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Con corrupción no hay revolución

Alberto Acosta :: 15.05.18

Ejemplo de esa “corrupción dependiente” es la sumisión tanto de gobiernos neoliberales como progresistas al capital transnacional, antes norteamericano o europeo, y ahora también chino (que “ha salido de compras” por el mundo). Con la ampliación salvaje de los extractivismos -que llevan la corrupción en sus venas -, exigida por el capital transnacional y aceptada por neoliberales y progresistas, vemos una desposesión tal como la entiende David Harvey e incluso una suerte de acumulación originaria global, similar a la que planteó Carlos Marx, en donde corrupción y violencia conviven a flor de piel.

15-05-2018
Con corrupción no hay revolución

Alberto Acosta
Rebelión

“…otro eje estructural básico (de la Revolución Ciudadana), la recuperación y la forja de valores que permitan cristalizar una sociedad libre de corrupción, entendida ésta no sólo como actos reñidos con la ley, sino como el abuso de poder por parte de individuos u organizaciones sea en el ámbito público o privado, en actividades económicas, políticas, sociales, empresariales, sindicales, culturales, deportivas, que beneficien directa o indirectamente a una persona o a un grupo de personas.”
Plan de Gobierno de Alianza país 2007-2011 (2006)

La corrupción ha sido -y es- un tema de urgente actualidad. Los medios están llenos de denuncias y escándalos. Sin embargo, a pesar de su gran difusión, pocas veces este fenómeno social recibe un análisis profundo. Muchas son las lecturas inapropiadas que se hacen para entenderla, y peor aún, con frecuencia no se llega a sancionar adecuadamente los hechos corruptos. Esto causa una generalizada frustración y no menos confusiones, especialmente entre quienes no son corruptos, pero ven -impotentes- que “ los inmorales nos han igualao ”…

Realmente el tema es recurrente en la vida de la Humanidad, pero no por eso tolerable en ninguna circunstancia, aun cuando la plaga infecte a casi toda dimensión del convivir humano . Desde hace más de mil años, cuando el código de Hammurabi explicaba qué castigos se debían destinar a los corruptos , hasta la fecha muchos acontecimientos históricos marcados por la corrupción, se han registrado. Claro que, en dicho registro, hay episodios pequeños y otros que sellaron épocas. En ocasiones la corrupción contribuyó a destruir y construir civilizaciones, como pasó con aquella estafa de canjear espejitos por oro y piedras preciosas hace más de cinco siglos, cuando los europeos se impusieron violentamente en América, África y otras regiones del mundo.

Dentro de esas sociedades herederas de la pesada sombra colonial, hasta se podría pensar en una “corrupción dependiente”, impuesta por la dominación de quienes vinieron y vienen de afuera, quienes impusieron e imponen un modo de vida ajena, a más de una modalidad de acumulación explotadora de seres humanos y Naturaleza. Desde entonces “subdesarrollo” y corrupción se alimentan orgánica e indefinidamente, dando vida a una corrupción mutante, aunque no muy lejana de la corrupción de las potencias imperiales.

Ejemplo de esa “corrupción dependiente” es la sumisión tanto de gobiernos neoliberales como progresistas al capital transnacional, antes norteamericano o europeo, y ahora también chino (que “ha salido de compras” por el mundo). Con la ampliación salvaje de los extractivismos -que llevan la corrupción en sus venas -, exigida por el capital transnacional y aceptada por neoliberales y progresistas, vemos una desposesión tal como la entiende David Harvey e incluso una suerte de acumulación originaria global, similar a la que planteó Carlos Marx, en donde corrupción y violencia conviven a flor de piel.

Vemos, pues, que la corrupción llega incluso a matizarse con los procesos de dominación globales, llegando a conformar verdaderas estructuras corruptoras dependientes en la periferia. Sin embargo, no debemos confundirnos. Hoy más que nunca sabemos que la corrupción no es evidencia del “subdesarrollo” de algunos países o culturas. No hay primicia cultural, racial, geográfica o social. No se puede afirmar que hay naciones corruptas y otras que no lo son. La corrupción emerge en todas las latitudes, está globalizada. Es duro admitir, pero su sombra cubre a casi todas las organizaciones e instituciones humanas, incluso aquellas supuestamente creadas para defender derechos: hasta las Naciones Unidas han sido acusadas como “una potencia mundial corrupta”. En el Vaticano o en la Academia Sueca de Premios Nobel tampoco han faltado las denuncias de corrupción, peor en los organismos multilaterales de crédito. Y así por el estilo.

Por otro lado, aunque muchos vean el inicio de la corrupción en el Estado o en el gobierno, ésta no se agota ahí. La corrupción rebasa a cualquier institución, de modo que verla exclusivamente en el Estado es no entender su real dimensión o es hacer un mero ejercicio ideológico que no ayuda a enfrentar el problema. Igualmente es errado reducir el asunto a lo privado. En ambas esferas aflora la corrupción y muchas veces ésta se potencia cuando ambos sectores confluyen en diversas relaciones corruptas, que superan hasta a los intereses económicos, pudiendo ser éstos políticos, o sociales en términos amplios. Y por cierto la corrupción -tanto global como local- tiene apellidos, llegan a salpicar a ilustres familias e instituciones tradicionales, cuya existencia debemos cuestionar si buscamos una democracia efectiva.

Además, difícilmente se puede esperar que el Estado sea eficiente si muchas veces no se le permite serlo. El Estado, bien lo sabemos, responde a un proceso social, donde los grupos de poder siempre buscan permear sus intereses y moldearlo según sus apetencias. Su burocratismo, sus trabas regulatorias, sus regulaciones obscuras y pesadas, su ineficiencia son propias de un Estado débil: una causal importante de corrupción. La corrupción debilita al Estado, y un Estado débil facilita la corrupción.

Como corolario, se ha comprobado que no hay una relación entre el tamaño del Estado y la corrupción; hay Estados grandes e intervencionistas con baja corrupción (por ejemplo los países de Europa del norte: Finlandia, Noruega, Suecia o Dinamarca). Hay otros casos, como los EEUU, que con un sector público relativamente reducido, registran casos de corrupción de considerable proporción. Eso sí, se podría decir que los Estados menos proclives a la corrupción son aquellos fundados en mayor democracia, es decir con mayor transparencia y participación ciudadana, a más de una adecuada distribución de riqueza e ingreso. Un Estado, en suma, no es fuerte por su tamaño, sino por la calidad -y democracia- de sus decisiones y de sus resultados, y es esa calidad la que define cuán difícil será que la corrupción logré permear.

Sin afán de sentar cátedra, me gustaría proponer una definición incluyente de corrupción, empezando por una doble negación. La corrupción no es sólo la comisión de actos ilícitos, que competen a los tribunales, o la simple malversación de recursos. La corrupción, en una amplia definición cultural -indispensable para abordarla y combatirla- es la esencia del abuso del poder, como se estableció con claridad en Ecuador en el Plan de Gobierno de Alianza País 2007-2011, elaborado en 2006 (página 50). Tal definición incluye actos incorrectos, aunque no sean antijurídicos. Se manifiesta en diversos abusos, sea estatales o privados, que beneficien directa o indirectamente a una o a varias personas. En muchos casos sintetiza a la par lo ilícito y lo incorrecto, pudiendo llegar a ámbitos económicos, sociales, políticos culturales, universitarios, deportivos e incluso periodísticos.

Actualmente -quizá de forma novedosa-, muchos hechos de corrupción que son denunciados parecen seguir un libreto común: los escándalos de corrupción son olvidados por nuevos escándalos, haciendo que la corrupción se complementa con una rampante impunidad. Los escándalos, al dejar de recibir la atención mediática, parecen condenados a la desmemoria, perdidos en vericuetos legales que a veces no desembocan ni en una sentencia legal contra los implicados. Es más, cuántas veces los implicados en un atraco, pasado el tiempo de la prescripción o aún antes (sobre todo si son de “cuello blanco”), asoman libres de cualquier sospecha, envalentonados para volver a la vida pública: en la acción política, en la gran empresa, en los mismos medios de comunicación…

Si pudiéramos escribir una historia de la corrupción y de su complemento, la impunidad, ésta sería un telón de fondo reverberante del devenir de las últimas décadas. Aparte, corrupción e impunidad son impensables sin el cinismo y la prepotencia reinantes.

Por todas estas razones se debe rechazar categóricamente a quienes minimizan la corrupción de los regímenes progresistas en América Latina (que casi nada tuvieron de izquierda), aduciendo simplonamente que antes, con el neoliberalismo, la corrupción era peor; o simplemente señalando que las demandas de corrupción son parte de una campaña de la derecha en contubernio con grandes medios de comunicación; o cayendo en la torpe astucia de decir que la corrupción es propia del capitalismo (lo cual es cierto), de modo que primero deberá superarse al capitalismo para recién entonces poder combatirla (lo cual no es cierto)… Definitivamente no hay nada más contra revolucionario que tolerar o callar la corrupción para no hacerle el juego a la derecha o al Imperio; la corrupción, entendida como abuso del poder, debe acusarse venga de donde venga (de hecho, la denuncia al abuso del poder -sea del capital o del Estado- debería ser la esencia de la izquierda).

Es lamentable, pero inocultable: el abuso de poder -la esencia de la corrupción- estuvo y está presente en todos los progresismos de América Latina, sea en Argentina, Bolivia, Brasil, Ecuador, Uruguay, Venezuela…. Tratar de tapar esta realidad es un gravísimo error (que raya hasta en complicidad). Raúl Zibechi, periodista uruguayo, analizando el caso del expresidente brasilero Lula da Silva -que fue intermediario de grandes conglomerados empresariales de su país, incluso cuando ya no estaba en el gobierno- nos recuerda que, viendo los inocultables y graves casos de corrupción en la región, “mirar para otro lado porque no nos conviene o porque son los ‘nuestros’, es propio de un pragmatismo suicida. La gente común termina por percibir las mentiras. Luego da un paso al costado, probablemente para siempre”.

En resumen, precisamos recoger el mensaje de José Mujica, dicho de forma sencilla y muy clara: “si a la izquierda le toca perder terreno, que lo pierda y aprenda, porque tendrá que volver a empezar. Y si cometió errores, tendrá que reaprender”. La lucha continúa, aunque en realidad la lucha siempre estará empezando, ojalá que siempre admitiendo y superando los errores del pasado.

Alberto Acosta, economista ecuatoriano, profesor universitario, exministro de Energía y Minas, expresidente de la Asamblea Constituyente y excandidato a la presidencia de la República del Ecuador.


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