, el ser humano es un ser natural en la medida en que está regido por las mismas leyes físicas que los seres animales, los árboles o las piedras, pero estos últimos carecen de subjetividad, lenguaje y acción política, atributos que en la ontología naturalista hacen propiamente al ser humano como tal (Descola, 2012). El levantamiento nos ubica también en las antípodas de la caracterización que Arturo Escobar realiza de la ontología dualista que fundamenta el proyecto de la modernidad en su forma hoy dominante. Nos dice Escobar que dicha ontología es llamada dualista, “pues se basa en la separación tajante entre naturaleza y cultura, mente y cuerpo, Occidente y el resto, etc.” (2014: 57), y que en ésta “la vida está poblada por ‘individuos’ que manipulan ‘objetos’ en ‘el mundo’ con mayor o menos eficacia” (2014: 95-96), de tal suerte que gracias a ésta “nos vemos como sujetos autosuficientes que confrontamos o vivimos en un mundo compuesto de objetos igualmente autosuficientes que podemos manipular con libertad” (2014: 58). Esta visión del mundo, de la vida, y esta ontología subyacen a la máquina de devastación de los pueblos que alcanza su paroxismo con la globalización neoliberal (Escobar, 2014). El levantamiento emerge, podríamos decir, en el reverso de esta ontología naturalista, dualista y moderna, que le otorga al humano un estatus ontológico diferenciado y privilegiado, y señala hacia formas de vida, de relacionarse con los otros y con uno mismo, que desajustan las lógicas dicotómica, jerárquica y antropocéntrica de la ontología moderna.
Los desajustes que introduce la ontología particular del levantamiento del cerro Berlín pueden verse mejor si se atiende a las nociones y prácticas de los indígenas nasa implicadas en su forma de concebir la u’pyat (vivienda), el nasa yat (territorio) y el ser nasa. Para los nasa, la u’pyat se construye y es organizada siguiendo la imagen del cuerpo (Rappaport, 2008). Tiene una boca y un ano, por donde entra y se evacua la energía. Cuando se construye una casa se busca que su boca mire hacia el oriente y su ano hacia el occidente. Tiene ojos, que son ventanas proyectadas al exterior y que comunican con el territorio. En ésta convergen el sol y la tierra representados en su techo y sus bases, respectivamente. La u’pyat es un cuerpo de orden superior, un metacuerpo que no sólo alberga el cuerpo humano, sino que lo refleja. A su alrededor se organiza el tul (huerta casera). En éste se disponen plantas siguiendo círculos concéntricos: primero, muy cerca de la vivienda se siembran las plantas espirituales encargadas de la protección del recinto y sus habitantes; luego, se siembran plantas medicinales para curar distintos tipos de dolencias; en un tercer círculo se siembran plantas alimenticias como la papa y la yuca; luego árboles frutales, y, finalmente, árboles maderables. Allí circulan, conviven e interactúan distintos tipos de seres espirituales, animales y humanos, y distintos tipos de energías y fuerzas. La u’pyat como metacuerpo y el tul, podríamos decir, como microcosmos, posibilitan una continuidad entre el mundo biofísico, humano y supranatural, y la construcción de redes de sociabilidad entre plantas, animales, humanos y espíritus, que hace inoperante la división y jerarquización entre el humano y la naturaleza, entre los resultados de la acción humana (cultura, sociedad, civilización) y la realidad natural, dada, disponible para el humano y su actividad. En otras palabras, la vivienda y su huerta son parte integrante de lo que en una ontología dualista podríamos llamar naturaleza, así como los animales, plantas y espíritus no están excluidos de lo que en esa misma ontología llamaríamos sociedad o cultura.
Aquello que los nasa comprenden por nasa yat (territorio), así como lo que designan bajo la palabra nasa, nos muestran problematizaciones similares. Como ha sido señalado en múltiples ocasiones por diversos investigadores nacionales y extranjeros, para los nasa, el territorio no se reduce a la tierra, entendida como factor productivo, y difícilmente puede hacérsele coincidir con entidades geoadministrativas (incluso con aquellas que reconoce la Constitución de 1991 a través de la figura de entes territoriales). El territorio nasa vincula bosques, lagunas, cerros, seres mayores y seres del inframundo (Orozco et al., 2013); en éste se encuentran inscritas su historia y mitología, y se constituye a partir de sus interacciones y prácticas cotidianas. El territorio no es un espacio dado, poblado de un amplio conjunto de seres diferenciados e independientes. Antes bien, el territorio depende de las múltiples interacciones de un variado conjunto de seres y fuerzas, de las cuales las humanas son simplemente una más. De ello da perfecta cuenta aquello que los nasa designan bajo el sustantivo nasa: no se trata simplemente de lo humano, al menos no en su sentido moderno hegemónico (individuos soberanos, reflexivos, conscientes de sí); nasas son todos aquellos seres, vegetales, animales, ancestrales y espirituales, que construyen el territorio y a sí mismos a partir de sus interacciones. Para los nasa, el territorio y el ser nasa están estrechamente relacionados y dependen de la conexión, interacción y armonía de un conjunto de seres que desajustan la división que la ontología moderna-antropocéntrica establece entre lo humano y lo no humano. La naturaleza no es aquí la expresión de lo no humano, ella tiene una agencia constitutiva del territorio y del ser nasa, pues como lo señalaba hacia 1939 el intelectual Manuel Quintín Lame, la naturaleza —no el colegio o la Universidad— es la fuente de la sabiduría: ella prepara al indígena para interpretar los pensamientos de las hormigas, del cóndor o de los hijos del tigre; en ella residen la verdadera filosofía, la verdadera literatura y la verdadera ciencia; ella le confiere al nasa la imagen de su pensamiento propio (Lame, 2004).
• Infans cum promuscide | Ulysses Aldrovandi, “Historia de los monstruos”
La oposición entre estas dos ontologías se hace evidente en las distintas comprensiones del cerro Berlín que fueron puestas en juego durante el levantamiento. El Gobierno nacional y el Ejército justificaban su negativa a retirarse del cerro con base en su importancia geoestratégica, debida a su altura y ubicación. Para ellos, el cerro era un punto clave para la comunicación y la vigilancia, que les confería ventaja militar sobre las FARC en esta zona del país. Esta lectura cartesiana, euclidiana del espacio, basada en sus propiedades físicas, contrastaba marcadamente con la comprensión que esgrimían los pensadores indígenas. Para ellos, el cerro Berlín es el lugar de hábitat y circulación de los espíritus mayores del trueno y del viento, es parte de una unidad que conforman sus cerros tutelares, los cerros Ta Ta Wala, en los que viven otros seres. Los nasa argumentaban que la presencia de actores armados allí, desarmonizaba el cerro, el territorio y, por ende, su forma de vida. El levantamiento es el resultado del enfrentamiento entre dos ontologías. Una moderna, dualista, naturalista y antropocéntrica, que concibe el territorio desde una perspectiva geométrica como lugar estratégico o como factor productivo, y que alimenta el proyecto de muerte desplegado en el norte del Cauca, y otra que podríamos llamar animista, siguiendo a Descola, o interrelacional, siguiendo a Escobar. En esta ontología, el levantamiento es una acción material, política y espiritual de armonización del territorio y de mantenimiento del equilibrio de una forma de vida que incluye en su sociabilidad a los indígenas, los animales, las plantas, los cerros y los espíritus mayores, quienes a su vez tienen la posibilidad y la responsabilidad de construir y defender ese territorio y esa forma de vida.
• Pseudophyseter | Ulysses Aldrovandi, “Historia de los monstruos”
Política ontológica del levantamiento
Hay una razón profunda que inspira nuestros actos y palabras. Hay un propósito mayor que orienta nuestra lucha.
ACIN
¿Qué puede decirnos de la racionalidad política del levantamiento el hecho de que emerja de una ontología que no pueda ser reducida a una concepción antropocéntrica, dualista, plantada sobre las distinciones entre lo cultural y lo natural, y entre lo humano y lo no humano, y que deba ser comprendida desde una ontología interrelacional? Para responder esta pregunta es pertinente la complementariedad que plantea Escobar, entre una dimensión ontológica de la política, que se refiere a las premisas ontológicas que subyacen los conflictos políticos, abordadas en el acápite anterior, y una dimensión política de la ontología, que se refiere a las formas de ver y hacer política que emergen de ontologías específicas (Escobar, 2014). Esta complementariedad nos indica, en primer lugar, que en los conflictos políticos se encuentran inmersas premisas ontológicas no siempre convergentes, y que parte integrante del conflicto es justamente aquello que sus actores entienden por lo real, lo existente, el ser y la vida; y en segundo lugar, nos indica también que de esas premisas ontológicas se siguen formas de acción política y racionalidades políticas específicas, que determinan las formas mismas que toman los conflictos, las estrategias que se ponen en juego y las acciones que se despliegan. En virtud de esta perspectiva articulada por Escobar, podemos sostener que si nos parece propio de la mitología o de la superstición que las comunidades nasa afirmen que el espíritu mayor del trueno tiene una agencia política, es debido a la primacía que concedemos a la ontología política hegemónica, que impide aproximarnos a otras formas de comprender lo real y lo vivo, y que si nos parecen excesivas o irracionales ciertas acciones de defensa del territorio emprendidas por dichas comunidades, como la tala de cañaduzales, la destrucción de retroexcavadoras o el desalojo a empellones de los distintos actores armados, es porque las juzgamos en función de una racionalidad que les es impropia.
La ontología antropocéntrica tiene aparejadas sus propias racionalidades políticas. Su piedra angular, el hombre, ha emergido de una fisura en la arquitectura de los saberes que marca el umbral entre el pensamiento clásico y la episteme moderna. Foucault nos muestra que esta transformación, acontecida en los últimos años del siglo XVIII y principios del XIX, es posibilitada por el choque entre las configuraciones eminentemente representativas de los saberes clásicos y una cierta analítica de la finitud, una suerte de historicidad profunda que penetra en el corazón mismo de los objetos del saber, los retrae a sus determinaciones empíricas y los confronta con sus límites inherentes. Como resultado, las interrogaciones de las lenguas centradas en el valor representativo de las palabras van a ser sacudidas por el análisis de sus elementos formales, de sus sonidos, de sus sílabas y sus raíces; los análisis de las riquezas desarrollados en función de la equivalencia e intercambio de objetos del deseo o de la necesidad van a ceder terreno a los análisis del trabajo como fuente de valor; las comprensiones de los seres vivos enmarcadas en un cuadro taxonómico en el que las especies se sucedían en una continuidad ininterrumpida, van a ser desplazadas por los análisis de la anatomía, de la funcionalidad de los órganos y de las condiciones de existencia de la vida. “Cuando la historia natural se convierte en biología, cuando el análisis de las riquezas se convierte en economía, cuando la reflexión sobre el lenguaje se hace filología […] aparece el hombre” (Foucault, 1979a: 303-304) y su correlato: las ciencias humanas, pues éstas “se dirigen al hombre en la medida en que vive, habla y produce” (Foucault, 1979a: 341). Un hombre que habla, trabaja y vive, ése es el hombre al que las ciencias humanas no cesarán de hablarle de sus límites intrínsecos y sobre el cual podrán hallar la fuerza para desplegarse como saberes positivos.
La medicina moderna, nos dice Foucault, ocupa un “lugar fundamental en la arquitectura de conjunto de las ciencias humanas: más que otra, está ella cerca de la estructura antropológica que sostiene a todas” (Foucault, 1979b: 277); ésta es “la primera abertura hacia esta relación fundamental que ata al hombre moderno a su originario fin” (Foucault, 1979b: 277). Pero para que la medicina haya podido ubicarse allí, ha sido menester una reconfiguración de las relaciones entre la vida y la muerte en la experiencia médica, operada por la anatomopatología de finales del siglo XVIII, mediante el cambio de ángulo desde el cual se observaba la enfermedad: ésta no será ya vista desde lo vivo y sus procesos, sino sobre el trasfondo mismo de la muerte. Bichat, el autor de esta transformación, reafirma la oposición entre vida y muerte propia del Occidente europeo, a la vez que confiere a ésta su cariz propiamente moderno, que consiste en hacer de la última el fundamento de la primera. El hombre moderno es impensable sin la apertura del abismo de su propia muerte, tanto como la positividad de sus saberes es impensable sin sus esfuerzos por dilatarla, regularla y estandarizarla: “[L]a medicina ofrece al hombre moderno el rostro obstinado y tranquilizador de su fin; en ella la muerte es reafirmada, pero al mismo tiempo conjurada; si ella anuncia, sin tregua, al hombre el límite que lleva en sí mismo, le habla también de ese mundo técnico que es la forma armada, positiva y plena de su fin” (Foucault, 1979b: 277-278). La vida del hombre moderno no sólo va a pasar por el conocimiento de los procesos propios de su muerte, sino que va a requerir aprender a instrumentalizarlos, instaurando así una paradójica reafirmación de la muerte como método de su conjura.
Esta instrumentalización de la muerte en nombre de la vida tendrá, en adelante, efectos cuyo devenir histórico nos es difícil seguir aquí, pero cuya manifestación contemporánea es imposible negar. Esa instrumentalización constituye la racionalidad que orienta al Ejército que en la cima del cerro Berlín amenazaba con matar a aquellos cuya vida se proponía defender; es también la racionalidad que sigue el extractivismo en el norte del Cauca y en Colombia, que destruye ríos, bosques y páramos en nombre del desarrollo y el progreso de la nación; es, por supuesto, la racionalidad de los gobiernos colombianos que, un sinnúmero de veces, han afirmado que quienes se oponen a la presencia del Ejército y las empresas extractivas en sus territorios se encuentran del lado del terrorismo y son enemigos del desarrollo. Todas estas racionalidades políticas despliegan la destrucción, la violencia y la muerte contra ciertas colectividades en nombre de la vida colectiva.
El comunicado sobre el levantamiento del cerro Berlín también vincula una intensa reflexión sobre la relación entre la vida y la muerte:
La comunidad de Toribío aprendió a la fuerza a vivir en medio del conflicto. Han soportado los atentados guerrilleros y los ataques del ejército. Sus hijos deben transitar en medio de retenes de la policía y en las escuelas deben recibir clases “custodiados” por las trincheras de la guerra. Sus casas destruidas y familias llorando a sus muertos. Es un pueblo semidestruido, es una comunidad que sufre la desgracia de una guerra por el poder.
Por eso hoy este pueblo milenario le está gritando al mundo entero que tiene sed de justicia y que ninguno de los dos bandos les protege su territorio. Que es necesario que sepan que aquí en el Norte del Cauca, en Toribío se encuentra gente dispuesta a proteger la vida, ya que nunca lo ha hecho el gobierno con su fuerza pública. (ACIN, 2012a: s/p)
Este fragmento nos muestra dos caras de la forma de vida nasa. De una parte, que ésta ha sido duramente golpeada por la racionalidad derivada de la instrumentalización de las formas de violencia y de muerte, propia de las técnicas de poder que despliega la ontología moderna, y, de otra, que esa forma de vida no transige con esa racionalidad de violencia y de muerte, por el contrario, la rechaza de manera tajante y abierta. Si bien es cierto que la comunidad Nasa ha tenido que aprender a vivir su vida y a desarrollar sus actividades cotidianas en medio del fuego cruzado y del rigor de la guerra, también es cierto que eso no la inmoviliza, ésta no se repliega ante las ametralladoras, las trincheras y las bombas, sino que en medio de éstas y en su contra, permanece y resiste. Esto es lo que encierra la ambivalencia de la frase “es la vida lo que está en riesgo” (ACIN, 2012a: s/p). Allí se afirman simultáneamente dos cosas: que la forma de vida de los indígenas nasa es acechada de manera permanente por el riesgo de la muerte, pero también, que para defender su forma de vida de ese acecho, las comunidades nasa ponen en riesgo su vida.
El riesgo de la muerte es también una característica de la defensa de la vida y del levantamiento como forma de acción política de las comunidades nasa. ¿Qué significa que “en el norte del Cauca, en Toribío [haya] gente dispuesta a proteger la vida”?, ¿en qué consiste tal disposición, particularmente en un contexto acechado por el riesgo de la muerte? Significa que las comunidades nasa se oponen a la racionalidad de muerte que orienta la ontología antropocéntrica, pero significa también que esa oposición no es exclusivamente discursiva, y que éstas no rehúyen al riesgo de la muerte que dicha racionalidad y ontología traen consigo, sino que lo enfrentan materialmente, cuerpo a cuerpo, de manera decidida. La disposición a defender la vida contra el riesgo de la muerte debería leerse entonces como una exposición al riesgo de esta última en la defensa misma de la vida y, por ende, como una viva oposición a la racionalidad de muerte.
Esta característica, la defensa de la vida de las comunidades nasa, se observa mejor en un video del Tejido de Comunicaciones de la ACIN, que muestra quizá uno de los momentos más álgidos del levantamiento en el cerro Berlín (ACIN, 2012b). En éste pueden verse algunos campesinos, indígenas y militares que miran expectantes lo que sucede a unos pocos metros, en otra de las planicies del cerro, mientras se escuchan silbidos, abucheos, las palabras de un indígena que arenga a sus compañeros y el eco esporádico de algunos disparos realizados por el Ejército. La cámara presta singular atención a dos militares que están de pie y de espalda, y que apuntan sus fusiles al suelo. Súbitamente uno de ellos desbloquea su fusil, lo dirige al cielo y suelta una ráfaga larga que se suma a lo que en ese momento ya es un ensordecedor ruido de disparos. Toda la concurrencia se agacha y algunos más se disipan. Todos, excepto un indígena, que se aproxima por detrás del soldado, toma su fusil por la correa y lo hala con fuerza. Allí se inicia un forcejeo violento y confuso, el soldado se gira, queda frente al indígena y le dispara una ráfaga corta que le roza los pies. El soldado consigue de esa manera liberar su arma y retrocede unos pocos metros, mientras otro de sus compañeros se aproxima y encara de manera desafiante al indígena. El indígena, por su parte, no se mueve de su posición, y en su ayuda llega otro indígena que le sale al paso al segundo soldado e interpone su cuerpo en una posición igualmente desafiante. Por una fracción de segundo el militar y el indígena están frente a frente, se miran a los ojos y ninguno se arredra ante la presencia del otro.
Aquello que resulta particular de la viva oposición-exposición al riesgo de la muerte característica de este episodio del levantamiento, y que no le sería exclusiva aunque en el video pueda verse de manera ejemplar, es sin duda el coraje mostrado. Ante los disparos del Ejército los indígenas no retroceden, no transigen frente a su amenaza, no se dejan someter por la violencia y, desarmados, oponen, enfrentan y exponen la materialidad de sus propios cuerpos a las armas del Ejército, aunque puedan perder la vida en ello. Este coraje, que constituye a nuestro juicio el rasgo más propio de la dimensión política de la ontología del levantamiento, se despliega según una racionalidad particular. No se trata de la lógica de la muerte, según la cual, segar la vida del oponente es un medio para la supervivencia de quien da la muerte y su comunidad, ni una racionalidad sacrificial, en la cual la muerte propia es justificada en función de una vida futura o trascendente. La racionalidad que sigue este coraje no está regida por un cálculo estratégico de medios y fines en el que la muerte es instrumentalizada para la autoconservación de la vida como dato biológico o como propiedad trascendental. Por el contrario, este proceder nos muestra una disposición a cuidar la vida (propia y del adversario) en la que la vida misma es arriesgada, puesta en juego y expuesta de manera audaz e incierta. El coraje de esta acción hace visible que la racionalidad de la defensa de la vida de las comunidades nasa, que persevera gracias y a riesgo de sí misma, se caracteriza por su apertura a la incertidumbre y la contingencia, por un despliegue de posibilidades que se resisten a ser medidas sobre la misma base de los riesgos que conllevan, y cuyos peligros no están autorizados para cancelar sus posibilidades.
• Icon Monstrosae cuiusdam Chimaerae | Ulysses Aldrovandi, “Historia de los monstruos”
Hacia una ética de la radicalidad
Estas palabras explican y reclaman, por eso hay que leerlas desde el corazón y compartir la rabia, el dolor, el amor por la vida y el compromiso. Ahora nombramos nuestros actos para sentir y reclamar la compañía de todos los pueblos que merecemos habitar este hogar de la Madre Tierra en libertad.
ACIN
Hemos intentado mostrar que el levantamiento del cerro Berlín no es una acción espontánea, ni orientada por una pura reactividad a estímulos externos. Por el contrario, hemos buscado explicar esta acción a la luz de sus propias condiciones objetivas: la trama de relaciones de poder que sostienen el proyecto de muerte del que emerge, la ontología interrelacional que la subyace y la apertura a la contingencia que orienta su racionalidad política. No sobra recordar que estas configuraciones ontológicas y racionalidades políticas expuestas por el levantamiento se insertan en una larga historia de defensa y producción de la forma de vida nasa, que en los últimos cincuenta años ha bebido de un estrecho diálogo con académicos comprometidos y diversos movimientos sociales, que desde mediados del siglo XVII han sabido apropiarse críticamente de algunos discursos hegemónicos, y que en la actualidad suma más de quinientos años de negociación y lucha con las diferentes estrategias de exterminio o integración coloniales y republicanas. Las luchas de los nasa contra el despojo de sus territorios, la militarización y la imposición del extractivismo se actualizan en el cerro Berlín, pero su matriz histórica podría rastrearse ya en el ocaso del siglo XVI, que conoció el permanente asedio indígena sobre los fuertes militares de Guanacas, Guambia y Toribío; la destrucción de las primeras poblaciones fundadas por los colonizadores; la repetida quema de la mina de La Plata, Huila.
Si una acción como la del cerro Berlín resulta tan polémica y tan difícil de comprender, no es porque carezca de razones intrínsecas, ni de historia. Es porque traza de manera diferente las coordenadas de comprensión de las relaciones entre vida y política que orientan el pensamiento moderno hoy hegemónico, y las desajusta, abriendo otras posibilidades de trazado y otras comprensiones de esa relación. La vida que está en juego en éstas no es la del hombre o del sujeto individual, y la racionalidad de la acción política implicada allí no está orientada a evacuar la incertidumbre, no se trata de una vida y una política que ubican en la cima de la pirámide la forma de vida del sujeto moderno y su racionalidad técnico-instrumental en desmedro de otras formas de vida y de racionalidad; se trata de una vida amplia, que no se moldea siguiendo la dicotomía entre lo humano y lo no humano, que contempla en su sociabilidad a los seres vegetales, minerales, animales y espirituales, y de una racionalidad política que orienta a esa conjunción de seres a defender esa forma de vida, desde su apertura a la contingencia.
Quizá ahora sea posible entender lo que esa forma de acción política tiene de radical. No se trata de un ejercicio orientado a la toma del poder mediante los métodos o medios que fueran necesarios; es decir, no se trata de una acción política que a la luz de la narrativa moderna hegemónica pudiéramos calificar como extremista. Tampoco se trata de una acción guiada por la sujeción incuestionable de un conjunto de principios trascendentales, pretendidamente originarios; en otras palabras, no se trata de un acto que pudiéramos calificar, siguiendo esa misma narrativa moderna, como fundamentalista. Ni pragmatismo, ni esencialismo. Lo que tiene de radical el levantamiento del cerro Berlín y las distintas formas de acción política directa emprendidas por los nasa es su responsabilidad infinita, irrenunciable, con la proliferación y multiplicación de formas de vida, lazos de sociabilidad amplios y racionalidades políticas transformadoras. Si podemos calificar el levantamiento como una acción radical es precisamente por su irrevocable voluntad de abrir posibilidades al porvenir de vidas autosustentables, plenas, buenas.
Hay en este levantamiento una propuesta de avanzada para defender otras formas de ser y de vivir, de actuar y de sentir; una propuesta ética basada en una reciprocidad no instrumental e interrelacional, que nos muestra que vivir de manera plena y defender la plenitud de la vida demanda el concurso de todas las formas de vida y su compromiso vital. Una propuesta que, como muestra el fragmento del pensamiento nasa utilizado como epígrafe de esta última sección, invita a ser caminada desde los afectos y de manera solidaria por los pueblos de la tierra que aspiran a transformar la vida en común.
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