El país se adentra en una fase de incertidumbre después de que Ortega elevase la represión y ante la certeza de que sus críticos no van a ceder en las protestas
LA NUEVA REVOLUCIÓN DE NICARAGUA
El país se adentra en una fase de incertidumbre después de que Ortega elevase la represión y ante la certeza de que sus críticos no van a ceder en las protestas
Managua 21 JUL 2018 - 21:29 CEST
“Le troncharon sus sueños, no era para que terminara de esta manera”. Gerald Vázquez quería graduarse en la universidad y seguir zapateando El solar de Monimbó, su canción preferida para bailar. Hace tres meses aparcó sus planes para unirse a las protestas estudiantiles contra Daniel Ortega. El fin de semana pasado, durante el asedio a la Universidad Nacional Autónoma de Managua (UNAN), el último bastión de resistencia de los jóvenes, una bomba estalló cerca de él. Le dejó grogui. Fue la primera vez que le vieron refugiarse en la parroquia aledaña al campus la madrugada del sábado al domingo. La segunda, tenía un disparo en la cabeza. Los sueños de Vázquez, de 23 años, yacían este lunes en un ataúd, vestido con una guayabera blanca y un sombrero de palma. Envuelto en una bandera de Nicaragua manchada de sangre.
Las hermanas de Vázquez lloran descompuestas, primero sobre el féretro, luego durante el camino hacia el cementerio, una travesía que el padre hace con la mirada perdida, desnortado. Es la madre, Susana, quien no cesa un segundo de recordar a su hijo, El Chino, como lo conocían. Su entereza sobrecoge. Una y otra vez, grita desencajada:
-¡Gerald Vázquez!
-¡Presente!
-¡El Chino!
-¡Presente!
Muchos de los jóvenes que han acudido al velorio y que se turnan para cargar a hombros el féretro durante los cerca de 10 kilómetros que separan la casa de la familia del cementerio, lo han hecho a escondidas. Han llegado a cuentagotas desde las casas de seguridad donde se refugian por miedo a ser detenidos. El sandinismo ha tratado de frenar las protestas, con la policía, primero; los paramilitares, después. Ahora, amedrenta con las leyes. A esa hora, la Asamblea Nacional, con mayoría sandinista, aprobó una norma que castiga con entre 15 y 20 años de cárcel a quien financia el “terrorismo”. Asociaciones nicaragüenses y la ONU han criticado esta ley al considerar que lo que realmente busca el Gobierno de Ortega es criminalizar la protesta pacífica. Según el Centro Nicaragüense de Derechos Humanos (CENIDH) las protestas, que se han cobrado casi 400 vidas y cerca de 2.000 heridos, han dejado ya 226 presos políticos. La mayoría permanecen en El Chipote, la prisión donde son trasladados los detenidos y, según las denuncias, torturados. El lugar a cuyas puertas, estoicas, aún aguardan las madres de los detenidos a la espera de cualquier información.
Un grupo de jóvenes carga el ataúd de Gerald Vásquez camino al cementerio.
Un grupo de jóvenes carga el ataúd de Gerald Vásquez camino al cementerio. HECTOR GUERRERO
La aprobación de la ley es solo una muestra de que esta semana ha marcado un punto de inflexión en la crisis de Nicaragua. En cuestión de siete días, el régimen de Ortega ha incrementado su represión: asaltó la UNAN y tomó el control, con un millar de paramilitares armados, de la ciudad de Masaya, el bastión rebelde. Además, varios líderes sociales, entre ellos Medardo Mairena, cabeza visible del movimiento campesino, fue detenido y encarcelado.
La represión ha permitido al régimen recuperar un aparente orden. El Gobierno ha eliminado por la fuerza los tranques que había en el país y facilitado la circulación de vehículos y camiones con mercancías. Desde el miércoles, se sentía que había más provisiones en los establecimientos. La normalidad, no obstante, no es tal. Muchos negocios permanecen cerrados y el miedo a salir por la noche sigue latente. Con la caída de la noche se ha impuesto un toque de queda virtual. La sensación en Managua con la caída del sol es la de una ciudad fantasmagórica.
El objetivo de Ortega era despejar cualquier atisbo de protesta callejera de cara al 19 de julio, cuando se cumplían 39 años del triunfo de la revolución sandinista. Lo logró. El presidente se dio un baño de masas con sus más fieles. Por mucho que hubiese menos apoyo que en años anteriores y que movilizara a los trabajadores del Estado, en la plaza de la Fe, o de la Revolución, se concentraron miles de leales a Ortega. Muchos de ellos celebraban en tono festivo, pero los había también crispados, con una sed de venganza que alimentó el mensaje incendiario del presidente. El mandatario cargó contra la Iglesia y llamó a movilizar a las autodefensas, un claro apoyo a los paramilitares.
Ortega dejó claro con su mensaje que se siente en una posición de fuerza. Cuesta creer que vaya a volver a facilitar las protestas cívicas masivas que le noquearon en un primer momento por imprevisibles. La época de los tranques y las barricadas ya es historia, al menos de forma tan exponencial, aunque tampoco los críticos con Ortega van a ceder. La lucha entre las dos partes es también la recuperación de los símbolos. Los críticos con Ortega han hecho suyo el “¡que se rinda tu madre!” con el que el poeta Leonel Rugama se encaró con un general somocista. Los orteguistas, por su parte, enarbolan el “aquí no se rinde nadie”.
Qué viene ahora es aún una incógnita. “Ortega está ganando la batalla militar, pero ha perdido la guerra”, sostiene el escritor Sergio Ramírez. “Recuperar la situación actual de antes del 18 de abril, es imposible. No cuenta con el apoyo de la iglesia ni con los empresarios, a quienes considera los grandes traidores, pero tampoco con la sociedad civil. Perdieron la calle. El vuelco fundamental es que la gente ha perdido el miedo”, opina quien fuera vicepresidente de Ortega tras el triunfo de la revolución. “Muchos de los muertos son hijos y nietos de excombatientes sandinistas. La gente a la cabeza del frente cívico no tiene aún un liderazgo, pero se va a articular un movimiento de resistencia de verdad”, añade.
Un grupo de amigos y familiares rezan a la entrada de El Chipote, el centro donde son trasladados los detenidos durante las protestas.
Un grupo de amigos y familiares rezan a la entrada de El Chipote, el centro donde son trasladados los detenidos durante las protestas. HECTOR GUERRERO
Parte de él se está gestando en la clandestinidad, mayoritariamente por estudiantes, pero no solo. “Todos los campesinos que estaban en los tranques se han ido al monte o han huido, no pueden regresar a sus casas”, asegura Freddy Navas, líder del movimiento campesino. “La estrategia es dejarles el 19 de julio para que canten victoria, replegarnos y volver con más fuerza. Tenemos que salvar la vida para reorganizarnos, muchos ya no podemos retroceder en esta lucha, es la cárcel o la muerte. No hay vuelta atrás”, se lamenta Navas en un hotel de Managua, donde junto con tres líderes más explica la situación. Llevan tres meses lejos de sus casas, moviéndose itinerantes entre casas de seguridad y hoteles. El último en el que se alojaron, junto a una parroquia, fue baleado. El fantasma de una nueva guerra civil, aunque no cercano, permea ya en las conversaciones. “Siento que a eso quiere llegar el Gobierno”, asegura Nayive Acevedo, también del movimiento campesino. Sus compañeros no están de acuerdo, creen que ese escenario es aún lejano. “Pero la gente se está cansando y si le dan un arma, se van a tirar adelante. Yo misma, que soy madre, si veo matar a un niño, me echaría adelante”.
Los campesinos han sido los más críticos con Ortega desde que, hace cinco años, iniciaran sus movilizaciones contra el Canal de Nicaragua, un proyecto que el Gobierno concedió a una empresa china. Celebran tener presencia en 115 de los 153 municipios del país, pero en las grandes ciudades su peso mengua. Ahí confían en tejer apoyos con los estudiantes, los grandes protagonistas de esta rebelión contra Ortega, en la medida en que han sido los que más víctimas mortales han dejado. Una de sus caras más visibles es Lesther Alemán, el joven estudiante de Comunicación de 20 años que, en la primera jornada del diálogo, arrebató el turno de palabra al propio a Ortega para exigirle que frenara la represión y dejase el poder. Alemán salió de su casa tres días antes de aquella reunión con dos pantalones y dos camisas en una bolsa. Sabía que tardaría en volver.
Una mujer vende dulces en un mercado en la ciudad de León, la capital turística del país y clave para el sandinismo en los años ochenta.
Una mujer vende dulces en un mercado en la ciudad de León, la capital turística del país y clave para el sandinismo en los años ochenta. HECTOR GUERRERO
Ahora, vive con varios de sus compañeros en un espacio de seguridad, después de haber recibido varias amenazas de muerte. Solo se desplaza para reuniones en la ciudad, con el miedo de que no pone en riesgo solo su vida. El día anterior de la entrevista, tuvo que cambiar su rumbo al sentir que le seguía un grupo de paramilitares. “Todos esperábamos ver a un estadista, pero negó el conflicto”, dice con un articulado discurso, alejado de la mayoría de los chicos de su edad, sobre Ortega, a quien se refiere como expresidente. “Al hacer del país una jaula y quedarse con las llaves, no lo considero más mi presidente”, afirma Alemán. En la mesa, con un bolígrafo y un taco de post-it tiene Banderas y harapos, el libro de relatos de la revolución de Gabriela Selser. Sobre los pasos a seguir, asegura que están valorando las intenciones de Ortega para ver lo que quiere hacer en el futuro. “Él va a accionar silenciosamente, en ningún momento va a reconocer públicamente, por su ego, que se ha equivocado. Nosotros lo que queremos es que ceda”.
Todas las miradas de los actores internos están puestas estos días en la comunidad internacional. “Los pasos a seguir van a depender muchos de los que den ellos”, es el comentario generalizado. En la última semana, la Organización de Estados Americanos (OEA) aprobó una resolución para que se adelantaran las elecciones presidenciales. La condena fue unánime después de que al menos 13 países latinoamericanos exigieran el fin de la violencia y de los ataques paramilitares. Los informes de que acusan al régimen de violentar los derechos humanos se multiplican con los pasos de los días.
La crisis internacional se ha sumado a una crisis interna inusual en esta última década. Estos tres últimos meses han evidenciado que el milagro perfecto que aparentaba ser Nicaragua, con una economía estabilizada, que crecía cada año y unos índices de inseguridad contenidos respecto al resto de la región, era, en realidad, un espejismo perfecto. La economía cayó en la medida en que su principal aliado, Venezuela, se sumía en una crisis galopante institucional, económica y humanitaria. Sin dinero de por medio, los empresarios, que miraban para otro lado los desmanes de Ortega con tal de mantener su statuo quo, se han vuelto ahora críticos con el presidente.
Uno de los factores que determinarán la nueva fase en la que se adentra Nicaragua es el futuro del diálogo. Hasta ahora la Iglesia ha jugado un papel de mediador que, según el discurso del jueves, Ortega le quiere arrebatar. “La situación es muy seria, no está en juego el cambio de gobierno, sino el porvenir del país”, opina Monseñor Vivas, obispo de la diócesis de León, capital turística del país que ve cómo la crisis puede ahogar su principal sustento. Vivas es una de las voces más discordantes, en tanto no se ha mostrado abiertamente crítico contra el Gobierno de Ortega, como otros miembros de la Iglesia. “Se ha cantado victoria por ambas partes antes de tiempo. No se trata de eso cuando hay tensión. El diálogo es más urgente que nunca. Incluso con un gobierno nuevo, ¿quién garantiza la paz? “El arreglo entre la contra y los sandinistas nos dejó una pacificación de los corazones durante 20 años de, digamos, democracia, pero no resolvió los problemas de convivencia. No estaban todas las semillas del odio arrancadas”.
La revolución de los ochenta es omnipresente en Nicaragua. Ahora, todos la lloran. Ortega se ampara en ella pese a haberla desfigurado hasta límites insospechados. Los más jóvenes han tenido que convivir con su recuerdo y ahora abogan por una nueva: “A nosotros nos decían que vivíamos muy bien con el Facebook y el Twitter, que si no habíamos vivido en los ochenta, que si bla, bla, bla. ¿Ahora quién está poniendo los muertos”, se revuelve Dolly Mora, nieta de sandinistas que combatieron en los ochenta. Para la mayoría de los protagonistas de entonces, como Sergio Ramírez, se ha vuelto un sueño pervertido por la ambición de poder de Ortega. “Esto es un engendro de la revolución. La revolución, para mí, eran más los ideales que la ideología. ¿Qué ideales hay aquí?”.