Quienes reclaman su salida no son “los pobres de derecha”, sino verdaderos sandinistas de carné que asisten asqueados a su diabólica transformación en mesías. Su ejército personal siembra el terror y lo celebra con vivas a Daniel, coreando su nombre puño en alto con el Oé del Mundial. Ellos mismos se graban y suben los vídeos a las redes, se pasean impunemente frente a las cámaras y la población, custodiados por la policía, seguros de que tanto descaro no podrá penetrar nuestro entendimiento. No basta condenar la violencia con una ambigüedad cómplice que puede entenderse como de ambas partes. En Nicaragua no hay más parte que un estado de fanáticos asesinos y un pueblo que por primera vez quiere hacer la revolución sin armas. La verdad, sin tapujos, es el único antídoto para la posverdad.
Análisis / Ortega: la posverdad nicaragüense
Por: Revista Contexto / Mercedes Gallego | Domingo, 22/07/2018 01:27 PM | Versión para imprimir
Manifestación en Managua en contra de las políticas del gobierno de Daniel Ortega. Nicaragua, 9 de mayo de 2018.
MANIFESTACIÓN EN MANAGUA EN CONTRA DE LAS POLÍTICAS DEL GOBIERNO DE DANIEL ORTEGA. NICARAGUA, 9 DE MAYO DE 2018.
Credito: Jorge Mejía Peralta (FLICKR)
Con casi 400 muertos en tres meses y un éxodo juvenil que proporcionalmente dejará pequeño al venezolano, es hora de llamar dictador a quien mata a civiles desarmados para perpetuarse en el poder
22 de julio de 2018.-
Hay poderosas armas de destrucción masiva que se escapan de cualquier convención. Putin, Trump y ahora Ortega descubrieron el poder de lanzar a las cámaras una mentira flagrante sin pestañear, cuanto más grande, mejor. Sin medias verdades, sin visos de realidad, contra toda evidencia, aunque esté grabado, rebobinado y requeteprobado. Tan descabelladas que nos estallan en la cara y nuestro cerebro no es capaz de digerirlas. Quienes las lanzan cuentan con ello.
Hasta el día de hoy, el presidente ruso insiste en que no hay tropas rusas en Ucrania. El de Estados Unidos le sube la apuesta día sí, día no, desde que aseguró tener pruebas de que Obama había nacido en Kenia o que la asistencia a su investidura había sido la mayor de la historia –“hechos alternativos”, los llamó perversamente su asesora de comunicación Kellyanne Conway, sobre fotos que hablaban a gritos. El de Nicaragua va todavía más lejos. Daniel Ortega empezó llamando delincuentes a los manifestantes del 19 de abril, luego les culpó de los crímenes que cometen sus paramilitares, la semana pasada acusó a los curas de “satánicos” y ahora llama “cómplice de terroristas” al Alto Representante de Derechos Humanos de la ONU. Mientras masacra al pueblo que ha levantado barricadas para impedir la entrada de paramilitares dice en Bruselas haber derrotado a “los golpistas” y “avanzar en el camino de la paz”. Tanto cinismo marea.
NOS INMUNIZAMOS, VAMOS SUBIENDO EL LISTÓN. ELLOS TAMBIÉN
Está probado que cuanto más escuchemos una mentira, mayores serán las posibilidades de que penetre en nuestro cerebro. El viejo “calumnia, que algo queda” es la versión popular de un complicado proceso neurológico por el que nuestro cerebro se ve obligado a asimilar la información que recibimos sólo para poder analizarla y desmentirla, dejando una serie de patrones neurológicos en los que, con el tiempo, se pierde la fuente, pero queda un vago recuerdo de algo difícil de precisar y que deja de escandalizarnos. Nos inmunizamos, vamos subiendo el listón. Ellos también.
El otro capricho cognitivo es que nuestro cerebro otorga prioridad a aquellas informaciones que se alinean con nuestra visión del mundo. Por eso no sorprende que haya quien crea a Ortega cuando afirma que la CIA y el imperialismo yanqui están financiando a los manifestantes para derrocar a un honroso gobierno de izquierda. Después de todo estamos acostumbrados a ver a Estados Unidos meter las manos en Latinoamérica, sólo que Nicaragua ya no tiene un gobierno de izquierda ni es prioridad para la CIA.
Esa es la otra gran mentira perpetuada por Ortega y el gran pecado de quienes hemos permitido con nuestro silencio que siniestros personajes como él o Maduro se apropien de lo que el escritor nicaragüense Sergio Ramírez llama “la franquicia de la izquierda”. Me lo reprochó en Nueva York días antes de recoger el Premio Cervantes: “¿Y eso es izquierda?”, cuestionó molesto. “¡Yo sigo siendo de izquierda! Me siento profundamente identificado con la izquierda y no puedo aceptar que todo eso se haga en nombre de la izquierda”.
Todavía Ortega no había empezado a asesinar indiscriminadamente, sólo lo hacía de forma selectiva. Era 16 de abril, faltaban dos días para que los estudiantes se levantaran en protesta por el decreto ley para reducir las pensiones y tres para que los reprimiera a tiros. Ramírez, exvicepresidente de Ortega, no podía ni imaginarse lo que estaba por venir, pero ya sabía que en los últimos once años el líder sandinista se había dedicado sistemáticamente a consolidar el poder reformando la Constitución y a convertirse en el mismo capitalista contra el que todavía da discursos retóricos de los 80. Acumuló empresas con testaferros gracias al petróleo venezolano, que se vendía en Nicaragua por encima del precio de mercado, pese a llegar subsidiado.
“Lo que yo aprendí cuando tenía 17 años”, insistía Ramírez, es que era al revés, “la izquierda es para repartir los panes y multiplicarlos, no para echarse los cuatro panes que existen a la bolsa y matar de hambre al resto de la gente, como hace Maduro”.
Para eternizarse en el poder, Ortega pactó con la Iglesia, con los empresarios y hasta con Estados Unidos. Frenó la inmigración en la frontera, cumplió los objetivos del FMI, le hizo de puente al narcotráfico e incluso se distanció de la conducta cubana, pese a que adoptó su modelo de control social. ¿Para qué iba a querer Estados Unidos deshacerse de un mandatario tan cómodo y desestabilizar toda Centroamérica?
RENEGAR DE QUIEN MANCHA EL NOMBRE DE LA IZQUIERDA Y ACEPTAR QUE LA LOCOMOTORA SE VOLVIÓ LOCA
Washington miraba para otro lado, como todos nosotros, los medios de comunicación que durante los últimos diez años habíamos abandonado la cobertura de un país que dejó de ser noticia. Somos responsables de que el lector medio se haya quedado anclado en el líder ochentero de una revolución que ahora cumple 39 años sin explicarle cómo se transformó en el mismísimo dictador contra el que luchó. Ramírez y tantos otros que dieron su vida por un país más justo no tienen hoy nada que celebrar. Con casi 400 muertos en tres meses y un éxodo juvenil que proporcionalmente dejará pequeño al venezolano, es hora de combatir la posverdad con verdades como puños y empezar a llamar dictador a quien mata a civiles desarmados para perpetuarse en el poder. Renegar de quien mancha el nombre de la izquierda y aceptar que la locomotora se volvió loca. No hace falta abandonar el tren, sólo cambiar de locomotora.
Quienes reclaman su salida no son “los pobres de derecha”, sino verdaderos sandinistas de carné que asisten asqueados a su diabólica transformación en mesías. Su ejército personal siembra el terror y lo celebra con vivas a Daniel, coreando su nombre puño en alto con el Oé del Mundial. Ellos mismos se graban y suben los vídeos a las redes, se pasean impunemente frente a las cámaras y la población, custodiados por la policía, seguros de que tanto descaro no podrá penetrar nuestro entendimiento. No basta condenar la violencia con una ambigüedad cómplice que puede entenderse como de ambas partes. En Nicaragua no hay más parte que un estado de fanáticos asesinos y un pueblo que por primera vez quiere hacer la revolución sin armas. La verdad, sin tapujos, es el único antídoto para la posverdad.